De lo clásico y la memoria

Llevamos más de 200 años mimando y alabando la memoria, almacenando los objetos valiosos de la tradición, conservándolos en museos y bibliotecas, cuidando y protegiendo nuestro patrimonio arquitectónico y arqueológico. Incluso nos hemos convertido en buceadores de la historia, de lo valioso del pasado para recuperarlo del olvido, ya esté debajo de las piedras o almacenado en cualquier archivo o estantería abandonada. Somos una cultura que no sólo valora el pasado, sino que intenta preservarlo original, mantenerlo lo más fidedignamente parecido a cómo era cuando fue construido. Deseamos saber todo sobre la vida de los artistas, sondear en sus cartas, en los aspectos más íntimos de la existencia de cualquier personaje o hecho que hayamos definido como histórico o valioso. Las efemérides copan absolutamente todas las fechas del calendario. Y es tal ya la densidad de pasado que deseamos conservar y recordar, que a muchas personas apenas les queda tiempo ni ganas de querer experimentar algo diferente, aun cuando se diga que nuestra civilización está en continuo movimiento y renovación.

Hemos convertido el pasado en una losa. No porque queramos recordar y conservar el conocimiento valioso, sino porque lo que en verdad festeja occidente de su pasado es querer convertirlo en una reliquia, en un objeto clásico y sagrado que hay que mantener como si fuera la materia prima o la esencia de la que siempre hemos de beber, el origen que siempre hay que tener presente para que continúe nutriendo nuestro espíritu, saber y estética, de aquí a la eternidad.

Evidentemente, el ser humano es un animal histórico. Pero nosotros hemos transformado la historia en patrimonio, los monumentos del pasado en recuerdos congelados que hay que mantener como recuerdo y como capital para la economía y para las generaciones venideras. Hemos interiorizado hasta tal punto esta veneración por lo clásico que cualquier acto pasado que haya supuesto la transformación, modificación o no digamos, destrucción, de cualquier parcela de la historia del arte o de una ciudad nos parece un auténtico sacrilegio. Quién no ha llorado cuando el guía nos afirma que para construir la catedral gótica que estamos visitando se tuvo que demoler la anterior románica. No podemos entender a tantos antepasados nuestros que hayan cometido el sacrilegio de fundir joyas para hacer otras, reutilizado sillares, demolido obras excelsas de la historia del arte para fabricar otros objetos, o que simplemente hayan dejado que el olvido y la incuria del tiempo los deteriorase o destruyese.

Pensemos en cualquier sonata para piano de Beethoven, por ejemplo, “Claro de luna”. Llevamos más de doscientos años reproduciéndola. Estoy seguro de que no hay minuto en el que en algún lugar del mundo algún pianista no la esté interpretando, algún alumno no esté aprendiendo la técnica del instrumento sobre ella. No digamos reproduciéndose en un dispositivo electrónico. La partitura es la misma que escribió Beethoven, el instrumento en el que la interpretó sigue siendo el mismo, y todos los artistas se afanan en imitar, en recuperar y reproducir el que debió ser su espíritu original, nota por nota. Ese patrimonio musical no existiría si se cortara la cadena de aprendizaje y profesionalización en la ejecución técnica del repertorio clásico. Como afirmaba Harnoncourt, bastarían 25 años de no interpretarse valses para que la filarmónica de Viena ya no pudiera volverlos a tocar como se hacía.

Y yo me pregunto si merece la pena ese esfuerzo. Si no nos estaremos perdiendo algo mucho más grande por actuar de forma tan higiénica y estéril con el pasado. ¿Y si simplemente considerásemos el pasado o las obras clásicas como pura inspiración y material de creatividad, y no nos preocupáramos tanto por mantener el fuego eterno de la tradición y de la cultura? ¿Y si nos pusiéramos simplemente a crear y a fabricar, considerando que lo que realmente posee valor no es tanto el pasado momificado cuanto lo que realmente estamos haciendo ahora y vayamos a construir en el futuro? Sin preocuparnos, a su vez, de que todo lo que creamos deba ser fabricado pensando en la eternidad, con la aspiración de convertirlo obligadamente en una obra clásica del futuro.

Algo similar ocurre con ese artificio que llamamos medio ambiente y el afán tan hipócrita y hasta cierto punto cínico, de conservación. Esa distinción entre lo natural o lo clásico como algo sagrado, y lo nuevo y lo artificial como algo pecaminoso porque sólo ha podido realizarse por haber tenido que destruir o pervertir o simplificar o tergiversar lo natural, lo clásico y la memoria.

En Occidente la memoria ha sido y sigue siendo como el disco duro de nuestro ordenador. El corazón más valioso de todo lo que poseemos, el reducto donde se conserva su información valiosa e inmarchitable. Pero yo prefiero la nube, el flujo constante y libre de los bites del pasado embebidos en las creaciones del presente, un pasado valioso que fuéramos capaces de conservar no por tenerlo materialmente presente como un ídolo, sino porque se encuentra integrado y decodificado en toda nueva expresión de la creatividad humana. Un claro de luna que ya no sonaría como Beethoven lo creó, pero que quizás estaría todavía más vivo y sería más útil y valioso por haber contaminado, como una corriente subterránea y ya irreconocible, las expresiones artísticas de la contemporaneidad, sin necesidad de museos ni de auditorios, ni menos aún de ministerios de cultura.

2 comentarios sobre “De lo clásico y la memoria

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  1. Qué buena reflexión! Muchas catedrales góticas se hicieron incorporando o reciclando las románicas que había antes, pero otras simplemente las derruyeron para construir desde cero. En ningún caso, desde luego, pensaron en «conservar» como un valor.

    El conservacionismo es romántico y en realidad tampoco conserva tanto. Cuando gracias a la famosa campaña de Victor Hugo y amigos se «restaura» Notre Dame, se le añaden las famosas gárgolas y se oscurece artificialmente -no se recuperan los tapices de colores en las paredes, por ej- para darle ese ambiente un tanto siniestro que el gusto de la época imaginaba en el medioevo.

    El conservacionismo, en especial sus variantes extremas (como la conservación a toda costa de «patrimonio industrial» sin mayor interés), es producto por lo general de la necesidad de crear una identidad colectiva basada en la imaginación de un pasado que se proyecta hacia el presente, como en el relato nacionalista.

    Pero la verdad es que no se hizo parte de la religio cívica hasta que la panda de nazis de la Bauhaus comenzó a llenar las ciudades de cubos y VPOs tan funcionales como vacíos de significado (y sentidos por tanto casi universalmente como feos e impersonales). Cuando se corroboró que no cabía esperar nada significativo y hermoso de los arquitectos contemporáneos que no fuera un museo (no es casualidad) la gente se agarró al sueño de restaurar y modernizar las viejas casas del diecinueve, dieciocho e incluso diecisiete que llenaban las ciudades. En ese momento, derruir se convirtió en una cuestión de principio. Al fin, a día de hoy la alternativa es conservar algo que al menos tiene historia y normalmente tiene cuando menos algo bonito, identificable, o dejar que lo destruyan para hacer un cubo que si refleja nuestra época y los valores de la sociedad en que vivimos es porque ni siquiera pretende ser bello.

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  2. Creo qyo que el afán de conservar el pasado posee su primer momento político e inaugural con la decisión de los revolucionarios jacobinos de no quemar las obras de arte de la monarquía, de no destruir y transformar sus edificios y estatuas, sino el de conservarlas en el Louvre como lugar de educación del pueblo.

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