Para leer En la Frontera hay que mantener la paciencia. O quizás mejor, la paciencia necesaria para leer se puede aprender con ese singular libro de la llamada trilogía de la frontera del escritor norteamericano Cormac McCarthy. Su obra más accesible, menos traumática, Todos los hermosos caballos. Meridiano de sangre, una Ilíada sin dioses. Hijo de Dios, la inmersión en la locura, la depravación y el salvajismo. Qué decir de La carretera o de No es país para viejos.
Tan singular y densa lista de obras maestras de la literatura contemporánea acreditan a McCarthy como uno de los grandes narradores del cambio de siglo, un escritor cuyas raíces le emparentan con los aedos de la aventura americana, con ese espíritu de conquista que tan originalmente supieron retratar Whitman y Melville, tanto en su carácter taumatúrgico de descubrimiento del Oeste, como de degradación y perversión moral contra la propia naturaleza y el mismo hombre que al descubrirla y admirarla la allana, como si esa conquista del oeste fuera el origen del espíritu imperial de la nación norteamericana, conquista y capitalismo cuyas raíces beben del espíritu de los aventureros del ignoto oeste: la fiebre del oro, las caravanas, el ferrocarril, la autopista 66, el genocidio indio, etc.
Que McCarthy sustituyera su original nombre de pila, Charles, por el de Cormac, el legendario rey gaélico, ya parece sugerir desde sus inicios el deseo del escritor de origen irlandés de crear una literatura mítica. Y es que en cierta manera cada uno de sus libros se asemeja a las sagas de unos héroes que viajan por paisajes desolados de enorme grandeza y cuyos fríos corazones se mimetizan con las mismas piedras, ríos y mares de desolación por los que discurren los caminos que recorren ansiosamente buscando, en muchas ocasiones, al mismísimo absurdo.
McCarthy pertenece a esa cohorte de escritores que parece que siempre están escribiendo la misma novela. No se trata de un juicio peyorativo, porque cuando esa reiteración en el espíritu, en la sintaxis, el paisaje, en los caracteres, se realiza con sinceridad y como un estímulo hacia la perfección, cada nueva entrega supone un nuevo hito en el objetivo literario del autor, y un gozo para el lector. A este grupo pertenecen, entro otros, aquellos escritores que han creado entornos y naturalezas imaginarias y casi míticas, como Faulkner con el condado ficticio de Yoknapatawpha, Onetti y de Santa María o Juan Benet y Región. Pero en el caso de McCarthy el paisaje es real, la frontera entre México y Estados Unidos, y los personajes, seres desérticos, miméticos de un entorno agreste y despiadado que como sus rocas se niegan inútilmente a ser erosionados por los elementos naturales.
La prosa de Cormac resulta directa, sin alambiques. Sus diálogos casi monosilábicos, frases muy cortas que quedan muchas veces suspendidas sin que importen las respuestas o la continuación. Sus personajes parecen emanaciones de la naturaleza en la que se desenvuelven, por ello a McCarthy no le gusta describir la psicología o las emociones a través del alma, los pensamientos o las opiniones de los protagonistas, sino por transcribir la naturaleza que les enmarca, como si la geología, la atmósfera, la luz fueran las mismas venas y órganos de sus personajes. En Meridiano de sangre escribe:
“Cruzaron un prado alfombrado de flores silvestres, acres de dorada hierba cana y de zinia y de genciana púrpura y enredaderas silvestres de campanilla azul y una extensa llanura de variados capullos que se extendía como un estampado de zaraza hasta las prietas cornisas periféricas azules de calina y las diamantinas sierras surgiendo de la nada como lomos de bestias marinas en una aurora devoniana”.
El escritor no desea explicar a sus personajes, ni él mismo los comprende. No estamos frente a literatura justificativa. Su prosa elude el juego de tinte psicológico, como si sus personajes fueran mónadas incapaces de penetrar ni en las razones, ni en las explicaciones de los comportamientos de sus semejantes. La actitud que Oscar Wilde buscaba en el escritor, en relación con la moralidad, se cumple hasta el paroxismo en la prosa de McCarthy. Decía Wilde en el preámbulo a El retrato de Dorian Grey:
“Ningún artista tiene simpatías éticas. Una simpatía ética en un artista constituye un amaneramiento imperdonable de estilo. Ningún artista es nunca morboso. El artista puede expresarlo todo. Pensamiento y lenguaje son para el artista instrumentos de un arte. Vicio y virtud son para el artista materiales de un arte (…) Un libro no es, en modo alguno, moral o inmoral. Los libros están bien o mal escritos. Esto es todo”.
Algunas de sus tramas podrían definirse de morbosas, violentas o incluso sanguinarias, pero no estamos ante un autor que se regodee en lo escabroso, situaciones a las que otros escritores le hubieran dado un tratamiento mucho más sensacionalista. Ni en el amor, ni en la amistad, y por tanto, tampoco en la violencia, McCarthy se deja influir por el lugar común, por la descripción estereotipada, por la sangre o la sensiblería, sino que traza con poderosa pluma las líneas claras y más reseñables de cada situación, sin importarle ni las apariencias, ni otros contornos o hechos que para él se situarían en la mera anécdota.
McCarthy es capaz de sobrecogernos con apenas unas pocas palabras, como en Meridiano de sangre, al relatar unos de los episodios de lucha:
“(…) alanceándolos y aporreándolos y saltando de sus ponis cuchillo en mano y corriendo de un lado a otro con su peculiar trote estevado como criaturas impulsadas a adoptar formas impropias de locomoción y despojando a los muertos de sus ropa y agarrándolos del pelo y pasando sus cuchillos por el cuero cabelludo de vivos y muertos por igual y enarbolando la pelambre sanguinolenta y dando tajos y más tajos a los cuerpos desnudos, arrancando extremidades, cabezas, destripando aquellos raros cuerpos blancos y sosteniendo en alto grandes puñados de vísceras, genitales, algunos de los salvajes tan absolutamente cubiertos de cuajarones que parecían haberse revolcado como perros y algunos que hacían presa de los moribundos y los sodomizaban entre gritos a sus compañeros”.
Pero también recurriendo a la elipsis, dejando en suspenso la narración concreta de lo ocurrido, que así adopta una luz todavía más siniestra y espectral al dar rienda suelta a la imaginación del lector. En Todos los hermosos caballos, así narra el capitán corrupto mexicano su primera experiencia con una prostituta:
“Fui a donde estaba esa mujer y ella me rechazó porque dijo que era demasiado joven o algo así. ¿Qué hace un hombre? Pues verán. No podía volver porque todos sabrían que no había estado con la mujer. Porque la verdad siempre salta a la vista. Ya saben. Un hombre no puede ir a hacer algo y volver en seguida. ¿Por qué volver? ¿Porque ha cambiado de opinión? Un hombre no cambia de opinión. –El capitán cerró el puño y lo mantuvo en alto-. Quizá le dijeron que me rechazara. Para reírse. Le dieron dinero o algo así. Pero yo no dejo que las putas me pongan en un apuro. Cuando volví no se rieron. Nadie se rio. Ya ven. Siempre ha sido mi actitud en este mundo. Soy un hombre que cuando va a algún sitio, nadie se ríe de él. Cuando voy, dejan de reír”.
Estados Unidos continúa siendo el centro del mundo. El resto de la humanidad vivimos en su frontera. Este escritor norteamericano deliberadamente busca esa región indefinida donde a la vez se elevan las murallas y se producen los intercambios, esas líneas quebradas e intermitentes que aspiran a separar, pero que también, en cierta manera, integran, y que por esta mezcla de extremos son las que acumulan las mayores dosis de violencia y crueldad, pero también las que podrían abrir mayores posibilidades para la revolución, el arte o la convivencia. Y la frontera sur de Estados Unidos, donde un México subdesarrollado y pobre que desea emigrar y que se asoma a su vecino con una rara mezcla de admiración y de odio, que convive con un imperio que le arrebató la mitad de su territorio hace apenas cien años; se erige en paisaje de unas tramas duras, difíciles y de inolvidable recuerdo.
No estamos ante un escritor fácil. Sintácticamente lo es. Pero anímicamente resulta imposible quedar al margen. El destino siempre funeral y trágico de sus personajes parece esculpido en bronce, sin que la libertad, ni esa voluntad sólida y recia que los anima, apenas sea capaz de conmover un ápice el hilo que las nornas tejieron en el comienzo de los tiempos. Si nuestra consideración de la literatura estima que el arte debe servir para mostrarnos el mundo, o para acercarnos pretenciosamente a ese concepto tan inasible de la verdad, las noveles de McCarthy realmente nos desvelan una faceta profunda y amarga del ser humano, aunque como acertadamente han destacado críticos no muy simpatizantes con el estilo del norteamericano, sus universos creativos carezcan de otras componentes humanas más benignas y positivas que todo buen lector deberá encontrar en otros autores, no en Cormac.
Quisiera destacar, antes de finalizar, otras dos constantes de la obra de este escritor de frontera, que son el movimiento y la redención.
Las novelas de McCarthy discurren en caminos, carreteras y veredas. Sus personajes siempre están en movimiento, desplazándose en las fisuras de la frontera mexicana con el coloso del norte. El escritor siente fascinación por la itinerancia, sus protagonistas se desvelan en el viaje, por cómo se mueven en esa geografía cambiante, por sus encuentros humanos y por los escenarios naturales que atraviesan, casi siempre a caballo, animal que adopta en la prosa del escritor una dimensión sobrehumana, porque el caballo, más allá de su papel locomotor en ese universo infinito y áspero, adquiere una relevancia casi moral con quien los personajes se permiten expansiones líricas y sentimentales superiores a las mantenidas con sus semejantes humanos.
En el caso de Meridiano de sangre, que narra las peripecias de un grupo de forajidos que con la patente de corso que le confieren las autoridades municipales norteamericanas se dedican a limpiar de indios la frontera, esta particular brigada de limpieza étnica se mueve siguiendo la mítica ruta 66, un icono de la literatura norteamericana sobre la que se han gestado obras de la magnitud de Las uvas de la Ira, de Steinbeck, o En el camino de Kerouac. En la frontera, Bill Parham, un adolescente que ha perdido a su familia, atraviesa en tres ocasiones la línea fronteriza para regresar siempre con los restos óseos de sus compañeros de escapada. O John Grady, sobreviviente milagroso de la cárcel y el asesinato en Todos los hermosos caballos, que regresa a México en la última novela de la trilogía, Ciudades de la llanura, para acabar consumando una muerte que debería haber padecido muy poco tiempo atrás. La cinematográfica No es país para viejos, un trailler frenético donde todo se desquicia alrededor de un sheriff a punto de jubilarse que contempla atónito cómo el crimen ya no necesita ni pretexto ni objetivos para producirse, y que también se desarrolla a lo largo de carreteras y caminos donde asesinos, víctimas y policías huyen y se persiguen en un paroxismo de sangre y absurdo. En fin, la última obra de McCarthy, expresivamente se titula La carretera, y sobre ella se consuma una de los viajes más alucinados de la literatura, un padre y un hijo, sobrevivientes de un holocausto nuclear que se enfrentan a un mundo ausente de naturaleza donde los pocos humanos aún vivos se han transformado en una jauría humana.
Y esto nos lleva al otro elemento de la obra de Cormac McCarthy, en este caso, por permanecer ausente, el tema de la redención. Más allá de su clásica conexión con el cristianismo –la redención de los pecados por el sacrificio de Cristo-, la redención significa el acto de liberar a una persona de algún mal o del sufrimiento. Mucha literatura podría contemplarse como de signo redentor, en la medida en que unos personajes luchan y padecen situaciones que al final parecen converger hacia una solución, como si el sufrimiento, voluntad o tesón hubieran posibilitado el éxito, en cierto modo, la liberación. Parecería que la felicidad habría que merecerla y que si un personaje lucha y padece, y por tanto, acumula peso en un fiel de la balanza, al final todo ello desembocará en beneficio del que con su esfuerzo lo haya merecido.
En al obra de McCarthy no existe ningún tipo de balance entre sufrimiento y felicidad, entre esfuerzo y recompensa. Una mezcla de fatum trágico y de azar domina las tramas y los designios de sus personajes. Consciente de este hecho, el propio autor parece sentir, en algunos momentos de la trama, la necesidad de buscar algún tipo de justificación, no tanto de por qué sus dramas no poseen ni racionalidad ni justicia, cuanto de explicar su concepto del destino y de la libertad humana. Son momentos en que el vértigo cesa y se abren ventanas a las que se asoman ciertos personajes secundarios y singulares, que casi como en sueños contaran o meditaran en voz alta alrededor del significado del destino. En toda la trilogía de la frontera estos episodios salpican el itinerario por los que derivan absurdamente sus protagonistas. En su mayoría viejos abandonados en lugares olvidados que como recitadores de viejas historias y fábulas explican su concepto de destino a todo aquel viajero que se pare a escucharles, oráculos sin sentido escondidos tras algunas piedras y recovecos del desierto. Pero en otras ocasiones estas reflexiones aparecen en los momentos más inesperados. Así ocurre cuando el cuchillero y alcahuete contra el que pelea John Grady se permite entreverar sus navajazos con moralina trascendente, o Chigurh, el psicópata de No es país para viejos, que también se permite, en un par de ocasiones, filosofar alrededor del destino antes de asestar el golpe mortal a sus víctimas.
Para concluir esta breve exégesis del escritor fronterizo, incluyo un fragmento de La carretera, como muestra del estilo de McCarthy, despiadado, pero también sensible, capaz de conmovernos a la par que nos trastorna.
“Una vez hubo truchas en los arroyos de la montaña. Podías verlas en la corriente ambarina allí donde los bordes blancos de sus aletas se agitaban suavemente en el agua. Olían a musgo en las manos. Se retorcían, bruñidas y musculosas. En sus lomos había dibujos vermiformes que eran mapas del mundo en su devenir. Mapas y laberintos. De una cosa que no tenía vuelta atrás. Ni posibilidad de arreglo. En las profundas cañadas donde vivían todo era más viejo que el hombre y murmuraba misterio”.
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