Estereotipo, mímesis y representación

……..continúa…

La idea tradicional de la belleza y de la fealdad en el arte se asemeja mucho al concepto de estereotipo, una forma de clasificar prejuiciada que impone una lectura unidireccional de la realidad y sujeta a unas claves interpretativas simples y canónicas. El estereotipo simplifica la realidad deformando y obviando propiedades fundamentales de la cosa estereotipada, con el objetivo de imponer un molde, patrón o modelo social fácilmente identificable. El estereotipo funciona moralizando la percepción, asignándole una categoría ética a la imagen simplificada que se percibe, ya sea un bosque, un castillo, el amanecer o una modelo.

Se dice que la clase o grupo dominante establece unidireccionalmente los estereotipos. Pero los estereotipos operan a todos los niveles, y también los dominados han fabricado estereotipos de sus dominadores y de los objetos, costumbres y estructuras sociales que han utilizado para evidenciar la explotación. Por tanto, se han utilizado tanto para generar sentido de autoridad, como para sortearla. Los estereotipos resultan habituales en muchas representaciones teatrales y operísticas, una serie de clichés fácilmente identificables por el público y que no requieren de muchas explicaciones, porque ya todo el mundo sobreentiende y reconoce lo imprescindible para integrarlos en la acción y en el sentido de la obra.

No todas las bellezas, ni todos los sentimientos o juicios se avienen a las características del estereotipo, pero cuando las personas nos contentamos con lo dado, cuando se solidifican ciertos cánones y prejuicios, sobre todo, cuando las categorías que asignamos a las cosas y a las situaciones adquieren connotaciones bipolares, duales y excluyentes, cuando en un extremo se coloca lo bueno, lo nuestro, y en el polo opuesto lo suyo y lo malo, entonces se están construyendo los cimientos para aplicar estereotipos, incluso aplicados a la belleza y el arte.

Los estereotipos forman uno de los grandes recursos de la publicidad y de cierta política, y se utilizan arteramente para potenciar y orientar el consumo, que tiende así a adquirir un cierto carácter moral e identitario a través del uso extensivo de la belleza en los anuncios y en el diseño de las mercancías. En cierto modo Marx ya anticipó este uso, que podríamos denominar “fraudulento de la belleza”, y de los estereotipos asociados a ella, cuando afirmaba que el dinero puede comprar la belleza, ya sea porque la puedes adquirir y convertirla en apariencia de poder y de prestigio, ya sea porque con el poder del dinero se podrá influir en los gustos sociales y en la asignación de valor suntuario o de clase a ciertos cánones de belleza asociados a las mercancías y a los estilos de vida.

Uno de los razonamientos más perversos en relación con este uso fraudulento de la belleza se da en la moralización de la historia, en la asignación de valor ético a ciertos episodios históricos en virtud de su estética o capacidad para generar belleza. Cuando se observa la historia bajo este prisma hasta el asesinato, como afirmaba de Quincey, tiende a convertirse en una de las bellas artes, o la mera transmisión de cultura, un nuevo episodio de la barbarie, como afirmaría W. Benjamin:

Ya que los bienes culturales que abarca con la mirada, tienen todos y cada uno un origen que no podrá considerar sin horror. Deben su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de barbarie. E igual que él mismo no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión en el que pasa de uno a otro. 

Esta estetización de la historia opera bajo la premisa de considerar que el fruto más excelso y de más valor que puede generar el ser humano es la belleza y en concreto la belleza contenida en el arte, y que la belleza generada en cada período histórico, en cierta manera exime de culpa o convierte en virtuosos o al menos, en no tan punibles, la estructura social o los hechos que las mismas obras pregonan o ensalzan. No es que la estructura esclavista asociada a la construcción de las pirámides, por ejemplo, se considere en sí misma justa, sino que analizada a través de la magnífica belleza de las pirámides y de los magníficos réditos económicos que su explotación turística generan, la explotación o la injusticia se tienden a contemplar también como un elemento de ficción asociado a la belleza que generaron, o como acontecimientos sobre los que conviene extender un magnánimo velo o lo que es más grave, a considerar que el máximo valor histórico de un período histórico lo confiere la belleza y suntuosidad que produce y no la mayor o menor justicia de las relaciones sociales que genera.

Indudablemente, si no hubiera habido esclavos no se habrían construido las pirámides, y si no hubiera habido guerras tampoco se habrían pintado tan magníficos cuadros bélicos. Realmente las pirámides están aquí con nosotros, y sería absurdo destruirlas u obviar su posible belleza por la forma cómo fueron construidas. Pero si uno tiene la tentación de ver el documental “¿Por qué la belleza importa?”, que el filósofo R. Scruton realizó sobre la belleza y el arte, un vídeo famoso y muy bien realizado, en el que defiende el valor histórico de la belleza como elemento consustancial al gran arte, se advierte esa moralización en torno a la capacidad de las diferentes sociedades históricas para fabricar precisamente el tipo de arte bello que a un occidental esteta y bien educado del siglo XXI le parece meritorio. El documental se deleita en comparar continuamente la fealdad de nuestras ciudades democráticas, la porquería de tantos rincones sórdidos, con la degeneración moral de la sociedad contemporánea, como si la belleza que cada sociedad fabrica tuviera que poseer una relación directa y exclusiva, necesaria y suficiente, con la moral y valores que atesora. ¿Fueron los faraones más virtuosos que los corruptos políticos democráticos por haber sido capaces de donarnos pirámides maravillosas en lugar de ciudades horrendas de vidrio, asfalto y hormigón? No lo creo. Pero esta estética moralizante sí lo considera así, o por lo menos así nos lo presenta cuando continuamente asocia belleza con valores y con moral, porque recurrentemente acude al razonamiento de condenar prácticas morales por el hecho de no ser capaces de crear belleza o por solazarse en la fabricación de fealdad.

Otro ejemplo extraído del documental. Se nos muestra la obra que la artista T. Emin presentó en la Tate Gallery de Londres en 1999, “My bed”: exactamente el mismo mobiliario y los mismos restos y residuos y deplorable estado en la que quedó su habitación durante los 15 días que la propia artista pasó en ella recuperándose de un aborto. Realmente no es bello. ¿Es arte? No lo sé. Pero me niego a adoptar una opinión o una posición ante el aborto en virtud de la carencia de belleza del entorno o experiencia recreada por esta artista. Pero eso es precisamente lo que pretende Scruton y todos aquellos estetas moralizantes que simpatizan con él, emitir continuamente juicios éticos y políticos basándose en la belleza de las obras artísticas que aman o de los entornos de los que desean disfrutar.

Pero como hemos visto en otros capítulos, ni la belleza es universal, ni ésta debe estar presente en eso que hemos denominado como experiencia artística o “artear”. La belleza es un hecho y no un ideal, que no puede analizarse al margen de otras características de la realidad. Me refiero con ello, a que la belleza nunca está sola, y por tanto, que si bien puede ser un elemento que se da en unas experiencias gratificantes y útiles, puede que no aparezca en otras, y no por ello estas últimas van a ser menos valiosas ni virtuosas. Porque incluso la presencia artificial de belleza en determinadas situaciones u obras de arte puede también resultar odiosa.

La experiencia artística nos ofrece la oportunidad de percibir de otro modo, de poder observar la realidad desde otra perspectiva, bajo otros supuestos, a través de otro prisma. Emerson diría, en el siglo XIX, respecto a los “feos y sucios” paisajes, máquinas y objetos de la revolución industrial,

El verdadero poeta los ve acomodarse dentro del gran orden de la naturaleza no menos que la colmena o la tela geométrica de la araña.

En cambio, los estetas moralizantes pretenden solidificar nuestra percepción, convertir la historia en la reiteración de una misma mirada y una única percepción, que además de física resulta moral, buena, ejemplarizante y universal. Y para ello utilizan la belleza como un ideal, con ese carácter egocéntrico que destacó Nietzsche cuando afirmó “En el ocaso de los ídolos”,

En el fondo el hombre se mira en el espejo de las cosas y considera bello todo aquello que le devuelve su imagen. El juzgar algo ‘bello’ constituye la vanidad característica de nuestra especie.

La experiencia artística, por tanto, no debería constreñirse a imitar lo bello, a encontrar la belleza de las cosas, a mostrar un determinado ideal de belleza, sino en recuperar su sentido cognitivo y crítico, y por tanto, en liberarse de la belleza, no tanto en el sentido de pretendidamente incluir la fealdad en las obras de arte, sino de considerarla como un hecho más de la realidad y de nuestras categorizaciones individuales y sociales. Por ello, me parecen muy pertinentes las siguientes palabras de Hennion contenidas en La pasión musical:

No se trata de retornar a la sujeción del arte, a sus funciones antiguas, sino, muy al contrario, de llevar a cabo su liberación: comprender que, lejos de suponer una sujeción del público a su imagen, la nueva autonomía que el arte ha sabido conquistar implica la autonomía del público, autonomía que no ha hecho más que balbucear. El arte es relación, no objeto. Frente a él, es necesario un interlocutor libre, no un consumidor, prisionero de la concepción del arte que pertenece a los artistas y críticos que le imponen qué es lo que le ha de gustar y se convierten, así, en sus portavoces unilaterales.

Cuando el pintor renacentista Ucello exclamó “¡Qué dulce es la perspectiva!”, en cierta manera estaba proclamando el placer de poder utilizar una imagen estereotipada de la realidad en torno al sistema de proyección central, poniendo de relieve que la nueva manera de representar la realidad como un escenario arquitectónico de líneas marcadamente convergentes era bello en sí mismo, porque ofrecía una manera numérica simple de expresar la realidad. Del mismo modo que la armonía musical occidental y su juego de modulaciones permitía fabricar una obra musical extensa, el nuevo sistema pictórico permitiría unificar la percepción en torno a unas reglas que además se consideraban, como las de la armonía musical, físicas y matemáticas, y por tanto, universales. Blaukopf nos demostraría cómo la búsqueda de la tercera dimensión pictórica fue similar a la de la espacialidad musical, como el intento común de encontrar unas reglas universales de armonía y de consistencia espacial:

La representación espacial en la pintura o la polifonía armónica en la música son fenómenos que aparecen en la historia del arte casi simultáneamente. La perspectiva y el sistema musical bien temperado, aunque no fuesen descubiertos exactamente al mismo tiempo, constituyen los fundamentos de la modernidad en la pintura y la música.

Este ejemplo de la perspectiva espacial  nos puede permitir apreciar cómo el arte y la ciencia se imbrican para alterar nuestra percepción y permitir el afloramiento de un mundo nuevo. La técnica perspectiva europea aparece como un esfuerzo conjunto de la ciencia, el arte y la economía. Nace en la moderna Holanda, y también en las repúblicas comerciales italianas, en el Núremberg burgués de Durero. Y se desarrolla como un elemento más del esfuerzo por generar, en palabras de B. Latour, “consistencia óptica”, es decir, de crear una serie de inmutables visibles que puedan combinarse e intercambiarse con similar consistencia a la de las palabras o el dinero. Refiriéndose a los esfuerzos de los nuevos capitalistas y navegantes por movilizar a las Cortes europeas hacia la expansión económica y el capitalismo, Latour nos aclara lo evidente (en “Visualización y cognición”),

Para que los propios desplazamientos no se queden en nada, hay que salir y volver con ‘algo’. Pero ese ‘algo’ debe resistir el camino de vuelta sin marchitarse. Y hay más requisitos: las ‘cosas’ que se reúnen y exponen han de ser inmediatamente presentables ante los que se trata de convencer y no han estado allí. En suma, uno tiene que inventar objetos que tengan las propiedades de ser móviles, además de inmutables, visibles, legibles y combinables entre sí.

La perspectiva en la representación de las cosas ofrecería estas características en la descripción a distancia de paisajes, lugares, personas, ambientes, geografías, etc. Piero de la Francesca, Da Vinci, Durero, Botticelli o los pintores holandeses estaban inventando la tecnología artística para hacer visible una realidad de forma comercial, estaban creando unos artefactos de comunicación universales en el marco de la expansión colonial y capitalista de Europa. Como afirman Ivins y Latour,

¿Por qué es la perspectiva una invención tan importante? Porque reconoce de modo lógico las invariantes internas a través de todas las transformaciones que se derivan de los cambios en la localización espacial. Adoptando una perspectiva lineal, no importa la distancia y el ángulo desde el que se observa un objeto, siempre es posible transferirlo –trasladarlo- y obtener el mismo objeto en un tamaño diferente visualizado desde una posición diferente. En el curso de la traslación las propiedades internas no se verán modificadas (…) esta presencia/ausencia se hace posible a través de la conexión en doble sentido que se establece mediante todos los artilugios –perspectiva, proyección, mapa, diario de navegación, etc.- que permiten una traslación sin corrupción.

No se empezó a pintar así por amor al realismo o a la objetividad, sino por el deseo de ofrecer esa “consistencia óptica” de la que antes hablábamos. El que esta forma de representación fuera denominada realista u objetiva vino después, cuando se transformó en moneda de cambio universalmente aceptada para materializar aquella parte de la realidad que interesaba representar y hacer claramente visible. Incluso las utopías, y las realidades celestiales se empezaron a representar también utilizando la perspectiva, porque así adquirían consistencia y veracidad científica, en la medida en que los pintores fueran capaces de mezclar el cielo y la tierra en el mismo sistema perspectivo que las dotaba de materialidad y unidad. La perspectiva fue un lenguaje, una manera de comunicar a través de imágenes que se convirtieron en bellas por obra de la reiteración, de su utilidad y reproductibilidad como única forma de percibir la realidad hasta la llegada de las vanguardias, y por tanto, de las luchas políticas por destruir el capitalismo.

Este ejemplo nos recuerda que la realidad la fabricamos, y que uno de los artefactos más útiles para percibirla nos la ofrece la experiencia artística, ya sea a través de la perspectiva o de cualquier otra técnica. Como afirma Bourriaud en “Estética relacional”:

No existen formas en la naturaleza, en el estado salvaje, puesto que es nuestra mirada la que las crea, recortándolas en la espesura de lo visible. Las formas se desarrollan unas a partir de otras. Aquello que antaño se consideraba «informe» ya no lo es hoy. Cuando la discusión estética evoluciona, el estatuto de la forma también evoluciona con y a través de dicha discusión.

Y por tanto, y junto con la mirada, también evoluciona la discusión política, en cuanto ésta representa e integra la relación agonal que establecemos con las cosas y las personas que percibimos a través de la experiencia.

La belleza no tiene explicación. No existe una verdad alrededor de la belleza. No existen unas normas universales que nos sirvan para establecer lo que es bello y lo que no lo es: la Belleza con mayúsculas sólo existe en la mente de los opresores. Pero las bellezas existen, y también el trabajo de embellecer nuestras vidas y los entornos donde habitamos. Sólo conocemos el proceso por el cual cada individuo o sociedad establece lo que es bello, algo contingente a cada relación y realidad, al conjunto de experiencias que cada persona vive. La belleza no posee ningún valor ético esencial o predeterminado, y cada cual es libre de asignárselo o no en función del tipo de relaciones que establece con las cosas y las personas que le rodean. La lucha por liberar a la Belleza de juicios moralizantes, de extirparle su capacidad para reflejar la verdad, y de encontrar en las experiencias artísticas la libertad inherente al proceso creador humano y a la imaginación para fabricar realidades, creo que está en la base de la importancia política que poseen las experiencias artísticas para transformarnos y evitar tanto la asunción de que no existe nada más allá de lo realmente existente, como en considerar que la única vía salvífica consiste en confiar en la Revolución y su bella visión utópica unidireccional.

Porque la belleza, tanto como la felicidad o la amistad, o como otras grandes aspiraciones del género humano, no se puede definir verbalmente en toda su integridad, ya que poseen una componente de autorrefencia imposible de superar con el lenguaje denotativo; la única vía de comprensión que cada época o comunidad posee de estos conceptos es a través de las propias experiencias artísticas, de conexiones simbólicas, de emociones, de situaciones corporales, metáforas encarnadas, imaginación, etc. Claro que sabemos lo que es nuestra belleza, o nuestra felicidad, pero para eso sirven las experiencias artísticas, para comunicárnoslo y compartirlo, para materializar el deseo, el imaginario individual y colectivo que sólo puede aflorar por medio de una comunicación plural, sinestésica, encarnada.

La belleza es pura estadística en consonancia con una serie de predisposiciones genéticas. Esos estereotipos o ideas –al estilo platónico- no están ni en el más allá ni en nuestros genes, ni en el alma, sino en unas células cerebrales especializadas en conceptualizar, y que lo hacen por pura acumulación de estímulos. Estas ideas-células se materializan en nuestro cerebro y generan los patrones de reconocimiento, los conceptos con los que nos manejamos. El individuo se fabrica a sí mismo en sus vivencias, y por la gran plasticidad que poseen estos procesos, podemos alterar nuestros esquemas perceptivos por obra de nuestra voluntad, relacionándonos con otras personas, asistiendo a otros conciertos, a determinados museos, exponiéndonos a peculiares experiencias, a determinadas fiestas-ritos o diversiones, juegos, etc. cambiaremos nuestras ideas y por tanto, la índole de nuestros placeres, bellezas, etc.

Esta línea de investigación científica en torno a la epigenética y el mal considerado ADN basura, y en concreto la relación que guardan los LINE (el ADN repetitivo y disperso) en los procesos de aprendizaje por la memoria, parece muy útil para entender cómo la mente humana clasifica y fabrica las percepciones, cómo surgen los patrones o cánones de belleza por reiteración cognitiva y experiencia..

Llegados a este punto estimo de interés las siguientes palabras del filósofo Yves Michaud, autor de El arte en estado gaseoso, libro que comienza con esta provocación: “Este mundo es exageradamente bello”,

La belleza se ha convertido en un imperativo: sé bello o, al menos, ahórranos tu fealdad. Ser feo significa ser condenado a la basura y estar en la basura es prueba suficiente para convencerse de la propia fealdad. ¿No era esto lo que soñaban los artistas modernos y los filósofos de la estética? ¿Estamos presenciando acaso el triunfo de la belleza, el logro de uno de los más ambiciosos ‘proyectos de la modernidad’?

Lo que afirma el filósofo francés podría considerarse, en principio, una auténtica boutade, porque quién puede concluir que ante imágenes de crueldad e injusticia tan infamantes para el género humano como las que aparecen en los medios de comunicación, alguien medianamente sensible se le podría ocurrir afirmar que vivimos en un mundo demasiado bello. Por otro lado, y esto también puede resultar todavía más absurdo, el autor declara que las obras de arte ya no existen, que ya no se hace arte. Una posición que le emparenta con las opiniones de A. Danto (“Después del fin del arte”) o Z. Bauman, quien afirma en “Arte, ¿líquido?” “que vivimos en un mundo saturado por la estética, pero un mundo en el que no hay objetos de arte, en el que no hay obras de arte.”

Y para terminar de presentar el nuevo paradigma estético, las siguiente palabras de A. Fabrizzio, autor de “Terapia a la pregunta filosófica: ¿Qué es el arte?”:

La respuesta de los artistas de inicio del siglo XX da origen a otra narrativa: el modernismo. El artista ya no ve la obra de arte en términos de duplicación óptica; es ahora una presentación de un estado interior del artista, para el cual dejan de ser relevantes ideas paradigmáticas, como la belleza, enfocando la producción artística en el objeto mismo como mediador de la expresión. Al ocupar un lugar central, el concepto de expresión otorga una estructura distinta a la historia del arte. No puede haber una historia progresiva de la expresión, pues es algo interno a los artistas; tampoco puede decirse que una obra expresionista exprese bien o mal un objeto, como se diría si fuera una cuestión ilusionista. La narrativa del arte deviene así una secuencia de actos individuales, de islas de expresión. Pero la libertad de esta narración plantea su propio fin: si la historia del arte se compone de puntos de vista subjetivos sobre el arte, en tanto cada artista ve en la obra el medio y producto de su expresión, puntos de vista radicalmente discontinuos cabrían dentro de la misma relativizando cada vez más el concepto de arte. La individualidad deviene el único objeto viable de la narración. Y, si esto es así, cada expresión es tan válida para la historia del arte como otra.

En los capítulos siguientes vamos a intentar reflexionar sobre las cuestiones que nos suscitan todas estas citas en torno a la estetización de la sociedad postcapitalista o del capitalismo tardío, sobre el papel que la belleza ha jugado en la consolidación histórica del modo de vida burgués, sobre la institucionalización o estatatización del arte bello como una de las herramientas de disciplina y distinción social,  y sobre las relaciones entre unas mercancías cada vez más bellas y atractivas que nos prometen modos de vida interesantes, con unas obras de arte cada vez más feas e incomprensibles, pero que consiguen, en un cierto número de casos, alcanzar cotizaciones estratosféricas en los mercados del arte. ¿Por qué el arte ha muerto?

…….continuará…

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En las fronteras del arte (xvii) by Rui Valdivia is licensed under a Creative Commons Reconocimiento 4.0 Internacional License.

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