SOBRE LA ESPERANZA DE VIDA

Uno de los indicadores más relevantes en las estadísticas de desarrollo o progreso social es el de la esperanza de vida. Sin duda es el más intuitivo, sobre todo, el más fácil de interiorizar como experiencia, ya que cuando una persona compara los 20 años de esperanza de vida durante el neolítico, con los 67 años actuales (media mundial), inmediatamente tenderá a verse a sí misma como un superviviente que ha tenido la fortuna de poder nacer en un mundo plagado de adelantos.

La esperanza de vida es un concepto estadístico, y desearía profundizar un poco en su génesis y evolución con objeto de aclarar algunas ideas erróneas sobre el progreso, y sobre todo, sobre el coste económico de alargar la vida de la población.

Como decíamos, una persona actual adulta, de digamos 45 años, considerará –erróneamente– que hubiera estado ya muerta de haber tenido la mala fortuna de haber nacido en cualquier otra época pretérita, y que tan sólo habría alcanzado esta edad a comienzos del siglo XX; que llevaría ya 25 años de supervivencia gracias a la tecnología moderna y que afortunadamente todavía le quedarían otros 20 años de vida por delante. Así se razona, desgraciadamente, en torno a este concepto, y consecuentemente se concluye que el mundo ha ido a mejor en consonancia con el incremento histórico de este indicador de longevidad humana.

No deseo en este momento criticar ni poner en duda el concepto de progreso, pero quisiera aclarar que la esperanza de vida al nacer no expresa los años de vida medios o máximos que una persona, perteneciente a un determinado grupo humano, puede vivir, sino la edad media de fallecimiento del conjunto de ese mismo grupo humano en el año en que se realiza el cálculo. Y resulta pertinente realizar esta distinción porque la sociedad tiende a interpretar erróneamente el valor de la esperanza de vida (media de una población) con la duración media de la vida del individuo.

Para evaluar la esperanza de vida de una población en un determinado momento histórico, se realiza un recuento de las edades de fallecimiento de sus miembros durante ese año, y esta media sería la esperanza de vida de ese grupo humano. En España, este valor era de 30 años a mediados del siglo XIX. Lo que quiere significar que un bebé cualquiera vivió en aquella época de promedio tan sólo 30 años. Pero no que la vida media de la población fuera ese exiguo valor, ya que según la distribución de la población por edades y en función de las diferentes mortandades por edad, esa vida media poblacional podría haber sido muy superior. Por tanto, un español que en siglo XIX tuviera 29 años, realmente era un afortunado por haber llegado a esa edad, pero sin duda tendría por delante una probabilidad muy elevada de vivir mucho más de 1 año y superar con creces la esperanza de vida de 30 años. En la práctica esto se puede apreciar en poblaciones actuales “subdesarrolladas”, sobre todo si viven en entornos rurales, que en sintonía con esperanzas de vida al nacer muy bajas se observan muchos viejos en su población y tasas de mortandad en edad adultas muy reducidas.

La sociedad tiende a considerar que si la esperanza de vida fuese en la actualidad de tan sólo 30 años, que esa edad sería como una frontera que sólo muy pocas personas serían capaces de franquear, y que en general, tanto él como la mayoría de sus compatriotas estarían ya criando malvas antes de cumplir las tres décadas de vida. Pero esto es falso, error que arroja un baldón muy negativo sobre el grado de desarrollo y bienestar de las poblaciones pasadas, y que en consecuencia, amplifica el concepto que sobre su propio grado de desarrollo poseen las sociedades actuales. Históricamente, que la esperanza de vida sea de 30 años, ha significado realmente que un alto porcentaje de la población (digamos del 50%) moría en la niñez, pero no que la superviviente población muriera mayoritariamente a los 30 años, sino que para que las cifras cuadren, en correlación con esa elevadísima mortandad infantil, que la probabilidad de vivir por encima de los 30 años una vez superada la infancia debiera ser muy alta, de tal forma que según investigaciones sobre la distribución de las curvas de población, el porcentaje mayor de muertes en sociedades con 30 años de esperanza de vida no ocurrían a esta edad, sino en valores mucho más cercanos a los actuales, digamos en torno a los 70 años.

Por ejemplo, en nuestro país, en el año 1900 la esperanza de vida fue de unos 35 años, contra los 78 años que se alcanzaron ya en el año 1998, y 85 años en el 2008. Pero evidentemente en España había gente que llegaba a los 35 años de edad en el año 1900, y que una vez alcanzados los 35 años la media de vida se prolongara unos 25 años más (hasta los 60 años), frente a los 45 años (80 años) de una persona que hubiera alcanzado los 35 en el año 1998.

Sin duda, el principal factor que ha provocado este espectacular y afortunado incremento de la esperanza de vida al nacer ha sido el descenso vertiginoso logrado en muy pocos años (con perspectiva histórica) de la mortandad infantil, junto con el descenso también de los índices de natalidad. Cada vez ha sido menor el porcentaje de nacimientos en la población, y sobre este disminuyente porcentaje cada vez la mortandad se ha ido reduciendo, lo que ha arrojado un incremento de la esperanza de vida no tanto por haberse incrementado la longevidad de las poblaciones adultas cuanto de las infantes.

En el Londres de 1750 morían el 75% de los niños antes de cumplir los 5 años, pero en 1820 ya sólo lo hacía el 32%. Pero en muchas poblaciones de comienzos del siglo XX, una vez superada esta fase crítica de la infancia, y ya en edad adulta, las esperanzas de vida asociadas no han variado en demasía durante el siglo XX. Esto viene confirmado también por diversos estudios antropológicos sobre poblaciones arcaicas que hacen constar elevadas edades de fallecimiento y mortandades en edades adultas de orden similar a las actuales. Lo que demuestra que los avances tecnológicos han conseguido sobre todo aumentar la esperanza de vida de los niños, pero no tanto la de los adultos. Si vemos el caso español, por ejemplo, todas las personas que alcanzaron en 1900 los 75 años de edad vivieron de media 5 años más (hasta los 80 años), en contraste con los 10 años de media (85 años) en el año 1998. Es decir, en 100 años España ha logrado incrementar la esperanza de vida al nacer en 44 años, en 17 años a los 35 años, y sólo en 6 años a los 75 años.

Los datos expresan lo que el sentido común dicta, y parece razonable concluir que a partir de una determinada edad, a medida que se cumplen años la probabilidad de fallecer se incremente, y por tanto, que la esperanza de vida disminuya. Pero ese punto de inflexión ha variado a lo largo de la historia, de tal modo que durante mucho tiempo las esperanzas de vida de los infantes fueron inferiores a las de la juventud. En España, hasta 1970 los recién nacidos no consiguieron tener las mayores esperanzas de vida de la población existente en aquel momento.

Hagamos el siguiente ejercicio estadístico. Supongamos una población que posee una esperanza de vida al nacer de 40 años. Si el 40% de la población muere antes de cumplir los 5 años, eso significa, que la esperanza de vida a los 5 años de ese 60% superviviente consistirá en alcanzar los 63 años de edad. Si la esperanza de vida posterior a los 5 años se mantuviera inalterada y las muertes antes de los 5 años se redujesen a tan sólo el 20%, ello conllevaría un incremento de la esperanza de vida al nacer de toda la población hasta los 51 años, sin que dicho aumento de bienestar suponga ningún incremento de la longevidad, y por tanto de la esperanza de vida de aquellas personas que hubieran sido capaces de sobrevivir a la infancia, que seguirían falleciendo de media a esa edad de 63 años. Esta situación hipotética se parece a la que de hecho se ha producido en la evolución positiva de la esperanza de vida de las sociedades occidentales. Notemos que en España en el período 1900-1998 se ganaron 44 años de esperanza de vida al nacer (de 36 años a 82 años), pero que esas ganancias supusieron que sólo se incrementara en 9 años la esperanza de vida a los 65 años, porque la mayor parte de las mejoras ocurrieron por el hecho de haber disminuido la tasa de mortalidad infantil (ya que en el año 1900 el 40% de las muertes ocurrían en la población menor de 5 años, frente a tan sólo 5 muertes infantiles por cada 1.000 niños nacidos vivos en 1998). Por tanto, y tal y como se ha manifestado reiteradamente, ese incremento hasta 82 años de la esperanza de vida al nacer, no ha significado que los adultos actuales vivamos 44 años más que los de 1900, sino sólo unos pocos años más (cosa nada despreciable y de gran significado), en cambio, ha sido la mayor longevidad infantil la que lo ha provocado, hecho afortunado y de inmenso valor, que no debiera engañarnos sobre la real relevancia estadística de estos datos y su influencia sobre la percepción del progreso y del desarrollo que instintivamente asociamos con los valores de esperanza de vida.

Para concluir con este preámbulo estadístico, diremos que consecuente con este último hecho, los 44 años de esperanza de vida ganados durante estos últimos 100 años en España se han conseguido con una aportación porcentual del 70% en mejoras de esperanza de vida en el sector de población de edad inferior a 14 años, y de sólo el 13% en el sector de más de 45 años. Sin embargo, los 6 años de esperanza de vida al nacer que se consiguieron en el período 1970-1998 se lograron con una aportación porcentual del 66% del sector poblacional de más de 45 años, frente al 26% del sector de menos de 14 años.

Estos datos nos desvelan algunas claves de interpretación sobre el progreso humano, sobre cómo es percibido socialmente en relación con la esperanza de vida, y sobre el esfuerzo social y tecnológico realizado para alcanzarlo. En primer lugar, que la esperanza de vida de las personas adultas se ha modificado poco a lo largo de la historia, cuando analizamos ésta a nivel global. Que ha sido la espectacular reducción de la mortandad infantil la responsable del salto tan enorme en la esperanza de vida al nacer. Pero que la percepción social de dicha mejora en la longevidad humana ha sido magnificada por la confusión alrededor de los conceptos de esperanza de vida y duración esperable de la vida. Es decir, que esos 40 años más de esperanza de vida alcanzados por el mundo actual respecto al neolítico corresponde sobre todo a los recién nacidos, pero no a todos los segmentos de población, y que la distribución de mejora de la esperanza de vida por edades ha resultado muy inferior.

En segundo lugar, y en relación con la eficacia social y económica de alcanzar objetivos de longevidad humana, que los esfuerzos históricos empleados en mejorar la esperanza de vida han sido mucho más rentables aplicados a la longevidad de la infancia que a la de los adultos, y no digamos, de los viejos. Cada año suplementario de vida ha sido más “barato” alcanzarlo en un niño que en un adulto. Por lo que, a medida que se alcanzan determinados objetivos de esperanza de vida al nacer, los sucesivos logros resultarán cada vez más onerosos por tener que recaer en grupos de edad superior.

La mejora de la esperanza de vida de los infantes se ha logrado por la aportación de muchos factores: la higiene, la alimentación, los antibióticos, el abastecimiento de agua potable, y las evidentes mejoras sanitarias en relación con la atención en el parto y los meses posteriores.

Pero si las esperanzas de vida en edades adultas han mejorado sólo levemente, y en cambio, la atención sanitaria dedica sus mayores esfuerzos a los grupos de edad superiores a los 14 años, ¿cómo es posible que esas ingentes cantidades de dinero y esfuerzo social y tecnología apenas hayan logrado modificar las esperanzas de vida adulta existentes, digamos, en el neolítico?

En el año 1900 en España el 40% de los niños morían antes de cumplir los 5 años, pero ese 60% de la población que superó esa edad posee muy similar mortandad a la actual (excluidas las guerras, por ejemplo), o lo que resulta más sorprendente, poco diferentes a la de poblaciones antiguas o arcaicas. Parecería que el magnífico esfuerzo sanitario que se realiza en los países desarrollados se dedica para mantener unas longevidades adultas similares a las de épocas en las que no existían apenas adelantos tecnológicos en materia de salud humana.

Podría pensarse que las pocas personas que eran capaces de superar por sus propios medios la edad infante adquirían un nivel de fortaleza tal que, sin necesidad de poseer toda la parafernalia moderna sanitaria, les permitía alcanzar longevidades similares a las nuestras sin recurrir a pastillas, ni a operaciones. No defenderé jamás ese tipo de tecnología espartana a la que la sociedad se vio obligada por pura ley natural. Pero si fuera cierta esta hipótesis, debiéramos pensar si no sería deseable potenciar, en nuestros sistemas modernos de salud, no sólo la supervivencia de los bebes, sino también hacerlos equiparables en fortaleza a aquellos adultos prehistóricos que lograban superar la niñez. Ello nos ahorraría enormes gastos sanitarios, y sobre todo, tanto dolor y sufrimiento asociado con los tratamientos de salud modernos propios de la edad adulta, y no digamos de la vejez.

Algo debe haber de cierto en lo dicho previamente, cuyo alcance debería ser convenientemente ponderado en relación con las vacunas, el uso de antibióticos y sobre todo, los estilos de vida de los niños modernos relacionados con la actividad física, la alimentación y el estrés. Pero también podríamos razonar a la inversa e imaginar el caso de un adulto actual, en la hipótesis de ser trasplantado a una sociedad arcaica sin los adelantos tecnológicos actuales, y considerar cuál hubiese sido su esperanza de vida sin poder recurrir a los antibióticos, las operaciones quirúrgicas, el agua clorada y las medicinas, si hubiese sido capaz de sobrevivir en modo comparable a cómo lo consiguen las sociedades arcaicas. Creo, pero no deja de ser una idea sin todavía aval científico, que un adulto digamos paleolítico, trasplantado a una sociedad moderna con sus adelantos tecnológicos lograría vivir más años que nosotros.

Estas conjeturas permiten abrir otras vías de análisis alternativas a las habituales, en relación con el ambiente al que se enfrenta el adulto moderno en comparación con otros adultos precedentes, y cómo estas nuevas condiciones de entorno afectan negativamente a la longevidad de nuestros ciudadanos. La mayor parte de las causas de mortalidad modernas están precisamente asociadas con la contaminación, los impactos ambientales de las actividades industriales y el llamado estilo de vida occidental, un compendio de nutrición, ejercicio físico y actividad laboral que en conjunto somete al organismo humano y a su genética a un estrés de tal magnitud que sólo a través de la tecnología sanitaria avanzada puede ser contrarrestando, para acabar logrando lo que los antiguos alcanzaban sin tecnología. Es decir, estamos ante lo que suele denominarse “gastos defensivos”, o aquellos costes en los que incurre la sociedad para protegerse de amenazas que ella misma genera en su propio proceso de desarrollo. Una parte importante de estas nuevas tecnologías no procuran bienestar o salud en términos absolutos, sino relativos al grado de impacto negativo que sobre la salud provocan otras tecnologías de la sociedad moderna.

Pensemos, por ejemplo, en las enfermedades cardiacas, en concreto los infartos de miocardio, dolencia poco habitual en sociedades arcaicas, pero que se erige en una de las principales causas de mortandad en las modernas. Las razones resultan variadas, pero todas ellas proceden de nuestro estilo de vida, de decisiones individuales y colectivas erróneas en relación con esta enfermedad: nutrición, tabaco, sedentarismo, estrés, etc. Históricamente, según se ha modernizado una sociedad en correlato casi perfecto se ha incrementado la mortalidad ligada a los infartos. Un pésimo análisis sería considerar que para ser rico inexorablemente hace falta morir de infarto de miocardio. La lucha contra esta dolencia ha cosechado indudables éxitos. El principal de todos, y según reflejan las estadísticas, la disminución del consumo de cigarrillos. Pero a pesar de ello la enfermedad persiste, aunque ha ido mermando su impacto sobre la mortandad debido a que las técnicas de detección precoz, la medicación y la cirugía han evolucionado no tanto con el objetivo de curarla cuanto de alargar la esperanza de vida de las personas afectadas. Por tanto, todo el coste de atender a una persona aquejada de esta enfermedad no debería ser contabilizado en el fiel del bienestar o del progreso, ya que su enfermedad la ha provocado esa misma sociedad que para conseguir unos determinados estándares de longevidad debe recurrir a dichas técnicas innecesarias si sus decisiones al respecto hubieran sido las adecuadas.

Para apreciar las mejoras habidas en nuestra salud y longevidad, y sobre todo su eficacia con objeto de mejorar en el futuro, resulta esencial realizar estas preguntas y analizar la información sobre esperanza de vida con niveles mayores de desagregación, tal y como he intentado explicar brevemente en los párrafos previos. Otro elemento de interés en este análisis lo aporta la diferente distribución de la esperanza de vida según diferentes grupos o clases dentro de un mismo grupo humano, atendiendo al nivel de vida, el sexo, la cultura, estilos de vida, etc. Inspirador de estos estudios es el clásico análisis realizado en USA sobre la desigual distribución de la esperanza de vida al nacer entre blancos y negros, que históricamente se ha elevado en ambos grupos, pero que siempre en la población de color se ha mantenido más de 5 años por debajo de los blancos. Hay que destacar que las divergencias dentro de cada país son menores que entre países, y que estas son mayores cuanto más elevada es la edad en la que se calcula su correspondiente esperanza de vida. Por ejemplo, en países de elevado ingreso la esperanza de vida a los 60 años es de 24 años de vida por delante, en cambio, en los de bajo ingreso, tan sólo de 15 años. En el Reino Unido, por ejemplo, las clases con bajos ingresos poseen una esperanza de vida al nacer del orden de 6 años menor que las de elevado ingreso. En la reciente evolución histórica esta diferencia se ha mantenido constante, no así la esperanza de vida a los 65 años, cuya diferencia, en detrimento de los pobres, era de 2,6 años en 1970 y de 4,5 años en el 2000. Esto denota que las diferencias de esperanza de vida en grupos de edad o entre niveles de ingreso o nivel de vida resultan más elevadas en la actualidad que las existentes entre época arcaica y la sociedad actual.

Los datos parecen demostrar que el ser humano resulta especialmente vulnerable durante los primeros años de vida, pero una vez superada esta etapa delicada, parece poseer una enorme capacidad para vivir por encima de los 70 años. Si esto se consigue actualmente en los países desarrollados lo es únicamente por sus modernos sistemas de salud de tipo “defensivo” que logra contrarrestar los efectos nocivos que sobre la salud tiene la nutrición y los estilos de vida occidentales, las actuales tecnologías industriales. Que una sociedad moderna con pautas de vida acordes con los requerimientos de nuestra genética lograría esperanzas de vida similares a las actuales con mucho menor esfuerzo tecnológico empleado en salud. Y que por tanto, que podría lograrse una menor desigualdad en la esperanza de vida entre diferentes grupos de ingreso o cultura si las políticas de salud y la inversión en tecnología se orientaran mejor a este fin.

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Pueden consultarse las tablas de mortalidad y esperanza de vida del Instituto Nacional de Estadística, el conocido trabajo de Gurven y Kaplan sobre longevidad en cazadores-recolectores, o el estudio de Gallop sobre esperanza de vida en el Reino Unido. La web www.worldlifeexpectancy.com resulta verdaderamente espectacular.

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Sobre la esperanza de vida by Rui Valdivia is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 4.0 Internacional License.

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