A veces la justicia resulta inalcanzable. No existe, simplemente. Creo que resulta aconsejable aceptar esta realidad para establecer una relación más saludable, y sorprendentemente, más justa entre las personas que formamos la sociedad.
Dudo que haya justicia humana capaz de resarcir la pérdida de un ser querido a manos de su asesino. Nada puede aspirar a colmar el dolor y las consecuencias sentimentales y psicológicas que estas víctimas provocan en su entorno familiar y afectivo. Afortunadamente, diría yo. El amor resulta incalculable y bueno es que así continúe. La justicia en su cualidad de distributiva, de equitativa, no puede albergar ninguna posibilidad de reparar el mal. Aquí reside la grandeza de algunos de nuestros sentimientos tan puramente humanos, pero también del inmenso pozo de amargura y duelo que las injusticias irreparables nos pueden provocar.
En estos casos, se considera que la justicia humana podría aliviar, hacernos creer que el dolor que se le va a provocar al causante del mal, de alguna manera, nos ofrecerá sosiego, que la simple sentencia condenatoria recompensará a la víctima de algún modo que yo no acierto a diagnosticar con claridad, porque sumariamente, el dolor nunca va a desaparecer, aunque algunos puedan estimar que este tipo de reconocimiento público y venganza regulada impida que el dolor se acreciente.
Este dilema resulta irresoluble. Estamos ante lo que los griegos denominaron tragedia, una situación que provoca un cortocircuito entre los sentimientos y el pensamiento racional, y del que algunos mitos nos ofrecen abundante información al respecto. El teatro griego de Esquilo todavía evidencia los rasgos originales de la tragedia, un acto religioso destinado en principio a ofrecer consuelo, y en especial, la trilogía de la Orestíada, que nos encierra en un laberinto moral tan irresoluble en torno al concepto de la justicia: los hijos de Agamenón claman venganza por el asesinato de su padre, pero para hacer justicia deberán matar al asesino, a su propia madre, acto que también prohíben las leyes humanas y divinas, razón por la que Orestes será perseguido por las sanguinarias Erinias.
Los romanos prefirieron la diosa griega de la venganza a la de la justicia, Némesis a Temis, y por ello su diosa Iustitia, a pesar de su nombre, porta una espada mientras con su otra mano sostiene el fiel de una balanza, como si la fuerza pudiera equilibrarlo todo, el dolor de la víctima con el del victimario cuando se lo ejecuta o se le mete en la cárcel. Lo de ponerle una venda a Iustitia vino mucho después, ya en el siglo XV, unos afirman que por dotarla de imparcialidad, otros creemos más bien que por pudor, por evitarle tener que presenciar las arbitrariedades cometidas por el poder en su nombre.
La toma de la Bastilla, como todo el mundo sabe, inaugura la modernidad, y en concreto, la época del liberalismo. La amnistía, la liberación de presos injusta o “justamente” encarcelados nos ofrece un símbolo de lo que todo inicio significa: cerrarle los ojos al pasado para comenzar un nuevo orden. Siempre igual, las Erinias justicieras y sedientas de sangre que perseguían a Orestes, transformadas al fin en Euménides, en providencias benefactoras. Pero lamentablemente el siglo de Beccaria y su tratado contra la tortura también fue la centuria de la guillotina y poco después de los panópticos, de la conversión del ojo por ojo en fiel de balanza y en proporcionalidad universal.
¿No nos libraremos jamás de la cárcel?, institución que no sé muy bien cuándo se inventó, pero que progresivamente dulcificada y reglamentada ha llegado hasta nuestros días a despecho de ideologías, regímenes y revoluciones. La cárcel ha ido adoptando una serie de papeles sociales que en conjunto la dotan del perfil con que hoy en día tendemos a caracterizarla. Sin embargo, nunca ha cumplido la función social que cada época explícitamente le ha asignado, sino que ha satisfecho otras muy distintas acordes con el tipo de poder vigente en cada momento. La cárcel no ha servido ni sirve sólo para castigar, disuadir o escarmentar, prevenir, reeducar o como afirma la actual Constitución Española, para la reinserción social. La cárcel es una venganza, y sobre todo un instrumento de adiestramiento y disciplina social, de fabricación de estereotipos, y de criminalización del espíritu y de la acción revolucionarios. Siempre ha sido así, a pesar de la hipocresía social al respecto. Una forma reglamentada de venganza y de control, pero venganza y dominación en suma, que pretende disuadir al victimario o a su familia de la acción directa, que transforma al explotado revoltoso en criminal, y que regula la pena matemáticamente en un juego imposible de dolores equilibrados en la balanza de Iustitia.
El derecho penal y la privación de libertad idealizan la ley del Talión, aun cuando el ojo del asesino nunca pueda resarcir a la víctima por la pérdida del suyo. Entiendo que una sociedad o una comunidad justa es aquella que, como decía Badiou, se va construyendo en la igualdad, en la igual capacidad y autonomía de todos sus miembros, lo cual contrasta con el concepto de justicia, con mayúsculas, y su discurso hegemónico nacido para luchar contra el deseo de emancipación y que por tanto legitima la consolidación de todas aquellas sociedades injustas donde la justicia sirve para su perpetuación y aceptación.
Las siguientes palabras de Eagleton sobre las víctimas expresan claramente lo inconmensurable del concepto de justicia (La estética como ideología) y su nula utilidad para construir comunidades justas:
No existe realmente ningún modo de que podamos compensar(las) por los sufrimientos padecidos a manos del orden establecido. No podemos invocar al campesinado medieval exprimido o a los esclavos asalariados del primer capitalismo industrial, ni a los niños que murieron asustados y sin amor en los miserables cuchitriles de la sociedad de clases, ni a las mujeres que se partieron el espinazo por regímenes que las utilizaron con arrogancia y desprecio, ni tampoco a las naciones colonizadas hundidas por ese opresor que las encontró a la vez siniestras y encantadoras. No existe realmente ningún modo de que las sombras de estos muertos puedan sumarse para reclamar justicia ante aquellos que las explotaron.
Por ello el camino que nos ofrece Walter Benjamin, en la Tesis sobre la filosofía de la historia, puede que sea el único válido que habrá que transitar y experimentar para lograr algo de esa justicia que se nos hurta, porque “la terrible verdad es que sólo cabe resucitar a los muertos apelando a la imaginación revolucionaria”. En verdad, la sociedad exige justicia, pero ¿no resulta un poco espeluznante que la verbalización de la justicia la hayamos denominado ajusticiar?
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@ruivaldivia Decía Camus que el suicidio debía ser la pregunta fundamental de la Filosofía. Seguramente la carcel debería serlo de la Politología. La mera idea de la existencia de cárceles nos produce ese cortocircuito entre algo que intuímos inaceptable, poco más argumentable que una forma de tortura y la razón que miedosa nos dice que mejor mirar a otro lado mientras no haya alternativas más allá de las buenas intenciones y la ucronía.
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Es cierto, que casi todo el diálogo en torno a la cárcel sea que hay que hacer más, que los presos entran y salen como quieren, que viven demasiado bien, que las penas son muy laxas, que son caras, etc.. y no nos detengamos a pensar sobre qué institución tan cruel y mezquina sobre la que estamos construyendo la convivencia democrática.
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