Todos los seres vivos poseen libertad. Porque una propiedad inherente a la vida consiste en ser capaces de transformar la propia estructura vital en consonancia o coevolución con los cambios que cada ser viviente provoca en su ambiente natural y social. La libertad no precisa, en principio, de la conciencia, y por tanto, de una voluntad objetiva con perspectiva celestial sobre la estructura del individuo y de su ambiente. La libertad no es sólo elección, sino acción. La libertad no es únicamente algo pasivo y autorreflexivo, sino la expresión del conflicto de cada ser vivo en el ambiente social y físico-químico en el que vive.
La fuerza vital más intensa que domina la vida es la autonomía. Es la propia materia de cada individuo (sea célula, ameba, insecto o mamífero) la que al conformarse de esa especial forma negaentrópica que es la vida, la que se anima de esa necesidad de autonomía, como una fuerza que subyace a la misma evolución. Toda vida genera una frontera (una membrana) más o menos permeable con el ambiente que la rodea. La autonomía es la esencia de esa frontera, porque no puede existir la materialidad de un dentro y de un afuera sin que el concepto de autonomía esté presente en las leyes que rigen cada vida o frontera.
Libertad y autonomía son dos conceptos intercambiables que podremos utilizar según nos convenga en cada situación o materia de nuestras reflexiones o decisiones. Carece de sentido especular si el determinismo anula la libertad, o si el egoísmo nos exige el deseo de libertad absoluta y total autodominio. La libertad se da en la propia definición de membrana (o frontera), y con sus leyes físicas y químicas que actúan como parte esencial de su funcionamiento. La imaginación humana nos hace volar en bucles iterativos de contradicciones y suposiciones, de experimentos mentales que forman también parte de nuestra propia noción de libertad, de la componente más humana de la autodeterminación.
Toda vida es una experimentación. Todo ser vivo experimenta. No puede existir vida sin experimentación y sin memoria de la experimentación, y por tanto, sin transmisión de experiencia. Experimentación, libertad y autonomía, son los elementos consustanciales a ese ensayo incierto en que en esencia consiste toda vida, la humana y la de cualquier otro ser vivo.
A veces a la libertad se la identifica con el deseo de evasión, con el anhelo de conseguir que nada influya o presione sobre nuestras decisiones, ni otros seres, ni las propias leyes de la naturaleza. Esta manera de operar carece de interés y genera monstruos. Más bien la libertad se conecta con la idea de superación, o de transgresión, inherente al mismo concepto de autonomía y de frontera. Porque ese afuera y ese adentro que separa y conecta cada membrana no son absolutos, sino que la propia membrana permite que cada individuo interactúe, pero no como algo predefinido e inconmovible, ya que cada vida y cada ambiente exterior a cada vida, se forma y se estructura en esa misma interacción agonística, es decir, transgresora, porque siempre las partes externa e interna de una membrana se mantienen en tensión con el objetivo de superar y así mantener la propia frontera y “penetrar” en el otro. No puede existir membrana sin tensión osmótica.
Hay momentos en los que las fronteras se comparten, las membranas se abren y se produce la unión de dos adentros. Una particularidad de la vida consiste en esa capacidad de unir fronteras para formar otras compartidas y diferentes. Las fronteras se abren, se comparten y se vuelven a cerrar en los procesos de transmisión de la memoria y de la experiencia. El más evidente, la fabricación de descendientes, el mismo proceso de procreación y multiplicación de la vida en el que las células seminales se abren y comparten su material genético.
Cada ser vivo se construye a sí mismo. Pero no se fabrica según un plan predeterminado. De dos protozoos no puede salir un mono, evidentemente. Pero eso no significa que la nueva célula se vaya a construir esencialmente igual que sus progenitores, como si los genes fueran los planos de un edificio. Cada ser se construye en la experimentación y en el aprendizaje. No somos dueños absolutos de nuestras personas, de lo que somos y en lo que nos vamos a convertir. La genética, el aprendizaje y la educación, el trabajo y el ocio nos configuran de una determinada forma de la que somos también responsables, porque nuestra libertad, más o menos influida por las necesidades y los poderes existentes, la estamos utilizando continuamente para actuar. Creo que el mejor indicador de nuestro grado de libertad se da en relación con nuestra capacidad para producirnos, para configurarnos como individuos o sujetos de forma autónoma, porque el ser humano es el animal que se hace, que continuamente se está construyendo a sí mismo a través del experimento.
No existe una situación de partida u original desde la que plantear la autonomía o la libertad. Las condiciones objetivas en las que cada ser evoluciona componen la estructura que auto-produciéndose ansía hacerlo en libertad, o lo que es lo mismo, deseando producirse y crearse a sí mismo con la máxima autonomía. El mismo concepto de libertad humana se nutre de esta construcción contingente de cada individuo según su cultura, historia, aprendizaje, trabajo, etc., y sobre cómo esa materia dúctil y plástica que es el cerebro humano ha ido creciendo y modelándose en función de las percepciones, estímulos y acciones que cada sujeto ha desarrollado a lo largo de su vida, de su crecimiento y evolución única y original.
Cada persona se construye a sí misma. Estamos en proceso continuo de fabricación. Cada individuo que somos atiende a un estadio o momento o reflexión sobre cómo estamos hechos en ese momento y hacia lo que parece que nos vamos encaminando. La libertad humana quizás se expresa en nuestra capacidad para analizar en qué nos estamos convirtiendo y en las acciones que adoptamos ante esta constatación.
Las cosas que nos ocurren, las percepciones, las formas de trabajo y de ocio, la educación, el arte, todo lo que acontece alrededor y a través de nuestra membrana-frontera no sólo nos influye o se integra como memoria y experiencia, sino que nos transforma, nos altera el mismo cerebro y los mismos órganos de percepción y reflexión sobre los que asentamos el juicio y nuestra necesidad de ser libres, la orientación que deseamos darle a nuestro esfuerzo por emanciparnos. Por esta razón, afirmaba que no existe la libertad como concepto absoluto, sino como algo que se construye a lo largo de la vida misma, concreta y original de cada individuo. Lo que no quiere decir, en ningún caso, que lo haga como un autista o un solipsista, porque como también afirmábamos, todos los seres vivientes se construyen en la frontera y por tanto, que no podemos aislar el dentro y el afuera de nuestra membrana para construir un antes y un después, una causa nuestra y sagrada que se enfrenta a un entorno ajeno que nos resbala y no nos moja.
Por ello, la libertad se expresa en esta síntesis entre los dos términos de la frontera, en este acople estructural entre lo que vamos siendo y lo que va siendo el ambiente social y natural, en cómo nuestras acciones nos transforman y a su vez alteran el medio con objeto de convertirlo en un entorno más habitable acorde con nuestra libertad.
El concepto de libertad ha dado frutos diversos: liberal, libertario o libertino, entre otros. Se emparenta con el adjetivo libre, que procede del verbo libar, que en tiempos antiguos significaba derramar sobre el fuego o el altar el líquido ceremonial de ofenda a los dioses, previa degustación por parte del oferente. La libertad, por tanto, es un acto generoso, una acción compartida de unión o vinculación, un flujo de conexión que en un mundo ya sin dioses deseamos que se realice entre iguales.
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