
Recupero algunas experiencias de las últimas semanas, a mogollón. Algunas ya las comenté en este blog, a las restantes les dedico estas líneas. Han sido actividades muy diversas, realizadas durante diciembre y enero, y en las que la buena compañía casi siempre ha jugado un papel relevante. Como el ballet “Alicia en el País de las Maravillas”, que fui a ver con mi hija Ángela. Ya recomendé en su día la posibilidad de asistir a magníficos espectáculos operísticos transmitidos desde grandes teatros internacionales, en algunas salas cinematográficas y por un precio muy asequible. En esta ocasión eché de menos que tanto la música (compuesta para la ocasión) como la coreografía no hubiesen sido más “contemporáneas”, que todo el entramado visual y corporal no hubiese buscado imágenes y movimientos más arriesgados. Pero que no hubiera tutús y que los personajes hubieran estado tan bien delineados, fue suficiente para disfrutar del espectáculo que nos propuso la Royal Opera House de Londres.
Durante el puente de la Constitución me fui a la Sierra de Guara, en Huesca, a conocer sus magníficos cañones, esos paisajes tan especiales en los que la erosión hídrica ha modelado entornos sin parangón. Realicé tres marchas, que no son suficientes para conocer la riqueza que atesora, pero pude visitar pueblos recovecos y parajes que todavía guardan salvajismo y aislamiento. Eso sí, en invierno, porque parece que durante la temporada estival, y al ser un lugar tan especial para practicar barranquismo, la sierra se colapsa de deportistas y excursionistas. Fue un viaje organizado, por lo que tuve que superar las clásicas prevenciones que muchos tenemos hacia este tipo de excursiones o “aventuras”. Pero tuve la fortuna de conocer a dos magníficos acompañantes con los que sigo manteniendo una feliz comunicación.
Los fastos navideños comenzaron con un concierto realmente divertido de la Zambomba jerezana, un espectáculo flamenco alegre y distendido, y en el que los cantaores Ezequiel Guerrero y Fernando Soto, acompañados por tres excelentes cantaoras y palmeros nos deleitaron con los cantes más festivos del flamenco. Y a la mañana siguiente un concierto de órgano interpretado por ese genio del teclado que es Javier de la Rubia, tocando el magnífico instrumento del Auditorio Nacional de Música, un concierto en el que consiguió enhebrar la tradición y la modernidad.
Al día siguiente logre asistir a la última representación de “Troyanas” de Eurípides, en el Teatro Español. A pesar de estar en la última fila del gallinero la experiencia mereció la pena, sobre todo porque me acompañaron dos amigas con las que compartí la opinión de que la actualización histórica y el dramatismo de la obra estuvieron muy logrados, gracias, cómo no, a los grandes actores que le dieron vida.
Como he ido informando, durante este último mes también he estado presentando mi “Ensayo sobre las dos ruedas” en diferentes lugares. Un periplo realmente gratificante, poder compartir con amigos este proyecto y a su vez conocer a nuevas personas y entablar conversaciones sobre tantos temas que giran alrededor de una bicicleta.
Asimismo, aproveché las vacaciones navideñas para visitar algunas exposiciones: de Chirico, Mucha, Dzama, el espacio Tabacalera, Kentridge, el Reina Sofía, etc. Cada vez me siento más cerca del arte de nuestros días. No es que lo clásico o la tradición me motiven poco. Pero cada vez encuentro más estimulante compartir las experiencias artísticas que se suscitan en nuestro tiempo, y sentirme tentado por lo desconocido, por la incertidumbre acerca del sentido de lo que se nos ofrece, o sobre el mismo contenido material de la propuesta. Frente a la seguridad que nos da la traición conocida y que solemos degustar como un plato exquisito avalado por la continuidad y la reiteración, algunas obras nuevas realmente pueden disgustarnos o dejarnos indiferentes, pero la deriva por el arte contemporáneo ya supone de por sí un acicate, una aventura que merece la pena emprender por sí misma, y también porque realmente se encuentran joyas y hallazgos afortunados.
El día de los Santos Inocentes fui a Segovia, ya que en su Catedral se celebró un entrañable concierto de polifonía renacentista española (Vivanco, Victoria, Lobo y Guerrero) a cargo de ese grupo tan especial que dirige con mimo y ambición Alicia Lázaro, la Capilla Jerónimo de Carrión. La ciudad en sí misma, la cariñosa compañía, la comida en La Almuzara, los paseos por sus calles humedecidas y frías, la calidez de sus cafés y de la librería Ícaro donde dejé en depósito varios “Ensayos sobre las dos ruedas”, todo ello, y otras cosas entrañables que no os cuento, me reportaron una alegría realmente placentera.
El sábado 13 de enero fue otro día muy especial e intenso. Porque por la mañana tocaban juntos en el ANM el organista Daniel Oyarzabal y el trompetista Manuel Blanco, una combinación instrumental realmente atractiva y que nos emocionó con un buen racimo de obras variadas. Fue un concierto amable, cálido y virtuoso, ambientado a la salida con música de jazz y abundantes viandas, unos prolegómenos muy adecuados al concierto al que asistí ya por la noche, la maravillosa “escenografía” flamenca que nos propuso la pianista Rosa Torres-Pardo alrededor de sus amigos músicos: las cantaoras Rocío Márquez, María Toledo y Arcángel; y los compositores afincados en Nueva York, Ricardo Llorca, William Kingswood y Sonia Mejías. Un concierto fronterizo en el que también aparecieron Falla, Granados y Albéniz, en fin, un arrebato musical que nos ofreció Rosa con calor y entusiasmo.
La noche del día siguiente, en cambio, fui a un espectáculo nada convencional, al concierto de improvisación libre que nos ofreció la Orquesta en Tránsito que dirige Chefa Alonso en el centro ocupado de El Vaciador. Para apreciar una experiencia tan radical como ésta resulta imprescindible asistir con el ánimo adecuado, y con los ojos y las orejas muy atentos, con el cerebro dispuesto para un reto que me resultó estimulante, emotivo y sorprendente. Sobre todo, necesitaba prepararme vitalmente para el taller de improvisación libre que inicié al día siguiente, un curso intensivo de una semana del que hablaré en otra ocasión.
El lunes siguiente actuaba en el Auditorio 400 del Museo Reina Sofía, el grupo de música contemporánea Modus Novus, que nos acercó un programa que giraba en torno a la música de Stockhausen, con dos estrenos, las obras de Enrique Igoa y de Óscar Colomina. Un concierto nada convencional, ni por la formación orquestal, ni por la dimensión y estilo de las obras. Una experiencia a la par que conceptual, emotiva, una música que fue compuesta como reto y provocación, y que el paso de los años ha convertido en un clásico del estilo serial.
El viernes podría haber asistido al concierto que ofrecía el Jorge Pardo Quartet, pero después de 20 horas de improvisación en el taller que Chefa dirigió en el Teatro de Barrio, no me encontraba con el ánimo dispuesto para el jazz. Así que me fui al campo para derivar en bicicleta de montaña por la sierra de Madrid. Porque la noche del sábado me esperaba “Óscar o la felicidad de existir”, la obra de teatro que Yolanda Ulloa interpretó en solitario en la sala Arapiles 16 de la UNIR. Este teatro se va a convertir en un referente para mí, tanto por la calidad escénica de sus propuestas, como por el ambiente tranquilo y tan adecuado que ofrece su espacio escénico y su reducido patio de butacas, también porque siempre me acompaña una amiga con la que me gusta compartir este tipo de espectáculos. El trabajo de Yolanda resultó magnífico, no sólo porque supiera dar vida a 13 personajes alrededor del niño protagonista, Óscar, que asimismo encarnaba ella, sino por el difícil equilibrio que plantea la obra en torno a la vida y a la muerte, al sufrimiento y a la alegría, y sobre todo, al papel que el autor (E. M. Schmitt) le asigna a la figura de Dios en este juego medio panteísta y cristiano, y que a mí me recordó, por similitud, la logoterapia del psiquiatra V. Frakl, y por contraste, ese duro relato de Cortázar que se llama “La señorita Cora”.
Y para finalizar este acúmulo de actividades, el concierto que el domingo nos ofreció la Orquesta Barroca de Sevilla, y en el que dos mezzosopranos monumentales nos representaron uno de esos duelos vocales a los que tan asiduo era el público del barroco. Entre memorables arias de Haendel y Vivaldi, Ann Hallenberg y Vivica Genaux, nos emocionaron, yo diría que totalmente arrebatados, más que por el duelo en sí, por la oportunidad de oír dos voces tan diferentes interpretando un mismo repertorio de forma tan contrastada y a la vez compatible. Estos barrocos de Sevilla tocan cada vez mejor, gracias, entre otras razones, a su espléndida gestión artística, y a la capacidad que poseen de integrar a los mejores solistas y directores del barroco. Después nos fuimos a celebrarlo. Porque el arte sin humanidad no es nada, porque la contemplación necesita de la imbricación del cuerpo y de la carne.
Recuerdo que estas arias las cantaban castrados. Por ello incluyo dos versiones de la famosa aria de Rinaldo, por una mujer, y por un hombre.
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