En la historia oficial del arte occidental se dan una serie de dicotomías que han servido para categorizar estilos, tendencias, artistas, obras, etc. En música, por ejemplo, los conflictos entre la palabra y la melodía: si la música debía servir para realzar la palabra y por tanto supeditarse a su declamación clara y comprensible, o en cambio, las propias palabras debían transformarse en parte de la melodía y de la armonía musical, aun cuando ello provocara oscurecer su significado. O en arquitectura, que si la estructura sustentante debía aparecer desnuda, o en contraste, debía convertirse en un mero lienzo sobre el que decorar el espacio arquitectónico.
La modernidad recogerá estas dicotomías o fuerzas dialécticas que habían intentado explicar la historia del arte, y se las aplicará al papel que debía jugar la belleza en la fabricación y apreciación de una obra artística: si la belleza era una especie de decoración de la obra, o en cambio, emanaba de su propia estructura sin necesitad de aditamentos. La estética como ciencia o filosofía nacerá en aquel momento (siglo XVIII), cuando haya que explicar o justificar la aparición de esta nueva religión del arte en torno a la belleza y probar su presencia ubicua en la historia de la humanidad.
Recordemos que la Revolución Francesa guillotinó las estatuas de la aristocracia y del clero, pero en su lugar erigió el nuevo dios de la belleza secular de forma igualmente trascendente. A ella debemos la primigenia institucionalización de las Bellas Artes, la creación de las primeras administraciones museísticas, de los conservatorios y de las academias, la legislación en torno a la cultura y el arte, la creación de un arte nacional y revolucionario que sirviera tanto para la moralización de las masas, como para la propaganda en el exterior.
J.L. Brea lo explica del siguiente modo en “El museo contemporáneo y la esfera pública”:
La aparición histórica del museo en el contexto del proyecto ilustrado tiene que ver con esa vocación ecuménica característica que aspira a establecer una definición genérica y universalizada de la misma condición humana. En términos generales cabe en primer lugar decir que el museo depende de una concepción «enciclopédica» -clasificable, archivística, como Foucault ha mostrado- del saber, del conocimiento. Si hacemos referencia a dos tipos de museos específicos –el antropológico y el de arte- encontraremos que este dispositivo emergido para inventariar y repertorizar los saberes (y hacer pensable su sumatorio abstracto), tiene además una segunda misión todavía más importante: referirlos a la propia historia del hombre como productor del mundo e inventar a éste como ser trascendental universal, como humanidad, como especie que se afirma más allá de toda particularidad -es en ese sentido que Foucault decía que “el hombre” era un invento reciente- de ahí digo que el museo resulte el episodio más refinado y con mayor potencial para esta producción no sólo de lo público como espacio, como topos: sino también de lo público como lugar del mutuo reconocimiento en la identidad compartida, justamente en el presunto compartirse universal de la experiencia estética. El objetivo del museo es la producción del sujeto universal, colectivo, la producción misma de lo público, de la propia «condición humana» como universal y predicable de todo sujeto de conocimiento y experiencia
El marqués de Sade lo definiría agudamente como la sumisión institucional a la Belleza como instrumento de moralización. Porque no olvidemos que los rituales que se inventaron para provocar el sometimiento estético a la belleza fueron similares a las técnicas de acatamiento religioso y sexual.
No sabemos de cuántas maneras es posible asociar de maneras duraderas a las personas. La modernidad fue, en este sentido, particularmente inventiva: figuras como las del partido político, el sindicato, incluso la burocracia en sentido estricto constituyeron innovaciones. La universidad tal como la conocemos, como gran lugar de reparto de posiciones y de roles, es otra. Y, en lo que concierne al universo del arte, el museo del tipo que todos conocemos, cuyo modelo inicial fue el Louvre posrevolucionario, el gran museo que dispone a las pinturas y las esculturas en un gran plano que describe el devenir del espíritu humano, es una manera de asociar personas, objetos, espacios y tiempos de una manera que, aunque hacia finales del siglo XVIII tuviera antecedentes, era enteramente original.
Estas palabras de R. Laddaga nos muestran que el arte siempre ha sido político. No tanto porque explícitamente se haya posicionado en el conflicto social a favor o en contra de algo o de alguien, sino porque su presencia como ritual dentro del contexto social en el que se manifiesta lo convierte en un elemento indispensable de la identidad y de los sistemas simbólicos con los que se fabrica y describe la realidad. Pero lo que caracteriza al arte de la modernidad sería ese específico afán purificador de las almas, la confianza de que esos sacerdotes de la belleza que son los artistas, a través de su magisterio y ejemplo serán capaces de moralizar a las personas a través del arte, y de que el Estado, como “institución terapéutica” (en palabras de Hickey) posee la misión de llevar a cabo esta tarea educativa de la sensibilidad y del gusto.
No sin cierta sorna afirmaba Deleuze que “el sádico necesita de instituciones y el masoquista de relaciones contractuales”, y en cierto modo nuestras relaciones con el arte en la época presente han estado dominadas por esta esquizofrenia institucional y comercial, sobre todo desde el momento en que las vanguardias comenzaron su lucha contra la religión del arte y de la belleza, y simultáneamente, apareció el gran mercado del arte, la estetización del capitalismo y la utilización del arte también como arma bélica durante el período de la Guerra Fría. Somos herederos de estos conflictos, y tanto el terreno en el que hoy se desarrollan nuestras experiencias artísticas, como el nuevo marco alternativo al que nos gustaría aspirar, bebe inexorablemente de este cáliz estético tan ponzoñoso como embriagador.
Recogemos las siguientes palabras de L. Shiner:
El moderno sistema del arte no es una esencia o un destino, sino algo que nosotros mismos hemos hecho. El arte, entendido de manera general, es una invención europea que apenas tiene doscientos años de edad. Con anterioridad a ella teníamos un sistema del arte más utilitario, que duró unos dos mil años y, cuando esta invención desaparezca, con toda seguridad le seguirá un tercer sistema de las artes. Es muy posible que lo que algunos críticos temen o aplauden como muerte del arte, de la literatura o de la música seria no sea sino el final de una determinada institución social cuyo origen se remonta al siglo XVIII.
Afirmo que las experiencias artísticas, el “artear” tal y como lo he ido definiendo en este trabajo, ha existido siempre, cumpliendo similares funciones cognitivas, aunque revestidas de diversos ropajes. En cambio, el sistema del arte, como afirmaba Shiner, es una creación moderna de Occidente, que también ha ido adquiriendo diferentes apariencias a lo largo de su evolución, pero que actualmente no es más que una reliquia de convento que poco importa más allá de haberse convertido en materia prima para la producción de mercancías y servicios. Porque las obras de arte se están transformando en pretexto para la diversión, el turismo y el entretenimiento, materia prima de las industrias culturales y del ocio, en las que la experiencia directa de la obra de arte se sustituye por una experiencia mediada que utiliza el prestigio y los espacios museísticos para crear servicios y mercancías alternativos a la experimentación de la obra por sí misma. Más que la experiencia artística, a lo que se asiste es a la utilización del arte y de sus espacios convencionales para crear otro tipo de experiencias comerciales y de consumo. En principio, no me parece mala cosa convertir un museo en un centro de diversión turística y de exposiciones colaterales, una especie de supermercado de objetos sucedáneos de las obras mismas que allí se exponen, pero ello demuestra que el sistema del arte moderno está muriendo y que sólo los nostálgicos mantienen en ristre la lanza de su defensa heroica.
De un modo un tanto pretencioso, el filósofo y crítico de arte A. Danto nos cuenta (en “Después del fin del arte”) que el arte murió en el año 1964 con la exposición de Brillo Boxes de A. Warhol. Pero lo que realmente fue muriendo durante el siglo XX fue el mismo sistema del arte, el sistema del arte de la modernidad, del que hemos ido dado cuenta en este trabajo, proceso que queda patente al observar el funcionamiento del mercado del arte en la actualidad, cuya obscenidad no deriva de que sea ni un mercado, ni de que su objeto sea el arte, sino de la forma en que unas élites económicas y burocráticas, y pretendidamente culturales, monopolizan la producción y consumo de un arte-mercancía que lejos de cumplir una misión social y ritual de juego y creación simbólica se ha convertido fundamentalmente en inversión financiera, en un aparato que ofrece prestigio social a los capitalistas y legitimización a las propias instituciones estatales y sociales protectoras del sistema de las artes.
¡Eres tan feo que podrías estar en un museo de arte moderno!
Esta frase me parece colosal, sobre todo en el contexto de la película en la que se grita, en “La chaqueta metálica”, cuando el tirano sargento instructor se enfrenta por primera vez al recluta Patoso en el marco histórico de la guerra de Vietnam y de las contraculturas, precisamente en aquella época en que el sistema del arte se autodestruyó.
Que Dios o el Arte hayan muerto no significa, como erróneamente se cree a veces, que hayan desparecido, porque aún continúan viviendo entre nosotros como mausoleo, reliquia o recuerdo melancólico, unas iglesias y unos museos cuya existencia sólo puede quedar garantizada o como cementerios y mausoleos, o como parques temáticos de unos dioses y unas obras de arte que en sí mismas han desaparecido como hitos vivos y relevantes del imaginario, pero que todavía nos acompañan en la nostalgia de los estetas o en la locura de los fundamentalistas. Las muertes de estos artefactos de trascendencia que son Dios o el Arte y la Belleza, nos invitan a la libertad y a la creación, y también, a no contentarnos con justificaciones sencillas basadas en el Libro, los juicios o los discursos de los santos, los héroes y aquellos artistas que se proclamaron mensajeros del más allá o de la humanidad.
Pero consideremos ahora las siguientes palabras relacionadas, del escultor J. L. Moraza en “Arte en la era del capitalismo cognitivo”:
El origen común del liberalismo político económico y del arte moderno, permite comprender la evolución del arte hasta su estado de devaluación cognitiva en las sociedades del capitalismo cognitivo. El arte moderno, incluso en sus formas más contraculturales, habrá otorgado identidad cultural al desarrollo del capitalismo. La trasgresión y la libertad suprema del arte han expresado a la perfección la inmunidad e impunidad de los poderes fácticos en el desarrollo del liberalismo. La implantación del arte moderno en la sociedad moderna no fue el producto de una sensibilidad compartida entre la sociedad y los artistas (junto al resto de agentes artísticos: críticos, galeristas, coleccionistas, etc.), sino más bien entre los artistas y los nuevos promotores e instituciones, que legitimaron como arte aquello que los legitimaba como institución en la nueva sociedad. Dado que, recíprocamente, el arte legitima aquello que lo legitima como arte. Transcurrido un siglo desde los primeros gestos rupturistas de las vanguardias, cabe reconocer no sólo un desgaste o institucionalización del arte moderno, sino más bien, y sobre todo, la evidencia del origen liberal del arte moderno, y de su institución académica, que causan inexcusablemente su devaluación cognitiva.
En paralelo con esta devaluación cognitiva y social de las experiencias artísticas ligadas al arte institucional y comercial, muchos pensadores han hablado sobre la profunda estetización a la que se ve sometida la sociedad actual, y que sorprendentemente corre pareja con la muerte anunciada del mismo arte con el que debería en principio converger. Al final del capítulo precedente recordábamos a algunos de ellos. Escuchemos de nuevo a Y. Michaud:
Se ha desarrollado y se desarrolla una estetización general de la vida, de los comportamientos. Aunque no sepamos cómo definir la belleza, sí sabemos que es un valor superior, tal vez incluso el valor por excelencia de nuestro tiempo. Así, tenemos que ser bellos en todos los ámbitos de la existencia: bellos en el cuerpo, bellos en la apariencia, bellos en la alimentación, bellos en los vestidos, en nuestros sentimientos y emociones (es decir, ser correctos política y moralmente) y debemos embellecer nuestro entorno. Si preguntamos a alguien que no pertenezca a la ultraminoría de los especialistas del arte: ‘¿Qué quiere decir estética?’, no hablará de arte, sino de productos de belleza, de cocina, de maquillaje y de cirugía, que llevan también este nombre. De algún modo, el elemento estético se ha separado del arte para invadir la vida. El dandismo se ha convertido en una trivialidad democrática: la vida debe ser vivida, vista y juzgada estéticamente.
La famosa proclama futurista de Marinetti recoge de forma original el espíritu de aquel tiempo en que a comienzos del siglo XX el gran arte europeo aspiró a despojarse de su belleza para transferírsela a las mercancías, a los nuevos productos industriales y tecnológicos, lo que marcó el primer signo de esta estetización postcapitalista que corre pareja con los estertores del gran arte europeo:
Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo… un automóvil rugiente que parece que corre sobre la metralla es más bello que la Victoria de Samotracia.
No debería llamarnos la atención, por tanto, que fuera el fascismo de algunos futuristas y los totalitarismos de la primera mitad del pasado siglo, los primeros en llevar a cabo una labor consciente de estetización de la vida, de la cotidianeidad, en el sentido de convertir en bella a la propia sociedad como objetivo último de la labor política, y que ese señuelo, reivindicado en su propia propaganda y manifestaciones, fuera el acicate más profundo para movilizar a sus acólitos hacia la guerra y el racismo. No en vano estos regímenes se justificaron a sí mismos como artistas del nuevo hombre, en una época en la que consideraron que la denominada sociedad de masas precisaba urgentemente ser moldeada por el régimen político totalitario según unos determinados patrones estéticos, virtuosos y absolutos.
……..continuará…