SALUD Y NUTRICIÓN – 3

TERCERA PARTE (de 6)

…continúa (parte 1 y 2) la redacción del texto sobre salud y nutrición…

Hasta ahora, y siguiendo con el símil cartesiano, habito una casa provisional hasta que logre completar la definitiva. Es decir, he destruido mi casa antigua a base de comida habitual en occidente, y me he construido una precaria cabaña que me proteja de los elementos y erigida de forma prudente, ya que sólo me nutro de aquellos alimentos para los que la prueba y error de la evolución humana ha garantizado con su sello su carácter saludable. Sólo como carne, pescado, verduras y fruta, y me abstengo, por ahora, de consumir aceites vegetales refinados, cereales, lácteos, legumbres y productos industriales.

Para comprobar si esta alimentación resultaba adecuada para asegurar mi salud, fui al médico, que me recetó una analítica completa de sangre y de orina, tan sólo 15 días después de empezar esta rutina nutricional. He de decir que me siento muy bien, que ni mi desempeño mental ni físico se ha resentido, que incluso creo que mi forma física y salud han mejorado, a pesar de que como la cantidad que se me antoja y me deja satisfecho. Ya no tengo hambre a todas horas y no he de hacer esfuerzos sobrehumanos para no comer continuamente. En cambio, y a pesar de que no era mi objetivo, de que como todas las grasas e hidratos de carbono que deseo, mi peso se ha reducido hasta los 65 kilogramos, un Índice de Masa Corporal de 22, que si bien no es muy normal, sí parece saludable en opinión de las tablas existentes al respecto.

Los resultados de mi analítica no expresan nada científico, en la medida de que sólo hay una muestra y una persona, y que todavía no ha pasado un tiempo prudencial con objeto de poder evaluar una mínima evolución. Pero las publico por pura curiosidad, y porque cualquiera, con poco riesgo, podría hacer la misma prueba que yo he hecho y comprobar si la rutina alimenticia elegida sirve o no. Mi colesterol nunca había bajado de 220, y la relación entre el “bueno” (HDL) y el “malo” (LDL) no solía ser muy adecuada. En cambio, a pesar de que como mucho más colesterol que antes, éste ha bajado hasta 188, con una adecuada relación entre ambos tipos antagónicos. La proteína C reactiva, que mide el grado de inflamación del organismo, y que indica el avance que podrían tener enfermedades de tipo autoinmune o la misma arterioesclerosis, se sitúa en 0,04, un valor totalmente despreciable. Todas las vitaminas y oligoelementos analizados ofrecían valores tan desacostumbradamente adecuados (incluso el calcio sin lácteos) que el médico me preguntó qué complementos y ayudas ergogénicas estaba tomando. Sin embargo, la HA1c (un indicador de resistencia a la insulina), se situó en 5,2, un valor considerado normal para una persona occidental normalmente resistente a la insulina, pero en la medida en que los glóbulos rojos se regeneran aproximadamente cada 120 días, y de que poblaciones tradicionales lo poseen mucho más reducido, quizás será en la próxima analítica de sangre donde podré comprobar más precisamente la evolución de este parámetro.

En suma, no he enfermado, parece que no estoy en riesgo carencial, mis constantes vitales son las adecuadas, y la mayor parte de los parámetros se sitúan en lo que nuestro sistema de salud considera normal y saludable (véase el anexo). Eso sí, he debido abstenerme de ingerir alimentos que si bien parece no aportan nada diferente y mejor a los que actualmente consumo, sí me producían enorme placer y comodidad a nivel de preparación y compra. Hasta que uno mismo no inicia este camino no entiende lo difícil que puede resultar cambiar los hábitos culinarios y dejar de consumir determinados alimentos que son de tan fácil adquisición, y comprende mejor cómo resulta tan imposible enfrentar la obesidad, por ejemplo, con las recetas y dietas que se siguen al respecto y que tan pocos éxitos cosechan. La presión social y comercial resulta en algunos momentos insoportable, no sólo para mí, que de forma tan radical y cartesiana me he hecho una cabaña provisional, sino para cualquier obeso que desee reducir peso.

Pero como recomendaba Descartes, toca construir la casa definitiva de mi alimentación. Y lo primero que me pregunto es por qué necesito dejar mi casa provisional que tan buenos resultados me está ofreciendo, si no resultaría más cómodo, eficaz y saludable dejar de trazar planos y sólo reformar mínimamente la actual para continuar habitando en ella de por vida. Para dar el primer paso asumí un riesgo, pero ahora que parece que los beneficios han sido relevantes, ¿por qué asumir nuevos riesgos en relación con los alimentos que recientemente deseché y que de algún modo, todavía desconocido para la ciencia, impactan sobre nuestra salud provocando toda la plétora de enfermedades que nos acompañan como seres humanos desarrollados? Quizás por puro placer, que no desee privarme de saborear ciertas comidas muy apetitosas, por ser un poco menos radical y poder compartir experiencias culinarias y sociales con mis amigos y familiares, por comodidad a la hora de comprar y elaborar las comidas comunes, etc. Considero imprescindible que para avanzar en esta dirección tengamos que dotarnos de un mínimo método, ya que no existen manuales de uso de los alimentos en relación con sus posibles impactos sobre la salud: precaución y cuidado, y mucho estudio.

Aquí conviene recordar lo siguiente. Todo lo que nos puede alimentar nos puede también enfermar o herir. La carne también posee sus peligros, ya que un antílope, un oso o un mamut son animales poderosos, veloces y dotados de defensas. El riesgo de poder comer carne supone superar el peligro de cazar y abatir animales, riesgo del que por supuesto y afortunadamente estamos exentos en las sociedades occidentales. Pero toda especie animal y vegetal posee unas defensas de las que se sirve para no ser comido. Los herbívoros poseen generalmente defensas físicas, pero en el reino vegetal lo que predomina son las defensas químicas. Y los vegetales que comió el homo sapiens también poseían esos peligros químicos contra los que evolucionó nuestro metabolismo y pautas culturales en relación con la ingesta de vegetales. Estamos hablando de las hojas, tallos, frutos y tubérculos que formaron parte de la dieta paleolítica, gran parte de los cuales todavía consumimos, y que poseen químicos defensivos que el ser humano supo contrarrestar genética y culturalmente a lo largo de 2 millones de años de coevolución. Los frutos carnosos como una manzana, por ejemplo, no poseen este peligro potencial, en general, ya que el proceso de germinación de sus semillas se basa en hacer apetitoso el fruto (gran presencia de azúcares, por ejemplo) y que éste pase por el tracto digestivo de un animal, que lo transportará hasta su defecación  final en un punto alejado del árbol madre. En cambio, las otras partes estructurales de las plantas, sí poseen esas defensas químicas. La patata o la yuca deben ser cuidadosamente peladas y hervidas para ser saludables, sobre todo esta última posee ácido cianhídrico y otras sustancias de cierta peligrosidad que sólo con altas temperaturas desaparecen (cocción). Sin embargo,  de la presencia original de amilasa en la saliva del ser humano cabe deducir la adecuada adaptación del ser humano al consumo de estos almidones subterráneos. La defensa humana contra esta exposición a fitoquímicos naturales consistió en la adaptación biológica, la cocción, la fermentación y la diversificación del consumo de plantas, faceta esta última que realizan incluso los herbívoros, mucho mejor adaptados que nosotros para realizar este consumo de vegetales. Es decir, no basar la alimentación vegetal en pocas especies, ya que ello podría provocar la exposición desmesurada a un solo tipo de agente químico, en cambio, tomar pocas dosis de muchos vegetales diferentes para disminuir las dosis de exposición.

Hasta la invención de la agricultura el ser humano apenas había consumido ni cereales ni legumbres. La parte comestible, en este caso, consiste en la semilla en sí misma, a diferencia del fruto carnoso de otras especies. Pero el proceso de germinación de los cereales resulta distinto al de otros frutos, ya que se basan en la expansión mecánica o por el viento, por lo que cada semilla posee una abundante artillería física y sobre todo, química, con la misión de evitar que un animal la ingiera. A esta agresión defensiva el ser humano sólo se ha visto expuesto durante apenas 10.000 años, que a algunos les podrá parecer un gran período temporal, pero que a nivel de evolución genética resulta insignificante. Para valorar la incorporación de estos alimentos a la dieta habrá que estudiar el cariz de estas sustancias, cómo operan en el cuerpo humano y el modo en que culturalmente se las puede doblegar para convertirlas en saludables. Los cereales alimentan, por supuesto, pero no habría que obviar sus peligros latentes sobre los que existe abundante literatura científica al respecto.

El gluten es una de estas proteínas defensivas, abundante en el trigo, el cereal básico de la dieta europea. La alergia al gluten (celiaquía) afecta al 1% de la población, aunque se estima que el 75% de los afectados están todavía sin diagnosticar. Una forma menos extrema de alergia al gluten es la intolerancia asintomática, que afecta a un porcentaje de la población mucho mayor. La celiaquía es una enfermedad de tipo autoinmune, ya que el intestino se degrada por la acción de nuestro propio sistema defensivo, en concreto, los anticuerpos que se generan para atacar al gluten parece que son los mismos que deterioran la pared intestinal e impiden la correcta digestión de los alimentos. Recientemente un buen número de síntomas neuronales que no poseían un claro diagnóstico se han relacionado con la presencia de anticuerpos contra la gliadina (una sustancia del gluten), de tal forma que algunas neuropatías que afectan al sistema periférico se denominan actualmente ataxias del gluten.

Ningún animal podría sobrevivir comiendo exclusivamente cereales. El ser humano, que podría desarrollarse convenientemente eludiendo su consumo, y que incluso es capaz de vivir saludablemente comiendo casi exclusivamente carne o pescado, en cambio, cuando se abastece exclusivamente de cereales enferma peligrosamente de beriberi o pelagra, y si los cereales superan una cierta dosis diaria se ha demostrado que incurriríamos en graves déficit nutricionales de vitaminas y minerales. Los cereales son alimentos que poseen una densidad alimenticia muy escasa en relación a su energía (carbohidratos, fundamentalmente), por lo que su consumo, caso de darse, debería producirse a un nivel complementario al de alimentos mucho más nutritivos, como la carne o los vegetales.

La mayor parte de las defensas químicas de los cereales se encuentran en la cáscara y en el germen, dos fracciones que tradicionalmente se han eliminado a la hora de confeccionar los productos comestibles que caracterizan nuestra dieta. Sólo recientemente se han popularizado los cereales integrales, que poseen mayor valor nutritivo, pero que en cambio, incorporan mayores cantidades de lectinas y ácido pítico. Las lectinas son una familia de proteínas que se encuentran presentes no sólo en los cereales, sino también en las legumbres, los cacahuetes y la patata, y que resisten la acción descompositiva del estómago y del intestino, pero lo más grave reside en su capacidad para penetrar en la mucosa intestinal y depositarse en otros órganos provocando reacciones autoinmunes. El ácido pítico se encuentra en casi todas las semillas y posee una elevada capacidad para inhibir la absorción de minerales, en concreto hierro, calcio, zinc y magnesio. Asimismo, la presencia de inhibidores de la proteasa en cereales y legumbres puede ser tan elevada que provoque la inhibición de la digestión de parte de las proteínas consumidas.

No todas las lectinas poseen el mismo potencial autoinmune, ni todas las legumbres y cereales contienen las mismas concentraciones de filatos. Por ello, en caso de desear incorporar cereales y legumbres a la dieta lo haría de forma paulatina, en reducidas cantidades de aquellas semillas de menor peligrosidad, y con métodos de elaboración que reduzcan sus peligros, como la cocción en el caso de la patata o los germinados en el de los cereales.

Así como las grandes culturas de la humanidad se asocian a diferentes cereales (trigo, arroz, maíz, etc.), en cambio, el consumo de leche se realizó casi exclusivamente en Europa, de tal modo que la mayor parte de la población mundial no consume leche de forma habitual más allá del período de lactancia. El principal azúcar de la leche es la lactosa, cuya particular composición química y presencia porcentual difiere entre los mamíferos. Para digerir la lactosa el páncreas del mamífero lactante debe procesar la enzima lactasa, que deja de producirse paulatinamente desde el momento del destete. Excepto en el caso de un gran porcentaje de caucásicos (sobre todo nórdicos), que continúan generando lactasa durante su fase de desarrollo adulta (en España la intolerancia a la lactosa afecta al 5% de la población). Otros, sin embargo, como la mayor parte de la población original americana, africana o asiática, son intolerantes a la lactosa y deben evitar su consumo.  A nivel alimentario puede que sea esta, junto con la hemocromatosis, las únicas mutaciones genéticas que se han producido en el ser humano durante los últimos 10.000 años.

No todas las lactosas poseen el mismo potencial alergénico, protagonismo que en este sentido se lo lleva la leche de vaca. Por otro lado, la intolerancia a la lactosa se puede agudizar en el caso de consumir leches desnatadas, ya que este proceso elimina de la leche original la lactasa que ayudaría a su mejor digestión. Si los procesos de elaboración del queso (cuanto más curado mejor) y del yogurt, son los adecuados y no se los incorpora lácteos sin fermentar, estos productos no deberían contener cantidades apreciables de lactosa.

Desgraciadamente, la principal proteína de la leche, la caseína, también puede provocar problemas similares a los de las lectinas de los cereales y legumbres, dada su capacidad para que algunos de sus péptidos traspasen la barrera intestinal, incluso la hemato-cefálica. Algunas proteínas de la familia de las caseinas presentes en la leche de vaca poseen un efecto mimético muy grande con las células del páncreas, por lo que se ha asociado una correlación clara entre el consumo de ciertas variedades de leche, sobre todo con presencia de la beta-casein A1, y el desarrollo de diabetes. Respecto a esta proteína cabe añadir que su consumo explica el 77% de la variación internacional de mortandad por infarto de miocardio. Ciertas caseínas junto con péptidos del gluten también poseen la capacidad de reaccionar con los receptores opioides del cerebro, lo que provoca adicción.

El doctor Staffan Lindeberg de la Universidad de Lund (Suecia) publicó en el año 2010 una recopilación crítica muy exhaustiva sobre nuestro actual conocimiento científico respecto a la relación entre enfermedades y nutrición, que informa con gran rigor y sentido sobre las mejores estrategias nutricionales para evitar las enfermedades de la civilización (Food and Western disease: Health and Nutrition from an Evolutionary Perspective). Para ello utilizó más de 2.000 referencias científicas además del entorno de colaboración Cochrane, que suministra sistemáticas revisiones y meta-análisis de diferentes temas de salud y nutrición, entre otras materias. De esta y otras interesantes lecturas al respecto se puede extraer la conclusión de que más importante que el porcentaje en que participa cada nutriente es la calidad de los alimentos, y que estos sean lo más simples y no elaborados industrialmente, y que debemos ser muy cuidadosos con el consumo de lácteos, cereales, legumbres y aceites vegetales, dado que contienen sustancias que de un modo todavía no completamente aclarado desde el punto de vista científico, están provocando, junto con otros factores, el mayor número de problemas de salud de la sanidad occidental.

Ya que una alimentación basada únicamente en la carne, el pescado, la fruta y la verdura (páleo) puede contener elevadas cantidades de colesterol y de grasas saturadas, y ya que la obesidad y la resistencia a la insulina, que se encuentran en la base de tantas otras enfermedades de la civilización, guardan una relación tan estrecha con el modo de vida y la nutrición, me ha parecido procedente contrastar estos problemas en relación a ambos tipos de alimentación, la occidental y la páleo. De todos estos problemas, me gustaría extenderme, como ya he comentado, sobre dos de ellos, la obesidad y la resistencia a la insulina, que tanta influencia poseen sobre otras enfermedades. Y finalmente dedicaré los últimos párrafos al colesterol y a las grasas saturadas presentes en la carne y otros alimentos, los presuntos culpables de la lacra de arteriosclerosis y enfermedades coronarias que padecemos los occidentales.

Suele definirse la obesidad en relación al Índice de Masa Corporal, o cociente del peso (en kilogramos) y el cuadrado de la talla (en metros). Se considera normal entre 18 y 25, y obeso más de 30. Sin embargo, la obesidad se refiere más que al peso relativo a la cantidad y distribución de la grasa en el cuerpo humano. Por tanto, una persona muy musculada y magra podría quedar caracterizada por el IMC como de obesa, sin serlo. La grasa es un elemento vital imprescindible no sólo como almacén de energía, sino como actor fundamental en la regulación hormonal y en el metabolismo.  La obesidad se caracteriza, sobre todo, por cómo se distribuye la grasa en el cuerpo, y no tanto por su cantidad, aunque claro está que cuánto mayor porcentaje de grasa se posea mayor probabilidad de que ésta se distribuya irregularmente, pero personas con poca grasa pueden también ser obesas. Existen unos patrones sexuales y normales de distribución de la grasa, pero cuando estos se alteran por cualquier circunstancia, aparece la obesidad, es decir, la grasa se acumula no sólo en los adipocitos, sino en otros órganos, como el hígado, el aparato digestivo, el corazón, etc. La obesidad posee una relación incuestionable con el síndrome metabólico y predispone para todo tipo de enfermedades cardiovasculares, diabetes tipo 2, etc.

La causa de la obesidad no reside únicamente en la ingestión de más energía de la que se consume, sino que depende también de lo que se come, de la calidad y tipo de alimentos.  La mayor parte de las estrategias nutricionales seguidas para reducir peso se basan casi exclusivamente en la restricción calórica, independientemente de los alimentos que se consumen, sin considerar que el modo en que se acumula grasa y la eficiencia con la que el cuerpo humano genera energía (termogénesis asociada a la digestión) dependen en gran medida de la calidad de la alimentación y no sólo de las kilocalorías que contiene. Interesa además aclarar que más importante que la pérdida de peso es la reducción de la grasa corporal, sobre todo en aquellos lugares donde se ha acumulado anormalmente, y que por tal razón alteran el correcto funcionamiento hormonal y metabólico del paciente. A este respecto, la reducción de la relación que guarda la anchura de las caderas y de la cintura resulta un objetivo de mucho mayor valor en la lucha contra la obesidad.

Hay que puntualizar que la reducción de energía consumida sin alterar el tipo  de alimentos conlleva un indudable peligro de desnutrición, asociado al hecho de que la densidad nutricional (vitaminas, minerales, etc.) de los cereales, y en general, de las nuevas comidas occidentales, es muy reducida respecto a su valor energético. En cambio, el bajo contenido de agua, de proteína y de fibra soluble de los cereales los hace poseer una alta densidad calórica por unidad de peso, lo que los convierte, junto con otras comidas modernas, mucho menos saciantes que las verduras o la carne, por ejemplo. Otro aspecto relevante respecto a la calidad de los alimentos consistiría en recordar que la mayor parte de las grasas que consumimos hoy en día proceden de los lácteos, los aceites vegetales, los dulces y la bollería industrial, en cantidades muy superiores a las que proceden de la carne, por lo que un cambio de orientación al respecto resultaría muy saludable. En concreto, la relación entre grasas poliinsaturadas omega 6 y omega 3 debió ser durante el paleolítico del orden de 2, cuando en la actualidad cualquier alimentación convencional de tipo occidental supera el valor de 12. Conviene recordar al respecto, que de la relación existente entre ambos ácidos grasos esenciales (que el organismo humano no puede producir) pueden depender los procesos inflamatorios relacionados con la obesidad, la arterioesclerosis, etc.

Está muy extendida la opinión de que a partir de cierta edad el propio proceso de envejecimiento conlleva la acumulación de peso y de grasa en la zona abdominal. Sin embargo, esta realidad sólo es perceptible en las personas que siguen una alimentación occidental. Casi todos los estudios antropológicos que se han realizado entre poblaciones bien alimentadas, sin escasez de alimentos, y con adecuada ingesta de vitaminas y minerales, se ha comprobado que el Índice de Masa Corporal (IMC) se mantiene muy bajo (del orden de 20 kg/m2 para los hombres) y que incluso tiende a reducirse a partir de determinada edad, como consecuencia de la disminución tanto de masa muscular como de agua, y del mantenimiento de la grasa corporal. Asimismo, la relación entre la circunferencia de la cintura y la talla se mantiene constante. Nuevamente surge la contradicción entre lo que se considera normal y saludable desde el punto de vista de una alimentación occidental, y la normalidad asociada a una alimentación realizada acorde con nuestras características genéticas. Aunque también convendría aclarar que una persona que, sin cambiar su pauta de alimentación occidental, consiguiera alcanzar, sólo a base de restricción calórica, la cifra de 20 ó menos de IMC, casi con toda seguridad no estaría sana y poseería importantes carencias nutricionales.

Hay que recordar que la obesidad mantiene una correlación importante con todas las causas de mortalidad, de tal forma que IMC inferiores a 25 kg/m2 arrojan las menores tasas de fallecimiento, y que por cada 5 kg/m2 de incremento del IMC la mortalidad se eleva de media un 30%. La anchura de la cintura también muestra resultados acordes con el IMC, con la salvedad de que éste es un mejor predictor de mortandad entre las mujeres. La causa mayor de mortandad asociada a la obesidad son las isquemias coronarias, de tal modo que existe un riesgo triple de riesgo coronario con relaciones cintura-cadera superiores a 0,9 comparado con personas que poseen un IMC inferior a 25 kg/m2 (McArdle, et.al., 2010). Y lo que en principio podría parecer más sorprendente, que la mortandad se incrementa entre aquellas personas obesas que siguen estrategias de reducción de peso, lo que demuestra que las dietas convencionales para luchar contra la obesidad son también dañinas para la salud, a menos que alteren drásticamente el tipo de alimentos que se ingieren (Lindeberg, 2010). La recomendación casi universal de comer menos para perder peso no parece que sea muy recomendable, ni saludable.

La ingesta de alimentos, llamémosla dieta o simplemente alimentación, debe dejar saciado, sin ganas de continuar comiendo. Resulta muy difícil dejar saciada a una persona con una alimentación basada en los cereales, los azucares, las grasas industriales y los lácteos. La mayor parte de estas comidas poseen una carga glucémica elevada, un escaso valor nutricional (baja densidad de nutrientes esenciales) y algunas sustancias que alteran la señal de la hormona leptina, fabricada cuando los adipocitos están “llenos” y  encargada de enviar la señal de saciedad al hipotálamo. Las proteínas de la leche, por ejemplo, incrementan crónicamente los niveles de insulina en sangre. Si una persona mantiene este tipo de comidas y restringe la ingesta calórica por debajo de su gasto energético, con el objetivo de adelgazar, deberá voluntariamente pasar hambre y el cerebro interpretará que debe reducir los biorritmos, disminuir la temperatura corporal, pasar a un metabolismo de bajo consumo y acumular grasa en espera de tiempos mejores. En suma, estaremos más cansados, apáticos, de mal humor, perderemos tono muscular, el porcentaje de grasa corporal se incrementará, a pesar de la reducción de peso, y la energía gastada en la vida cotidiana se habrá reducido. Un cuadro deprimente.

Parece que la obesidad se enfrenta a la siguiente paradoja. La obesidad es un problema de exceso y mala ubicación de la grasa corporal, por lo que parecería lógico que la lucha contra la obesidad debiera sustentarse en reducir la grasa que ingerimos, a costa de incrementar el porcentaje de hidratos de carbono que comemos, de tal modo que las calorías totales se reduzcan respecto al gasto energético. Pero esta estrategia, como hemos visto, no ha funcionado. Desde los años 70 el Gobierno de Estados Unidos paulatinamente ha ido poniendo más énfasis en esta política y sin embargo, la obesidad y la diabetes han crecido en paralelo. En primer lugar, un consumo de grasa por debajo del 20% del total del aporte calórico resulta poco saludable, ya que éstas no sólo ofrecen energía, sino importantes funciones vitales relacionadas con el transporte de nutrientes, la síntesis de vitaminas y hormonas, o la propia construcción del cerebro, que no olvidemos está compuesto mayoritariamente por grasa. Y no hay que olvidar que las grasas no están en nuestro organismo sólo porque las ingiramos, sino que nuestro organismo genera triglicéridos a partir de los hidratos de carbono excedentarios. El aparato digestivo y el hígado (la fructosa) transforma los hidratos de carbono en glucosa, y si ésta no se consume, el páncreas liberará insulina para provocar su almacenamiento. Si los depósitos de glucosa están llenos, cosa habitual en una persona sedentaria, casi toda la glucosa se transformará en grasa. La reiteración de este proceso provoca, como a continuación veremos, resistencia a la insulina, con objeto de que la glucosa no penetre en las células, ya que el exceso de glucosa es un tóxico, por lo que los niveles de insulina cada vez se harán mayores a medida que paulatinamente superemos la capacidad del organismo para manejar este exceso. La presencia constante de insulina en sangre inhibe la capacidad de nuestro organismo para quemar grasas (porque reduce la acción de la encima lipasa), lo que agrava el problema, ya que cada vez nuestro metabolismo será más dependiente de los hidratos de carbono para obtener energía , y cada vez tendremos más glucosa y triglicéridos circulando en sangre. La relación de los triglicéridos y las enfermedades cardiovasculares parece clara, pero la glucosa elevada favorece que reaccione con las proteínas de la sangre y forme los llamados AGE (Advanced Glycated End-products), que poseen propiedades inflamatorias.

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