Un cavernícola en bicicleta
El homo sapiens aparece como fruto de una evolución de un par de millones de años en las sabanas africanas, y cuando comienza su gran migración universal, ya contiene casi todos los elementos del ser humano actual. A medida que fue colonizando diferentes nichos ecológicos, transformando la naturaleza y creando cultura fue variando sus tipos de alimentación y en consecuencia, su estado de salud y enfermedades más comunes. El estudio de esta adaptación del género sapiens ofrece un conocimiento de gran utilidad a la materia que nos concierne, que en suma se podría sintetizar en el siguiente objetivo: ¿cuál es la alimentación que mejor se adapta a la genética humana? Los biólogos y veterinarios de los zoos lo saben muy bien, y no alimentan igual al chimpancé que al oso panda o al león. No se trata sólo de apetencias, sino que una alimentación inadecuada lleva a la enfermedad y hasta a la muerte a cualquier animal, incluso al ser humano.
Por esta causa conviene aplicar el criterio de prevención al que Descartes aconsejaba, y que resulta harto conocido, por ejemplo, en materia de medio ambiente, cuando todas las recomendaciones internacionales al respecto aconsejan no utilizar un determinando compuesto químico a menos que se conozca fehacientemente su inocuidad para el ser humano en caso de ingestión o contacto. En el caso que nos ocupa, el de la nutrición, consistiría en encontrar, como punto de partida, aquellos alimentos que ejercieron una acción selectiva a lo largo de la evolución humana, y aquellos que jamás fueron consumidos durante estos más de dos millones de años de evolución. El conocimiento de lo que fue saludable, o sea, de aquello a lo que estamos adaptados genéticamente nos ofrecerá una información muy valiosa sobre qué no nos debería hacer daño, punto de inicio indispensable si queremos acabar por conocer todo aquello que en las actuales condiciones de desarrollo nos debería ser igual o más sano aún si cabe. Porque en suma, lo que andamos buscando son aquellos alimentos y estilos de vida que no existían en el paleolítico y que ahora parece que nos están afectando negativamente en la forma de nuestras enfermedades de civilización, porque entre otras causas, existe una desarmonía evidente entre nuestro comportamiento actual y la genética de la que estamos dotados. No se trata de volver al tipo de vida del pasado, sino de buscar en él con método científico y riguroso aquellas enseñanzas que nos puedan resultar útiles en la búsqueda de la mejor alimentación humana. A menos que exista una tecnología que nos permita estar sanos y además sentados todo el día delante de una pantalla comiendo sólo comida elaborada y artificial, deberemos realizar esta búsqueda y además adaptar nuestro comportamiento a su resultado.
¿A qué alimentación se adaptó el género humano durante su evolución? Compleja pregunta. Por ello, y previamente podría resultar menos problemático responder a esta otra: ¿qué alimentos jamás tomó durante su evolución el homo sapiens? ¿A qué alimentos, por tanto, no estamos en principio adaptados genéticamente? El ser humano evolucionó siendo un cazador-recolector, y cuando se hizo sedentario e inventó la agricultura ya estaba casi totalmente formado, hace apenas 10.000 años. Por ello, el homo sapiens ni bebió leche en edad adulta, ni tomó cereales, ni legumbres, o azúcar refinado, menos aún aceites vegetales, ni grasas transhidrogenadas. Ello no quiere decir que estos alimentos en principio no sean saludables, sino que la genética humana, y por tanto, las reacciones bioquímicas que desarrollamos para sintetizar los alimentos que ingerimos están adaptadas a otros alimentos, y que a menos que se demuestre lo contrario, los nuevos que hemos empezado a ingerir desde hace 10.000 años no resultan adecuados a la particular genética del ser humano.
Es cierto que llevamos 10.000 años consumiéndolos (otros alimentos apenas unos 50 años o menos) y que si estamos vivos podríamos suponer que ya han superado el juicio del tiempo y que su incorporación a nuestra dieta no debería estar sujeta a dudas. Pero el hecho de que nuevas enfermedades hayan ido surgiendo a medida que se intensificaba su consumo, nos debería alertar sobre la relación causal que existe entre, digamos, la arterioesclerosis o la obesidad, y estos nuevos alimentos, ya que por estudios antropológicos no parece que estas enfermedades existieran en sociedades que se alimentaban con una alimentación, digamos tradicional.
Por tanto, la lista de lo que podría suponer la alimentación del homo sapiens se estrecha enormemente, en principio, sólo carne, pescado, frutas y verduras. El cóctel en que estos alimentos se integrarían en su dieta durante su evolución genética no sería constante, por supuesto, ya que según el lugar, la época del año, las condiciones climáticas, la capacidad tecnológica para recoger y cazar, el menú de nuestros antepasados en relación a estas cuatro categorías debió variar enormemente. No somos tan exquisitos como un oso panda, que sólo puede alimentarse de brotes de hojas de bambú, pero quizás no seamos tan generalistas como para creer que cualquier tipo de alimentación nos reporte igual nivel de salud.
Recordemos que el ser humano actual apenas difiere genéticamente del hombre de las cavernas, que quien hoy en día osa montarse sobre una bicicleta, y no digamos conducir un coche o pulsar un botón de destrucción nuclear, continúa siendo un cavernícola domesticado por el progreso cuyo ADN dejó de mutar hace muchos miles de años, por lo que todas las tecnologías de la salud o de la alimentación deberían ser evaluadas en relación con la capacidad que posee la genética humana de asimilarlas y no provocar enfermedades o incompatibilidades.
Hace mucho tiempo leí sobre la controversia entre las teorías de dos eminentes antropólogos del siglo XX, a consecuencia de lo que significó la revolución neolítica para el ser humano y su alimentación. Childe extendió la idea de que la invención de la agricultura y de la domesticación significó un avance civilizatorio de primera magnitud, que hizo que el ser humano empezara a superar el estado de necesidad dramático en el que se encontraban los recolectores-cazadores. Gracias a la agricultura el ser humano se hizo sedentario, creó la cultura y se aceleró el progreso tecnológico que caracteriza a la sociedad actual. Sin menoscabar la importancia del hallazgo, en los años 60 del pasado siglo, Sahlins y otros antropólogos cuestionaron ciertas virtudes de la revolución neolítica y su economía productiva, comparadas con las de la economía extractiva a la que sustituyó. En el núcleo de dicha controversia quiero comenzar estas reflexiones sobre cómo comemos. Decía Sahlins en su magnífico libro “Economía de la Edad de Piedra”, y refiriéndose al progreso tecnológico que augura el neolítico:
- “La cantidad de trabajo (per cápita) aumenta con la evolución de la cultura, y la cantidad de tiempo libre disminuye”
- “El hambre aumenta relativa y absolutamente con la evolución de la cultura”
Son dos frases que impactan, ciertamente. Sin embargo, y muy a nuestro pesar, parece que la tecnología ha servido sobre todo para acrecentar las desigualdades y generar mucha, muchísima riqueza, pero también pobreza. Y lo que nos concierne en este texto, de generar también hambre. El enorme potencial liberador que encarna la tecnología, realmente ha sido y sigue malgastándose en lo superfluo. Nos lo dijo Stuart Mill en el siglo XIX, que nunca se ha inventado algo que ahorrara realmente trabajo, a pesar de que la tecnología incrementa el rendimiento y eficacia de la producción. Paradoja sobre la que no incidiremos, pero que nos sirve para aplicarla al tema que nos concita, el de la comida, el de nuestras elecciones en torno a lo que nos llevamos a la boca.
La moderna antropología y paleontología ha corroborado continuamente las afirmaciones de Sahlins: los cazadores-recolectores trabajaban menos que sus vecinos agricultores, el riesgo de pasar hambre era muy superior en estos últimos, y su alimentación, según el registro fósil, era mucho más deficiente, lo que repercutió en que su esperanza de vida disminuyera y que padecieran mayor número de enfermedades. Nos podríamos preguntar, entonces ¿por qué la gente dejó de cazar y se pasó a la agricultura? Sobre ello existen varias teorías, pero lo que nos concierne en estos momentos es incidir en ese tema de la alimentación y ligada a ella la tradicional aseveración de que la agricultura y domesticación de animales supusieran el arrostramiento de la pobreza en la que vivían nuestros ancestros paleolíticos. Al respecto, dirá nuevamente Sahlins: “La población más primitiva del mundo tenía escasas posesiones, pero no era pobre. La pobreza no es una determinada y pequeña cantidad de cosas, ni es sólo una relación entre medios y fines; es sobre todo una relación entre personas. La pobreza es un estado social. Y como tal es un invento de la civilización”.
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