Inteligencias

Tenemos el mandato de ser racionales. No lo pongo en duda. Una racionalidad que se ha definido usualmente en contraposición al sentimiento y a la emoción. Sin embargo, la neurociencia nos muestra que en el cableado de nuestro cerebro las partes emotiva y racional se conectan armónicamente. También la razón ha sido algo que se ha definido en conflicto con el instinto animal, como si nuestra inteligencia fuera de otra índole, poseyera una esencia cuasi divina alejada totalmente de la racionalidad salvaje. Sin embargo, nuevamente la neurociencia nos enseña que las partes constitutivas de nuestro cerebro no resultan originales, que somos un agregado de módulos que se encuentran también en otras especies animales.

¿Qué será entonces eso que denominamos comportamiento inteligente, aquello que nos ha definido tradicionalmente como seres racionales? Pues quizás consista en algo similar a lo que hace el resto del reino animal, en acomodar, con sentido común y anhelo de supervivencia, nuestras acciones a la realidad de nuestro entorno. Ni más ni menos.

La racionalidad se expresa en un comportamiento, y también en el lenguaje, que no deja de ser un modo particular de actuar y modificar nuestro entorno. Realmente la racionalidad de la especie que construye un cohete es diferente a la del tigre que caza un ciervo, o a la de la ameba que busca alimento. También sus respectivos lenguajes. Tampoco somos los únicos traductores de lenguajes, porque todos los animales saben “traer o conducir hacia ellos” los comportamientos de su particular entorno animado.

Se cree que a diferencia del sentimiento –que se expresa por el deseo-, la racionalidad posee unas reglas estrictas universales que avalan la verdad. La verdad del deseo y también el deseo de verdad, dos maneras de entender, en la pura paradoja de sus enunciados, la falsa dicotomía entre el sentimiento y la razón. Porque ni la razón posee una lógica tan estricta, ni el sentimiento se basa en la pura irracionalidad. Por un lado, el siglo XX, desde Freud fundamentalmente, nos ha ido desvelando la racionalidad de las emociones, las leyes del sentimiento y de los deseos. Pero también este mismo siglo nos mostró la irracionalidad de las mismas leyes de la racionalidad, ya sea con la física cuántica, la relatividad, los teoremas de la imposibilidad de Arrow en la economía y la política, o de la incompletitud de Gödel en el lenguaje matemático. O sea, que aplicando exhaustivamente las leyes de la lógica, se alcanza consecuentemente el absurdo.

Con esto no pretendo denostar la racionalidad, evidentemente, sino encontrar una zona amistosa de entendimiento racional entre la inteligencia y el sentimiento, entre la inteligencia del ser humano y la de los babuinos y de las amebas. Quizás por ello debamos considerar que el lenguaje, cualquiera de los lenguajes que utilizamos en nuestras relaciones sociales y tecnológicas, posee una ambigüedad intrínseca que por pereza o pretenciosidad, usualmente la hemos extirpado del más puro de los lenguajes, el matemático. Porque resulta imposible alcanzar un acuerdo político o social puramente matemático, como pretendía Leibniz –como exponente del espíritu ilustrado y racional-, ni tampoco comprender el mundo únicamente recurriendo al resultado de sus ecuaciones matemáticas. Los deseos, la emotividad, los sentimientos quizás sean el lubricante, o el detonador también, de nuestras relaciones sociales y de la comprensión de las leyes del universo, razón por la cual al aprendizaje en la emotividad, no en la extirpación burguesa del sentimiento, o en la frialdad y desapasionamientos prusianos, sino en la expresión sincera y racional de los sentimientos, sea una asignatura todavía pendiente, tanto en nuestros sistemas educativos como en el aprendizaje de la ciencia y de la política. Lo diré más claro: por la carencia en el sentimiento no comprendemos la razón.

Puede decirse que la razón o la inteligencia consistirían en la capacidad para unir lo que natural u originalmente aparece desunido. Sería un cierto arte de la ordenación, de la vinculación, del encaje. Un formalismo no del todo consciente que se aplica para orientar la percepción y la acción en aras de la supervivencia y del deseo. Pero también la inteligencia sería el arte de desunir, de desanudar, de liberar el formalismo e imaginar o simular otra ordenación de las cosas y de las partes. Por tanto, la inteligencia, no sería tanto una herramienta para conocer la realidad objetiva, cuanto un vehículo de cooperación entre humanos en la forma de mirar, actuar y desear el mundo. Todo pensamiento es una simulación, y por tanto, se basa en considerar siempre la posibilidad de la no-existencia, es decir, en plantear imaginaria o conjeturalmente un “como si” contrario u opuesto o en conflicto con la necesidad, la verdad y lo real. ¿Cómo hacer algo así de racional sin hacer intervenir al sentimiento y a la emoción? ¿Cómo enamorarnos del mundo sin comprenderlo?

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