La belleza, de la que hemos estado hablando en el capítulo anterior, se fabrica socialmente a través de un proceso mental de promediado que categoriza las imágenes y los sonidos que cada persona ha percibido históricamente, un mecanismo de conceptualización que depende de la emoción, y en el que tanto los poderes del Estado o de la publicidad, como la libertad de cada individuo y comunidad por exponerse a imágenes alternativas y de percibirlas de modo original, conforma la base de datos con la que cada cual se fabrica el algoritmo social de la belleza o del gusto por determinadas imágenes y melodías.
Puede decirse que el gusto, tal y como empezó a codificarse durante el romanticismo, y entendido como la capacidad para reconocer lo bello, tanto desde posturas empiristas como la de Hume, o más innatas como las de Ruskin, pasando por los estudios sociológicos basados en el poder de influencia y la distinción de Bourdieu (“El sentido social del gusto”), todos ellos están abocados a considerar este carácter inductivo y estadístico de conformación del buen gusto o de definición de la belleza, y que Hennion, en “La pasión musical” describe del siguiente modo:
El gusto, el placer o el efecto de las cosas no son variables exógenas ni atributos automáticos de los objetos; son el resultado de una acción del que experimenta el gusto («degustador»), acción que se basa en técnicas, en entrenamientos corporales, en pruebas repetidas y que se realiza a lo largo del tiempo, a la vez porque sigue un desarrollo regulado y porque su éxito depende en gran medida de los momentos. El gusto constituye una práctica corporal, colectiva e instrumentada, regulada por métodos discutidos sin cesar, orientados en torno a la percepción apropiada de efectos inciertos. Es por ello que preferimos hablar de «vinculaciones». Esta palabra tan bella rompe la oposición que acentúa el dualismo de la palabra gusto, entre una serie de causas que vendrían del exterior y el «hic et nunc» de la situación y de la interacción.
Por tanto, construimos la belleza a partir de todo lo que hemos percibido históricamente, nunca pasivamente, y siempre en torno a la experiencia, la acción y el deseo. Por ello Miguel Ángel, casi con desconsuelo, y percibiendo la relatividad de la belleza, gritaría: “Hazme el favor divino de decirme, ¡oh Amor!, si mis ojos ven la belleza verdadera o si la llevo dentro de mí”.
Lamento que sintoniza también con las siguientes palabras del neurocientífico Zeki, porque resultan esclarecedoras sobre este carácter contingente y fabricado de la belleza.
(El artista) extrae una idea abstracta de sus formas que es mucho más perfecta que cualquiera de las que exhibe el modelo original. Este proceso (…) depende de la exposición a múltiples visiones de la misma escena que se va a retratar y la síntesis de estas visiones, lo que Hegel llamaba “concepto”, y se realiza mediante un proceso de pensamiento elusivo. Picasso (1935) dijo una vez, casi en términos neurobiológicos: “Sería muy interesante preservar fotográficamente la metamorfosis de un cuadro”. Posiblemente uno descubriría entonces el camino seguido por el cerebro para materializar un sueño. Para Hegel (1832), el concepto, que de nuevo interpreto aquí como el registro que el cerebro hace de todas las escenas con las que se ha familiarizado, se convierte en idea una vez se ha transformado sobre el lienzo. A través de este proceso de externalización y concreción de lo que hay en el cerebro, el arte nos equipa con las cosas en sí, ya fuera de la vida interior de la mente.
Es decir, que los arquetipos platónicos (como la idea de belleza) o los conceptos de tipo idealista no resultan ni innatos ni providenciales, sino que se conforman en cánones según cada individuo vaya almacenando y clasificando emotiva, política y éticamente las experiencias materiales que percibe. Como afirmaría Foucault, “el poder produce realidades”:
Al igual que son las clasificaciones y distinciones en torno a lo irregular o la enfermedad, lo que crea exclusiones y a partir de los cuales se crea el concepto de salud o normal, no por sí mismo, sino por lo que excluye. Asimismo, en la belleza, son los viejos, discapacitados, gordos, deformes, pobres, etc. los que con su exclusión generan el concepto de belleza. Control social por el aspecto, al igual que sobre la virtud (moral) y la verdad.
Nuestro concepto o idea de lo que es un hombre o un paisaje bello, o de cómo concebimos la belleza en la escultura, la música o la poesía, depende de todas estas mediaciones o vinculaciones de los poderes (entre el que se encuentra nuestro propio poder). No podemos obviar las imágenes del cuerpo femenino con la que nos bombardea la publicidad, ni el impacto de las películas o los videojuegos en la construcción del gusto, todo ello, junto con la forma según cada cual las percibe, y cómo las mezclamos con otras impresiones y codificaciones, va a ser la materia prima sobre la que nuestro cerebro elaborará nuestro sentido de la belleza, y sobre la que el artista va extraer su particular muestra “deformada” para aportarnos comprensión y conocimiento, para que la incluyamos como otro input en nuestro proceso dinámico de construcción de nuestras bellezas.
Hickey en “El dragón invisible” también expresará esa capacidad política de la belleza para provocar adhesión a valores morales, y que desde el Renacimiento hasta el fascismo y la publicidad ha sido utilizada con asiduidad:
El matiz fluido del placer, la belleza y el poder es un negocio importante y exitoso en esta cultura y lo ha sido desde el siglo XVI, cuando las innovaciones deslumbrantes y elocuentes del arte renacentista le permitieron a los artistas producir imágenes quiméricas de tal autoridad que adquirían poder (…) El objetivo de estas figuras de la belleza era conceder el derecho a voto al público y reconocer su poder, delinear un territorio de valores comunes entre la imagen y su espectador y luego, en ese territorio, plantear el argumento valorizando el contenido de la problemática de la imagen. Sin la urgente intención de reconstruir el punto de vista del espectador, la imagen no tenía razón de existir, ni tampoco razón de ser bella.
Adorno también resaltará este carácter dialéctico, dinámico, cambiante, agonal y relativo de la belleza:
(…) se va modificando la imagen de la belleza a lo largo de una historia que es autoesclarecedora. La formalización de lo bello es un momento de equilibrio que es constantemente destruido, porque lo bello no puede retener la identidad consigo mismo, sino que tiene que encarnarse en otras figuras que, en ese momento de equilibrio, se le oponían.
Puede afirmarse que más que un absoluto sobre la belleza, existen diferentes ideales de belleza construidos social y políticamente en diferentes culturas y contextos históricos, y que la emoción que despierta en cada individuo el encuentro con su belleza no le resulta imprescindible a la experiencia artística, que puede, y realmente lo ha hecho así durante buena parte de la historia, prescindir de la búsqueda de la belleza para transmitirnos y hacernos percibir los diferentes sentidos y significaciones que pueden adoptar las realidades y los mundos que fabricamos. Por ello Apollinaire nos recordaría que “ese monstruo de la belleza no es eterno”.
Al concluir el capítulo anterior relacionábamos la verdad y la belleza, y manifestábamos el mismo tipo de dudas ante ambas. En el caso de la verdad, al no poder tener el individuo acceso al mundo “a priori” o a la realidad “en sí”, jamás va a ser capaz de poder confrontar ambas para encontrar la verdad científica. Con la belleza ocurriría algo similar, porque no existe un canon o una normativa absoluta, genética o esencialista con el que confrontar la realidad y las obras artísticas, porque tanto la belleza como la verdad, son experiencias y hechos que no dejan de ser construcciones sociales cuyos criterios de validez o de veracidad han sido fabricados para sobrevivir y consolidar un determinado tipo de sociedad. En “Representación, concepto y formalismo: Gadamer, Kosuth y la desmaterialización de la obra artística” se dice lo siguiente:
Está claro que semejante verdad no hay que entenderla como ‘adequatio’, sino como ‘alétheia’, como desvelamiento de mundo, de significaciones. La obra no es verdadera por ajustarse a algo ya determinado en el mundo, por imitar o reproducir algo externo, sino por abrir un horizonte desde donde toda la realidad aparece bajo una nueva luz, con un nuevo sentido que, sin embargo, le hace más justicia a esa realidad: la eleva, por así decir, a su verdad, potenciándola en su ser.
El conocimiento no sólo se da en los lenguajes literales, denotativos y verbales tan propios de la ciencia occidental (y que refieren el marco de la verdad científica), sino también en los medios metafóricos, no denotativos ni lingüísticos que se dan en la música, la pintura o la poesía (y que a veces expresan la belleza). Todos ellos resultan indispensables para afrontar la aventura del conocimiento. Por ello afirmaría Goodman en “Maneras de hacer mundos”,
(…) el arte no debe tomarse menos en serio que las ciencias en tanto forma de descubrimiento, de creación y de ampliación del conocer, en el sentido más amplio de promoción del entendimiento humano, y que, por tanto, la filosofía del arte debe concebirse como una parte integral de la metafísica y de la epistemología.
Y por esta razón, el pensador pragmático y constructivista, va a desechar con sutiliza y elegancia los términos de verdad y de belleza, empleados comúnmente en los campos escindidos de la ciencia y del arte, por el común de veracidad o validez en relación con una teoría del conocimiento aplicable en igual grado a ambos campos.
Puede decirse que tanto los hechos científicos, como los experimentos artísticos, son muestras que se extraen del mundo que hemos fabricado, y que en ambos casos resultan verosímiles sólo si se adecúan a unos determinados criterios de veracidad, que en el caso de la ciencia hemos denominado hipótesis o métodos, y en el arte cánones, esquemas o estilos. Recordemos que una muestra del mundo no es el mundo, y su representatividad va a depender de una serie de procedimientos puramente prácticos en los que los científicos y los artistas confían con objeto de ofrecer consistencia o verosimilitud social a lo que afirman, nos dicen o expresan.
Las obras de arte no son especímenes escogidos de una pieza de tela o de un barril, sino más bien muestras extraídas del mar. Ejemplifican formas, sentimientos, afinidades y contrastes, de manera metafórica o literal, que hemos de encontrar en un mundo o que hemos de inscribir en él. Las características de la totalidad permanecen indeterminadas, y la bondad del muestreo no se resuelve revolviendo a fondo todo el barril ni tomando muestras de agua de muchos sitios diversos, sino más bien por un sistema que coordine la extracción de muestras diferentes. Es decir, y en otras palabras, la validez de un diseño, de un color, de una armonía de formas –el que una obra sea adecuada muestra de esas características- queda comprobada por nuestro éxito a la hora de descubrir y aplicar aquello que se ejemplifica en ese diseño o ese color (…) Una imagen de Mondrian será buena si es aplicable a un esquema que es eficaz a la hora de ver un mundo (En “Maneras de hacer mundos”)
Por ello, y tal y como afirma Kosuth en “Arte y filosofía”, las experiencias artísticas en cuanto narraciones de un mundo en construcción, se podrían considerar en sí mismas también como proposiciones, enunciaciones de sentido dentro del mismo “lenguaje del arte”:
¿Cuál es la función del arte, o su naturaleza? Si proseguimos nuestra analogía de las formas que el arte toma al ser lenguaje del arte podremos comprender que una obra de arte es una especie de proposición presentada dentro del contexto del arte como comentario artístico. De ahí podemos dar un paso más y pasar a considerar y analizar esos tipos de “proposiciones”.
Tal y como el cabrero contradecía al meteorólogo, el pluviómetro sólo recoge la lluvia que cae sobre él, pero no la de cualquier otro lugar. La interpolación no es el mundo, sino un mapa de la lluvia del mundo, la representación de una conjetura que será más o menos creíble según cada comunidad comparta o no los criterios de verosimilitud o ajuste aplicados a cada caso concreto. Lo mismo ocurre con la experiencia artística, cuyos métodos de representación y ejemplificación se han elaborado a partir también de muestras (perceptivas y por tanto no absolutas) del mundo y a partir de las cuales se han ido consolidando estilos, estructuras, técnicas artísticas con las que nos hemos ido familiarizando y con las que hemos establecido una relación de confianza similar a la que mantenemos con la ciencia.
Los hechos o las muestras artísticas y científicas de la realidad son los asesinos de Lombroso y de Galton, buscados con obcecación en los lugares más tenebrosos de la experiencia humana para justificar una hipótesis. Pero la experiencia artística posee la ironía suficiente como para destapar los prejuicios con los que operan tanto los científicos como los artistas. Es el hábito de querer ver de un determinado modo el que recopila de una determinada forma las muestras de nuestra realidad, conjunto con el que ese ponderador que es el ser humano, realiza un “averageness” estadístico con el que va a crear los conceptos, ideas, cánones o hipótesis con los cuales va a analizar una realidad concreta, por supuesto, siempre mediatizada por el método de experimentación.
El artista nos propone un itinerario cognitivo por diversas muestras de su/nuestro mundo, y para que nuestros ojos y oídos se interesen y sientan curiosidad por proseguir en complicidad la deriva que se nos propone, los artistas suelen colocar recompensas emotivas y cognitivas esparcidas por ese camino que es su obra. La belleza –y sus fealdades- puede ser una de estas recompensas o atractores de atención, aunque no es el único, y por supuesto, no siempre tiene por qué estar presente.
En este sentido, Kandinsky afirmaría que “la belleza de color y forma no es (pese a lo que afirmen los estetas y los naturalistas, que ante todo buscan la belleza) un objetivo suficiente para el arte”.
También Peirce afirmaba que una obra de arte no necesita ser bella, en el sentido tradicional del término, y nos recordaba que los griegos clásicos poseían la palabra kalos para designar no tanto la belleza cuanto la admiración cognitiva, lo “admirable en sí mismo”. Para que ese símbolo que es una obra de arte pueda ser interpretada por sus potenciales receptores, en estos debe surgir la “simpatía intelectual”, una especie de predisposición anímica y corporal que va a desembocar en el placer de descubrir, de entender, de encontrar un sentido al interrogante cómplice de la obra de arte ante la que nos situamos o en la que participamos. La experiencia artística sólo se puede dar como acontecimiento, como algo especial y en cierto modo ceremonial, que acontece tras la generación de una expectativa a participar, de tal modo que el receptor se prepara para afrontar el reto, el juego intelectual de su interpretación a través también de la emoción.
Recordemos también a U. Eco, quien nos advierte de que los griegos no poseían una palabra para designar la belleza, cuyo término latino procede de bellum, origen también de bonellum, es decir, de lo bueno, razón por la que el cristianismo recogió ese carácter moral del que tanto nos cuesta desprendernos cuando analizamos la belleza. El kalos griego o el pulchrum romano poseían un carácter más cognitivo y más cercano, por tanto, a la reflexión previa de Peirce.
También Gadamer, en “La actualidad de lo bello”, nos propuso algo parecido, en su versión de lo que significa la experiencia artística:
¿Por medio de qué posee una “obra” su identidad como obra? ¿Qué es lo que hace de su identidad una identidad, podemos decir, hermenéutica? Esta otra formulación quiere decir claramente que su identidad consiste precisamente en que hay algo “que entender”, en que pretende ser entendida como aquello a lo que “se refiere” o como lo que “dice”. Es éste un desafío que sale de la “obra” y que espera ser correspondido. Exige una respuesta que sólo puede dar quien haya aceptado el desafío. Y esta respuesta tiene que ser la suya propia, la que él mismo produce activamente. El cojugador forma parte del juego.
En la misma idea incidía Dewey en “El arte como experiencia” cuando afirmaba que la noción de belleza no resulta apropiada ni para explicar la experiencia artística, ni para realizar la crítica del arte:
La belleza está muy lejos de ser un término analítico y, en consecuencia, una concepción que pueda figurar en teoría como medio de explicación o clasificación. Desgraciadamente, ha cristalizado en un objeto peculiar; el rapto emocional se ha sometido a lo que en filosofía se llama hipóstasis, y de aquí ha resultado cl concepto de la belleza como una esencia de la intuición. Para un propósito teórico resulta entonces un término obstructivo.
También resulta interesante recordar que ya se han podido reconocer las áreas cerebrales relacionadas con el placer estético (la belleza), que son las mismas que se activan cuando nos exponen la fealdad, una especie de juego entre lo que los clásicos denominaban la belleza objetiva y subjetiva, y en la que la participación de las estructuras límbicas resulta crucial. Parece que el placer constituye la principal vía de acceso al conocimiento. Pero si pudiéramos, mediante el uso de drogas o electrodos, activar estas zonas de la emoción ante la belleza, sin que ésta estuviera materialmente presente ante nosotros, y por tanto, sintiéramos virtualmente la misma emoción, sosiego, paz, relajación o éxtasis, ello no nos podría aportar el elemento principal de la experiencia artística, que es el conocimiento, su esencial aspecto cognitivo y convivencial que aparece cuando se establece un diálogo con la materialidad que la obra de arte ejemplifica.
Por ello podemos afirmar que este capitalismo que nos rodea realmente está fabricando mucha belleza, pero gran parte de ella no nos produce ningún tipo de placer estético, no nos aporta conocimiento. Sería como el estado de “felicidad paradójica” que define Lipovetsky en su libro sobre las sociedades del hiperconsumo. No critico que las mercancías se fabriquen bellas y atractivas, sino que defiendo que la belleza por sí sola no nos ofrece la experiencia artística, que se precisa algo más y que en muchas ocasiones hasta sobraría. El objetivo del arte no es producir belleza sino sentido. La belleza puede ser un elemento más de la materialidad de algunos significados, pero no de todos. Y como hemos visto, y así también lo apreciaron las vanguardias del siglo XX, la belleza en conjunción con la experiencia artística puede ser utilizada como un medio muy eficaz para producir aquiescencia, laxitud y para aceptar como normales una serie de comportamientos morales y virtuosos muy concretos.
No podemos dejar de ser ponderadores de experiencias perceptivas, pero somos libres de promediar lo que nos dé casi la gana, y por tanto, libres de encontrar belleza donde queramos fabricarla, con independencia de que ésta forme parte o no de las experiencias artísticas con las que deseamos darle sentido al mundo. Porque una cosa es que el arte se pueda dar sin belleza, y otra que queramos renunciar al acto imposible y nada deseable de querer renunciar a la belleza. Aunque no sea más que para ultrajarla, tal y como Rimbaud nos mostró en “Una temporada en el infierno”:
Un día, senté a la belleza en mis rodillas, me resultó amarga, y la ultrajé”.
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