Hasta hace poco tiempo las grandes empresas encontraban una amplia y sostenida legitimación social en virtud del indispensable papel que jugaban, a ojos de las masas, en la estabilización social vía salarios, en su capacidad de compra, en su estatus social, derechos económicos y sociales, y en el mantenimiento de la democracia liberal y de mercado. Se aceptaba que las empresas y el gran capital económico y financiero estaban trabajando en sintonía con el Estado y que gracias a esta colaboración podía generarse un bienestar para repartir. Había un acuerdo tácito en que la maquinaria Estado-capital debía funcionar y que beneficio y bienestar, ganancia y reparto, formaban parte del mismo proceso de legitimación social del capitalismo bajo el marchamo del Estado de Bienestar.
Esta legitimación ha entrado en bancarrota. Y hoy en día resulta usual, por diversos motivos en los que no voy a abundar, pero que todos tenemos en mente, que las personas hayamos perdido la confianza en las grandes empresas y en la banca, a las que ya no se ve en el papel de benefactores, sino en el de activos culpables de la extensión de una crisis que pone en peligro ya no sólo el bienestar, sino también el ejercicio de los derechos humanos o el mantenimiento de los mínimos equilibrios ecológicos precisos para nuestra supervivencia. A pesar del maquillaje que las grandes empresas han pretendido realizar a través de la responsabilidad corporativa, la colaboración público-privada y los acuerdos con las agencias de desarrollo de la ONU, la legitimidad de los grandes empresarios y de los banqueros continúa por los suelos.
Tanto la configuración de las decisiones políticas del Estado, como las económicas dentro del mercado capitalista, se han establecido hasta ahora preferentemente en redes o niveles de decisión centralizadas o descentralizadas, nunca distribuidas. Estas redes se superponían sobre la sociedad real, y como las infraestructuras materiales de transporte o energía, tendían a canalizar las energías y el trabajo de las personas, su comunicación, dificultando el diálogo y el acuerdo directamente entre pares, entre iguales. Los nudos de decisión a nivel de grandes empresas, o administraciones públicas actuaban como grandes sumideros (centros-atractores) de información y de acción, de forma tal que para acordar o negociar con algún actor social o económico cercano, resultaba más difícil e informacionalmente más oneroso, a veces imposible, que hacerlo a través de los correspondientes nodos centralizados.
En un momento en que las infraestructuras físicas y los servicios públicos asistenciales empiezan a deteriorarse como consecuencia de la crisis fiscal de los Estados, en bancarrota por las subvenciones masivas en favor de los monopolios y a la reducción de recaudación fiscal, y cuando empieza a destacar una red como internet que permite acercar a las gentes y compartir la información sin apenas costes de transacción ni de información, el reinado de los pueblos y de las masas, tal y como lo conocíamos, comienza a dejar al aire ese cimiento de multitudes que ahora destacan como un actor fundamental de la nueva economía y política que se nos avecinan.
A tal respecto resulta muy interesante comparar la literatura que sobre la sociedad de masas, el consumo de masas o la política de masas, se publicó tras la Segunda Guerra Mundial, de la que hemos dado cuenta con algunas breves pinceladas, con por ejemplo, el siguiente artículo publicado en 2011 en el Harvard Business Review, y titulado The big idea: creating shared value, por M. Porter y M. Kramer, y cuyo subtítulo orienta sobre los cambios que se avecinan en el nuevo capitalismo: cómo reinventar el capitalismo y desencadenar una ola de innovación y crecimiento.
Lo que dice suena añejo, pero visto a través de una lente novedosa, tanto a la luz de los recientes episodios financieros y crisis fiscales, como de la nueva competencia económica que se le avecina al gran capitalismo y que proviene de esa atomización creciente (multitud) en la producción material de mercancías y en los sistemas tecnológicos empleados para fabricarlas y distribuirlas. Los autores definen un nuevo término, el de ‘valor compartido’, “que no significa ‘compartir’ el valor ya creado por la empresa –estrategia de redistribución-, sino expandir el monto total de valor económico y social” que es capaz de crear la empresa. Se trataría de volver a inventar el Estado del Bienestar, con la novedad de que ahora serían las empresas directamente las que proveerían los servicios de salud o educación, evitando redistribuir el beneficio, y por tanto, dotando a las mercancías de un valor social compartido que se vendería en el mercado. Valor social o compartido de la producción significa eso, crear un entramado industrial al que podría definirse ahora como capitalismo del bienestar.
La motivación que soporta esta nueva lógica coincide con la que existía en los años de la posguerra europea cuando se creó tal sistema de ‘redistribución’ fiscal conocido como Estado del Bienestar. El capitalismo necesitaba una masa de trabajadores educada y sana, precisaba innovar, cooptar a los sindicatos y vincular estrechamente el conocimiento técnico profesional y obrero como un activo de la empresa, por lo que acordaron que fuera el Estado el encargado de invertir y regular, de realizar una inversión colectiva que ningún capitalista iba a adoptar a título individual, pero que a todos como colectivo beneficiaba (externalidades positivas).
Este mundo ha acabado. Porque en sintonía con la progresiva financiarización del capitalismo productivo, y las estrategias de out-sourcing (subcontratación) y off-shore (internacionalización), de externalización y atomización en una gran cadena de montaje mundial de la actividad industrial –con la imprescindible participación de las nuevas tecnologías de la información e internet para asegurar el ensamblado y la logística- que busca el máximo beneficio a corto plazo, se ha ido produciendo el progresivo desmontaje de aquel instrumento capitalista que era el Estado del Bienestar, por inútil para la gran empresa, e inviable financieramente para el Estado (crisis fiscal). Pero ¿por qué ahora este nuevo resurgir de los aspectos sociales del trabajador, a la luz de aquel paternalismo tan propio de ciertos industriales románticos de comienzos de siglo, y que ahora se le renombra con el calificativo de capitalismo de valor compartido? ¿Qué tiene que ver esto con las masas?
Un elemento fundamental, para entenderlo, se relaciona con el conocimiento, el saber tecnológico, la innovación. Acabamos de describir escuetamente cómo se ha ido desmantelando el Estado del Bienestar, que ha quedado reducido a la expresión mínima compatible con lo que los pocos asalariados con nómina pueden contribuir fiscalmente, ya que la gran empresa ha huido en virtud de la confianza que atesoraba en la posibilidad de encapsular el conocimiento obrero, las actividades de I+D en el nuevo soporte de las nuevas tecnologías de la información. Pero toda esa atomización y externalización de su actividad ha sido posible a que confiaba en que esa descentralización de decisiones tecnológicas y productivas podría amalgamarse bajo el control de un centro directivo y gestor que imponía objetivos y recogía beneficios. Y también en que creía que la innovación necesaria para competir y mejorar los procesos podría comprarla en el mercado de la tecnología o crearla ella misma con alianzas estratégicas con universidades y centros de investigación soportados financieramente por el Estado. Una gran cabeza que ordenaba y que se desplegaba en el territorio al albur de la máxima rentabilidad a corto plazo, de su capacidad política y mercantil para acumular rentas.
Afortunadamente sus cálculos han errado, por varias razones, todas ellas relacionadas con la emergencia de las multitudes como actor social de primer orden en el proceso económico y tecnológico. Las masas toscas e irracionales se están convirtiendo en multitudes inteligentes.
En primer lugar, para que el conocimiento pudiera ser encapsulado y por tanto, privatizado, deberían haberse podido hacer efectivos reales derechos de propiedad (patentes) sobre las tecnologías. Pero el conocimiento cada vez fluye por la red con mayor libertad y gratuidad, por la propia esencia de internet, que reduce los costes de réplica y transferencia, y porque la innovación se realiza en un proceso de cooperación, de relaciones, de compartición de experiencias y saberes que dificulta extraordinariamente la delimitación clara de derechos de propiedad intelectual independientes. Por lo que el proceso de externalización de la actividad, en contra de lo que fue su objetivo primigenio, crear dependencia e incrementar los beneficios, se ha transformado en un semillero universal de pequeñas empresas que poseen capacidad para independizarse de las multinacionales nodriza y operar con libertad en el mercado. Y lo están haciendo.
En segundo lugar, la creación de demanda por parte de las multinacionales y su correlato del consumo y de la producción de masas, que pudo operar en un mundo donde los medios de comunicación y la publicidad estaban también monopolizados. Pero ahora ya no pueden manipular con aquella liberalidad, porque los actores sociales no sólo se han multiplicado, sino que proliferan como la marabunta en una red que no conoce de centros y que progresivamente se ha hecho distribuida. Las personas, aún influidas por la televisión y otros medios masivos, sin embargo, cada vez orientamos más nuestra individualidad y deseos por canales informativos alternativos, con mayor control personal, y por tanto, los nuevos consumidores exigen unos productos que los grandes monopolios están teniendo graves dificultades para ofrecer. En esta nueva tesitura, están siendo los pequeños productores los que con poco capital y gran cercanía a los consumidores, utilizando la información procedente de las redes sociales, los que están teniendo la flexibilidad adecuada para ofrecer estas nuevas mercancías cada vez más individualizadas y menos sujetas a estandarización. Es lo que se denomina la economía directa y de alcance.
Por último, los procesos de producción se han ido haciendo cada vez más inmateriales, en el sentido de incorporar progresivamente más tecnología y cooperación laboral, elementos estos que a diferencia del pasado, no se integran en el mismo capital (en las máquinas o la planta de producción) sino en las propias relaciones laborales, en la cooperación entre técnicos, expertos y trabajadores, y por tanto, imposible de privatizar y encapsular. Estos tres elementos, entre otros, han ido facilitando la emergencia de las multitudes y que las masas estén quedando relegadas, ya que son los propios individuos los que ahora empiezan a tomar conciencia de su poder tanto como consumidores diferenciados, como trabajadores cualificados, de la capacidad que entre todos atesoramos, como multitud, en la creación y mantenimiento de un saber común y compartido que está fluyendo con gran libertad por ese tejido nervioso que es la red.
Como se comprueba a diario, cada vez en más facetas de nuestra vida, el conocimiento es vivo y se niega al encapsulamiento. Hubiera sido posible si la sociedad se hubiera dejado domeñar convertida en masa. Pero la multitud que actualmente presenciamos resulta diversa y dinámica, y los monopolios encuentran enormes dificultades para adaptarse a las demandas sociales recurriendo a un conocimiento que según almacenan queda anquilosado. Es aquí donde los trabajadores y los emprendedores, en este nuevo marco de la multitud, vuelven a tomar la delantera frente al gran capital, por su mayor capacidad de innovación y de adaptación, porque no lo olvidemos, la gente sigue siendo inteligente, las personas que a pesar de la inutilidad a la que el capital las desea arrojar, continúan teniendo aptitud técnica y capacidad tecnológica que ahora empiezan a poder aplicar a espaldas de los monopolios y sus Estados serviles.
Pero la historia continúa, aunque algunos no se hayan dado cuenta. Todavía no ha acabado el derrumbe de los Estados de Bienestar creado para domeñar a las masas, aún los partidos políticos de nuestra fraudulenta democracia siguen anquilosados en la añeja política de masas, y ya el capitalismo les está volviendo a tomar la delantera mudando de piel. El artículo de Porter y Kramer al que entes aludíamos ya nos muestra algunos indicios del nuevo disfraz de la hidra.
El concepto de valor compartido reubica las fronteras del capitalismo (…) Necesitamos una forma de capitalismo más sofisticada, imbuido de un propósito social. Pero este propósito no debería aparecer por caridad, sino gracias a un más profundo entendimiento de la competencia y de la creación de valor económico (…) No es filantropía sino interés propio para crear valor económico creando valor social.
Hasta ahora el capitalismo había servido para fabricar necesidades en relación con mercancías, y la parte relacionada con lo que Foucault denominaba el biopoder o la bipolítica, los elementos que contribuyen a reproducir la vida y las capacidades físicas y mentales de la fuerza de trabajo, quedaban al margen (por ejemplo, Estado de Bienestar, o las instituciones de la caridad o la beneficencia). Los pobres (sin poder de compra) también quedaban fuera, tan sólo se contemplaban como ‘ejército de reserva’, o recientemente, como una externalidad o daño colateral imprescindible que hay que manejar al menor coste.
Ahora el capitalismo ampliará sus fronteras incorporando estos dos elementos sociales contradictorios.
Existen tres maneras diferenciadas de realizar esto: reconsiderando los productos y los mercados, redefiniendo la productividad en la cadena de valor y construyendo un entramado industrial de apoyo en las cercanías de la compañía.
Es decir, en lugar de producir comida, vender nutrición, en lugar de gastar en protección ambiental, vender servicios ambientales. Volver a fijar a los trabajadores en la factoría incorporando servicios sociales relacionados con la salud o la educación. Anticiparse a las amenazas ecológicas o de salud innovando con productos novedosos: “Solucionando problemas sociales que habían sido cedidos a las ONGs y a los Gobiernos”. No se trataría sólo de privatizar la salud o los servicios públicos, sino incorporar la salud y lo público en la cadena de valor de las empresas.
También incorporar a los pobres, ¿por filantropía?, por supuesto que no. Por dos motivos, nos dicen: porque los pobres poseen necesidades, ¿qué curioso que no se hubieran dado cuenta antes?; y porque los pobres son útiles, ¡realmente lo habían olvidado! Y los pobres así vuelven a entrar en la agenda del capitalismo, porque al margen de los monopolios y de las grandes multinacionales, y a la sombra de aquella externalización productiva a la que aludíamos, se ha ido generando una red prolífica de pequeñas empresas regentadas por los mismos pobres de ayer y dirigidas a satisfacer las necesidades de los pobres de hoy, a las que el capitalismo ve con recelo, y sobre todo, en competencia. Por ello, el nuevo capitalismo recomienda que las grandes empresas diseñen mercancías para pobres, que aunque baratas, al ser tan enorme la demanda, reportarán pingües beneficios. Y que las empresas de pobres, a las que hasta ahora explotaban en las cadenas de montaje externalizadas en el Tercer Mundo, sean tratadas con más condescendencia, porque se están independizando del gran capital, ya que en la actualidad son capaces de tejer sus propias redes de suministros y de venta al margen de las multinacionales.
Por último, destacar que la innovación se da cada vez de forma más distribuida y que las estrategias centralizadas de decisión tradicionalmente establecidas por las multinacionales y los Gobiernos progresivamente han ido cediendo el protagonismo a la capacidad de la multitud para inventar e imaginar nuevos productos y procedimientos, diseños y estructuras de producción. Mientras el gran capital consiguió ejercer derechos de propiedad sobre la innovación externalizada (comprada a terceros), la maquinaria de extracción de rentas de los monopolios capitalistas pudo seguir funcionando. Pero la liberación efectiva de conocimiento en la red les obligó a cambiar de estrategia, y en lugar de comprar investigación y desarrollo tecnológico, directamente empezaron a incorporaron a las mismas empresas de innovación en su propia estructura productiva. Fue el conocido período reciente de compras masivas de pequeñas empresas innovadoras. Sin embargo, lejos de incrementar la innovación, las grandes empresas comprobaron que las start-ups recién incorporadas en la gran estructura del capital se agostaban y cedían protagonismo a nuevas empresas y emprendedores situados al margen del sistema, lo que demostraba que las nuevas tecnologías y procesos en redes abiertas de cooperación están siendo capaces de crear mejor y más rápido que los esquemas tradicionales de comando, planificación y control bajo el esquema de las patentes. De ahí el objetivo de ir “construyendo un entramado industrial de apoyo en las cercanías de la empresa”.
En resumen, las condiciones en las que se desarrollaba el gran juego económico (y político) están cambiando. Frente a la competencia de los pequeños, el gran capital debe recurrir a nuevas estrategias. Acostumbrado a concebir a la sociedad como una gran masa, debe enfrentarse ahora a una multitud diversa y cada vez más inteligente que está dispuesta a producir ella misma, a innovar y a tejer redes distribuidas (no centralizadas) de comunicación, conocimiento, suministro, fabricación y venta de productos. Las grandes empresas continuarán luchando por conservar los privilegios gubernamentales a nivel de fiscalidad, legislación, regulación, crédito, concesiones públicas, subvenciones, etc., pero ya están empezando a cambiar la estrategia cortoplacista que en apenas 20 años casi ha arruinado los Estados de Bienestar europeos, y que ahora intentan recuperar internalizando su valor social en las propias cadenas de valor de las grandes empresas: capitalismo de bienestar. Como se afirma en The big idea,
No toda la ganancia es igual. Los beneficios que involucran un propósito social representan una forma más elevada de capitalismo, que es capaz de crear un ciclo positivo de prosperidad empresarial y comunitaria.
En conclusión, ya que la multitud se mueve y está ofreciendo muestras de saber organizarse al margen del gran tejido empresarial, cooptar a la sociedad bajo una estructura nueva de empresa clientelar y paternalista que sea capaz de iniciar otro nuevo ciclo de acumulación a costa de las personas y de las promisorias perspectivas de democratización e igualdad, de bienestar, que parecen abrir las tecnologías de la comunicación.
Pero esta nueva dimensión capitalista resultaría inoperante sin el apoyo de los Gobiernos. Nada nuevo. Por ello los autores preconizan un nuevo esquema de relación Estado-capital, en una dimensión un tanto diferente a al tradicional. Aunque como siempre, incidiendo en su papel de regulador, o sea, de garante de unas nuevas condiciones de competencia que elimine competidores incómodos y que también permita internalizar como beneficio la incorporación de valor social en las nuevas mercancías y servicios comercializados.
Como se comprende, este nuevo posicionamiento de la gran empresa se realiza en contra de la sociedad en su conjunto, contra esa multitud de individuos cada vez más diferenciados que empiezan a retomar de forma efectiva las riendas de su destino. Las estrategias tradicionales de conversión de esta multitud en masa o en pueblo se muestran cada vez más inútiles, aunque no hayan dejado de operar y mantengan su potencial capacidad de homogeneización y manipulación, pero en un escenario tan distinto, que está obligando a trastocar las estrategias productivas del capitalismo, aun cuando las políticas de los Gobiernos apenas se hayan percatado de ello.
Hablo de la democracia y de la figura que la representación, como instrumento de conformación de la voluntad general, continúa poseyendo en la actualidad, una herramienta similar a la del consumo de masa en relación con la demanda de mercancías, porque hasta ahora, elegir a quién votar no se diferenciaba apenas del proceso de conformación de la voluntad del consumidor para gastar su presupuesto.
El mercado económico satisface el objetivo de conformar una decisión social sobre los que se produce y se consume. Hasta ahora, un mercado oligopólico donde tenían sentido todas esas estrategias que hemos presenciado durante el siglo XX en relación con el consumo y la política de masas, y que se correlacionaba exactamente con el sistema político que lo sustentaba referido a las elecciones democráticas y con la dificultad, por evidentes problemas de escala, de conformar una voluntad política general más allá de la representación, es decir, de la selección periódica de unos políticos que suplantaban a la soberanía de los individuos en la toma de decisiones. Poseíamos una democracia oligopólica de mercado tanto a nivel económico como político. Y hemos comprobado cómo el nuevo panorama tecnológico está sirviendo para que las multitudes afloren en el mercado económico, y cómo los privilegiados del sistema empiezan a maniobrar para continuar dominando y explotando. Pero ¿cómo esta involución de las masas puede afectar al sistema político, y en concreto, a la figura de la representación, sobre la que se sustentan nuestras democracias de mercado? ¿Qué democracia exigen las multitudes?
…………………..continuará….
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