… continúa el texto dedicado a la Salud y la Nutrición…
En la medida en que avance la biología molecular en relación a cómo se transforman los alimentos en el cuerpo humano y cómo afectan a nuestras variables de salud, estos estudios estadísticos podrán ir ganando validez con objeto de poder establecer unas bases sólidas en las que apoyar las recomendaciones dietéticas que se ofrecen con el objetivo de prevenir enfermedades. Mientras tanto, yo he adoptado una actitud preventiva, es decir, sólo hacer caso a aquellos estudios sobre los que se da un alto grado de acuerdo en la comunidad científica, y depositar toda mi confianza en el tipo de alimentos para los que estamos adaptados genéticamente por haber soportado la prueba de la evolución humana.
Un médico nos puede decir algo tan vago como que debemos comer de todo, y que no abusemos ni del alcohol ni de las grasas, que bebamos al día al menos un litro de leche, y un par de semanas incluyamos el pescado en nuestra dieta, y si es azul mejor. Pero qué significa realmente esa variedad que nos recomiendan, ¿incluye tomar todo tipo de aceites vegetales?, ¿en qué porcentajes debemos incorporar los distintos alimentos de la cesta del supermercado en consideración a la salud, analíticas y pruebas médicas de cada paciente? A menos que consultemos a un endocrino para adelgazar, en cuyo caso nos ofrecerá una rutina exhaustiva de comidas imposibles de seguir, y a consecuencia de las cuales muy pocas personas realmente consiguen adelgazar a largo plazo, en general, no suele haber un recetario nutricional adaptado y específico a nuestro estado de salud en relación con esas enfermedades de la civilización a las que previamente aludíamos, sino, pautas de sentido común y prácticas consuetudinarias que en virtud de estudios estadísticos parecen ofrecer buenos resultados. No es poco, efectivamente, pero creo que todos desearíamos exigir mucho más, aunque resulta evidente también considerar que el cuerpo humano resulta un mecanismo nada común y tremendamente complejo. Por tal razón, y si uno analiza históricamente cualquier enfermedad, la evolución de los tratamientos que han aconsejado los médicos rutinariamente a sus pacientes, podrá advertir que en numerosas ocasiones se han seguido pautas totalmente enfrentadas y contrarias a las que hoy se recetan y se aconsejan en relación a las mismas enfermedades. O que existan tantos estudios científicos publicados en revistas indexadas de gran prestigio que afirmen cosas tan radicalmente distintas en relación a tratamientos o alimentos y sus impactos sobre determinadas variables de la salud humana. Por esta razón, en la medicina es de práctica usual crear consejos de expertos que pongan orden en el estado del arte existente sobre una materia y elaboren recomendaciones que a la postre serán avaladas por una autoridad pública y seguida por la mayor parte de los médicos como manuales de diagnóstico y tratamiento.
Con este bagaje, y con el objetivo apuntando a los consejos de razonamiento y acción que daba Descartes, parece que lo adecuado sería pasar revista a cada alimento del supermercado, buscar qué dice la ciencia al respecto, y en función de nuestras particularidades y estado de salud, elegir la rutina alimenticia más adecuada, eficaz y económica. Invito a cualquiera a que lo intente con cualquier alimento de lo más rutinario y frecuente, un tomate, un huevo, la sal, o incluso el agua, nada más claro y simple, para advertir, al poco de comenzar, que resulta de tal envergadura el “desconocimiento” al respecto, o lo que es lo mismo, la magnitud de cosas que se saben de forma tan contraria y enfrentada, que resulta una empresa hercúlea reiterar el proceso con todo aquello que un humano se puede llevar a la boca.
Por esta razón creo yo que puestos a razonar sobre qué comer, y antes de intentar extraer lo que la ciencia afirma al respecto, convendría encontrar una orientación sobre cómo indagar y cómo decidir sobre lo que comemos. Sería algo así como usar el método de prueba y error a las alimentaciones que históricamente han seguido los humanos y analizarlas en relación a su estado de salud. Es decir, no poseemos un modelo de funcionamiento del cuerpo humano, pero sí atesoramos gran información histórica sobre cómo ese mecano físico-químico ha respondido a diferentes estilos de vida y alimentos. Y sobre este particular poseemos una gran ventaja, que el ser humano, nuestra genética, se ha mantenido constante desde que existe el homo sapiens, y que este modelo se ha enfrentado a lo largo de su historia a diferentes entornos ambientales que le han ido impactando de diferentes formas. Por tanto, se trataría, como recomiendan ciertos expertos sobre nutrición y biología humana, aplicar el conocimiento de la evolución humana a lo que debería ser la mejor alimentación actual en virtud de nuestras características genéticas.
El homo sapiens aparece como fruto de una evolución de un par de millones de años en las sabanas africanas, y cuando comienza su gran migración universal, ya contiene casi todos los elementos del ser humano actual. A medida que fue colonizando diferentes nichos ecológicos, transformando la naturaleza y creando cultura fue variando sus tipos de alimentación y en consecuencia, su estado de salud y enfermedades más comunes. El estudio de esta adaptación del género sapiens ofrece un conocimiento de gran utilidad a la materia que nos concierne, que en suma se podría sintetizar en el siguiente objetivo: ¿cuál es la alimentación que mejor se adapta a la genética humana? Los biólogos y veterinarios de los zoos lo saben muy bien, y no alimentan igual al chimpancé que al oso panda o al león. No se trata sólo de apetencias, sino que una alimentación inadecuada lleva a la enfermedad y hasta a la muerte a cualquier animal, incluso al ser humano.
Por esta razón conviene aplicar el criterio de prevención al que Descartes aconsejaba, y que resulta harto conocido, por ejemplo, en materia de medio ambiente, cuando todas las recomendaciones internacionales al respecto aconsejan no utilizar un determinando compuesto químico a menos que se conozca fehacientemente su inocuidad para el ser humano en caso de ingestión o contacto. En el caso que nos ocupa, el de la nutrición, consistiría en encontrar, como punto de partida, aquellos alimentos que ejercieron una acción selectiva a lo largo de la evolución humana, y aquellos que jamás fueron consumidos durante estos más de dos millones de años de evolución. El conocimiento de lo que fue saludable, o sea, de aquello a lo que estamos adaptados genéticamente nos ofrecerá una información muy valiosa sobre qué no nos debería hacer daño, punto de inicio indispensable si queremos acabar por conocer todo aquello que en las actuales condiciones de desarrollo nos debería ser igual o más sano aún si cabe. Porque en suma, lo que andamos buscando son aquellos alimentos y estilos de vida que no existían en el paleolítico y que ahora parece que nos están afectando negativamente en la forma de nuestras enfermedades de civilización, porque entre otras causas, existe una desarmonía evidente entre nuestro comportamiento actual y la genética de la que estamos dotados. No se trata de volver al tipo de vida del pasado, sino de buscar en él con método científico y riguroso aquellas enseñanzas que nos puedan resultar útiles en la búsqueda de la mejor alimentación humana. A menos que exista una tecnología que nos permita estar sanos y además sentados todo el día delante de una pantalla comiendo sólo comida elaborada y artificial, deberemos realizar esta búsqueda y además adaptar nuestro comportamiento a su resultado.
¿A qué alimentación se adaptó el género humano durante su evolución? Compleja pregunta. Por ello, y previamente podría resultar menos problemático responder a esta otra: ¿qué alimentos jamás tomó durante su evolución el homo sapiens? ¿A qué alimentos, por tanto, no estamos en principio adaptados genéticamente? El ser humano evolucionó siendo un cazador-recolector, y cuando se hizo sedentario e inventó la agricultura ya estaba casi totalmente formado, hace apenas 10.000 años. Por ello, el homo sapiens ni bebió leche en edad adulta, ni tomó cereales, ni legumbres, o azúcar refinado, menos aún aceites vegetales, ni grasas transhidrogenadas. Ello no quiere decir que estos alimentos en principio no sean saludables, sino que la genética humana, y por tanto, las reacciones bioquímicas que desarrollamos para sintetizar los alimentos que ingerimos están adaptadas a otros alimentos, y que a menos que se demuestre lo contrario, los nuevos que hemos empezado a ingerir desde hace 10.000 años no resultan adecuados a la particular genética del ser humano.
Es cierto que llevamos 10.000 años consumiéndolos (otros alimentos apenas unos 50 años o menos) y que si estamos vivos podríamos suponer que ya han superado el juicio del tiempo y que su incorporación a nuestra dieta no debería estar sujeta a dudas. Pero el hecho de que nuevas enfermedades hayan ido surgiendo a medida que se intensificaba su consumo, nos debería alertar sobre la relación causal que existe entre, digamos, la arterioesclerosis o la obesidad, y estos nuevos alimentos, ya que por estudios antropológicos no parece que estas enfermedades existieran en sociedades que se alimentaban con una alimentación, digamos tradicional.
Por tanto, la lista de lo que podría suponer la alimentación del homo sapiens se estrecha enormemente, en principio, sólo carne, pescado, frutas y verduras. El cóctel en que estos alimentos se integrarían en su dieta durante su evolución genética no sería constante, por supuesto, ya que según el lugar, la época del año, las condiciones climáticas, la capacidad tecnológica para recoger y cazar, el menú de nuestros antepasados en relación a estas cuatro categorías debió variar enormemente. No somos tan exquisitos como un oso panda, que sólo puede alimentarse de brotes de hojas de bambú, pero quizás no seamos tan generalistas como para creer que cualquier tipo de alimentación nos reporte igual nivel de salud.
La importancia de los recursos animales en la evolución humana resulta innegable. Ello no quiere decir, en principio, que una persona no pueda vivir saludablemente con una dieta estrictamente vegetariana aplicada con sentido común y gran inteligencia, sino que la evolución humana se realizó a la par que accedíamos cada vez a mayor cantidad de carne y pescado. Nuestra inteligencia y cambios fisiológicos nos fueron dotando de cada vez mayores habilidades para cazar, pero la proteína animal también fue necesaria para incrementar nuestra capacidad craneal. Sobre este último hecho resulta pertinente la siguiente reflexión. Una de las grandes leyes de la biología consiste en la relación precisa que se da entre la envergadura de un animal y su metabolismo basal. Los vatios que consume el metabolismo en reposo de cualquier animal, ya sea un mínimo pajarito o un elefante, resultan de elevar a la potencia 0,75 su peso en kilogramos. Esto quiere decir que si una especie evolucionó incrementando el trabajo de un determinado órgano de su anatomía, otros deberían haber menguado en cuanto a su consumo energético. En el caso del hombre, cuya envergadura resulta similar a la del chimpancé, ambos poseemos un metabolismo basal de 100 vatios aproximadamente. Si el cerebro del chimpancé sólo consume un 5% de esa cifra, y en cambio nuestro cerebro humano más de un 20%, debe haber algún otro órgano en nuestro cuerpo que consuma mucho menos recursos energéticos que en el chimpancé, para que finalmente el total de energía metabólica sea la misma. Y este sistema no es otro que el digestivo, órganos que el ser humano fue simplificando a medida que evolucionaba y cuya energía utilizó el cerebro para crecer y hacerse cada vez más complejo. Cuando se compara el aparato digestivo de un herbívoro y un carnívoro, se advierte claramente su enorme diferencia. Mientras que éste posee un sistema digestivo corto que precisa poco tiempo y esfuerzo para metabolizar los insumos, en cambio, el herbívoro posee enormes recursos enzimáticos para poder acceder a las sustancias contenidas en los vegetales y para generar los aminoácidos y lípidos que necesita su organismo. A medida que el ser humano fue alejándose del chimpancé, se fue haciendo más carnívoro, y por tanto, simplificando su aparato digestivo a la par que se desarrollaba su cerebro. Por ello, entre otras razones, no podemos sintetizar todos los aminoácidos (esenciales), ni ácidos grasos de cadena larga (Omega3, por ejemplo), porque nuestro metabolismo digestivo se fue simplificando, fue perdiendo habilidades que suplió por poder incorporarlas directamente de los herbívoros de los que nos alimentábamos y que sí eran capaces de producirlas. Y la utilización del fuego para cocinar los alimentos, que favoreció todavía más la simplificación de nuestro aparato digestivo, al hacer más accesible y con menor consumo energético, gran cantidad de nutrientes.
En resumen, estamos adaptados para alimentarnos de carne, pescado, frutas y verduras. Nuestra genética ha evolucionado para consumir estos alimentos y nuestra salud quedaría asegurada, en cuanto lo que ella depende de la alimentación, consumiendo únicamente este tipo de alimentos en las proporciones acostumbradas durante el paleolítico y sin intervención ni de cereales, legumbres, lácteos, ni por supuesto, aceites vegetales, azúcares refinados ni comidas elaboradas industrialmente. Quedaría por saber, por tanto, en qué proporciones y variedad habría que consumir los primeros, y averiguar en qué medida los otros, los modernos, están impactando en la sintomatología de las enfermedades más comunes del mundo civilizado: las enfermedades autoinmunes, el cáncer, la arterioesclerosis, las enfermedades cardíacas, la diabetes, etc. Conviene recordar que la mayor parte de la dieta de un occidental está compuesta hoy en día por alimentos desconocidos durante el paleolítico, y que por tanto, cabe sospechar, a menos que la ciencia diga lo contrario, que no estamos adecuadamente adaptados genéticamente para su consumo, para que una vez ingeridos nos reporten energía sin perniciosos efectos secundarios.
El Dr. Cordain (2002), uno de los promotores de la alimentación paleolítica, junto con Eaton y Konner (1985) y otros expertos en la materia, han estudiado las pautas alimenticias de nuestros antepasados, ya sea por indicios de tipo paleontológico y antropológico, como por la abundante información existente de buen número de estudios de poblaciones humanas, algunas de las cuales todavía hoy subsisten con dietas de tipo paleolítico o no occidental. Desde los inuits (esquimales) que casi no se alimentan de hidratos de carbono, y sólo incorporan grasas y proteínas, hasta pueblos que se nutren mayoritariamente de tubérculos, con mucha menor proporción de alimentos animales, la variedad resulta abrumadora. Pero se pueden extraer algunas conclusiones:
El porcentaje de proteínas no debería representar más del 35% del total, ya que poblaciones que han debido sobrevivir a expensas de únicamente carnes magras (por ejemplo conejos) han enfermado, porque nuestro organismo, y en concreto el hígado, no está capacitado para metabolizar tal cantidad de proteínas. Más allá de esta limitación proteica, el ser humano posee recursos metabólicos para adaptarse tanto a dietas bajas en carbohidratos como altas en grasas, incluso en épocas de especial escasez de alguno de este tipo de nutrientes, poder adaptarse transitoriamente a expensas del almacén de grasas de nuestro tejido adiposo o nuestra capacidad para consumir ketones a falta de glucosa, por ejemplo. Muchas poblaciones humanas se han mantenido saludables, sin ser aquejadas por nuestras enfermedades más típicas, con elevado consumo de grasas saturadas o colesterol, los villanos actuales de nuestras dietas occidentales. En cambio, nuestro organismo sí parece especialmente sensible al excesivo consumo de grasas poliinsaturadas, y en concreto, al desequilibrio entre el consumo de los ácidos grasos omega 6 y omega 3. Sin embargo, a este peligro no debieron enfrentarse apenas nuestros antepasados, ya que la presencia de este tipo de grasas resulta aceptable en los alimentos que ellos podían consumir (se encuentran, sobre todo, en los aceites refinados y vegetales), y la relación de ambos ácidos grasos esenciales resulta muy equilibrada en las carnes que ellos consumían, las cuales, evidentemente, se alimentaban de pastos y vegetales sin incorporar grano o piensos.
Sin embargo, no debemos soslayar que la enfermedad ha existido siempre, y por supuesto que la muerte siempre ha amenazado la existencia incluso de los seres más fuertes, sanos y mejor alimentados. En las sociedades occidentales desarrolladas hemos conseguido inauditas esperanza de vida gracias a los avances en los sistemas de salud, tanto de la medicina, como de las medidas preventivas, de profilaxis e higiénicas relacionadas muchas de ellas con la manipulación de los alimentos y el agua, avances a los que por supuesto no deberemos nunca renunciar. Pero la aparición de estas otras enfermedades nada habituales en la prehistoria humana, ni en las poblaciones paleolíticas aún existentes en época histórica, y que por tal razón han sido denominadas de la civilización, nos debiera hacer meditar sobre qué amenazas silenciosas se esconden en ciertos alimentos no adaptados a nuestra genética y que junto con otras causas están provocando la proliferación casi universal de unas sintomatologías a las que casi nadie puede escapar: obesidad, tensión alta, resistencia a la insulina, inflamación, alergias, autoinmunidad, etc.
Hemos de considerar el hecho de que poblaciones actuales sanas que han vivido hasta ahora con dietas de tipo paleolítico, y que no padecen ninguna de estas últimas dolencias (aunque sí otras, por supuesto), cuando una parte de sus habitantes ha emigrado y adoptado estilos nutricionales y de vida occidentales, han enfermado incluso en mayor magnitud que los nativos europeos de diabetes, arterioesclerosis, etc. Luego existe algo contenido en los cereales, los aceites vegetales, la leche, los azúcares refinados, las legumbres o las comidas industriales, que nos están enfermando con unas sintomatologías muy claras y bien estudiadas y caracterizadas. Evidentemente las mortalidades infantiles y la esperanza de vida de estas poblaciones paleolíticas emigradas a occidente se ha adaptado a nuestros estándares, pero no por ello debemos de eludir el hecho de que aquellas enfermedades que hoy colapsan nuestros sistemas de salud no se daban en sus poblaciones de origen, y que como seres racionales incitados por la curiosidad y el bienestar, deberíamos incorporar también las enseñanzas que otras culturas y estudios antropológicos y evolutivos nos pudieran ofrecer sobre la mejor manera de alimentarnos en consideración a nuestra mejor salud.
A tal respecto, resulta fundamental establecer cuáles son las variables fisiológicas normales de un ser humano en virtud de su genética, en qué franjas debería posicionarse la tensión arterial, la glucosa en sangre, el porcentaje y ubicación de la grasas, nuestro peso corporal, la concentración de colesterol sérico, por citar algunos ejemplos, para poder asegurar dónde se ubica la salud o la normalidad genética de una persona, y así poder valorar su estilo de vida en relación con la salud. Porque los parámetros que se consideran normales en los sistemas de salud occidentales no se han deducido estudiando la bioquímica y metabolismo del ser humano y estableciendo las relaciones idóneas entre todas estas variables, sino que han sido obtenidas casi exclusivamente por evaluaciones estadísticas. Pero si gran parte de los valores incorporados a la muestra pertenecen a occidentales que estamos en mayor medida aquejados de aquellas enfermedades, lo único de lo que nos informaría la media sería sobre que estamos normalmente enfermos, pero por supuesto, no sanos. Y el objetivo de un sistema de salud no debería ser conseguir una población medianamente enferma, sino sana en relación con unos parámetros que han sido establecidos no por estadísticas de población enferma, sino saludable. Daré algunos ejemplos:
Cuando me miden la tensión y la máxima o sistólica se sitúa en 12, una sonrisa me revela que mi tensión es normal y no debiera preocuparme. La mayoría de las personas de mi entorno geográfico que tienen mi edad tienen su tensión sistólica muy superior a la mía, por ello y en consideración únicamente de mi tensión arterial, soy considerado por el sistema de salud español un individuo sano. Pero si pregunto si realmente el algoritmo mágico 12 me asegura la salud, en cuanto a la contribución a ésta de la tensión arterial, nadie me responde, o a lo sumo me dirán que si fuera superior estaría en mayor riesgo. ¿Pero cuánto menos debiera tener de tensión para estar realmente sano y salir de la zona hipotética de riesgo? Como nos dice, por ejemplo, Lindeberg (2010), entre los Kitava, una población de Nueva Guinea, la tensión arterial se sitúa en 10, y a lo largo de su vida apenas se eleva, algo que no ocurre en la mayoría de los occidentales. Siendo demasiado simplista, podríamos pensar que si ellos no poseen ninguna de las enfermedades relacionadas con la tensión alta, que el verdadero objetivo de la salud de una persona en occidente debiera situarse más cerca de 10 que de 12, por ejemplo, ya que no parece muy descabellado exigir a nuestros sistemas de salud tan avanzados y tecnológicos que posean un objetivo de tensión arterial tan bueno como el alcanzado por los Kitava a expensas de comer casi exclusivamente gran cantidad de tubérculos y cocos.
Se supone que resulta normal que la próstata de un hombre crezca con la edad, pero en virtud de qué se ha establecido lo que resulta benigno. Cuando en la analítica en sangre se evalúa el PSA (antígeno específico prostático) de un varón, se considera que debiera preocuparse si este supera, digamos el valor de 4. Pero cuando el doctor te dice y confirma que tu valor, a pesar de no ser muy inferior al de riesgo, no debiera preocuparte porque tal variabilidad benigna se estableció en un estudio estadístico entre marines norteamericanos sanos y fuertes y bien entrenados de menos de 30 años, pues uno se alarma de que los marines, de los que depende la salud del planeta, estén tan mal de salud.
Cuando voy al médico siempre se sorprende de mis bajas pulsaciones. Si a una persona que practica deporte de resistencia con frecuencia, no de competición, simplemente a nivel popular y no intenso, se le hiciera un electrocardiograma o una resonancia del miocardio, revelaría valores nada normales. ¿Qué corazón sería el sano, el pequeño y atrofiado de una persona sedentaria, o el ventrículo izquierdo “hipertrofiado” de una persona activa? A pesar de que se considere el sedentarismo como un factor de riesgo en múltiples enfermedades, todavía en las estadísticas que cifran la normalidad cardíaca los sedentarios entran en pie de igualdad con los deportistas, cosa que parece totalmente ilógica en virtud del hecho de que la salud del ser humano sólo puede ser asegurada cuando se alcanzan niveles de esfuerzo y de resistencia acordes con los que realizaron nuestros antepasados y para los que estamos genéticamente adaptados y predispuestos. Ya sea persiguiendo a un antílope, levantando piedras o pesas, o corriendo en una cinta de un gimnasio, el ser humano debe ejercitar su musculatura y su corazón para no enfermar. Pero en cambio, los excesivos signos del ejercicio en una analítica de sangre o en un electrocardiograma resultan elementos de sorpresa y alerta en muchos médicos, en mucha menor medida que los alarmantes síntomas de sedentarismo.
Creo que en muchos aspectos los objetivos de salud en relación a ciertos parámetros analíticos resultan demasiado relajados en occidente, acorde claro está con el hecho de que si fueran más “objetivos” las estadísticas revelarían que casi todos estamos enfermos por poseer valores anormalmente altos, a pesar de nuestros gastos sanitarios y en alimentación. Quizás una orientación al respecto pudiera proceder de estudios de biología evolutiva y antropología, analizando en poblaciones históricas o presentes, y comparando con los valores occidentales, lo que debiera considerarse normal y por tanto, saludable y exigible tanto a nuestro sistema de salud, como a los comportamientos individuales en relación con el ejercicio, la nutrición, etc..
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