El individuo sin rostro

¿Imagináis que no tuviéramos nombre? Sin embargo, ha habido sociedades en las que sus miembros no lo poseían hasta que superaban cierta edad. Ni la muerte nos roba el nombre. A efectos semióticos, somos como el resto de las cosas, un nombre, un concepto, un símbolo, un significante, una cadena de letras a la que se le asigna un significado que evoluciona, una personalidad que se modifica, pero sobre la que curiosamente hemos establecido que, aun cuando sus transformaciones pudieran ser enormes, siempre va a permanecer aquel núcleo singular e identificador al que se le va a poder asignar el nombre que nos pusieron al nacer: nuestra identidad, la esencia a la que la conciencia parece remitirnos siempre.

De que poseamos un nombre y por tanto, de que se nos asigne un significado-personalidad, del mismo modo a cómo asignamos las propiedades de las cosas a las que las palabras nombran, se deriva que ética y sobre todo, judicialmente, se nos considere, a cada uno de nosotros, como seres responsables que en el libre ejercicio de su voluntad deciden entre el bien y el mal, entre lo legal o lo prohibido. Se supone que nuestra conciencia observa objetivamente la realidad, a igual nivel a cómo observa también su interior el propio individuo que la posee, y que esa misma conciencia elige las acciones en un acto de voluntad que conecta causalmente las intenciones internas con los resultados externos.

Simple y claro. Por ello, y para salvar aquellos casos en los que momentáneamente el sujeto pudiera dejar de ser dueño de sí mismo, se inventaron las excepciones del delirio o la enajenación mental transitoria. O se recurre al juicio experto psiquiátrico para dictaminar cuándo una persona carece de los atributos mentales mínimos para ser responsable de sus actos: la locura o la minusvalía mental. Pero la literatura neurocientífica está plagada de casos clínicos en los que ciertos pacientes han pedido muy concretas capacidades mentales como consecuencia de un accidente, un tumor, una enfermedad o una operación. La investigación alrededor de estos traumas ha sido una de las fuentes de información más valiosas para conocer cómo funciona realmente nuestro cerebro, y también para ir desechando aquel modelo simple y claro de la responsabilidad ética y penal alrededor de un nombre y de la culpabilidad basada en el supuesto de la libertad de elección de la persona (Véase “Libertad de voluntad, investigación sobre el cerebro y responsabilidad penal”).

Porque en el cerebro no existe un lugar concreto, ni un proceso eléctrico que podamos denominar como la voluntad, y en el caso de que existiera, estaría tan sujeto a evolución, cambio o perturbación como el resto de los elementos cerebrales de los que tomaría información y a los que supuestamente obligaría a trabajar. El concepto de voluntad no deja de ser un elemento del sistema –simple y claro- de la responsabilidad, una manera de simbolizar, como cualquier otra, el funcionamiento de nuestro cerebro y sus relaciones con el resto de cerebros y cosas que lo rodean.

Pero todo esto no lo recuerdo ahora ni para criticar el sistema judicial, ni para justificar el relativismo ético, sino para intentar comprender por qué la conexión del amor y del cuidado se mantiene hacia unos cuerpos cuyos nombres ya sólo representan una apariencia física, una frontera tras de la que su “yo” se ha ido desprendiendo de aquellos atributos de personalidad que en el pasado crearon unos vínculos que, pese a todo, se desean mantener vivos.

Quizás sea la memoria, la conservación del tiempo, lo único que  permite salvar las fronteras y límites que los universalistas desean asignar a las cosas y a las personas como hechos absolutos. ¿Cuándo una mesa deja de ser mesa para convertirse en una silla, por ejemplo, o en un montón de trozos astillados? ¿Cuándo un ser querido asolado por el alzhéimer deja de ser el que fue, para convertirse en una persona a la que lógicamente podríamos bautizar con otro nombre? Desde el universalismo no existe solución al enigma ni de la transformación, ni de por qué continuar amando al nuevo ser que viste el traje de otro.

Tendemos a considerar cualquier acto individual como emanado de una voluntad, un ente o una esencia personal que está más allá de la materia, de las hormonas que en cada momento circulan por la sangre, de los flujos neuronales y neurotransmisores que habitan en nuestros cerebros. Y cuesta entender que las ciclotimias, la facultad para esconder deseos o para comprender al prójimo posean una relación inexorable con el estado físico en que se encuentra en cada momento cada cerebro. Intentamos comprender el mal genio de un amigo aquejado de un tumor que le afecta el sistema límbico, pero qué difícil resulta comprender el mismo comportamiento en una persona “normal” cuyo cerebro, por otras circunstancias materiales también tendiera a provocar el mismo tipo de comportamiento. ¡Y es que hasta el mismo conocimiento que cada uno posee de sí mismo –la conciencia- está también mediado por la materia cerebral y su estado en cada circunstancia! Encontramos que la comprensión resulta esencial para vivir en comunidad y establecer sólidos lazos sociales, ¡pero hasta la propia comprensión está sujeta al estado neuronal de cada momento!

Los módulos o comunicaciones cerebrales deteriorados por un accidente, enfermedad o por envejecimiento, podrían considerarse inversamente al proceso de construcción de un ciborg, de tal forma que cada capacidad perdida fuera como una prótesis eliminada. Como afirma la cibernética de segundo orden, estamos sujetos a la dinámica de los sistemas observadores, y para ello creamos una estructura simbólica de observación que se autoconstruye, pero a la que no podemos observar ni objetiva ni absolutamente: la utilizamos y sólo por sus consecuencias podemos atisbar, como reflejo, sus propiedades. La tecnología nos sirve como un instrumento que a su vez nos transforma como observadores, actores y constructores de nuestro mundo. Por ello, las decisiones sobre qué tecnologías fabricar o desechar resultan un tanto banales, porque no las podemos observar al margen de su existencia, la cual ya nos afecta desde el mismo momento de ser imaginadas.  Por tanto, en la misma consideración ética hemos de contemplar a la persona que va perdiendo y alterando sus capacidades y su personalidad a consecuencia de cualquier circunstancia, de aquellas otras a las que vamos añadiendo prótesis que amplían o modifican su forma de observar, construir y actuar sobre el entorno social y material. El ciborg o la persona modificada genéticamente no difieren demasiado del amigo aquejado de un tumor o del pariente de genio insoportable.

Pero no amamos, cuidamos, respetamos u odiamos a las personas por lo que son, sino por los vínculos y relaciones que vamos estableciendo con ellas. Y estos son dinámicos y fluyentes en torno a esos armazones de hueso, carne y cerebro que identificamos con un nombre y que guardamos en nuestra memoria, evidentemente, si ésta es capaz de funcionar adecuadamente (véase los casos de prosopagnosia o imposibilidad de diferenciar rostros, por ejemplo, en “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”, de Oliver Sacks).

Pero quizás resida en los rostros, en los rostros de las personas que nos rodean, y en esa capacidad para buscarlos y reconocerlos, que ya los bebes despliegan desde su mismo nacimiento, el fundamento de la ética del cuidado, de seguir respetando y amando a personas con las que ya no podemos mantener aquellas relaciones sobre las que construimos el amor. El recuerdo de sus rostros, la presencia de su historia y evolución en nuestra memoria y que, como afirmaba Lévinas, representan el signo de la misma “interdicción ética” de “aquello que me ordena atender al otro (…) aquello que nos prohíbe matar”.

 

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