Deseo profundizar en la siguiente narración:
La multitud se transformó en pueblo, y luego en una masa que otra vez se rebela como una multitud.
Un poco críptico, ¿no?
Durante un tiempo se habló mucho de las masas. Todo era de masas, la publicidad, los medios de comunicación, la política, los espectáculos, el consumo. De la psicología de las masas nos habló Gustave Le Bon a finales del siglo XIX. Y Sigmund Freud. Ortega y Gasset de su rebelión poco antes de la Segunda Guerra Mundial. La masa. ¿Habremos dejado ya de ser una masa?
Multitud, masa, pueblo. Y el individuo ahí dentro de la masa, de la multitud o del pueblo.
La masa expresa, en cierto modo, la anulación del individuo. Mientras un sujeto vive dentro de una masa su psicología se ve transformada, se hace un niño, como decían Freud y Le Bon, irresponsable, violento, fácil de sugestionar, manipulable, capaz del mayor heroísmo o del más vil asesinato. Una especie de hybris se apodera del individuo que forma parte de la masa. Los ritos dionisíacos y los bailes de las ménades nos ilustran sobre lo que ha sido un comportamiento de masa en el entorno de la religión o el rito. O los hoplitas en formación yendo a la guerra. Canetti en Masa y poder nos hace un muestrario histórico de lo que han significado las masas humanas.
Que durante el siglo XIX y XX se produjera eso que el conservadurismo de Ortega y de Le Bon temían como el ascenso de las masas, se debe a que las masas, que hasta entonces en la historia humana se habían formado esporádicamente alrededor de ciertas tareas o actividades, en aquel momento se empezaron a conformar de forma estable en los actos de informarse, votar, consumir, divertirse, juzgar, etc.
Las élites tradicionales temían a la democracia, que parecía usurparles el derecho a decidir y les despojaba, aparentemente, del privilegio del poder, por tener ahora que compartirlo con el resto de los votantes. Sufragio universal y masas parece que se dan al unísono, lo cual parece indicarnos que fue el proceso propio de la democratización lo que creo las masas, a diferencia de lo que expresaron aquellos filósofos reaccionarios, como un instrumento creado por las propias élites capitalistas para controlar los resultados del sufragio, y de la demanda económica de bienes de consumo.
Recordemos también que el capitalismo surgiría en paralelo con la estandarización de las mercancías. El primer mercado capitalista no se da para suplir la demanda de la sociedad, sino la de los grandes ejércitos europeos necesitados de ropa, armas, enseres homogéneos y de bajo coste. Realmente no era un mercado, sino contratos estatales a determinados monopolios manufactureros que impusieron la racionalización del trabajo, la optimización de procesos, la fragmentación de tareas, la reducción de costes para afrontar el suministro en masa. Por tanto, la empresa capitalista nace para ofertar mercancías a esa sociedad masa que es un ejército. El paso siguiente, el de transformar a la sociedad en una demanda predecible de bienes homogéneos, en masa, se facilitó por el hecho de que ya por entonces las principales sociedades europeas estaban compartimentadas en pueblos, habían dejado de ser multitudes, y por tanto, habían comenzado ya a homogeneizarse en virtud de ciertas identidades compartidas. Pero no nos equivoquemos, un pueblo no es sólo una masa. El concepto de comunidad quizás nos pueda servir para orientarnos. Pero antes, prestemos atención a lo que nos señalaba Le Bon.
El hecho de que muchos individuos se encuentren accidentalmente unos junto a otros no les confiere las características de una masa organizada. Mil sujetos reunidos al azar en una plaza pública, sin ninguna finalidad determinada, no constituyen en absoluto una masa psicológica. Para adquirir las correspondientes características especiales, es precisa la influencia de determinados excitantes, cuya naturaleza hemos de determinar.
Subráyese lo de ‘la influencia de determinados excitantes’. Creo que aquí estaría la clave, parece que tanto en una determinada predisposición de los individuos que concurren, como de la existencia de ciertos incitadores externos que convertirían la original muchedumbre en una masa con esas peculiaridades psicológicas a las que ya hemos aludido.
Un elemento clave sería el deseo del capitalismo de transformar la imprevisible demanda social de mercancías en un dato del proceso productivo, y por tanto, de convertir a la sociedad en una especie de ejército, de masa, de comportamiento predecible y también manipulable según sus deseos. Galbraith nos habló de ello en relación tanto con la tecno-estructura capitalista, como con la planificación centralizada comunista. La sociedad de masas, tan temida para los filósofos de las minorías rectoras, como deseada por la gran industria monopolística, no se creó autónomamente dentro de la sociedad, sino como decía Le Bon, a partir de ‘determinados excitantes’ que según las demandas del poder económico o político intentaban despertar comportamientos sociales de índole irresponsable, violento, sugestionable y manipulable. Masa y pueblo comparten la homogeneidad, la unidad, reducen la inherente diversidad y voluntad humana a unas características pre-determinadas que resultan más fáciles incorporar en un proceso de decisión social desde una estructura jerárquica de poder.
Se considera que el concepto de pueblo aparece en Europa durante las guerras civiles que asolaron Francia e Inglaterra durante el siglo XVII. La religión dividía a las gentes, y la tradicional servidumbre feudal ya no servía para domeñar las rivalidades. Hobbes escribió entonces:
El pueblo es un uno, porque tiene una única voluntad, y se le puede atribuir una voluntad única.
Sobre esta premisa se crea ese ente que se ha llamado el Estado moderno, aunque lo de moderno no sea más que un adjetivo innecesario por reincidente, ya que antes habían existido reinos, polis, comunidades, principados, repúblicas, imperios, pero nunca Estados asimilables a la definición concreta que más adelante nos ofrecería Weber respecto al monopolio de la violencia.
El pueblo es una creación histórica. Un instrumento, entre otros posibles, para asegurar la paz social en una época de turbulencias. Un pueblo no se fabrica automáticamente. Pero los Estados originalmente crearon la ficción, el deseo, que no se alcanzaría hasta el siglo XIX con los sistemas universales de instrucción pública, los ejércitos regulares, la cultura y la historia nacional. Primero se creó el miedo al otro, después el pacto ficticio de todos con el soberano para delegarle toda la soberanía, y a continuación, ese proceso de transformación de la diversidad en identidad, en la formación de una voluntad única, en formar un pueblo, que no es otra cosa que un sujeto imaginario dotado de unas características unitarias y absolutas con las que todo súbdito debía identificarse y que se fueron definiendo dentro de cada frontera nacional a lo largo del siglo XVIII y XIX.
Y no deberíamos sorprendernos que justo cuando se alcanza el punto álgido de definición de lo nacional, aparezca el capitalismo y también las masas sociales.
La creación formal de un pueblo se asemeja a la de la conformación de masas. Podría afirmarse, quizás, que un pueblo sería un tipo de masa. La formación de los Estados nacionales europeos y el invento de lo que luego serían las culturas e idiosincrasias nacionales, se relaciona muy estrechamente con la aplicación científica de una serie de excitantes sociales, en la definición de Le Bon. Se crean así unas metáforas-imágenes impactantes de gran poder de sugestión en torno al miedo al otro, la figura del rebaño de lobos que es una sociedad, la necesidad de protección, el direccionamiento del miedo al connacional hacia el terror al extranjero y a las otras naciones, la sublimación del arquetipo del sujeto nacional, la lengua unitaria como instrumento de socialización en el nuevo Estado nacional, el impulso de la riqueza nacional por la acción decidida del soberano que protege y reparte bienestar, y sobre todo, que ofrece seguridad, la imaginación artística al servicio de la narración nacional, de la historia nacional como progreso de un pueblo que al fin ha logrado tomar conciencia de sí mismo a pesar de los obstáculos con que la historia ha probado su idoneidad como nación, en fin, todo un recetario de medidas que amparadas en las reflexiones de Hobbes, y en las aplicaciones prácticas de los nuevos Estados emergentes, transforma a la Europa que se adentra en el capitalismo en un mosaico de pueblos-masa tan dispuestos a guerrear entre sí como a consumir según una pautas cada vez más predecibles.
Hardt y Negri, en su trilogía sobre el Imperio nos ilustran sobre ese punto crítico de la historia en que los reinos se transforman en naciones y en el que las multitudes ceden protagonismo a los pueblos, a través de la dicotomía entre Hobbes, como filósofo del miedo y el poder, y Spinoza, de la cooperación y el deseo. Qué duda cabe que venció el primero, pero también somos libres de soñar que podríamos haber disfrutado de otra historia alternativa a la de los pueblos y las masas, sobre todo, que de esa otra Europa imaginada quizás podríamos destacar algunos elementos de interés para construir otro futuro. En su Tratado político Spinoza nos dice:
Si dos se ponen mutuamente de acuerdo y unen sus fuerzas, tienen más potencia juntos y, por tanto, también más derecho sobre la naturaleza que cada uno por sí solo. Y cuantos más sean los que estrechan así sus vínculos, más derecho tendrán todos unidos.
Aparece, en el autor holandés, una confianza reconfortante en el poder de la multitud, que emana no de un representante apaciguador, sino del contractualismo libre y explícito que los individuos establecen con sus conciudadanos para satisfacer mejor sus deseos, en lugar que para salvaguardar sus vidas, y sobre todo, acallar los temores. En Hobbes aparece un único pacto, implícito y absoluto, por el que en un acto más simbólico que real, todos los individuos ceden sus vidas a la seguridad de un guardián. Rousseau utilizaría también la metáfora hobbesiana para definir su voluntad general, y de aquí la democracia lo adoptaría para configurar los Estados nacionales de derecho sobre la premisa de los pueblos y de la dialéctica del terror.
En cambio, Spinoza no se servirá del miedo, sino del deseo:
El derecho y la norma natural, bajo la cual todos los hombres nacen y viven la mayor parte de su vida, no prohíbe sino lo que nadie desea.
La organización política, por tanto, nace en Spinoza del deseo, que se transforma en interés común a través de los pactos y de los acuerdos, un encaje dinámico y relativo que se configura en el tiempo en virtud de la libertad absoluta contractual de los individuos. Spinoza planteaba, en la misma época en que Hobbes defiende el absolutismo –que más adelante las democracias plebiscitarias adoptarían en la figura de la tiranía de la mayoría-, una política de multitudes, una pócima contra los excitantes de la masificación.
Las políticas basadas en la multitud realmente confían en el individuo, que utiliza su libertad para configurar, junto con el resto de la sociedad, los acuerdos siempre provisionales que definen en cada momento la colectividad humana. Si la estructura del Estado nacional se configura siempre de arriba hacia abajo, ya sea por un soberano o por un parlamento representativo, en cambio, la organización colectiva que emana de la multitud se hace siempre desde abajo y nunca transfiere su soberanía a ninguna instancia superior, un flujo de fuerzas cambiante que se compenetran en la búsqueda del deseo común y que no precisan de construcciones excitantes en torno a la comunidad nacional, el miedo, la defensa de valores u objetivos trascendentes.
Compárese el edicto hobbesiano del homo homini lupus que todavía nos ciega y que entre otros fenómenos ha creado el prototipo del homo economicus, con el siguiente párrafo extraído de la Ética de Spinoza:
El deseo, considerado en absoluto […] es la misma esencia del hombre, en cuanto se la concibe como determinada de algún modo a hacer algo; y así, el deseo que brota de la razón, esto es […], el que se engendra en nosotros en la medida en que obramos, es la esencia o naturaleza misma del hombre, en cuanto concebida como determinada a obrar aquello que se concibe adecuadamente por medio de la sola esencia del hombre […]; así, pues, si ese deseo pudiera tener exceso, entonces la naturaleza humana, considerada en sí sola, podría excederse a sí misma, o sea, podría más de lo que puede, lo cual es contradicción manifiesta, y, por ende, ese deseo no puede tener exceso.
Pero dejemos de soñar. La historia ha sido una y es la que tenemos. Pueblos, y más tarde, masas, no multitudes. ¿Cierto?
Técnicas de control social. Masificación. La ilusión de que durante todos estos años hemos sido soberanos como políticos y como consumidores. Hasta tal extremo hemos interiorizado el adiestramiento que nos resulta inconcebible imaginar el orden sin un poder que organice y planifique, sin la existencia de una serie de sujetos capaces de atesorar en su cabeza todos los resortes del funcionamiento de la maquinaria social y política. La máquina. Una sociedad que actúa previsiblemente según los dictados de sus diseñadores, los mass media, los políticos, los funcionarios, los capitalistas, siempre utilizando los dos principios que Freud expuso en su Psicología de las masas, a saber, el de
La inducción directa de las emociones por medio de la reacción simpática primitiva.
Y el de
La inhibición colectiva de la inteligencia en la masa.
Porque como afirmara el propio Freud sobre la masa,
(…) es extraordinariamente influenciable y crédula. Carece de sentido crítico y lo inverosímil no existe para ella. Piensa en imágenes que se enlazan unas a otras asociativamente, como en aquellos estados en los que el individuo da libre curso a su imaginación sin que ninguna instancia racional intervenga para juzgar hasta qué punto se adaptan a la realidad sus fantasías.
Parece probable que esta alteración del comportamiento individual permanezca marcada en nuestros genes. Somos animales sociales, la evolución nos ha convertido en seres parlantes que en la convivencia nos defendemos de las agresiones y modificamos el entorno. Y como mecanismo eficaz de defensa, ataque, huida, caza o simple juego, nuestro comportamiento adquiere, transitoriamente, y como mecanismo adaptado al entorno social donde vivimos, una especie de suspensión de la razón deliberativa, una sublimación del sentimiento y una agudeza y selectividad sensorial extraordinaria con objeto de transformar rápidamente en una masa lo que hasta hacía poco era una comunidad pacífica de personas que pasean y conversan. Y que con igual rapidez, regresan a su estado normal una vez el peligro, la alarma o la llamada a la caza y a la acción conjunta han desparecido.
Quizás sea la Primera Guerra Mundial el punto álgido de esta involución de los pueblos y de la masa. Conscripciones voluntarias tan masivas, exacerbadas por el nacionalismo, que los políticos liberales quedarían sorprendidos al comprobar cómo las oficinas de reclutamiento se saturaban. Junto con la estrategia bélica de grandes masas despersonalizadas, convertidas en chinchetas de un mapa estratégico en una guerra de trincheras en la que millones de personas murieron ejercitando el más puro espíritu gregario. Y como epítome de tanto absurdo, los fascismos, imposibles de comprender sin recurrir al manido recurso de la política de masas y sus unanimidades silenciosas y nunca inocentes. Como afirma Chatelet en Vivir y pensar como puercos,
Pasar de carne de cañón a carne de consenso es desde luego un ‘progreso’. Pero estas carnes se corrompen enseguida: la materia prima consensual es esencialmente putrescible y se transforma en una unanimidad populista de las mayorías silenciosas, que nunca es inocente.
Pero las masas no duran siempre. No porque se pudran, como afirmaba el científico francés. Quizás en esto se diferencian de los pueblos. En su provisionalidad. Si los pueblos se crean a través de largos procesos de educación, vivencias, tradiciones que tienden a generar un poso profundo en la psique de las personas en relación con una lengua, no ocurre lo mismo con las masas, que tienden a formarse de forma más espontánea, y por supuesto, a disgregarse también con relativa facilidad. Un individuo puede ser francés o alemán toda su vida, pero muy improbable que pueda formar parte continuamente de una masa por un tiempo muy dilatado. Sin embargo, se habla de sociedad de masas, de consumo de masas. ¿Por qué?
…………………..continuará….
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