Las experiencias artísticas como modelos de realidad

……continúa…

Abrimos este capítulo con la siguiente reflexión del director de cine canadiense D. Cronenberg:

(…) toda la información que percibimos está estructurada y mediada por el cerebro, pero éste no se basa en tanta información, comparada con la que sabemos que es posible. Por eso hemos inventado máquinas, para poder ampliar los oídos, la vista, la boca. Nuestra tecnología es un intento de ampliación de nosotros mismos. Intentamos proyectarnos en el mundo y retroalimentarnos para poder percibir de alguna manera lo que no podemos percibir directamente. De forma que cuando las personas hablan de tecnología en oposición a lo humano, creo que se equivocan completamente. Sólo existe lo humano, lo humano, la única tecnología es la tecnología humana.

Por esta razón, y como veíamos en el capítulo anterior, la experiencia artística nos ayuda a ampliar nuestra percepción en relación con las tecnologías que imaginamos, concebimos, proyectamos, construimos y aplicamos como prótesis de nuestros cuerpos. Desde el Paleolítico, estas “máquinas deseantes” que somos los seres humanos nos hemos autoconstruido fabricando una realidad, desde las cavernas hasta el ciborg hemos estado reconstruyendo los mundos a través de nuestros imaginarios, y por tanto, adaptando nuestras percepciones a los universos simbólicos que en cada caso hemos creado para acoplar la naturaleza con el artificio.

La siguiente figura contiene algunos de los conceptos más relevantes en torno a esos especiales artefactos tecnológicos que nos provocan experiencias artísticas. Puede servir como orientación sobre lo que estamos diciendo.

La experiencia artística se produce en una red de relaciones en la que el artefacto como agente “nos habla”, nos lanza un mensaje que no está todo él en su esencia, pero que tampoco inventamos nosotros como observadores autistas, sino que es en la red de relaciones que cruzan al artefacto artístico, como un nudo o un mediador, donde aflora la experiencia artística que nos transformará a nosotros y al propio objeto, al entorno mismo en el que se desarrolla la experiencia. Como afirma la Teoría del Actor-Red, un artefacto no es una cosa inerte, sino que posee agencia, capacidad de actuar sobre el entorno humano y no-humano que lo rodea. Como destaca B. Latour en “Nunca fuimos modernos”, la revolución científica y tecnológica, así como la democracia representativa y el individuo moderno, son creaciones que se han basado en la escisión oportunista de realidades duales como sujeto/objeto, cultura/naturaleza, cuerpo/alma, medios/fines, civilizado/salvaje, hecho/valor, etc. y la creación paralela de una serie de “híbridos”, entre los que está la obra de arte, que contiene un mezcla de todas estas esencias puras inventadas,  lo que da pie a todos los debates inútiles suscitados en torno a su esencia. Sobre ello, e ironizando en torno a Heidegger, el filósofo y antropólogo francés dirá:

Y sin embargo, ‘también aquí están presentes los dioses’, en la central hidroeléctrica al borde del Rin, en las partículas subatómicas, en las zapatillas Adidas igual que en los viejos zuecos de madera tallados a mano, en el agrobusiness tanto como en el viejo paisaje, en el cálculo mercantil lo mismo que en los versos desgarradores de Hölderlin (…) esta paradoja ya no debería sorprendernos. En efecto, los modernos realmente afirman que la técnica no es más que una pura dominación instrumental, la ciencia una pura disposición y un puro emplazamiento, la economía un puro cálculo, el capitalismo una pura reproducción, el sujeto una pura conciencia. Ellos lo declaran, pero sobre todo no hay que creerles totalmente, porque lo que afirman no es más que la mitad del mundo moderno, el trabajo de purificación que destila lo que le suministra el trabajo de hibridación”

Porque también en la obra de arte está presente el aura de Benjamin, el fetiche de la mercancía de Marx, la redención wagneriana, las subastas de Sothebys, la mala conciencia, la técnica y lo sagrado, el comercio, la semiótica y la más pura carnalidad, la naturaleza imitada y la reconstruida o la inventada, el dinero, la veneración, la verdad y la falsedad. En la obra de arte se ha dado ese mismo intento tan moderno de purificación, es decir, de aislarla en uno de los polos de esa realidad categorizada en recintos estancos, por lo que la definición de lo que es el arte siempre ha consistido en borrar las huellas, en “hacer invisible la traducción”, la cadena de interpretaciones que la han pretendido solidificar en un objeto venerable y puro –el arte por el arte-, ocultando su carácter híbrido, y por tanto, convirtiéndola en uno de esos “móviles inmutables” a los que nos tiene tan acostumbrados la modernidad.

En “Tecnogénesis: la construcción técnica de las ecologías humanas” se ofrecen una serie de trabajos donde se aborda lo que puede dar de sí una filosofía constructivista radical que renuncia tanto a las grandes escisiones dualistas, como a las narraciones lineales, y que intenta superar ese juego tan propio del sujeto moderno de considerarse, según las circunstancias, “un puritano dualista o un oportunista sin escrúpulos”. Se trataría de intentar concebir la realidad como una construcción sin constructores, es decir, como una construcción común de la naturaleza, la sociedad y la cultura (co-construcción o génesis), de un conocimiento que no se obtiene por la pura percepción de un mundo preexistente que hay que descubrir, sino por obra del enactivismo, es decir, de la percepción guiada y acoplada en la acción, y por tanto, donde los ladrillos o patrones constructivos surgen del acoplamiento con el mundo y no por aplicación de una esencia o de un formalismo o unas semillas preexistentes.

El pluriverso del que nos hablaba H. James, no consistiría ni en una pluralidad de mundos cerrados e incomprensibles, ni de diferentes perspectivas sobre un mismo mundo, sino de mundos parcialmente conectados que se explican a través de narrativas no lineales, no por despliegue de unos potenciales o unas esencias, o de un proyecto, sino por la conjunción sincrónica de una multiplicidad de relaciones. Como afirmaba J. Law, “el ser es una cuestión relacional”, y por tanto, en función de los “aparatos de detección” construidos, se nos harán presentes unas realidades, y también unas ausencias. Quizás la experiencia artística sea una técnica de detección, una forma de hacer “visible” lo virtual, de “explicar” las relaciones que forman la red en la que los agentes humanos, naturales y no-humanos interactuamos, de hacer extensivo a todos los lenguajes el dicho de que “el mundo existe según se habla o se escribe sobre él”.

Al comienzo de la Ilíada Homero invoca a la musa para que le cuente la historia, la realidad de unos hechos que no existirían si el propio Homero no los hubiera narrado. Ni los dioses podrían existir sin este acto creador del artista. Pero Homero no es más que una sombra, un mito, un nudo en la maraña de relaciones que casi mil años después de la destrucción de Troya desembocaron en un ciego que cuenta a unos nobles lo que desean escuchar acerca de su propio pasado mítico. Grecia se crea y se recrea a través de esta narración que se va a reinterpretar a lo largo de su historia de mil y una maneras como texto educativo y comprensivo acerca del lugar que ocupa la polis griega en el mundo. Esas imágenes míticas de las grandes narraciones continúan con nosotros, ya sea convertidas en novelas, películas, ciencia ficción o videojuegos, la materia prima de ese imaginario del que surgen las identidades y las realidades.

A mi entender, el problema de la imaginación es crucial porque llama la atención sobre el hecho de que el conocimiento —y la comunicación posible, entonces— nace y se perfila ante todo como imagen y narración (‘mythos’), y sólo después, luego de un proceso de transustanciación metafórica y simbólica, adquiere contornos más precisos de concepto y argumentación (‘logos’). (En “La urdimbre mitopiética de la cultura mediática”)

Como afirmaban Nietzsche y Wittgenstein, todos los actos lingüísticos se basan en las imágenes, en ese imaginario que se proyecta en nuestros actos comunicativos y en nuestro deseo. El lenguaje, por tanto, se sustenta sobre metáforas visuales y conecta con la textualidad o el lenguaje verbal y escrito, a través de secuencias no lineales ni causales, ya que opera mediante una especie de simultaneidad de procesos cerebrales en paralelo y con los que las experiencias artísticas se emparentan totalmente, porque están en la base de la creatividad humana.

Por ello Wittgenstein afirmaría que lo único que posee en común el lenguaje que utilizamos para describir y aportar sentido, con esa realidad a la que denota y se refiere, no es la identificación material,  la mímesis o la simetría, sino únicamente la estructura lógica que comparten los hechos que nosotros mismos construimos y las proposiciones que los describen y los relacionan.

No se trata, por lo tanto, de que la molécula de ADN tenga ‘exactamente’ la forma visual que le da su modelo, sino que esta forma del modelo sería la forma del fenómeno si el fenómeno tuviera forma (Catalá).

Algo parecido al mismo modelo formal que utilizó la primera ciencia del átomo para describirlo como un sistema planetario en miniatura de electrones y protones, y que ha ido transformándose a lo largo de la historia para ir incorporando otras metáforas narrativas sobre su comportamiento físico. Recordemos las reflexiones del físico N. Bohr en torno a la aparente ilogicidad de la física cuántica, y su enfrentamiento con aquellos que sólo deseaban ofrecer un despliegue matemático de sus consecuencias. Él siempre entendió que la nueva física sólo sería comprendida si los artistas y los propios científicos como él eran capaces de crear imágenes visuales, mapas mentales, es decir, si éramos capaces de engendrar experiencias artísticas en torno a la nueva física. De aquí procede su empatía con el cubismo y con las nuevas formas artísticas que planteaban una multiplicidad de perspectivas y puntos de vista.

El conocimiento no está en un lugar listo y esperando para ser leído, como hemos estado tan acostumbrados a considerar, sino que como decía Conquergood, hemos de habituarnos a concebir el saber como algo más performativo que textual, y por tanto, que la propia idiosincrasia de la cibernética de los sistemas observadores y del constructivismo, en cuanto va más allá de la causalidad lineal (a la que considera una particularidad de la circular, recursiva, autorreflexiva y autorreferente) no puede ser narrada como una cadena unidireccional de hechos, y por tanto, hemos de considerar el saber como algo distribuido en la red social de cerebros, en las conversaciones y acciones que se encuentran entre ellos, como un saber activo y diríamos que hipertextual al que sólo se puede acceder, parcialmente, a través de interfaces que nos proponen esquemas, mapas, itinerarios cognitivos relacionados con las preguntas que en cada caso vamos a querer contestar para actuar.

La siguiente reflexión contenida en “El arte cibernético por la teoría de la complejidad” me parecen muy claras sobre el papel que el conexionismo, como nuevo paradigma epistemológico, le usurpa al tradicional cognitivismo.

El conexionismo promueve la investigación de algoritmos de tratamiento paralelo, a diferencia del tratamiento secuencial de reglas aplicado por el cognitivismo, y promueve también un modo de funcionamiento distribuido que asegura una relativa equipotencialidad y una inmunidad a deterioros, a diferencia del cognitivismo que localiza la información y cuya pérdida compromete al sistema global. Un sistema conexionista es adaptativo y no requiere de una unidad central de tratamiento, y la coherencia global del sistema dinámico permite la manifestación de propiedades emergentes: son sistemas complejos. El conexionismo se expresa tecnológicamente en las redes neuronales artificiales, en la computación evolutiva, y en las tecnologías híbridas que incorporan la lógica difusa.

Estos modelos de realidad requieren una comunicación muy diferente con el tradicional usuario de los sistemas, ya que el nuevo observador se tiene que situar inexorablemente dentro del propio sistema y no buscará tanto la verdad, o encontrar la respuesta a un objetivo de simulación predeterminado, como acoplarse con la interfaz de proceso para interactivamente fabricar un mundo o modelo ad hoc. Más que herramientas se precisan prótesis o interfaces “encarnadas”, donde el usuario ya no va a seguir un itinerario prefijado para obtener una respuesta, ya que el conexionismo (otra manera de nombrar a la cibernética de los sistemas observadores y al constructivismo radical) no puede funcionar con este tipo de estrategias causales, y requiere una implicación discusiva activa por parte del observador observado.

Y es aquí donde la experiencia artística va a cumplir un papel indispensable, no ya sólo para comprender y saber explicar este nuevo mundo tecnológico y cognitivo, sino también para poder habitarlo. Estas interfaces van a tener que ser estéticas, porque para que podamos interactuar con ellas van a tener que expresar las respuestas y las interacciones con los “usuarios” de forma artística. Tampoco estoy afirmando algo tan novedoso y extraño. Pensemos que siempre los mapas han poseído esa componente artística que permitía darle al territorio un sentido de modo práctico y emocional. O los magníficos esquemas, láminas, itinerarios, dibujos, diseños que los científicos han elaborado tanto para explicar sus teorías, como también para poderlas ellos mismos entender. En este capítulo ya nos referimos a ello en el caso de una lámina de Ramón y Cajal. Pero leamos lo que Elkins afirma en ese magnífico catálogo de artes y técnicas visuales que es “Visual practices across the University”:

“Las estrategias que utilizan los científicos para manipular las imágenes podrían ser llamadas estéticas en el sentido original de la palabra, desde que están destinadas a perfeccionar y racionalizar las transcripciones de la naturaleza”.

Que conecta con lo que manifestaba el crítico de arte Bredekamp:

La imagen no es un derivado ni una ilustración sino un medio activo del proceso de pensamiento (…) las imágenes no son ilustraciones, sino universos que ofrecen una semántica creada de acuerdo a sus propias leyes que está materializada de modo extraordinariamente expresivo.

En un post de noviembre de 2013 ya delimité este campo científico, el de la importancia que guarda la visualización de los datos y de los resultados de los modelos, con la comprensión de la realidad que simulan y a la que denotan. En el mundo complejo que habitamos vamos a tener que interactuar con las tecnologías y con los modelos-mundo cada vez de una forma más corporal y biológica, a través de redes e interfaces en las que los componentes biológicos y electrónicos cada vez van a ser menos discernibles, en los que información y percepción van a confluir, y por tanto, donde lo visual y lo sónico van a resultar imprescindibles para encontrar sentido, a través de unas interfaces expresivas y altamente simbólicas que encuentran su más clara fuente de inspiración en el arte. En el post mencionado se pueden consultar algunos trabajos y experiencias al respecto. Véase, por ejemplo, el trabajo de Aaron Koblin en el campo del Data Arts Team.

La interfaz histórica con la que estamos más habituados a trabajar es la del árbol, la propia de la taxonomía aristotélica, una clasificación de la realidad de forma arborescente que se basa en la dicotomía cierto/falso para establecer cada una de sus ramas o conceptos. Se trataría de clasificar todo el universo en cajas independientes (por ejemplo la clasificación vegetal de Linneo). En contraste, existirían otros mundos posibles en virtud de cómo contestemos a otro tipo de preguntas, de qué le pidamos al mundo en relación con nuestro deseo y acción. Por ello Foucault, al comienzo de “Las palabras y las cosas” nos recuerda el relato de Borges (en “Otras inquisiciones”) y la fantástica clasificación de una enciclopedia china basada en elementos paradójicos:

Este texto cita «cierta enciclopedia china» donde está escrito que «los animales se dividen en a] pertenecientes al Emperador, b] embalsamados, c] amaestrados, d] lechones, e] sirenas, f] fabulosos, g] perros sueltos, h] incluidos en esta clasificación, i] que se agitan como locos, j] innumerables, k] dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l] etcétera, m] que acaban de romper el jarrón, n] que de lejos parecen moscas». En el asombro de esta taxonomía, lo que se ve de golpe, lo que, por medio del apólogo, se nos muestra como encanto exótico de otro pensamiento, es el límite del nuestro: la imposibilidad de pensar esto.

O también el arte de los atlas, esas magníficas colecciones de imágenes que narran un mundo a través de itinerarios visuales e imaginarios, y que A. Warburg recuperó en los años 20 con su Atlas Mnemosyne, con objeto de ofrecernos esa capacidad de los atlas, de las imágenes, para recomponer mundos cada vez que estos se dislocan. Véase, por ejemplo, el catálogo de la exposición de Didi-Huberman “Atlas: ¿cómo llevar el mundo a cuestas”.

Por ello, los sistemas de comprensión y narración de la realidad se basan siempre en las metáforas y en el imaginario, y no son miméticos con el mundo, ni lo representan, sino que poseen la apariencia de mapas cognitivos que indican, tal y como Piaget definiría con su especial tipo de psicología constructivista, lo que puede hacerse en el territorio, y no cómo es la realidad territorial al margen del observador.

Para Piaget el conocimiento se encuentra indisolublemente unido con la acción y con todas aquellas operaciones (algunas  de las cuales él mismo descubrió en su trabajo en torno a la piscología evolutiva y cognitiva de los niños) en un proceso continuado de asimilación, acomodación y equilibración en torno a la experiencia en el medio social y natural. Y lo que llama poderosamente la atención en relación con la experiencia artística desde un punto de vista cognitivo, es el hecho de que supo destacar la conexión que existe entre las formas más depuradas de los actos del habla y las imágenes presimbólicas y las sensoriomotrices, algo que lo emparenta con el concepto de metáforas encarnadas, del que ya hablamos en otro capítulo y que conecta, por ejemplo, con el modo en que Einstein reflexionaba, y que recordábamos en el capítulo anterior. Piaget plantea un itinerario cognitivo que conecta los esquemas reflejos, con los esquemas de acción (más elaborados a partir de los anteriores) y los esquemas representativos, que ya poseen una fuerte carga simbólica. Es decir, que el conocimiento lo construye el ser humano a partir de una serie de acciones sensoriales, a partir de unos puros reflejos motrices que se van metamorfoseando en imágenes, símbolos y representaciones, para culminar en los lenguajes superiores. Y que con vistas a una narración científica, todos estos elementos resultan importantes y aportan comprensión, tanto las palabras como las imágenes, como las experiencias artísticas que podamos vertebrar alrededor del imaginario. Puede decirse que todos los lenguajes poseen puntos ciegos, sombras epistemológicas, y que precisamos una complementariedad entre diferentes modos de comunicación para alcanzar un conocimiento más profundo y complejo.

Por ello todos los mundos, todas las culturas resultan “traducibles”, por esa corporeidad, por la encarnación de los conceptos. Latour nos lo recuerda citando a Callon:

Los universalistas definían una sola jerarquía. Los relativistas absolutos las igualaban todas. Los relativistas relativistas, más  modestos pero más empiristas, muestran con ayuda de qué instrumentos y qué cadenas se crean asimetrías e igualdades, jerarquías y diferencias (…) ¿Cómo pretender que los mundos son intraducibles, cuando la traducción es el alma misma de sus encadenamientos? (…) Establecer relaciones; volver mensurable; regular instrumentos de medida; instruir cadenas metrológicas; redactar diccionarios de correspondencias; discutir acerca de la compatibilidad de las normas y los estándares; extender redes calibradas; montar y negociar los valorímetros; éstos son algunos de los sentidos de la palabra relativismo.

Por tanto, al enfrentarnos con una poesía, un cuadro, una máscara africana o una obra musical, al participar en una instalación o compartir espacio con una obra conceptual, dejar ya de preguntarnos ¿cómo debo comprender lo que estoy contemplando?, sino ¿cómo debería observarla?, cómo integrar esa experiencia en mi narración y cómo ser capaz de compartirla con mi comunidad, con las personas con las que estoy creando mi mundo sentimental, tecnológico, económico y vital, y sobre todo, cómo convertirme yo mismo en creador de realidad, en co-artífice del mundo que estoy habitando.

Es aquí precisamente, en la comunicación de la experiencia, y en concreto de la experiencia artística, donde reside el aspecto relacional y convivencial del arte y del conocimiento. Porque ese observador que es todo ser humano no se contempla a sí mismo solitario en su mónada o en su solipsismo, sino observado por otros, porque al igual que yo tengo en mi imaginación a los otros, yo sé que los otros me tienen a mí, porque formamos una comunidad agonal de deseos e intenciones en las que todo “yo”, como tan poéticamente lo definió el psiquiatra V. Frankl, “se ve en los ojos de otro”.

Y todavía más lejos, tal y como el artista metahumanista Jaime del Val nos propone en el siguiente texto:

Como apunta Katherine Hayles, la noción/ficción de información, como la de comunicación y significación, requiere de la producción del sujeto abstracto que codifica y decodifica unas porciones de realidad objetivas traducidas a universales desprovistos de su especificidad corporal. Sin embargo, la asociación clásica entre el sujeto racional y mente abstracta, entendida como realidad descorporeizada, está siendo cuestionada por teorías como las de la cognición enactiva, que, en resonancia con la fenomenología, plantean que la consciencia es un proceso corporal y relacional, efecto del movimiento de los cuerpos hacia otros cuerpos. Esto plantea un severo cuestionamiento de la posibilidad de establecer nociones universales y descorporeizadas de información.

El constructivismo radical, a diferencia del realismo o el idealismo, tiene que dar cuenta de todo, tiene que intentar dar sentido a todos los elementos de la realidad (físicos, biológicos, políticos y éticos) sin poder recurrir a los conceptos tan socorridos del instinto, la esencia o la trascendencia. Por ello, los pensadores constructivistas, desde algunos sofistas griegos, el mismo epicureísmo, pasando por los escépticos hasta llegar, por ejemplo, a G. Vico (contemporáneo de Kant) o los pragmatistas (James, Peirce, Dewey), han tenido siempre mala prensa y la historia de la filosofía ha tendido a marginarlos, porque su propuesta radical de llegar hasta el fondo, de comprenderlo todo, de encontrar siempre la justificación compromete los sólidos pilares de las ciencias oficiales y de los poderes establecidos de la modernidad.

Con los grandes hechos en los que se basa la ciencia, las leyes universales y las obras de arte clásicas “ocurre lo mismo que con el pescado congelado; la cadena de frío que los mantiene frescos no debe ser interrumpida, siquiera un instante”, de ahí el papel conservador de la educación o sagrado de los museos, la imprescindible existencia de orquestas sinfónicas para mantener congelado el legado musical clásico o de instituciones mundialistas ocupadas en redefinir ad nauseam los mismos derechos y éticas, etc.

Esta manera de entender la ciencia o el arte que plantea el constructivismo radical tampoco cae ni en la arbitrariedad (o relativismo), ni en el solipsismo (individualismo) ya que no todos los mundos construidos resultan ni viables ni racionales desde la racionalidad propia de cada sistema simbólico, ni el lenguaje se crea independientemente de la comunidad con la que se comparte. Como afirmaba Foerster:

Ustedes pueden decir: ¡Es mi imaginación! Pero también pueden argumentar: ¡Este otro sistema puede tenerme en su imaginación! Si ustedes abrazan este principio, sucede algo peculiar. El universo, que era un asunto completamente interno, ahora es externado constructivamente al decir nosotros que el otro es como yo soy. El ¡tú! es el ¡yo!

La percepción, tanto la de una obra de arte, como la del mundo, es activa, está motivada por el deseo y se mantiene siempre unida a la acción y a la emoción. La cognición subsecuente resulta adaptativa y no posee como finalidad descubrir una realidad ontológica preexistente (la verdad) o ajena al observador, sino en estructurar una narrativa de experiencias con vista a la supervivencia de un determinado modo de vida. Ni el conocimiento, ni la experiencia artística pretenden representar el mundo, sino dar coherencia a unos elementos de experiencia dentro de cuyo marco perceptivo el arte posee una cierta singularidad. Del mismo modo a cómo el objetivo del conocimiento no es la verdad, tampoco el de la experiencia artística va a consistir en la búsqueda de la belleza, esa especial verdad que parece que ha sido la principal obsesión del arte de Occidente.

Acabamos de hablar sobre cómo hacer ciencia al margen de la verdad, conversemos ahora sobre cómo hacer arte más allá de la belleza.

…….continuará…

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En las fronteras del arte (xiii) by Rui Valdivia is licensed under a Creative Commons Reconocimiento 4.0 Internacional License.

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