Estaba almorzando, y me he conectado con la portada de un periódico de alcance nacional. Y la he visto, la pregunta, hace apenas media hora:
¿Quiere que Cataluña sea un Estado? ¿E independiente?
Y no me he atragantado, no teman, pero me ha subido como una fiebre. No porque España corra peligro. Tampoco porque sea Cataluña la amenazada. Ambas cosas me importan poco. Sino porque creía que era a mí, un españolito censado en Chamberí (Madrid), al que le iban a hacer esa pregunta por sufragio libre y secreto, y que tenía un año por delante para deliberar si quería o no seguir teniendo a Cataluña por Comunidad Autónoma hermana.
Cuando un niño abandona el hogar puede hacerlo por varios motivos, que en resumen se traducen en que se va porque él mismo lo desea, porque le echan sus padres o porque alcanzan un acuerdo amistoso. En este caso, y durante los primeros minutos, dudé si era Cataluña la que se iba a ir por su propia voluntad o era España la que la iba a expulsar. Ahora me queda claro que el acuerdo no cabe en los planes de nadie.
No soporto a los patriotas. A los nacionalistas los aguanto si tienen buena conversación. De los racistas ni hablo. De lo que son las naciones, de lo que ha significado el nacionalismo en la historia del mundo y cómo los grandes Estados nacionales se han formado a partir de una lectura unitaria del concepto de pueblo, discriminatoria de otras minorías y enfrentada siempre a enemigos caseros o extranjeros, prefiero no debatir ahora, porque no es el caso traer abundante bibliografía ni datos, prefiero ser muy escueto e incidir en las pocas cosas que ahora me soliviantan.
PRIMERO: ¡Que la consulta sea dentro de un año! Porque tendremos que soportar durante doce meses jotas y sardanas, himnos y soflamas, el odio visceral, la vieja cantinela alrededor del amor a la patria y el desagradecimiento, la traición, las mil y una quejas e interpretaciones diversas del desequilibrio fiscal, la historia, en suma, los trastos que el matrimonio mal avenido se arrojará delante del juez, en este caso, de la urna. Preferiría que fuera ya, lo antes posible para no tener que soportar tanta podredumbre.
SEGUNDO: Que algunos de mis amigos, y mucha otra gente, me vayan a pedir que me decante sobre ello, que opine, no tanto que conteste a esas preguntas, que ya sé que no me las hacen a mí, sino sobre si resulta pertinente hacerlas y si me parece correcto que se prohíba la consulta. Y como no deseo que me pregunten, pues me anticipo con la respuesta: que pregunten, que pregunten lo que quieran.
TERCERO: No me gusta que la consulta la lancen partidos nacionalistas, y que la lidere un partido que además es conservador. Tampoco, claro está, que la previsible réplica que va a obtener desde el Estado español, y dentro de la propia Cataluña, sea mayoritariamente españolista, patriotera y reaccionaria.
CUARTO: Tampoco me agrada que la pretensión sea reproducir otra España en pequeñito, es decir, hacer otro parlamento, elegir una lengua como oficial, quizás pedir prestado a otra monarquía europea o africana, lo desconozco, un rey constitucional, fabricar un ejército, construir una diplomacia, rehacer una historia, sacralizar a unos personajes, designar a unos enemigos, definir una cultura, etc.
QUINTO: Me disgusta que sean los ricos los que pidan irse de casa. No entro a valorar si se van porque no les han dejado ser más ricos, o si son tan ricos porque se han aprovechado de la casa común, pero lo cierto es que son los ricos los que desertan de eso que se ha denominado “España, un proyecto común”. Tanto me desagrada que echen a un hijo con lo puesto, como que este se vaya con toda la casa a cuestas. Pero los divorcios a malas tienen estas cosas.
SEXTO: Que se proclame el derecho a la autodeterminación me parece mal y también bien. Mal porque tal derecho yo siempre lo he visto como un instrumento de liberación, entre otros, ante una situación de ocupación y explotación en la que la víctima, que además han dejado pobre, tal es el caso de Palestina, Sahara occidental o Tíbet, pide por favor que se vote para salir de una situación lacerante y a todas luces injusta. Y bien por lo siguiente:
Porque aun cuando me disgustan tantas cosas de esta absurda y aburrida pregunta-consulta, la que menos me preocupa es la continuidad de eso que hemos venido en llamar España-Estado nacional. Por ello, deseo que los catalanes a los que se les va a hacer esa pregunta, contesten mayoritariamente que Sí a los dos interrogantes. Aunque me daría enorme placer que dijeran No a lo de ser un Estado y Sí a lo de independizarse. Pero no lo deseo por demócrata, ni por creer que tienen ese derecho y se lo merecen, o porque le pudiera tener más manía a España que a Cataluña. No. Lo deseo porque acto seguido me gustaría comprobar cómo otras regiones o comunidades solicitan el mismo derecho. Y sobre todo, oír que Tarrasa, Olot o Reus exigen igual derecho de configurar su independencia, en este caso, al margen de Cataluña. Porque este proceso constituyente llevado hasta el paroxismo, hasta sus últimas consecuencias, nos avocaría a tener que preguntar a cada individuo qué desea, dónde quiere ir, cómo le gustaría vivir. Y lo que me agrada, de esta inmersión en la multitud que podría iniciarse gracias a esta simple pregunta que ahora se proclama, sería que nos obligaría a enfrentarnos con el individuo que todos somos, a afrontar nuestra libertad junto con la de nuestros vecinos, solos tú y yo, él y aquel, ejercitando la inteligencia, el sentido común, el diálogo, en suma, nuestra humanidad para decidir en común qué queremos pactar, qué acordar, qué acuerdos adoptar, cómo deseamos construir efectivamente la comunidad en la que deseamos convivir.
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