Leía hace poco un libro que se titula ¿Para qué sirve el arte?, de J. Carey, en el que el autor inglés desmonta muchos de los proyectos utópicos o humanitarios a los que el arte o la música suele considerarse que debe servir. Realmente yo creo que la música puede ser de ayuda para influir sobre el carácter, la moral, los sentimientos, la ideología o los valores de las personas. Pero no me siento con capacidad para poder decidir sobre el signo positivo o negativo de tales transformaciones. Y he dicho ‘de ayuda para influir’ y no que influye directamente, porque creo que el signo ‘¿bueno o malo?’ no depende de ella sola, sino también de las circunstancias sociales y personales en las que cada música es escuchada.
Pero existe un ámbito en donde la música sí posee una utilidad clara e incontestable, que es el de la terapéutica, en su capacidad para ayudar a determinado tipo de enfermo mental a que pueda comunicarse mejor con su entorno psicosocial. Ya la tradición grecolatina destacó este uso de la música, la musicoterapia, que forma parte hoy en día de las técnicas utilizadas para mejorar la sintomatología de ciertas enfermedades mentales.
Robert Burton en el siglo XVII destacó esta capacidad de la música en su monumental Anatomía de la Melancolía, en el remedio de esa dolencia que después llamaríamos depresión, “ese óxido del alma”. Existen muchos recursos bibliográficos en los que poder consultar esta propiedad inherente a la música, que resulta verdaderamente mágica cuando un profano como yo puede experimentarla directamente sobre un ser querido.
El neurólogo Oliver Sacks, a cuyo trabajo ya me referí en un post anterior, en su libro Musicophilia nos habla de esta capacidad de la música para aliviar, así como también el hecho de que la propia música se pueda transformar en causa de dolor y padecimiento en otras dolencias mentales que tienen a la música imaginada o real como principal elemento de tortura. Nuevamente, esa ambigüedad tan característica del lenguaje musical.
Pero yo quiero hablar fundamentalmente de mi tío Ángel, que es de Linares, como mi madre, un pueblo peculiar de la campiña jienense que posee el estigma de tener la plaza de toros donde fue a morir Manolete, pero cuya historia también viene asolada por el hecho de concurrir a su alrededor la sempiterna y caciquil economía del olivo, junto con la colonial explotación de sus minas de plata y de plomo en las estribaciones de Sierra Morena. Sé que es falso, que carece de base científica, pero me parece que a la gente de Linares le zumban los oídos y que sólo el cante, o el vino, o los caracoles con hierbabuena les alivia un poco el dolor del cobre fundido en sus corazones. Recuerdo zapateros trajinando en su cuchitril, el olor de las almazaras, los restos de mil chimeneas e ingenios metalúrgicos, las dehesas donde campan libres los toros desafiando con sus belfos los aires sulfurosos saturados de alpechines. Esa es mi tierra, aunque no haya vivido allí apenas, pero es el lugar al que mi imaginación regresa cuando mis neuronas se vuelven niñas.
Bueno, pues a mi tío Ángel le diagnosticaron Arzheimer hace unos años, y ahora se halla en una residencia donde ya no es capaz de recordar a nadie. O eso dicen los papeles que escriben los médicos que lo tratan. Yo también lo creía, porque más allá de la pasión que ponemos sus amigos y familiares por querer ver en sus ojos un atisbo de reconocimiento, realmente su memoria permanece helada y sólo muy profundos estímulos consiguen, casi por azar y sin razón aparente, derretir alguna molécula de sus aguas ateridas.
Quisiera hablar mucho de mi tío, porque creo que su vida posee interés más allá de la biografía puramente familiar. Poco antes de caer enfermo había escrito un par de libros de poesía, Guarismo 54 y Adelaida, realmente conmovedores, ilustrados por su amigo Alfredo. Siempre fue poeta, y díscolo. Aún recuerdo cuando abandonó voluntariamente la columna que tenía en El País porque el artículo que había escrito, para desmontar la farsa del PSOE en torno al mendaz referéndum de la OTAN, fue boicoteado por la dirección del periódico. Era militar, miembro de la clandestina UMD y estaba preso cuando Franco murió, a consecuencia de lo cual pudo regresar a casa. Gracias a mi convivencia con él pude comprobar que existen personas en las que el pasado, o por lo menos, ciertos episodios de su historia, permanecen adheridos como lapas en su presente, unos recuerdos que al hilo de la vida se van transformando con el objeto de orientar, de ofrecer un cierto sentido o cierta justificación a lo que se va viviendo.
Nació en 1936, en el mes de febrero, a la par que el frente Popular ganaba las elecciones en España y una nueva ilusión volvía a animar a los desgraciados de este país de pandereta, caciquismo y católico feudalismo. Y digo esto porque él siempre sintió, aunque quizás no lo dijera, que su vida tan luminosamente alumbrada se vio coartada por aquella ominosa traición a consecuencia de la cual tuvo la mala fortuna de tener que vivir rodeado de mediocridad, tiranía y represión.
Era febrero, y mi abuela estaba a punto de dar a luz. El niño venía de nalgas, una desgracia en aquella época, y el médico de Linares le había dicho a mi abuelo que tendría que elegir entre la madre o el niño. Y recuerdo este episodio tan antiguo porque nuestra mente contiene también sentimientos, mitos, angustias, luces y sonidos que como en ese juego que llamamos caleidoscopio, se van orientando a lo largo de nuestra historia sin un sentido aparente, pero cuyas figuras de colores y reflejos forman tal itinerario de evocaciones que sólo cosas tan insignificantes como una canción, o una poseía, podrán sonsacar de lo más profundo de la desmemoria.
Mi abuelo Manolo se fue a Jaén, a la capital, a buscar a otro médico, un reconocido ginecólogo –cuyo hijo asistió a mi madre en mi propio parto, ¡coincidencias!- al que encontró ya de noche cerrada, y juntos tomaron la carretera de vuelta hacia el pueblo, con tan mala fortuna que el coche fue confundido con el de José Antonio Primo de Rivera, que ese día daba un mitin en Jaén, y ametrallado. Cayeron a la cuneta, arreglaron la rueda y sin luces alcanzaron al borde de la muerte a mi abuela y a mi tío, y ambos pudieron sobrevivir. Podría haber ocurrido de otra manera, pero fue así, y creo que ahora que mi tío vuelve a verse metido en otro útero recuerda que ya estuvo otra vez allí, porque todo le alcanza como en sombras, ecos y reflejos de algo que se llama el mundo, pero que ya jamás reconocerá otra vez como su mundo.
Su vida en Linares estuvo rodeada de música, de cante, de toda una semiótica de la rebelión y la tozudez que se expresaba en poesía y en canciones revolucionarias, un arte para protestar y para afirmar la honradez en la enramada de las metáforas y las melodías. Y ahora que está así, como un vegetal, lo único que parece conmoverle, son las canciones que entonces acompañaron su vida. Me explicaré.
Mi madre, mi hermana y yo vamos a visitarle, y hemos comprobado que cuando cantamos él nos identifica, y a la par que él también canta y recuerda las letras, también se acuerda de nosotros, y casi milagrosamente la música también le trae aquellos recuerdos y sentimientos que el cante alguna vez hace ya mucho tiempo le provocó. Una evocación, una especie de reminiscencia, que la música despierta en su mente activando no sé qué resortes y membranas, pero lo cierto es que la melodía le abre la memoria afectiva y hace que durante unos momentos vuelva a ser persona, abandone el vegetal en el que vive a diario y vuelva a entrar en la comunidad de los que nos comunicamos y nos reconocemos como humanos.
Mi hermana canta realmente bien. Y cuando mi tío Ángel la escucha identifica y se reconoce en aquella hondura flamenca y popular que acompañó sus vivencias. Es algo automático, como una taumaturgia que el hilo dorado de la voz de mi hermana conjura cada vez que suenan “los campanilleros”, el “soy minero” los fandangos, las seguiriyas o los arranques por bulerías.
Y os cuento esto porque esta experiencia me ha ayudado a darme cuenta de algo importante que desearía compartir. Muchos de nosotros vamos a perder nuestras capacidades mentales, algunos incluso al hilo de alguna enfermedad o deterioro propio de la vejez. Y la única posibilidad que vamos a tener de volver a ser por unos instantes personas, de volver a reconocer a amigos y familiares junto con nuestros recuerdos afectivos, va a ser gracias a las músicas que nos han acompañado en nuestras vidas. Por ello, os aconsejo que cantéis, que rodeéis a cada persona querida de música, que cada afecto y sentimiento de valor lo envolvamos en música, que inventemos canciones que tengan como inspiración las cosas y las personas que nos importan, que las cantemos junto con ellos, en las circunstancias importantes, cuando afloren los afectos y las ideas que nos gustaría conservar. Porque dentro de unos cuantos años, quizás tengamos la desgracia de irnos apagando como un vegetal, y entonces, las personas que nos rodearon podrán tener la posibilidad de entablar una relación afectiva gracias a las coplas, las canciones, las músicas que pudimos compartir. Por eso os pido que cantemos, que hagamos música para poder recordar aún cuando la memoria enferma se quiera negar a hacerlo.
Pajarillos que estáis en el campo,
gozando el amor y la libertad,
recordarle al hombre que quiero,
que venga a mi reja por la madrugá,
que mi corazón,
se lo entrego al momento que llegue,
cantando las penas que he pasao yo.
Maravilloso, hermano, gracias!
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Genial Juanete, este artículo si que me ha gustado, se lo leeré a Lola ahora que ve borroso, con música de fondo. Premio pa Juanete!!!!
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Maravilloso, me toco el corazón muchas gracias a mi colega Fatima por compartirlo. Reme
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Comparto muchas de las ideas que has expuesto. Gracias por difundir la música com una arte del alma. Te invito a concoer el Naad yoga que está cerquita de los planteamientos que expones. Un abrazo.
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Estoy apretando los dientes para no llorar. Gracias por darle vida a mi padre otra vez. Gracias, gracias…
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