
El bien común o el interés general por el que debe velar el Estado se ha erigido, desde tiempos de la Ilustración, y sobre todo del emperador Napoleón y su legislación autocrática -el código napoleónico en el que se miran todas las leyes liberales-, en uno de los sumideros en el que se pierde nuestra libertad. Había que establecer alguna justificación sobre la acción benévola del Estado, sobre todo, construir algún mito en el que fundar la actividad económica y legislativa del gobierno, y que permitiera convencer a la mayoría de los ciudadanos de que los sacrificios y las renuncias personales tenían por objeto un fin por encima de ellos, un bien sagrado al que merecía la pena arrojar buena parte de nuestra libertad individual: el interés general.
Realmente, la única forma que poseemos los individuos de alcanzar el bienestar o conseguir algo útil, es mediante la acción concertada de la sociedad. Ninguna persona aisladamente puede lograr algo meritorio, todos necesitamos coordinarnos y cooperar con otros para incrementar nuestra libertad, nuestro placer y nuestro interés individual. El concepto liberal de bien público, o interés general, se basa en esta obviedad, en la necesidad de que las personas establezcamos una organización, nos impongamos un orden, con el objetivo de incrementar nuestra libertad y alcanzar objetivos sociales valiosos. Pero eso sí, en el caso del Estado, interponiendo una jerarquía, una autoridad entre los individuos libres y el orden imprescindible para organizarnos socialmente en la empresa de conseguir resultados sociales útiles.
La institución del bien público o del interés general se erige así como un fetiche al que adoramos y respetamos, y al que otorgamos nuestra confianza, en la idea de que no de otra forma los individuos vamos a poder darnos bienestar, salud, educación o infraestructuras. Cedemos así nuestra libertad a priori, a una organización de expertos que deciden por nosotros, en unos representantes que distribuyen la coacción en la sociedad con el objetivo ampuloso y mezquino, de que así logran maximizar nuestra libertad y nuestro bienestar, de que ellos son los únicos que pueden interpretar los deseos del pueblo, que ellos son los únicos que realmente pueden definir de forma clara, justa y universal el interés común de toda la sociedad.
Por esta razón, la mayor parte de la actividad política que ejercemos los ciudadanos, la despilfarramos pidiendo continuamente que el Estado atienda nuestras demandas, coaligándonos junto con otros para presionar a los gobiernos para que acepten nuestro interés particular con objeto de que nuestros representantes lo declaren como general, y a través de esta decisión, así poder canalizar las energías sociales y la policía (la violencia legítima) para su plasmación real. Se establece así un juego diabólico de intereses en liza, en el que evidentemente no es únicamente el voto de las elecciones generales, sino sobre todo la capacidad económica e ideológica de influencia, la que establece hegemónicamente la agenda política, la acción de gobierno del Estado y la declaración de ese interés general que en rigor sólo define el que los poderosos han pactado en ese conflicto desigual de intereses en el que en suma se reduce la acción de los Estados en su aparente papel de conciliador justo de intereses.
No existe tal interés general, sino únicamente una serie de acciones de gobierno que se legitiman en este sucedáneo de libertad y soberanía popular y del que las personas, cada cual según su actividad y capacidad y poder, extraemos beneficios y herramientas para plasmar de la mejor forma posible, y en un marco pactado a nuestras espaldas, nuestra libertad individual. En cierto modo, el interés general o el bien público, se reduce a definir el campo de juego desigual en el que los ciudadanos dirimimos controversias y establecemos coaliciones y pactos y contratos con objeto de poder desarrollar al máximo nuestra libertad. Por tanto, un terreno de juego que posee unas normas nada igualitarias, pero que se aceptan con esa mezcla de obligación y devoción que caracteriza todo lo que emana del bien público y que legitima la servidumbre voluntaria en la que arrojamos buena parte de nuestra libertad, y específicamente, nuestra capacidad de dotarnos a nosotros mismos de servicios sociales, educación, trabajo, etc.
Si asumimos el símil del mecanismo para entender el funcionamiento de la sociedad y de su capacidad para producir bienestar y para crear el marco adecuado para expresar nuestra libertad, el motor del interés general sería como su cabeza rectora, un chip programado por unos expertos y unos burócratas que sutilmente transforman las demandas, las necesidades y los deseos de cada persona en una integral común y universal a la que denominan interés general o bien público, entendido, según reza la propaganda, como aquellas políticas y decisiones que, según su criterio, maximizan el bienestar de todos y optimizan el funcionamiento del mecanismo social, aun cuando puedan provocar perdedores o víctimas. Un absurdo que ni se aviene con la realidad –proclive a decidir en pos del interés de unos pocos-, ni con la teoría, ya que resulta imposible establecer un conjunto racional y explícito de decisiones comunes a partir de los deseos y necesidades parciales de los ciudadanos.
El sumun de este absurdo tan necesario para legitimar la acción del Estado, lo compone la figura de los perdedores o de las víctimas necesarias, imprescindibles, del progreso o del bien común, lo que en tiempos de guerras recientes se han caracterizado como los daños colaterales del interés general. Resulta claro que, a pesar de su definición y propaganda, el bien público provoca perdedores, intensifica las desigualdades, a pesar de los cuidados paliativos que históricamente se han ido aplicando con fines de cosmética, de caridad o de eficiencia económica (por ejemplo, para reducir los “fallos de mercado”, o la propia creación –y ahora apuntalamiento precario- del Estado del Bienestar). La figura del interés general justifica la existencia de perdedores, legitima las desigualdades, racionaliza la explotación de ciertas minorías, ya que se tiende a justificar socialmente estas consecuencias injustas como imprescindibles para avanzar, para organizar de forma medianamente eficaz el mecanismo social de producción de bienestar. Opera aquí también ese resorte justificativo y autocomplaciente que exonera de culpa o de responsabilidad a los Estados, a las personas y a las acciones que aun produciendo males, han sido capaces de producir avances, progreso, y el hecho de que, a pesar del dolor o el sufrimiento que el bien público arroja contra ciertos sectores de la sociedad, los tendamos a legitimar como imprescindibles, aunque del análisis más ligero de lo que ha sido la acción histórica de los Estados, podamos interrogarnos sobre si el interés general ha sido el único posible, si han existido realmente otras alternativas menos traumáticas y más beneficiosas para el conjunto de la sociedad, y sobre todo, si resulta posible organizar un mecanismo social alternativo al bien público y a la acción coactiva de los Estados que responsabilice directamente a cada individuo sobre cómo ha ejercido su libertad en un marco de cooperación y conflicto marcado por la igualdad de las partes. Y evidentemente, sin caer en el error de considerar, que ese marco de “igualdad de las partes” sólo lo puede garantizar una violencia externa a los individuos, un Estado formado por unas élites y unos burócratas que históricamente han justificado la desigualdad en aras del interés general que ellos autoritariamente han elegido para preservarse como clase gestora.
En cierto modo, el bien público opera a la inversa del famoso refrán que aconseja remojar las barbas cuando observes que al vecino le cortan las suyas. Si advertimos que el interés general se lleva por delante –legalmente- a un expropiado, por ejemplo, tendemos, primero, a criminalizar a la víctima, segundo, a considerar que su mal ha sido imprescindible por el bien de todos, y por último, a considerarnos al margen, tanto como responsables, como posibles víctimas futuras, porque qué duda cabe que la legitimidad de toda esta desigualdad la basamos en el hecho de que siempre tendemos a consideramos como parte beneficiada de las injusticias que el bien público provoca sobre otros.
Por el interés general se expropia, se coartan libertades declaradas legítimas por el propio ordenamiento jurídico del Estado, se distribuyen subvenciones y apoyos públicos de forma arbitraria y desigual, se apoya a los corruptos y a los causantes de las crisis para no perturbar la ley de la competencia y del interés privado como fuente de progreso y de bienestar, se distribuyen favores que engrasan el mecanismo económico de modo clientelar y partidista, se adoptan decisiones públicas en torno a la ley, los reglamentos y los controles burocráticos que favorecen fundamentalmente a los poderosos, se pactan convenios comerciales y políticas de ayuda al desarrollo o de protección del medio ambiente que apoyan a las mismas instituciones y empresas que impiden o dificultan la equidad. Pero es verdad, todo engalanado con las vestimentas del interés general, de que no de otra forma podría funcionar el mecanismo social que produce bienestar, que la desigualdad y hasta la ineficiencia que el propio bien público genera, resulta imprescindible para que los desposeídos, los explotados y la gran mayoría de la sociedad podamos tener unos mínimos servicios sociales, una policía, unas infraestructuras y una educación sobre las que apenas podemos influir ni decidir, y que recibimos como un derecho envenenado a cambio de ceder lo más precioso de nuestra libertad.
No somos libres gracias al bien público y al Estado que lo define y lo aplica, sino que a pesar del interés general somos capaces todavía de ejercer nuestra libertad, eso sí, de forma limitada y siempre bajo la supervisión del mismo interés general administrado por toda la cohorte de expertos, policías y burócratas del Estado y de las administraciones públicas. Sin esta máscara de utilidad pública el Estado no podría existir, sin esta falacia de conciliador y mediador entre los intereses enfrentados de la sociedad, el Estado sucumbiría. Por esta razón, el Estado necesita encarnar el interés general, para así poder menospreciar y deslegitimar la capacidad de los individuos de pactar directamente entre sí, de formar asociaciones y comunidades que se den a sí mismas, a través de su acción coordinada, bienestar, trabajo, seguridad, orden, sanidad, protección, educación e infraestructuras. El Estado no aparece como encarnación de estas asociaciones libres, como una forma de mejorar el funcionamiento de una sociedad de individuos libres, sino como una asociación elitista de intereses privados y desiguales que se justifica ante la sociedad y se legitima por apelar a un interés general y a un bien público que destruye precisamente el mismo entramado social al que decía perfeccionar.
Pero claro, la reversión de esta situación, la devolución de la libertad cedida o enajenada al individuo, no sólo puede provenir del adelgazamiento del Estado, o de su mismo suicidio (no digamos ya de la nacionalización totalitaria), sino sólo tras la devolución a sus legítimos poseedores de todos aquellos bienes, derechos, capitales e infraestructuras que el propio Estado y sus acólitos han fabricado con nuestra libertad, y que históricamente ha sido distribuido tan injusta y desigualmente entre las élites y los poderosos.
Me ha gustado mucho este post, y ya lo tengo entre mis apuntes. Vas a despertar la furia del Gran Leviatán 😉
Me gustaMe gusta
No creo que se inmute.
Gracias.
Me gustaMe gusta