Se está escribiendo tanto, aprovechando el 200 aniversario del nacimiento de Richard Wagner, que me veo obligado a reflexionar en torno a su figura, sobre todo, acerca de su música y el papel relevante que desempeñó en el desarrollo del género operístico y en la música sinfónica del futuro.
Quisiera destacar elementos, facetas, factores útiles para enseñar a valorar su música. Pienso en amigos y amigas cuya música le es ajena, y me gustaría sondear en busca de algunas características desveladoras de su música que pudieran ser útiles para convertirla en un elemento familiar en sus vidas, una música cercana con la que poder disfrutar y aprender a vivir.
Eludo al personaje, evito su significado social y político, sobrevuelo por los prejuicios y sus opiniones personales acerca de su mundo y su propia música.
Para mí, la característica más reseñable que define a Wagner como un creador destacado en la historia de la música, se expresa en el concepto de dramaturgo. Wagner era ante todo un autor teatral que se valió de todas las herramientas a su alcance para crear dramas: de la palabra, por supuesto, de la música, y de la escenografía. Sin duda, no es único a este respecto, podemos destacar que Mozart, Rossini, Verdi (que nació el mismo año de 1813) o Richard Strauss compartían este carácter, pero Wagner asumió su profesión de autor teatral con mucha mayor profundidad, alcance e integración. No fue un músico que se convierte o se especializa en la composición de óperas, sino un dramaturgo que supo incluir a la música como un elemento definitorio y expresivo de sus obras teatrales. Ello le confiere enorme originalidad y lo singulariza entre sus contemporáneos.
No olvidemos que Wagner se crio en un ambiente teatral, que participó en las representaciones teatrales de la compañía de su padrastro y que comenzó escribiendo, de muy joven, obras para la escena. Nunca tuvo un aprendizaje musical reglado, y como con tantas otras materias que le interesaban, adoptó el más puro autodidactismo. Bien es verdad que también desde muy joven sintió una atracción casi enfermiza por la música, y que muy pronto sintió la necesidad, a pesar de no haber aprendido a componer, de ponerle música a sus dramas, por lo que sus progresos en el campo operístico fueron fundamentalmente pragmáticos en busca del mejor vehículo para expresar en escena unas emociones, lo que acabarían siendo, los dramas musicales que inventó y legó a la posteridad.
De aquí procede su continua atención por Calderón de la Barca, y en concreto, sus Autos Sacramentales, ese teatro conceptual que fundía personajes arquetípicos, con la poesía, la música, y no lo olvidemos, la luminosa y exuberante escenografía barroca. Y su intento de recrear, más de 2.000 años después, el drama griego, su sentido trágico, mítico, donde música y palabra también encontraron cierto equilibrio perdido.
Por ello me gusta definir la ópera wagneriana como de mítica y conceptual, dos características que la emparentan con el drama griego y con el teatro barroco. Wagner pertenece a la larga saga de músicos y dramaturgos que intentaron recuperar el teatro griego, inspirarse en esa mezcla de mito, humanidad y equilibrio entre música y palabra, para desplegar un arte nuevo y revolucionario. Inspirado y a su vez inspirador de El nacimiento de la tragedia, la primera gran obra de juventud de Nietzsche, este ensayo filosófico en torno al teatro griego y al concepto de lo trágico, creo yo, muestra de forma palmaria el objetivo y las pretensiones de todo el esfuerzo refundador y futurista de Wagner en el terreno artístico, y en concreto, esa tensión entre los espíritus apolíneo y dionisíaco que Wagner pretendió resolver por su original y especial modo de fundir la palabra (la razón) con la música (el sentimiento). Toda la trayectoria artística del músico alemán se puede interpretar como un intento de resolver esta tensión, siempre al borde del precipicio, de un canto que a veces se torna inhumano y una música que acabará derivando hacia el cromatismo y la atonalidad.
El mito es un referente continuado de la cultura occidental. Resulta imposible disfrutar de buena parte de la producción literaria, musical, escultórica y no digamos pictórica, sin tener presente la mitología. Durante el romanticismo se produce un resurgimiento del mito, sobre todo en la cultura alemana, un proceso que desborda la utilización de la mitología como leyenda o inspiración para nuevas historias, y que utilizará los arquetipos y personajes míticos como infraestructuras de la realidad y del pensamiento, como atávicos y arraigados resortes anímicos que aun desconocidos nos afectan, y que sabiamente activados actuarían como mecanismos que nos abrirían las puertas de una realidad más profunda y subyacente bajo la hojarasca de los superfluo y lo puramente material. Freud no se puede entender sin adscribirlo a esta corriente de pensamiento y de renovación del mito a la que pertenece también Wagner. Sus investigaciones en torno a los complejos, la interpretación de los sueños, el subconsciente o las relaciones entre el individuo y la sociedad se refieren continuamente al mito, entendido como sustrato de la materia y del espíritu, una narración siempre conflictiva (tragedia) y que Wagner intentó resolver por ese acto redentor que su música, y en concreto, el drama musical, tendría sobre la angustia existencial, una catarsis que impone un cierto posicionamiento o disposición anímica por parte del virtual receptor de esta música, y que por tanto, dificulta, en principio, la recepción actual de Wagner, en la medida en que nos exige atención, dedicación y conocimiento para poder acceder a su disfrute.
Mito, pero también conceptismo, en cierto modo, al estilo del teatro barroco. Wagner no nos presenta, en su música más revolucionaria, dramas familiares, historias de amor, en suma, un relato autorreferente que podría sintetizarse en una trama, en una mera narración de hechos. Estamos ante un “teatro filosófico” donde lo que está en juego no sólo es la paternidad de un niño bastardo, el carácter incestuoso de una pulsión amorosa, el desamor, el odio, los celos, sino el conflicto entre conceptos, un drama que se expresa en una trama humana a la que el mito presta los personajes, las situaciones y las entrañas anímicas. No nos confundamos, las óperas wagnerianas poseen una trama, una historia narrable, aparecen las pasiones humanas, malentendidos, engaños, pero en un juego donde junto con la trama vital que desarrollan sus personajes se desarrolla un conflicto existencial en torno a los grandes conceptos de la libertad, la razón, la creación, la muerte, el honor, la salvación, etc. Algo parecido a ese conceptismo tan barroco tan del agrado del propio Wagner, pero también de su maestro filosófico, Schopenhauer, admirador sin ambages de El Criticón de Baltasar Gracián, esa novela filosófica donde los conceptos se enredan en un teatro casi del absurdo donde apariencia y verdad, sentido y mentira se mezclan en una trama humana y conceptual de gran originalidad.
Por ejemplo, Wotan, el dios de la Tetralogía, en el que se concreta el conflicto entre la ley, el orden, y la libertad, y aquí reside el gran valor de la obra wagneriana, expresa esta lucha filosófica en una trama humana y sentimental, donde a la par que disputan los conflictos filosóficos lo hacen las pasiones del propio dios, un drama que a la vez que mueve la acción y la evolución psicológica y sentimental de los personajes, también hace avanzar el pensamiento y la “solución” de los problemas filosóficos y éticos.
O la sensual y entrañable escena amorosa entre los hermanos gemelos Siegmund y Sieglinde del final del primer acto de La Walkiria, donde el espectador debe ser capaz de visualizar no sólo el amor, el incesto, el adulterio, sino también, el hecho de que ambos enamorados no son más que meros peones de un drama universal que los desborda, pero cuyo desenlace también depende, en cierta manera, de las decisiones individuales que ellos adopten. En fin, un drama, una tragedia musical en la que el mito, los conceptos, no sólo aparecen expresados racionalmente a través de la palabra, sino también en la música y esa corriente subterránea de leitmotiv con la que coquetea el subconsciente del oyente.
Pero Wagner no estuvo sólo en este intento de recuperación y proyección de la tragedia griega. El músico alemán fue un gran sincretista que supo integrar en su obra de arte total numerosas influencias de toda índole, algunas de las cuales incluso criticaría en sus escritos, pero que indudablemente consideró y supo utilizar en su búsqueda de la obra dramática del futuro: la gran ópera francesa, el singspiel y la ópera romántica alemana tan apegada a la naturaleza y a lo mágico, Beethoven como referente y maestro, los lieder de Schubert, por no hablar de los influjos filosóficos y políticos.
Se ha afirmado que Wagner anticipa el cine. Incluso que su concepto del arte total fue demasiado prematuro y que de haber dado a luz en la era del cinematógrafo hubiera podido desplegar mayor potencial. Con el antecedente de Beethoven (por ejemplo, el comienzo del segundo acto de Fidelio, esa música que parece acompañar a la cámara a través de laberintos hasta la celda oscura y lacerante donde Florestán está recluido), Wagner perfecciona lo que yo definiría como música de situación, de ambiente o de creación de atmósfera –lo contrario al hilo musical-. Los músicos de cine creo yo que encontraron en los hallazgos wagnerianos un filón rico de referencias y técnicas. La música en Wagner, aun cuando acompaña a los cantantes, sirve al fin de despertar una emoción en consonancia con la acción que está teniendo lugar sobre el escenario, y como en el cine, crea una atmósfera de tensión, alegría, misterio, emoción, sorpresa, naturaleza, etc. Y lo consigue, en numerosas ocasiones, sin recurrir a una melodía, sino a un “ruido”, una sobreimpresión de timbres que evolucionan como un gas, una atmósfera. Las leyes de esta evolución, de su movimiento hacia adelante, no son las de la tradicional forma sonata, de la fuga, u otras estructuras musicales, sino que atiende a una mezcla de orden y azar que se despliega en escena ambientando el canto, el movimiento de los actores, los cambios de decorado, la evolución de la trama, etc.
En algunas situaciones extremas Wagner incluso se permitió hacer coincidir dos tramas en el tiempo, en una especie de doble plano cinematográfico, utilizando la sincronía de dos melodías diferentes. Por ejemplo, en el segundo acto de Tristán e Isolda, mientras la “cámara” se aleja del dormitorio y enfoca a la doncella de Isolda que vigila a los amantes que sin ser vistos hacen el amor movidos por la música embriagadora sobre la que Brangäne canta monótonamente su aviso.
O la música mágica de la transformación del primer acto de Parsifal, que intenta hacer patente las sabias palabras de Gurnemanz cuando lleva al joven Parsifal, como en un viaje astral, del bosque al sacro recinto del Grial.
– Ya ves, hijo mío,
Aquí el tiempo se convierte en espacio.
Sin embargo, existe un elemento fundamental propio de la ópera o del drama musical, del que el cine carece, y que le ofrece a las representaciones musicales su originalidad y gran parte de su grandeza, cual es el hecho de que una ópera, como una obra de teatro, o una sinfonía, deban interpretarse para ser apreciadas. Una película, como un libro, un cuadro o una escultura, son obras de arte que se confeccionan una sola vez y que se nos muestran siempre igual, aunque según el espectador y la época se asimilen de forma diferente. Pero la ópera siempre hay que representarla. Ello le agrega al drama musical wagneriano, por ejemplo, un dinamismo, una flexibilidad y adaptabilidad enormes, según sea interpretado cada vez que se lleva a un escenario. Las variables sobre las que se basan las diferencias, a pesar de compartir el libreto y el pentagrama, pueden ser sorprendentes, en relación con la capacidad y calidad de los cantantes, el potencial de la orquesta, el criterio del director de la orquesta, los decorados, la dirección artística, etc. Creo que Wagner no hubiera dejado encorsetar su arte en el férreo y estático formato de una película. Si la polémica, como las más desatadas emociones, juicios calurosos o controversias, convierten a Wagner en un músico que todavía en su 200 aniversario permanece tan vivo y además sigue ofreciendo campo para la creación y la interpretación, se debe a que su música deba representarse y que los actores y directores deban elegir, utilizando su criterio y libertad, cómo ofrecer de la mejor forma posible el drama wagneriano al público de cada tiempo y en cada ocasión original.
Qué duda cabe que todos estos elementos que acabo de describir, junto con otros que el lector encontrará en magníficos y mejores estudios sobre Wagner y su música, suponen una dificultad de acercamiento para muchas personas, porque la música de Wagner requiere atención, predisposición, conocimiento y experiencia. Bien es cierto que su música permite, como la de cualquier otro músico, diversos niveles de intensidad de conocimiento o profundidad de apreciación, entre los extremos del experto o el simple conocedor de algunas de sus oberturas o melodías. Pero el que desee ir más allá de la música incidental, de la obertura de Tannhäuser , de Los Maestros Cantores de Nüremberg, de la Cabalgata de las Walkirias o de la escena nupcial de Lohengrin, deberá trabajar y tener paciencia, aunque también afirmo que dicha dedicación será recompensada con creces. Una inversión de tiempo y esfuerzo con rentabilidad emocional asegurada.
Me permito dar algunos consejos a aquellos a los que les anima la curiosidad y deseen conocer y disfrutar del drama musical wagneriano.
Quizás sea un sacrilegio, algo que los ortodoxos no entenderán correctamente, pero aconsejo ver la película Excalibur, en la pantalla más grande y con los altavoces más potentes. No sólo se utiliza allí la música de Wagner, sino la urdimbre visual y musical que crea esta película la emparenta con el drama musical wagneriano, en un formato que le resultará más atractivo y asequible al profano. Aparece el mito, cierto conceptismo y sentido trágico que como aprendizaje resultará muy útil en el camino hacia los Nibelungos, Tristán, Lohengrin o Parsifal.
Se afirma la conveniencia de iniciarse con Lohengrin, por ser la más “musical” y melodiosa. Claro está que el aprendizaje deberá depender del punto de partida, de la cultura musical y artística del neófito. Yo alternaría oberturas, algunos coros, incluso fragmentos, con sinfonías de Beethoven y líder de Schubert. Hacer el oído al sinfonismo y sobre todo a ese carácter abstracto y también atmosférico de Beethoven, junto con la familiaridad con el fraseo, la dicción y el sonido del idioma alemán, en un marco poético donde la palabra y su significado poseen tanta importancia, me parece adecuado al empeño de dar el salto hacia un más completo conocimiento y disfrute de la obra wagneriana.
A partir de este momento conviene, creo yo, dejarse subyugar por ciertos momentos o pasajes especialmente mágicos, aprender a apreciar la atmósfera wagneriana. Existen muchas escenas que pueden servir. Daré algunos ejemplos. Antes de escuchar cualquier fragmento resulta inexcusable haber leído una sinopsis de todo el argumento de la ópera. Contextualizar el fragmento en el global de la obra, y tener presente el papel que juega esa escena en el desarrollo dramático del total de la ópera. Y leer lo que se canta, en una edición bilingüe, dejarse mecer o flotar por la música, pero atendiendo a las señales del texto. No aconsejo la “machada” de aguantar una ópera entera de comienzo a fin, menos aún aislado delante del aparato de música. Pero la utilización del DVD con subtítulos me parece muy adecuada, ya que el elemento visual, escenográfico, resulta indispensable, y aunque la mayor parte de las ocasiones se le escuche en casa, la imaginación visual debe adquirir gran importancia. La iconografía wagneriana debe acompañar la escucha, no sólo la más rancia y tradicional, sino las que a la sombra del revolucionario nuevo Bayreuth creó su nieto Wieland en torno a la abstracción, la geometría, el color y la luz, hasta llegar a las más rompedoras y originales de la Fura del Baus.
La magia de Lohengrin no ha dejado de seducir desde que se escucharon por primera vez los primeros acordes de su obertura. La narración afligida y ensoñadora de Elsa, la llegada del cisne o la primera parte del dúo de amor, como primeras experiencias wagnerianas resultarán, seguramente, gratas y muy aleccionadoras.
La llegada de los peregrinos en el tercer acto de Tannhäuser, su propio relato de su experiencia peregrina y el final de la ópera, resultan de un dramatismo que ya sorprendió y reclamó la atención del joven Nietzsche. Estas tres escenas muestran ya al gran Wagner y hace reconocible su evidente carácter dramático, su capacidad para enfocar los sentimientos, graduar las emociones, acompañar al espectador hacia la resolución final del conflicto.
Un fragmento corto, la obertura y las primeras frases que intercambian Siegmund y Sieglinde al comienzo de La Walkiria. Las atmósferas, el juego de sus respectivos leitmotiv, el canto declamado, la tensión del momento, la atracción fatal.
Comparemos dos momentos protagonizados por voces graves, y que definen dos etapas en la evolución de Wagner. El aria con la que se presenta El Holandés errante (el plazo está cumplido) y el monólogo del rey Marke del segundo acto de Tristán e Isolda, tras descubrir la traición amorosa de ambos. Incluyo otra, y ésta para que el oyente capte la humanidad de los personajes wagnerianos, elíjase cualquiera de los monólogos de Hans Sachs en Los Maestros Cantores de Nüremberg.
Para capturar el heroísmo propongo la escena de la fragua del final del primer acto de Sigfrido. Y para familiarizarse con lo trágico el comienzo del extenso diálogo de Wotan con Brünhilde del segundo acto de La Walkiria. Un reposo con los murmullos del bosque del segundo acto de Sigfrido. Y a continuación el dramático canto de Amfortas de la última escena del primer acto de Parsifal.
A partir de aquí, pues que el espectador decida. Si se trata de comenzar con un acto completo, yo aconsejaría el primero de La Walkiria, o el tercero de Sigfrido, porque ofrecen gran variedad de situaciones y poseen todos los elementos reconocibles presentes en otras obras wagnerianas.
Pero no puedo dejar de recordar una escena, la del final del primer acto de Tristán e Isolda, el momento en que preparan y beben el filtro de amor y de muerte, porque aquí el oyente podrá apreciar, como en ningún otro momento, de forma descarnada y arrebatadora, cómo Wagner consiguió fundir palabra y música en su original drama musical.
Y ya para concluir el aprendizaje, el dúo de Kundry y Parsifal, hasta el momento del beso y de la desesperada súplica y queja del santo doliente, porque ilustra de forma clara cómo Wagner juega con los conceptos y con el mito, en este caso el de Edipo, en una escena onírica y erótica y llena de seducción que desgarra por su dramatismo y elevada poesía.
No me atrevo a decir nada más.
Que vuestros demonios os orienten en este camino por los infiernos y el Walhalla wagnerianos, hacia esa conclusiva redención por amor que a modo de coda esperanzada aspira a apaciguar el conflicto, la tragedia y la angustia de la existencia humana.
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Me gusta, dramatutgo!! Bs
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Me gusta que te guste.
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Muy interesante. Felicidades.
Aunque dicho por un wagneriano, como yo, puede parecer una osadía, también hay sombras en el universo wagneriano. Como puede ser el abandono del mito en los actos primero y segundo de El Ocaso de los dioses, o la fragilidad y falta de profundidad de un personaje como Parsifal. Es una pena que Wagner no pudiera haber dado forma a su último reto, Los vencedores, donde, inspirado en el Budismo, habríamos visto si lo intangible de su música tenía reflejo en lo arcano de su palabra.
Un abrazo
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Gracias, Ángel. En una entrada anterior “voces imposibles» hablo de Parsifal un poco en la linea que tú apuntas.
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Celebro que tengas tiempo para este blog y te deseo suerte y que las ninfas allanen tu camino en el difícil arte de escribir.
En cuanto a Parsifal, le falta sustancia, «chicha». Y creo que el origen está en Wagner, que siendo católico no conocía en profundidad, quizás sólo a través de Schopenhauer, la espiritualidad y filosofía de oriente.
En el Budismo, o el Vedanta Advaitia del Hinduismo, el sabio, el iluminado, encarna una realidad transhumana universal y eterna, más allá de los conceptos encorsetados de la mente.
En el caso de Parsifal, su «despertar» sólo le indica el camino de la salvación de Amfortas, pero no como camino espiritual de iluminación y sabiduría. Un ejemplo lo encontramos en el tercer acto cuando, durante el relato de Gurnemanz, se lamenta y autoculpa de lo que ha pasado durante su ausencia de Montsalvat. Un sabio de las Upanishads, por ejemplo, habría sido más trascendente, consciente de la ilusión del mundo, envuelto en la Maya Universal.
Siento diferir en cosas que dices en el otro artículo. Estuve en el Parsifal del Real en Abril y lo tengo más reciente. Desgraciadamente, lo cantó Simon O’Neil, con poco gusto y poca voz. Sin embargo, no creo que el segundo acto sea declamación y el personaje sólo canta al final del tercer acto. La que sí declama durante casi toda la obra es Kundry.
Creo que el mejor cantante wagneriano de posguerra ha sido Windgassen como dices, aunque no era un heldentenor real , al estilo de Melchior o Lorenz. Y la versión de Vickers, con Kna, una de la que gracias a Dios tengo en casa, es maravillosa. La del 51, con Windgassen, Mödl, London… es una joya.
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Gracias, Ángel, muy intersante lo que dices. Intenta escuchar en versión concierto a Jonas Kaufmann en Parsifal, en youtube lo encontrarás. Y ya me cuentas, si es que ya no lo conocías.
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He buscado la versión y sólo veo el I Acto y fragmentos sueltos. En cualquier caso, no creas que me gusta mucho Kaufmann. Canta un poco engolado. De los tenores wagnerianos actuales, me gustça mucho Torsten Kerl. No es, obviamente, heldedentenor, pero canta muy bien, con una línea vocal muy clara y definida.
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Gracias Ángel, intentaré escuchar algo por ese tenor que me recomiendas.
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