CHÉJOV, ENTRE BOMBAY Y NUEVA YORK

O UNA MAYÉUTICA DE LA SOLIDARIDAD

Chéjov es un artista sutil, un escritor de historias en apariencia simples y convencionales. El encanto de sus relatos estriba en su capacidad para sondear el alma, en crear personajes verosímiles de una gran humanidad. Sin necesidad de que el lector tenga por qué identificarse con ninguno de ellos, Chéjov sondea en los detalles más nimios de la existencia para abrir amplios ventanales volcados en la plena contemplación del dolor, la amargura, y también, la esperanza. El autor se sirve de algunos retazos de conversaciones para hilvanar un diálogo en torno al bien, la justicia, esa ética en que se basa la ayuda mutua y que en palabras muy de nuestro tiempo llamamos desarrollo, cooperación o solidaridad. Chéjov es mucho más profundo, humano y diverso de lo que pudiera interpretarse por los fragmentos aquí utilizados; los relatos de Chéjov contienen mucha más verdad que los muchos errores y algún acierto que pudiera contener este texto.

Se recomienda la lectura de la narración «Tres rosas amarillas», de Raymond Carver (Editorial Anagrama), una ficción en torno a los últimos días de Chéjov, donde Carver sondea y se identifica con esa capacidad tan especial del escritor ruso para detener el curso del tiempo y convertir los más nimios detalles en esencias de múltiples significados.

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Escucha:

          ¡Qué día más hermoso!… No hace calor…

          Hasta daría gusto ahorcarse en un día como éste…[1]

O como cualquier otro. ¿Quién es?

El tío Vanya

¿Y habla en serio?

No lo sé. Quizás sólo deseaba darle un susto.

Entonces no le hubiera importado ni la luminosidad del día, ni el calor. Él buscaba algo más, destruir el día hermoso de ella, mancillar su belleza con la imagen de su propio cuerpo colgado y oreándose al sol como un jamón.

¿Por qué dices de ella?

Porque ese espectáculo absurdo precisa tanto de una audiencia femenina, como de un bufón masculino. Si el día no le hubiera resultado tan hermoso, su suicidio habría pasado de todo punto desapercibido. Ese odio procedería de su amor pasado y todavía no olvidado.

Nadie llama la atención de esa forma tan pueril. Yo no lo interpretaría así.

A ver, explícate.

No deja de ser una ironía, una boutade, un recurso del que más tarde se valdría el teatro del absurdo para provocar la sorpresa, para invocar la atención del espectador: insertar en las grietas de la narración el absurdo, la metáfora grotesca a fin de sacarnos de la indolencia.

O más bien, para acoplar los sentidos al verdadero drama que se esconde tras esas narraciones en apariencia tan convencionales y superfluas.

Una novia que descubre no estar enamorada, un beso que sorprende a un soldado anodino y mediocre, un perro perdido, o un doctor olvidado en un sanatorio de provincias, verdaderamente no parecen temas muy sugerentes, menos aún si son tratados de forma sencilla, sin alardes lingüísticos ni con bellas, ni sugerentes sentencias. Comparto tu opinión, crear el ambiente, la complicidad con el lector, y asestarle un golpe en los bajos fondos de su moral.

Yo no quise decir moral con esa insana intención, sino más bien principios.

Pero amigo, los principios ya no existen, los inventó el romanticismo y de ellos ya sólo nos queda una mala resaca.

Bueno, los valores.

Peor me lo pones. Y no me hables ahora de la weltangschaum, ni de la formación del carácter, conceptos tan ingenuos que tendrían fácil perdón si no hubieran generado a su alrededor la novelística más voluminosa de la historia. Olvida eso y atiende:

          La semana pasada Anna murió durante el parto; si hubiera habido un centro médico cerca aún estaría viva. Y los señores paisajistas, me parece, deberían tener alguna opinión sobre el particular.

          Tengo una opinión muy concreta sobre el particular, se lo aseguro [] Según mi parecer, los centros médicos, las escuelas, las bibliotecas y los dispensarios, dadas las actuales condiciones de vida, sólo sirven para subyugar. El pueblo está sujeto por una gran cadena, y ustedes, en lugar de romper esa cadena, añaden nuevos eslabones [], los esclavizan aún más, ya que, al introducir en sus vidas nuevos prejuicios, aumentan el número de sus necesidades []. Ustedes no aportan nada; con su intromisión en la vida de esas personas sólo crean nuevas necesidades, nuevos motivos para el trabajo. [2]

Y decías que no había valores. ¿Pero a quién se referirá con lo de los “señores paisajistas”?

Lida cree en el progreso, vive de la convicción de poder ayudar efectivamente al prójimo. Aunque no esté segura de ser capaz de aliviar todo el sufrimiento del mundo, al menos cree poder acabar con el dolor más cercano y mantiene que si todos actuaran igual, como ella, quizás la pobreza podría convertirse en un baldón más llevadero, y por supuesto, todas las Annas desaparecerían por la ciencia aplicada a la eliminación del sufrimiento. Le habla a un pintor, al “señor paisajista”, que vive en el desván de una casa vecina, ensimismado en la belleza, en la contemplación del paisaje, alejado de las vanidades, satisfecho con vivir apartado y sin grandes ambiciones, sin estorbar a nadie, pero fatalmente enfrentado a Lida por su fe ciega en el progreso y en la ayuda al desvalido, específicamente porque Lida no desea que su hermana una su vida con ese señor paisajista, cuya única virtud consiste en pintar y en dejar pasar el tiempo sin intención alguna de aliviar el mal que le rodea.

El señor paisajista habla de subyugar, de exclavizar, de nuevas necesidades, y sobre todo, de intromisión en la vida de los pobres.

En realidad es un cínico. Pertenece a una familia noble, y cobraría buenas rentas de los campesinos. Desde su posición desahogada le resultaba muy fácil abstraerse y pensar sólo en cultivar el espíritu, ya sea con el arte o con la pura contemplación.

¿Te parece, acaso, Lida menos cínica? También pertenece a su misma clase social, disfruta del mismo lujo y vida refinada; su educación ha sido similar.

Pero hace algo positivo, ayuda, le importa el destino de la gente.

O sea, que es una revolucionaria.

En cierta forma, sí.

Aunque bien mirado, tanto como pretender la revolución, más bien desea aliviar, porque ella nunca se plantea cambiar su propia situación y estatus en la sociedad.

Recuerda otro de los conceptos que aparecen en la intervención del pintor, no sólo habla de subyugar, o de exclavizar, sino que introduce el símil de la cadena, más aún, que Lida, cuando intenta ayudar, en verdad, afirma el pintor, les aherroja con nuevos eslabones, en particular, con la tiranía de nuevas necesidades y un trabajo aún más penoso.

Eso forma parte de su cinismo. El pintor es un bon vivant, y para soportar su propia indiferencia necesita crearse una coartada moral: para qué ayudar si el mal continuará a pesar de mi esfuerzo.

Para analizar esta controversia yo cambiaría la perspectiva.

¿Cómo?

Pues me fijaría más en los términos ayudar, necesidad o pobreza. Lida se sitúa a sí misma en un nivel superior y desde él observa el mundo y ve a los inferiores, los califica de necesitados y guiada por su ética samaritana se dispone a ayudarlos.

En verdad son pobres, ello no es una valoración puramente subjetiva de Lida.

Resulta constatable que poseen menos dinero y, por tanto, menores posibilidades y sobre todo, oportunidades.

Pero lo que insinúa el pintor es la nefasta interferencia de Lida para incrementar sus oportunidades.

Pero un dispensario de salud las aumenta.

Relativamente.

¿Cómo, resulta falso que Anna habría sobrevivido y, por tanto, incrementado su bienestar?

Yo no lo dudo. Pero situaría el dilema en otros términos. Anna es calificada de pobre porque existe un término de referencia, y es Lida ese término, su clase, su superioridad objetiva, y también subjetiva cuando ella asume que se encuentra en situación de ayudar, pero no ayuda para alterar el baremo o la referencia, sino sólo para aliviar.

Eso sería exigirle demasiado, más allá de su caridad relativa querer convertirla en una santa.

O en una revolucionaria.

Tampoco, porque cuando se completa una revolución nuevamente el sol vuelve a salir por el mismo lugar.

El problema es la cadena.

Yo también lo creo: Lida, el pintor, todos ellos son algunos de sus eslabones, también los otros, los pobres, que en este relato no hablan, aunque sí en otros de Chejov, o las mismas necesidades. Esa cadena de relaciones que ata a una gran mayoría de seres humanos a los pies de unos pocos, la coacción y la servidumbre a la que todos estamos sometidos. Por eso un hospital puede oprimir, porque si su constructor no elimina el mal que lo ha convertido a él en artífice de la caridad, estaría añadiendo nuevos eslabones: las camas, los ladrillos, estarían siendo fabricados con el dolor de los otros, seres humanos convertidos en pobres por una primera injusticia y en necesitados por la siguiente.

Muy bien, pero fíjate en esta frase de Lida:

          Ya he escuchado antes esas razones. Sólo le diré una cosa: no puede uno quedarse con los brazos cruzados. Es verdad que no vamos a salvar a la humanidad entera y que quizás cometemos muchos errores, pero hacemos lo que podemos y tenemos razón. La tarea más elevada y sagrada de una persona cultivada es ayudar a sus semejantes, y nosotros tratamos de ayudarlos como podemos[3].

Hay que hacer algo, es como un imperativo profundo que late en el alma de todo ser humano decente.

¿Un imperativo, dices, una necesidad insoslayable, un mandato?

Sí, si así lo queréis expresar, la regla de oro de las bienaventuranzas, obrar de tal modo que mis actos puedan servir de norma de comportamiento universal: si todos ayudáramos, la injusticia desaparecería.

Por arte de magia.

No realmente. Creo más bien que esas normas morales no buscan tanto una consecuencia y en virtud de ella valorar nuestros actos, cuanto una pauta o una motivación para actuar sobre mis semejantes; aún en el supuesto de no lograr fácticamente lo deseado ni el fruto ansiado por aquella primera motivación de mi conducta; aunque los medios provoquen un fin no buscado o incluso repugnante, lo valioso no resulta tanto lo que ocurra en el mundo agregando todos los comportamientos de todos los seres humanos, sino que sus motivaciones profundas actúen sobre sus voluntades en un no hacer aquello que no deseas padecer.

Entonces, el conflicto de Lida y el pintor se concreta en el siguiente dilema: hacer el bien, o hacer, sin embargo, el mal.

¿Volvemos al maniqueísmo?

Más bien, diría yo, entre desear el bien del prójimo o no querer hacerle mal.

Es decir, ¿actuar con el ánimo de ayudar o, en cambio, con el deseo de no perjudicar?

Eso es.

¿Y si entrara un mendigo, qué haríais vosotros? Dejaros de generalizaciones, ¿le daríais dinero, qué otra cosa podríais hacer?

Darle algo no sería malo.

¿Y si utilizara ese dinero para emborracharse y en estado de embriaguez maltratar a sus hijos?

Pero no seríamos culpables de eso, él lo sería.

¿Y por qué no le llevas a un centro de desintoxicación, por qué no hacemos una colecta y le compramos ropa y vamos a su casa y nos interesamos también por sus hijos que quizás no estén ni escolarizados?

Ya, y su mujer practicando la prostitución.

Sí, interesémonos también por ella.

Y pongamos pancartas contra los proxenetas y los maridos decentes que abandonan a sus queridas para acostarse con la mujer del borracho.

Dejaos de tonterías y decidme si le daríais dinero.

¿Por qué no afrontas la verdad e intentas desentrañar las causas? Si le das una moneda sólo te ayudas a ti mismo, aquietas tu conciencia, porque ese acto sumo de bondad, sin más preguntas ni consideraciones, sin un intento por conocer la verdad de su sufrimiento, sólo te sirve a ti.

Esa moneda que le das sería como pagar por tu tranquilidad.

Bueno, y qué queréis que haga. Lo vuestro sería peor, ni siquiera pagáis.

Pero no damos nada si no somos capaces de dárselo también a todos los sufrientes.

Ya, no hagas con uno lo que no podrías hacer a todo el mundo.

Correcto, el imperativo vuelto del revés.

Otra vez la cadena. Veis, todo está relacionado, y lo que diferencia la caridad de la justicia sería ese acto de indagar, de conocer las causas, esos eslabones que atenazan a nuestro mendigo y que de alguna forma nos atan también a él. La limosna sin esa racionalidad que os propongo, ¿sería hacer el bien? ¿Y mirar hacia otro lado, sería mejor? ¿Qué otra opción cabe?

Mirarse uno mismo.

¿Y?

No sé, sondear en la propia culpa.

O preguntarse qué lugar ocupo yo en la cadena.

Aunque el saber no conduzca ineludiblemente al bien. ¿No resultaría, en ocasiones, más provechoso ignorar el mal? Quien así actuara, sin saber, ¿no actuaría también correctamente?

Quizás, pero sin conocimiento no habría responsabilidad. Yo sustituiría el acto de dar sin preguntar, por el intento de saber, para a continuación evitar convertirme o seguir siendo un elemento de opresión para los demás.

Eso se parece a evitar el mal, no perjudicar, que cuando el mendigo nos mirase a la cara no nos identificara con la carga que soporta.

Pero no habéis considerado una última posibilidad: que el mendigo os escupa a la cara vuestra caridad.

Pero eso es absurdo.

La gente posee orgullo, hasta el más infeliz.

Él vino, yo no le empujé; si extiende su mano, yo veo humildad, y si toma mi moneda, me debe agradecimiento.

          ¿Es así como se porta la gente de bien? Hará una semana alguno de los vuestros me ha talado dos encinas. Habéis arado el camino de Yerésnevo, y ahora he de dar una vuelta de tres verstas. ¿Por qué razón me importunáis a cada paso? ¿Qué os he hecho yo de malo, decidme, por el amor de Dios? Mi mujer y yo hacemos lo imposible por vivir con vosotros en paz y buena vecindad, ayudamos a los campesinos como podemos. Mi esposa es una buena mujer, una mujer de corazón, nunca niega a nadie su ayuda, su mayor ilusión es ser para vosotros y vuestros pequeños una ayuda. ¿Y vosotros qué? A sus bondades respondéis con maldad. No sois justos, hermanos. Pensad en eso. Os lo ruego encarecidamente, reflexionad. Nosotros os tratamos con humanidad, pagadnos pues con la misma moneda[4].

Pero todos los débiles están obligados por las circunstancias, como los muzhiks (campesinos) del relato de Chéjov, son tan pobres que toman y harían lo que fuera para poder seguir viviendo, aunque cualquiera de nosotros deseara morir antes que vivir en esas condiciones.

Ya todos tenemos un precio.

Pues en cierto modo sí, porque nadie obliga a aceptar, todos somos libres aún en las peores circunstancias, y la dignidad también posee un precio, lamentablemente muy bajo para muchos.

Podría reconocerte que todos tuviéramos un precio, una cifra difícil de eludir si alguien nos la ofreciera. Pero nuestra lucha por la justicia, por la verdadera solidaridad, debería consistir en construir un sistema político donde nadie pudiera ganar tanto, y otros tan poco, que los más poderosos pudieran pagar un precio miserable para enajenar la libertad de los más humildes. Por tanto, más que ofrecer el precio de nuestra caridad, ayudar a configurar una sociedad donde tales contratos desiguales de compra no pudieran producirse a consecuencia de haber logrado una mínima igualdad en la distribución del poder. La posibilidad de utilizar a otros para consumar los propios fines se vería así compensada por la igualdad en la distribución de ese poder de influir o dominar a otros, lo cual nos conduciría a una sociedad más cooperativa y menos competitiva.

Pero no somos realmente iguales. Por qué coartar la capacidad de unos si bien aprovechada en la lucha de todos contra todos serviría para acelerar el progreso e incrementar el bienestar. Indudablemente, no desprecio a los perdedores, a los débiles, por ello resulta necesaria la ayuda, pero ni entiendo la solidaridad como opresión a los fuertes, ni la ingratitud de los débiles cuando reciben una ayuda que estarían obligados a agradecer si ejerciendo su libertad la han aceptado.

No les podemos quitar el orgullo.

Pero sí exigirles una mínima reciprocidad.

Pero esa maldad que el ingeniero Kúcherov acaba de achacar a los pobres por su ingratitud, ellos la ven también en él y en su familia y en su clase.

Pero él les ayuda.

Como él quiere, no como a ellos les gustaría. Kúcherov se va a vivir a ese pueblo pobre y retrasado con su familia y se construye una dacha (casa) cerca del puente que construyó para acercar el desarrollo y el progreso a estas gentes olvidadas. Les dio trabajo durante su construcción, y una vez ejecutada la obra, pudieron evitar las peligrosas aguas sin largos rodeos para muchos de sus habituales desplazamientos. Les hizo más fáciles las cosas, sin duda, incluso cuando su mujer ayudaba a las madres durante las malas cosechas y les ofrecía comida y ropa.

Quizás no fuera la mejor inversión, a lo mejor ellos, en lugar de esa ropa hubieran preferido otras, o un arado, o el repuesto de una rueda, pero su voluntad de ayudar era manifiesta, y a pesar de no ser lo mejor era algo bueno para ellos, no malo.

Pero el ingeniero desea torcer la voluntad de resistencia del pueblo, ahuyentar su orgullo, ocultar tras el velo de sus buenas acciones la injusticia de su propia situación de preeminencia. Por eso les exige gratitud.

Peor sería no hacer nada y permanecer atrincherados en la dacha, protegidos por una alambrada y ciegos al mal cercano.

Un mal del que él es parte, no lo olvides.

Pero que intenta paliar con esas buenas acciones.

No dudo que haya ayudado y evitado sufrimiento, pero por ello no tiene derecho a exigirles acatamiento ni bondad. ¿Por qué no pueden ser malos?

En verdad, si la acciones del ingeniero estaban guiadas por el deseo de hacer el bien, no debería exigirles nada a cambio, porque la insistencia en una contraprestación, en este caso no monetaria, pero sí sentimental y de actitud, anularía la bondad intrínseca de sus actos de caridad.

Realmente, su aparente bondad representa un nuevo acto de opresión, porque lo que en realidad desea, el ingeniero y toda su clase de gente lista y con dinero, es sobornar el resentimiento de los perdedores, y hacerlo de ganga, dos monedas por aquí, un puente por allá, tres ropitas desgastadas, unos litros de leche, y ya está, asegurada la sumisión, anulado el orgullo.

Eliminado el espíritu de rebeldía, la exigencia de justicia transformada en gratitud.

Sería como si la justicia, en lugar de prevenir o de evitar el asesinato, obsequiara y acallara a la familia de la víctima con una pequeña gratificación.

Y con ello, además, conseguiría conservar la cadena, cada uno en su lugar y asumir su papel. Oíd lo que les dice, la esposa de Kúcherov, a los campesinos pobres.

          Por lo demás, uno no puede sentirse feliz y satisfecho si no siente que ocupa su lugar. Cada uno de vosotros tiene su trozo de tierra, cada uno trabaja y sabe para qué trabaja; mi marido construye puentes, en una palabra cada uno tiene su lugar[5].

Pero atended a otro rasgo de ese tipo de ayuda. La caridad del ingeniero y de su esposa resulta intrínsecamente arbitraria porque no se dirige a cualquier débil, sino a unos muy específicos a los que con su agradecimiento se les compra la rebeldía. Pretende mantener una relación puramente clientelar de favores debidos cuyo fin resulta claro, mantener el estado de cosas, consolidar las relaciones de dependencia y de dominación existentes en cada momento histórico. Si dicha ayuda fuera igualitaria, es decir, general o anónima, si no indagara en la moral o en la actitud del receptor, entonces casi ningún poderoso la daría voluntariamente, porque ello supondría repartir poder de influencia, pagar incluso la posible insumisión del perdedor contra aquellos que previamente se han erigido como sus señores.

Esto me recuerda a San Martín y su capa. Iba montado en su caballo y un mendigo se la pidió para protegerse del frío. Y él, sin bajarse del caballo le ofreció la mitad. Por ello le proclamaron santo. Y no uno de los menos importantes. Fue caritativo. ¡Caray, el cincuenta por ciento de su capa! Pero no le dio la mitad de su caballo, a pesar del hambre del mendigo, ni por supuesto, un fragmento de su espada. Me objetaréis que ello hubiese sido tonto o ingenuo. Pero la historia no acaba aquí. Aunque su hagiografía no lo dice, San Martín siguió trotando sobre su caballo blanco y se encontró a otro mendigo con frío. Martín se lo pensó, meditó el asunto, y su razón le respondió que si ya había ganado la santidad por la mitad de su capa, cómo iba a perderla ahora por la cuarta parte. Y por supuesto, se la dio. Pero todavía no acaba aquí la cosa, amigos, porque San Martín fue encontrándose sucesivamente con todos los pobres del mundo hasta que al fin llegó ante uno que tenía un trocito de capa más grande que la suya, y entonces San Martín le dijo a ese pobre mendigo que a su vez había estado repartiendo su tela con la de otros, “por favor, dame un poco de tu capa para que me proteja yo también del frío”.

¿Y?

Pues que el acto de dar levanta un muro contra todos los mendigos de este mundo. Distancia su condición humana y los aísla de aquellos capaces de cuidar de sí mismos. Cuando se ofrece una limosna empujamos al indigente al lado opuesto del muro y cuando retiramos nuestra mano vacía le abandonamos en su eterna condición de humillado. La capa de San Martín fue al fin repartida en trozos tan pequeños que el dar se confundió con el recibir y la santidad acabó inundando todos los resquicios de la humanidad.

Pero eso carece de lógica, al final tendríamos un mundo de pobres. Si nadie puede hacer nada, si ayudar está mal y no hacer nada, también. ¿Qué opción nos queda, entonces?

Fijaros en este retazo de pensamiento de Andréi Yefímych, doctor del hospital donde se encuentra el pabellón número 6, de los locos.

          Sirvo a una causa nociva, recibo un sueldo de una gente a la que engaño, no soy honrado. Pero en realidad no soy nadie, no soy más que una partícula de un mal social inevitable: todos los funcionarios de provincias son nocivos y cobran por no hacer nada… O sea que de mi deshonestidad no soy el culpable, sino la época… De haber nacido doscientos años más tarde, sería otro[6].

Éste sería el primer paso, lo que no fue capaz de hacer ni Lidia ni el ingeniero, asumir la culpa, su propio carácter nocivo.

Pero el doctor, al igual que el pintor paisajista, no sólo no reivindica esa justicia que salvaría al mundo, sino que tampoco se contenta con ser una miniatura de revolucionario intentando, con su saber y su conocimiento, con su superior situación en la escala social, aligerar la carga del sufriente. No hace nada, se sume en la pura contemplación y a su modo, en su reducido mundo, intenta ser feliz intentando perturbar lo menos posible al prójimo.

No digo que sea maravillosa su actitud, no le propondríamos para santo, pero parece más adecuada porque su respuesta se basa, primero, en saber, a continuación, en asumir la parte de culpa, y finalmente, en sentir dolor. Pero se siente débil, tanto para reafirmarse en su puesto y proseguir beneficiándose, como para alterar su vida, y opta por aletargarse, hacerse tan pequeño que su parte de opresión acabe haciéndose tan insignificante que apenas se note o contribuya al mal del mundo.

La akrasia.

¿Qué?

Sí, la akrasia de la que habló Aristóteles[7], la falta de voluntad para hacer el bien cuando se sabe cómo evitar el mal, ese sopor aletargante de la conciencia y del deseo.

Esa dejadez resulta, en verdad, perniciosa. Con poco esfuerzo podría haber aliviado el sufrimiento de los locos a su cargo. Ahí está Nikita, el guardián abusivo y violento del pabellón, maltrata a los pacientes, les quita el dinero, y el doctor siempre lo supo, y hubiera sido tan fácil para él utilizar ese poder que la sociedad le otorgó para despedirlo, para obligarle a cumplir con su deber sin cometer atrocidades. Ello hubiera redundado en un bien para aquellos pobres desgraciados, pero ni un acto tan insignificante pudo realizar, protegido tras la coartada del mal necesario y su propia insignificancia para evitarlo o aliviarlo, porque …

          … la esencia de las cosas no habrá cambiado, las leyes de la naturaleza seguirán siendo las mismas. La gente seguirá enfermando, envejecerá y se morirá del mismo modo que ahora. Por muy esplendorosa que sea la aurora que ilumine su vida, de todos modos, a fin de cuentas, le meterán en un ataúd e irá a parar al hoyo[8].

Pero ante la necesidad el ser humano posee voluntad, y libertad para alterar, si no totalmente, al menos parcialmente las consecuencias necesarias, sobre todo, la capacidad de enfrentar las adversidades, ya que de otra manera, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero[9].

Sí, ese mal cercano tan fácilmente evitable. Porque si reprimo en mi ánimo el afán de comprender estaría aceptando tácitamente mi participación en la opresión, en convertirme en instrumento de la perversión y del afán de poder de otros.

Pero si bien estamos obligados a no causar activamente el mal, qué nos obliga a evitar el mal ajeno cuando no somos responsables directos de él, y menos aún, procurar el bien de alguien aún cuando ello ni tan siquiera nos reporte perjuicios o un esfuerzo apreciable. Una máxima alternativa, pero quizás no muy exigente, podría ser no tanto eliminar el mal, sino intentar, por lo menos, evitar lo peor.

Pero de los desmanes de Nikita sí es responsable el doctor, porque este fámulo le debe obediencia en razón de su cargo, y si bien el doctor no le está ordenando el mal, en cambio, no le obliga a no realizarlo.

Sería el mal por omisión.

O por dejadez.

Más bien por no sentirse solidario del dolor ajeno, no de los habitantes del otro lado del globo, sino de los más cercanos, de aquellos de los que depende su bienestar y salud en el hospital y de cuyas decisiones depende su estado y su felicidad.

Al doctor le faltó imaginación. Es un problema de pura capacidad para fingir un personaje. Como en el teatro.

Donde todo es ficción.

Exacto.

Pero no en ese sentido. Siempre se ha dicho que la vida es sueño, se ha creído en el gran teatro del mundo y que cada cual desempeña el papel que el sumo hacedor inventó tras de la tramoya para desgracia de gran parte de la humanidad. Pero la metáfora del teatro resultaría más útil si nos situáramos a nosotros mismos no como autores de la tragedia, lo cual sería un imperdonable solipsismo, sino como únicos actores de la comedia, obligados a representar todos los papeles de la obra. Descorrido el telón, voilà, una única conciencia tras las infinitas máscaras de la vida. Eso es la solidaridad, la virtud del cómico.

Eso es falso. De la mentira no puede nacer la virtud.

Yo sólo te propongo lo siguiente: imagina el dolor de los otros actores. Si continúas leyendo, el doctor no fue capaz o no supo hacerlo, pero cuando las circunstancias le obligaron a cambiar su personaje y le encerraron en su propio manicomio, confundido con el resto de los locos, entonces pudo comprender, iluminado, al fin, por el resplandor de las candilejas.

          No, no se puede ir a ninguna parte. Somos débiles, querido amigo… Yo era un hombre indiferente a todo, pensaba bien y con sensatez, y ha bastado con que la vida me tocara con su brutalidad para que me derrotara… la postración… Somos débiles, mezquinos… Y usted también, mi querido amigo. Es usted inteligente, un hombre honesto que ha mamado con la leche de su madre los impulsos de la bondad, pero apenas se encontró con la vida se agotó y cayó enfermo… ¡Débiles… débiles![10]

Demasiado tarde comprendió la fuente del dolor. Sintió en su propio cuerpo la desdicha de su indolencia, incapaz ya de rebelarse contra ella, sucumbirá ante la tiranía y la brutalidad de ese Nikita que todos llevamos dentro.

“Andréi Yefímych, aterrorizado, se echó en la cama y contuvo la respiración; esperaba con terror que le golpearan otra vez. Le parecía como si alguien hubiera cogido una hoz, se la hubiera clavado y le hurgara con ella en el pecho y en las tripas. Mordió la almohada de dolor y apretó los dientes. Y de pronto, en su mente y entre el caos apareció con claridad una idea terrorífica, insoportable: que aquel mismo dolor debían de sufrirlo exactamente igual, durante años y día tras día, aquellos hombres que ahora parecían, a la luz de la luna, oscuras sombras. ¿Cómo había podido suceder que durante más de veinte años él no supiera o no quisiera saber todo aquello? No conocía, no tenía idea de lo que era el dolor, o sea que no era culpable, pero su conciencia, tan implacable y brutal como Nikita, lo dejó helado de la cabeza a los pies”[11].

Resulta esclarecedor que sólo ahora, cuando ya estaba perdido, encerrado bajo el candado de Nikita, su conciencia se hallara libre de las cadenas. Cuando se comportaba de modo indiferente, o cuando más tarde adoptó un talante que él definiría de estoico, se mantuvo sujeto por la servidumbre de las circunstancias, ya que su conciencia no logró, en ningún momento, superar el poder con que el mundo lo atenazaba y a la que se enfrentaba con su renuncia y aceptación del destino. Pero fue la conciencia del dolor, compartir la servidumbre del resto de los locos, lo que le hizo sentirse desventurado y en la desventura, al fin libre.

Aunque ya sin posibilidad de rebelarse.

Cierto, pero había culminado la primera etapa del camino, comprender, saber dónde reside el dolor, cuál es la propia responsabilidad y por qué estamos unidos unos a otros con tales eslabones. Si uno pretende rebelarse sin comprender, su rebeldía se volverá contra él.

Pero esa unión en el dolor, esa solidaridad en el destino, no genera por sí sola la acción, esa ayuda mutua necesaria que al fin comprendió el doctor. Los débiles o los pobres son todavía menos solidarios entre sí de lo que uno cabría esperar de su amarga situación. Para qué ayudar si ellos mismos no son capaces de cooperar para enfrentar su miseria. La solidaridad sería la culminación de todos los actos de rebelión individuales, y no podrá aflorar nada bueno de ese ansia conjunta de justicia si previamente cada pobre no une su pena al pobre de al lado y sobre las cenizas de cada causa se levanta el fénix de la insurrección como una rebeldía cómplice. Porque

“Los desgraciados son egoístas, malvados, injustos, crueles y menos capaces de comprenderse entre sí que los tontos. La desgracia no une, sino que separa a los hombres; e incluso en aquellos casos en que, al parecer, los seres humanos deberían estar ligados por un dolor análogo, se cometen muchas más injusticias y crueldades que entre gentes relativamente satisfechas” [12].

Muchas veces el dolor ajeno causa vergüenza al comprobar, en el espejo del prójimo, el reflejo de la propia postración. Como hiciera la madrastra ante su imagen deforme, también a nosotros, monstruos sufrientes, nos gustaría agredir al otro tan cercano para liberarnos del odio contra nuestra persona.

Pero ese odio proyectado contra el otro no es causa de liberación. La insumisión no consiste en negar, quien sólo dice no se convierte en el negativo del señor y su servidumbre, oculta tras el azogue de su rebeldía, en un reflejo de la maldad del poderoso. La liberación consistiría en reafirmarse en unos principios, en suma, autoafirmarse frente al opresor o contra la maldad, y quienes no sufren directamente sus consecuencias, pero miran hacia otro lado dejando hacer, serían cómplices también de esos asesinatos silenciosos.

A mí eso no me importa. Lo que deseo haceros comprender es lo siguiente. La experiencia nos enseña que el dolor no siempre une, y si ellos, los considerados en necesidad, ni son capaces de asumir su inferioridad, ni aún, con menos disculpa, concebir la ayuda mutua para salir de su estado de servidumbre, por qué yo estaría obligado a ayudarles. Intentaré, a lo sumo, no acrecentar su mal, evitar dañarlos. No podría encontrar una justificación racional para ayudarles, para ser, en suma, virtuoso, pero tampoco hallo argumentos para comportarme como un cretino. Evito inmiscuirme. Ellos, los desgraciados, tampoco hacen nada mejor.

Pero esa actitud es tan servil como la de ellos. Ambos aceptáis las cosas tal como son y blindados en la ingratitud, en la negación del otro, no acertáis a comprender el inevitable nexo de opresión e infortunio que fatalmente os une si perseveráis en ese autismo. La solidaridad, o la cooperación, surge de encontrar en uno mismo al otro, no en un reflejo de nuestras frustraciones.

Yo, en cambio, sí aspiraría a eliminar la pobreza, pero no por solidaridad o por afán de justicia, ni porque piense que la virtud del pobre exceda a la del rico que lo explota. No me gusta la pobreza porque es fea y apesta. Estéticamente me repugna. Además, no quiero morir asesinado, ni deseo que alguien me robe o violente a los míos; y creo firmemente que viviendo en un mundo donde haya pobres todas estas cosa desagradables y de mala educación resultarían más probables.

O sea, tu lema sería luchar contra la pobreza que no por los pobres.

Puestos a buscar principios de convivencia, me parece más adecuado y convincente, para explicar la sociedad y su evolución, explicarla bajo la díada odia al semejante y ámate a ti mismo. Únicamente el egoísmo no logra explicar con acierto tantas muertes y tanta violencia, como es capaz el odio; sin embargo, el egoísmo sí ofrece una explicación satisfactoria de la atracción amorosa, la fraternidad o ese espíritu tan pueril de la solidaridad. El altruismo no existe. Y la cooperación se da porque es útil a las partes.

No creo que pienses realmente así. La historia nos muestra la voluntad por alterar el curso de los acontecimientos, el esfuerzo, quizás no coronado por el éxito, de superar el rencor y establecer el ideal de la armonía. La acción política nos muestra ese afán por torcer la necesidad, de hallar en la búsqueda de la utopía el fin de las injusticias.

Convengo en la importancia del egoísmo, de esa búsqueda del interés personal al que se dedica el cálculo racional, pero no creo en ese odio que proclamas. Más bien sostengo la existencia de la piedad, la comunión con el sufriente. Podrías llamarla, también, compasión, como una repugnancia a contemplar el mal ajeno, aún cuando dicha repulsa se traduzca en comportamientos tan poco concordantes como el amor, el vouyerismo o la vergüenza. Esta piedad tendería así a compensar las monstruosidades a las que nos empuja una razón dejada a su libre y despiadado albedrío, de cometer acciones racionales, pero perversas en su misma eficacia, de consolidar una política de los fines y del mínimo esfuerzo a pesar de los perdedores abandonados en el camino.

No habléis de política. Cuando contemplo la historia sólo advierto un océano de sangre, una cadena de sucesos nefastos, la narración de los éxitos y de sus parejas desgracias, la progresión de un maléfico gen del mal anidado en cada causa, en cada contacto de un eslabón con los contiguos, de esa prole de acontecimientos a los que sólo el delirio podría nombrar como de necesarios pasos hacia el logro de la utopía. A mí me gusta el criado de Orlov, su trayectoria resulta elocuente y manifiesta el único camino decente que nos queda.

Ya, ese desconocido al que Chejov no llega a nombrar ni a definir con una ideología, pero insuflado de un anhelo de rebeldía tan intenso que no duda en entrar a servir en la casa del hijo de su enemigo con el afán de encontrarlo inerme, desprevenido, y asesinarlo para liberar de una parte de las injusticias al pueblo.

Exacto. Pretendía liberar un eslabón de la cadena y librar al mundo de una de las causas del mal, de todas aquellas opresiones cuyo origen anidaba en la voluntad del padre ante cuyo hijo fingía servidumbre.

Como el asesino de Trotsky, camuflado tras la amistad y con el fin secreto de eliminar al disidente por fidelidad a la causa.

Un pioletazo en la coronilla. Fácil método para hacer avanzar a la humanidad. ¿El lacayo de Orlov debía hacer lo mismo para lograr el bien?

¡Y a eso lo llamas decencia!

Yo no, vosotros habéis elogiado la política, ese juego por crear sistemas buenos y que al fin se pervierten por los nefastos medios empleados. El siervo encontró la virtud y no asesinó al tirano.

Se arrepintió.

No, le perdonó la vida.

Entonces se salvó.

No, el padre de Orlov siguió oprimiendo. Fue el lacayo el que se salvó de sí mismo. Imagina al revolucionario ungido del deber trascendente de asesinar al explotador. Convive con el hijo, con las menudencias de su vida cotidiana, extrayendo odio de cada gesto familiar, de cada insignificancia del trato diario, de la intimidad de la alcoba y del aseo diario, con el fin saduceo de soslayar al hombre y recrear un muñeco desprovisto de humanidad, un títere relleno de las nimiedades y de los odios de la convivencia y al que poder reventarle fácilmente los sesos sin asco ni arrepentimiento, no tanto por haberlo convertido en un símbolo de la tiranía, como en un pelele de las sanas costumbres burguesas.

“Allí se sentó en el sillón de la mesa escritorio y, antes de tomar la pluma, permaneció pensativo cosa de tres minutos, cubriéndose los ojos con la mano, como para preservarse del sol, exactamente igual que hacía su hijo cuando no se hallaba de buen humor. Era un rostro triste y concentrado, con esa expresión de mansedumbre tan propia de la gente vieja y religiosa. Contemplando desde atrás su calva y un hoyo que tenía en la nuca, sentí que aquel anciano, débil y achacoso, estaba en mi poder: no había en el piso nadie más que mi enemigo y yo. Para matarle me hubiera bastado un pequeño esfuerzo físico y, después de quitarle el reloj para ocultar el móvil, hubiera podido salir por la puerta trasera, logrando mucho más de lo que imaginaba cuando entré como lacayo. Pensé que jamás se me presentaría ocasión tan propicia, Pero, en vez de actuar, me quedé contemplando indiferente la calva o las pieles del abrigo y pensando, como si tal cosa, en la actitud de aquel hombre para con su único hijo y en que, probablemente, los mimados por la fortuna, la riqueza y el poder no querrían morir…”[13]

¿Por qué no le asesinó?

¿Quién dijo que no murió? Desapareció de la mente del lacayo de Orlov, se libró de su obsesiva presencia. Lo asesinó al dejarle marchar sin darle más importancia. Así muere el poder.

Pero el lacayo huyó con la amante de Orlov. Cambió la revolución por el amor.

Por supuesto. Ella sufría y prefirió aliviar el dolor cercano. Intentó insuflar vida en su organismo desesperado por la desilusión y el hastío, pretendió convencerla del sentido verdadero de la vida, “que el destino del hombre no es nada o es amar al prójimo hasta la abnegación y el autosacrificio”[14], que resulta necesario no resistir el mal con la fuerza sino crear a nuestro alrededor un aura de santidad.

Tanta beatitud me inquieta. Recuerda, su amante se suicidó tras dar a luz a la hija de Orlov. Acaso te deba recordar la responsabilidad que también aqueja a quienes por no resistir se hacen responsables del mal o del dolor ajeno.

¿Cuántos tiranos debería haber asesinado, cuántas calvas devastadas por un golpe repetido hasta la náusea? Fatalmente, cuando extenuado de tanta muerte él mismo se hubiera sentado en el sillón a meditar sobre ese mundo ya felizmente libre de tiranías, vería, no lo dudes, con el rabillo del ojo, precipitarse sobre él el fatal pioletazo a manos de otro libertador de la humanidad. A ella le conmovió la historia del revolucionario, sus elevados ideales de justicia, ser parte de un gran destino, y cuando comprobó que ante sí ya no tenía al gran idealista, sino a un simple hombre enamorado y receloso de la violencia, no soportó su propio vacío interior.

Poético en grado sumo.

Las mujeres han sido educadas y convertidas en seres para otros, con el oscuro deseo de verlas vaciadas en sus hijos y en sus maridos, en sus padres y suegros viejos y achacosos. Aquella solidaridad de la mujer hacia la especie humana era falsa porque se fraguó en la dependencia y el sometimiento de todo el género femenino a unas estrictas convenciones sociales. La libertad de la amante no era tal, porque siempre dependía de la buena voluntad del hombre que en cada momento la acogía. El lacayo de Orlov quiso liberarla de ese poder, ser él el que se vaciara en ella, pero tan acostumbrada en fingir su felicidad en el resplandor de los otros, no pudo enfrentarse a sí misma, a esa soledad de la que nace la libertad.

Pero tenía a la hija. La abandonó, sin embargo. También el lacayo la arrojó en manos de Orlov, su padre, y éste finalmente en una institución de caridad. Tú hablas de sacrificio, el magnífico revolucionario podría haber vertido su impulso emancipador en esa pequeña criatura todavía no mancillada por el poder y la infelicidad. No, huyó, y no quiso asumir su responsabilidad en la desdicha de ese ser abandonado. Al final, ni libró a la humanidad del mal ajeno, ni se atrevió a hacer el bien cercano.

Pero no entiendo esa obsesión tuya por ayudar, por evitar a toda costa el infortunio, como si todos lleváramos siempre el dolor de los otros pegado a nuestra carne e incurriéramos en un delito cruel si con un bisturí nos desprendiéramos de ellos, como si algo profundo de nuestra conciencia nos impusiera soportar la carga de dolor del prójimo como parte de la nuestra. Pido perdón por ser feliz, y también por no tener culpa, discúlpame si te hice mal sin saberlo, pero no me obligues a soportaros en virtud de una oscura responsabilidad que no entiendo y de la que me haces sentirme responsable por una azarosa ley del destino.

[¼] está claro que el hombre feliz se siente a gusto sólo porque los infelices llevan su carga en silencio, y sin este silencio la felicidad sería imposible. Es una hipnosis colectiva. Sería menester que tras la puerta de cada hombre satisfecho y feliz se pusiera alguien con un pequeño martillo y, golpeando con él, le recordara sin cesar que hay infelices, que por muy feliz que sea uno, la vida le enseñará sus garras tarde o temprano, que le ocurrirá una desgracia –enfermedad, penuria, pérdidas–, y que nadie le verá ni le oirá por lo mismo que él ahora no ve ni oye a otros. Pero no hay hombre con martillo. [¼] No hay felicidad ni debe haberla, y si la vida tiene sentido e intención, ese sentido y esa intención no consisten en nuestra felicidad, sino en algo más grande y racional. ¡Haga usted el bien!”[15]

O sea, sacrificarse por los otros. Pero quién sabe si ese esfuerzo no acarreará mayores males, o si no será bienvenido por aquellos a quienes va dirigido. El sacrificio no es solidaridad, resulta indispensable, pero debe haber algo más, racionalidad, esperanza, y sobre todo sentir que el destino es común.

Pero no existe la felicidad. El bienestar, ese eufemismo técnico sobre el cual se edifica la economía de la caridad o de la solidaridad nunca podrá declarar inocente nuestra conciencia, ni nos librará de la culpa. La técnica o el progreso nunca conseguirá erradicar el dolor, la pena o el sufrimiento, menos aún restaurar la justicia, aspiraciones todas ellas vanas, tanto si ingenuamente contemplamos su efectiva desaparición como consecuencia de nuestras acciones, como si ilusamente confiamos en la esperanza. Eso sí, a menos que las drogas o un orgasmo perpetuo nos mantengan en permanente euforia, bienestar o eudemonía. Sin embargo, la alegría sí es posible y os la propongo frente al nihilismo o la esperanza en el progreso.

          Dentro de doscientos, o trescientos, o hasta de mil años –el número no importa– aparecerá una vida nueva y feliz. Nosotros no participaremos de ella, por supuesto, pero vivimos ahora para ella, sí, y sufrimos con el fin de crearla. Ése es el único objetivo de nuestra existencia y, si quiere usted, ésa será nuestra única felicidad[16].

          Llegará el día en que todo el mundo sabrá por qué ocurre esto, sabrá la causa de todos estos sufrimientos… Para entonces ya no habrá enigmas, pero mientras tanto tenemos que vivir… y trabajar, sí, tenemos que trabajar. Me iré de aquí sola, enseñaré en alguna escuela. Daré mi vida a quienes quizá la necesiten. Ahora estamos en otoño, pronto llegará el invierno, lo cubrirá todo de nieve, y yo trabajaré, sí, trabajaré… [¼] y parece que si esperamos un poquito más sabremos por qué vivimos, por qué sufrimos… ¡Ay, si lo supiéramos, si lo supiéramos!

          Ta-ra… ra… bumbiyá…[17]

Siempre la misma cantinela, el progreso y su música marcial, sacrificar el presente por el porvenir, postergar la felicidad a un tiempo mejor, a otros hombres mejores, convertir las horas que pasan en una promesa. Conviene destruir esos prejuicios que generan laxitud, en algún punto romper esa maldición cuyo artífice aún no hemos sido capaces de descubrir.

Quizás el daimón que creó esa fe en el progreso seamos cada uno de nosotros, como una coartada adaptativa a cualquier tipo de estado, opresión o sistema. Nos habría convencido de la inutilidad de alterar las variables políticas o sociales que nos acechan y cifrar la única posibilidad de salvación en cambiar nuestra actitud individual y aprender a contentarnos con lo que hay, a lo sumo, exigir la autorrealización en un mercado libre de bienes materiales cuya producción y distribución hemos querido creer que se realiza con la mayor asepsia

Y neutralidad moral.

Así es. Pero nadie lo cree seriamente. Y yo os digo, empezad a deshilvanar el hilo, ascended por él desde el momento en que ejercéis vuestro poder de compra pagando por un caramelo o un periódico, y encontrad al final, en cada una de sus ramificaciones, a los buenos y a los malos.

Pero eso no resulta tan fácil. Enfrentarse a la causalidad, desentrañar los misterios de todas esas relaciones.

Sin embargo, si no sabemos establecer con claridad nuestra responsabilidad en los actos que acometemos nunca podremos valorarlos éticamente, ni precisar nuestra parte de culpa o de virtud. Tanto nuestras omisiones, como nuestras acciones, están cargadas de responsabilidad, y deber nuestro sería conocer las consecuencias, y sobre todo, las leyes y relaciones causales que las unen inexorablemente desde su origen en nosotros, hasta su final sobre nuestros semejantes. No basta con la intención, también las consecuencias deben valorarse éticamente.

Ello resulta un trabajo prometeico, imposible de acometer por su inherente complejidad, tanto de las leyes como de los innumerables actores que concurren y de cuyas decisiones y actos no somos ni responsables ni conocedores.

Sí, en cierta forma estamos inmersos en un caos en cuyo maremagno resulta imposible prever nada, anticipar un resultado lógico y racional de nuestras acciones u omisiones.

Entonces, acabas dándome la razón, para qué actuar, para qué no hacer nada, si la razón no puede aclarar nuestra responsabilidad en el bien o en el mal, por qué ayudar entonces, o con qué finalidad evitar el mal.

¿Cómo resolveríamos estas paradojas de la solidaridad?

“El organismo vivo posee la facultad de adaptarse rápidamente, de habituarse y acomodarse a cualquier ambiente. Si no fuera así, el hombre acabaría por percatarse de lo irracional que es a menudo el fundamento de su actividad racional, de la poca certidumbre y cordura que hay todavía en actividades tan responsables –y tan terribles en sus consecuencias– como la pedagogía, la jurisprudencia, la literatura.”[18]

Bueno, no todos somos igualmente vulnerables, ni todos poseemos la misma fuerza para influir en otros o para adaptarnos a los cambios sociales o a las consecuencias de las decisiones de otros. Aunque desconozcamos el peso exacto de nuestra responsabilidad, sí podremos conocer la geografía del poder, cómo se distribuye en la sociedad la capacidad para influir en otros. Qué duda cabe, la solidaridad exige un cambio en la lógica de nuestras vidas. Usualmente nos consideramos solidarios cuando somos capaces de alterar los flujos sentimentales y materiales en dirección descendente, hacia aquellos que se encuentran más alejados de los grandes núcleos de poder o influencia, es decir, hacia los más vulnerables. Pero la esencia de la solidaridad exige, sobre todo, ser capaces de alterar los engranajes que nos unen a todos, transformar las leyes de la cadena y los vínculos entre sus eslabones. Yo no hablaría tanto de solidaridad como de justicia, de un trabajo para transformarnos en común, de un intento por modificar las relaciones de poder, el campo de fuerzas que impera en la sociedad. De ahí la necesidad, creo yo, de intentar comprender, primer acto del teatro de la conciencia y de la reflexión ética. Nos ha tocado en suerte vivir en Bombay o en Nueva York. Destinos indiferentes en lo tocante a la felicidad. Un muro de desconocimiento y de injusticia nos separa. Interesados por la suerte del vecino nos asomamos a él y según veamos la inmundicia o la opulencia meditaremos sobre la realidad de nuestro destino. Elevarlo, consolidarlo, repararlo, o destruirlo; hacerlo quizás transparente, o vivir como si no existiera; apoyados en él echar un pipí o pintarlo de color de rosa; el muro está lleno de pintadas de protesta y declaraciones de amor.

Hagamos un túnel.

O un arco iris.

Algo que sirva para unir los destinos. Conviene anular la perversión del bien y el mal; de la compasión, de la ayuda y la caridad; de la virtud y de la bondad; de la explotación o la injusticia; de tanto concepto fraguado en la dialéctica del muro. Suprimir la exquisita precisión de una racionalidad parida en sus cimientos y cuya lógica nos empuja a consolidar la imagen de los dos mundos, el pobre y el rico, como si de verdades eternas se tratara y contra las que se estrella y convierte en piedra tanto el deseo de hacer el bien, como el de no hacer el mal.

Se podría así establecer, sin gran dificultad y con suficiente precisión, la red de la responsabilidad utilizando la geografía del poder como modelo. La ciencia nos enseña la posibilidad de que la decisión económica de un tendero de Bombay, al subir el precio de la pimienta, pudiera provocar una oscilación tan caótica del mercado de futuros en la bolsa de Nueva York que concluyera con la ruina de numerosos e inocentes especuladores. Pero parece más verosímil conjeturar que la decisión de un gran banquero internacional de alterar la conversión de las divisas posea más capacidad para afectar al pobre tendero indio.

Lo cual no quiere decir que no exista también la posibilidad de que tal cambio en la cotización de las divisas acabe beneficiando al mísero comercial de Bombay.

Ya, pero entiende que ello resulta poco consecuente con la lógica del poder, ya que la fuerza consciente que en el tiempo pueden ejercer los banqueros y los poderosos desde Nueva York resulta más definitiva a largo plazo que las fortuitas decisiones del inocente tendero de Bombay.

Nos reímos del vuelo de la mariposa, una carcajada escupida a los ojos de los demasiados crédulos, cuya indulgencia o más bien ingenuidad, camufló el terror de un huracán en el trémulo aleteo de su pamela impregnada en talco, un movimiento inocente de poderosas repercusiones a miles de kilómetros de distancia, pero lo funesto del caso, el sarcasmo verdadero de aquella carcajada escupida en Nueva York fue que ella sola motivó un flujo de electrones tan poderoso en la red de las finanzas que colapsó las cosechas y llevó el hambre a la mísera chabola de Bombay. ¿Y todavía nos sorprende o nos mueve a risa el leve aleteo de la mariposas?

Al comienzo de nuestra conversación el tío Vanya amenaza con suicidarse, insinuaba el placer de ahorcarse en un día tan hermoso. Todos los días oímos esa amenaza, la de millones de seres humanos cuyo grito y desesperación ignoramos voluntariamente por no ser capaces de comprender cómo en un mundo tan moderno donde el progreso campa por sus fueros, tantos seres no sean capaces de entender las infinitas oportunidades técnicas y materiales que la historia les ofrece. No deja de ser una ironía, una boutade, que tantas personas no sepan contemplar los fastos de días tan hermosos.

Hemos hablado de las cadenas, como si ellas sólo cautivaran u oprimieran, pero también las cadenas son capaces de unir solidariamente los cuerpos, esclavizarnos mutuamente. Entonces, por qué romper las cadenas, esa obsesión por liberar los cuerpos, cuando el afán debiera ser unirlos hasta la asfixia.

La unión de las almas. Pero eso suena a resurrección, a día del juicio, al acto supremo de justicia que expiando las culpas en los cuerpos solidarice las almas.

Pero eso sería otra ilusión, otra fruta amarga imposible de digerir. Recuerda, Lázaro volvió a morir. Eso nadie lo contó. Los evangelistas lo ocultaron realmente, pero nadie puede dudar que Lázaro tras su portentosa resurrección volvió a morir. Y cuando estaba allí por segunda vez en el pozo tras la piedra, tuvo que esperar en vano la repetición del prodigio, y su frustración tuvo que ser aún peor que la primera, porque realmente su resurrección no le aportó esperanza, sino el horror de la espera eterna.

La fe en el progreso, como la certidumbre de la salvación, soportan el bálsamo de la compasión o de la caridad, en suma, de la fraternidad, como si el mensaje de aquel Cristo sufriente nos hubiera enseñado la solidaridad y la justicia. Él se sentó en el muro, y cuando miraba a los buenos les hablaba de la caridad, y cuando miraba a la izquierda alababa la resignación. No fue capaz de unir sus manos a unos y a otros para hacerles comprender el lazo funesto y también necesario que a todos nos une.

Escucha:

“Una súbita alegría agitó su alma. Incluso tuvo que detenerse durante un momento para recuperar el aliento. El pasado, pensaba, estaba ligado al presente por una cadena ininterrumpida de acontecimientos que se sucedían. Y tenía la sensación de que acababa de ver los dos extremos de esa cadena: al tocar uno de ellos, había vibrado el otro” [19].


[1] A. Chéjov. Tío Vanya (trad. Juan López-Morillas), Madrid: Alianza Editorial, 1990, 236.

[2] A. Chéjov. “Casa con desván”, (trad. Víctor Gallego Ballestero), en Cuentos, Valencia: Editorial Pre-Textos, 2001, 172-174.

[3] “Casa con desván”, op. cit., 174.

[4] A. Chéjov. “La nueva dacha” (trad. Ricardo San Vicente), en Cuentos imprescindibles, Barcelona: Editorial Lumen, 2001, 403.

[5] “La nueva dacha”, op. cit., 407.

[6] A. Chéjov. “El pabellón número 6”, (trad. Ricardo San Vicente), en Cuentos imprescindibles, Barcelona: Editorial Lumen, 2001, 204.

[7] Aristóteles. Ética Nicomáquea, Madrid: Editorial Gredos, 1993.

[8] “El pabellón número 6”, op. cit., 209

[9] San Pablo. Epístola a los romanos, 7:19. Editorial Católica, 1944.

[10] “El pabellón número 6”, op. cit., 238.

[11] “El pabellón número 6”, op. cit., 240.

[12] A. Chéjov. “Enemigos” (trad. Augusto Vidal), en Cuentos imprescindibles, Barcelona: Editorial Lumen, 2001, 85.

[13] A. Chéjov. “Relato de un desconocido” (trad. Augusto Vidal), en Cuentos imprescindibles, Barcelona: Editorial Lumen, 2001, 288-289.

[14] “Relato de un desconocido”, op. cit., 316.

[15] A. Chéjov. “Las grosellas” (trad. Juan López-Morillas), en La señora del perrito y otros cuentos, Madrid: Alianza Editorial, 1994, 163-165.

[16] A. Chéjov. Las tres hermanas (trad. Juan López-Morillas), Madrid: Alianza Editorial, 2001, 61.

[17] Las tres hermanas, op. cit., 133-134.

[18] A Chéjov. “En casa” (trad. Juan López-Morillas), en La señora del perrito y otros cuentos, Madrid: Alianza Editorial, 1994, 50-51.

[19] A. Chéjov. “El estudiante” (trad. Víctor Gallego Ballestero), en Cuentos, Valencia: Editorial Pre-Textos, 2001, 291.

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Chéjov, entre Bombay y Nueva York by Rui Valdivia is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 4.0 Internacional License.

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