Con los rusos

El Cuarteto Borodin y la pianista Elisabeth Leonskaja nacieron en la URSS el mismo año de 1945, apenas acabada la Segunda Guerra Mundial, el primero en Moscú y la segunda en Tiblisi (Georgia). Y ambos son herederos de la gran escuela de interpretación rusa, los últimos eslabones de una cadena de transmisión técnica y artística que han experimentado personalmente a lo largo de su formación y actividad profesional, nutriéndose de los artistas que les antecedieron y conviviendo con los últimos compositores de la tradición clásica. El Cuarteto Borodin ha renovado ya todo sus efectivos, pero lo ha hecho siempre de forma paulatina, manteniendo siempre la conexión entre sus miembros más longevos y los nuevos aportes. Leonskaja estudió en el Conservatorio de Moscú y se nutrió sobre todo del magisterio del gran pianista ucraniano Sviatoslav Richter. Tanto el Cuarteto Borodin como Leonskaja mantuvieron una relación privilegiada con el gran compositor soviético del sigo XX, Dimitri Shostakovich.

Ya sólo estos prolegómenos nos colocan en una situación de concierto muy concreta, porque lo que iba a ocurrir en el escenario consistiría en una especie de representación viviente de un museo, de toda una tradición que ha sabido sobrevivir a lo largo de casi 75 años. El público que pudo asistir la semana anterior a los conciertos del Cuarteo Simón Bolívar seguro que pudo apreciar el contraste entre el estilo de unos y de otros al acometer los cuartetos del opus 33 de J. Haydn. La misma forma de sentarse ya lo denotaba, en el caso de los venezolanos formando un semicírculo amplio que permitía gestos expandidos y miradas generales, y en el de los rusos, acomodándose alrededor de una reducidísima mesa camilla y casi sin espacio para mover unos arcos que se sincronizaban casi como un mecanismo de relojería.

De los tres conciertos me agradó el contraste antes aludido, así como la capacidad de los rusos para convertir sus cuatro instrumentos, tanto en una sola voz armónica, como en un ameno y racional parlamento musical. Leonskaja acometió en solitario, en cada uno de los tres conciertos, una de las últimas sonatas de Beethoven. A mí me emocionó especialmente la sonata de la segunda jornada, la 31, y sobre todo ese monumento al arte de la fuga que compone su último  movimiento. Como colofón de sus conciertos, los 5 rusos juntos tocaron un quinteto, que el de ayer fue el opus 57 de Shostakovich, una obra de juventud y en la que ya aparecen los rasgos rítmicos, tímbricos, folclóricos y contrastados que caracterizan al magnífico compositor ruso. Un placer absoluto.

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