
Creo que la actividad de improvisar resulta esencial, tanto en el campo del arte, como aún más importante, en el de la vida y en la política. Ya escribí en su día sobre la improvisación en la música (y aquí), pero ahora querría ampliar el espectro.
Un factor fundamental de la improvisación consiste en hacer lo que a uno le dé la gana. En la improvisación existe un elemento de libertad salvaje que es el factor que hace tan atractivo el jazz, por ejemplo, o todas aquellas manifestaciones en las que unos actores, artistas o un orador se colocan ante el auditorio desnudos, sin partitura, sin red ni guion. A veces la cosa funciona, y otras no. Porque no todo vale para convertir una improvisación en algo útil, valioso, conmovedor, emotivo. No es que existan unas reglas estrictas, sino más bien un modo de hacer, una conexión lúdica que liga a los improvisadores entre si, a la vez que con el público que escucha activamente, también comprometido en el juego de la improvisación.
Recientemente asistí a un taller de improvisación impartido por Chefa Alonso, y en uno de sus libros sobre el tema incide en que la improvisación posee dos elementos que nunca pueden darse por separado: por un lado, la esencial autarquía de cada uno de los participantes, y por otro, la obligación de cada improvisador de escuchar a su entorno y obrar en consecuencia, o sea, de forma coordinada para lograr el fin o el objetivo “ad hoc” de ese acto único y original que es la improvisación.
En la improvisación cada artista expresa su individualidad, su virtuosismo, y lo hace de forma rabiosa. Pero lo que convierte a la improvisación en un arte para la política, es el hecho de que todo juego improvisatorio se realiza en comunidad, y que cada participante asume que únicamente cooperando con los otros improvisadores va a poder expresar lo que desea. Que es el juego en que consiste toda improvisación el que nos abre la posibilidad única de expresarnos libremente y por tanto, de caminar hacia el objetivo de construir sociedades democráticas.
Según se mire, lo de improvisar en la vida adquiere a la vez connotaciones estimulantes o peyorativas. A veces se alaba la capacidad de improvisar y otras se la denosta como un vicio casi nacional. En la improvisación nos colocamos ante lo inesperado, abrimos un entorno de incertidumbre que es precisamente el que posibilita la libertad. Pero existen una serie de errores arraigados sobre el alcance y el contenido de la improvisación. Quizás el más generalizado sea la idea que se tiene del improvisador como alguien que no ha preparado lo que va a ejecutar, que el mejor improvisador es el que no conoce profundamente la técnica del instrumento o de la materia en la que está improvisando, y que va a adquirir, durante la improvisación y por ciencia infusa, el don de la pericia técnica. Otro error consiste en considerar que para improvisar no hay que preparar nada, que no hay que ensayar la misma improvisación que se va a ejecutar sobre un escenario o en una reunión para decidir sobre una materia común, que con la experiencia sobra y que sólo sirve la espontaneidad y la intuición. O que la improvisación provoca siempre resultados artísticos o políticos o económicos siempre mucho menos eficientes que la ordenación planificada de todos los detalles escritos en un plan de actuación, en un guion o en una partitura.
Recojo las siguiente palabras de Chefa Alonso.
(la improvisación) representa la utopía que muchos deseamos: la existencia de un mundo solidario y no jerárquico, donde se ha disuelto cualquier sistema de control o subordinación.
Antes de abordar este tema, o sea, el uso de la improvisación en la política o en el trabajo, conviene matizar algo. Parece que el improvisador tuviera que eludir el pensamiento sobre el futuro, que la previsión no cupiera entre sus objetivos. Que el improvisador fuera un especie de cigarra que evita no sólo la anticipación de la hormiga, sino que incluso prefiere el caos al orden, que se obliga a ser irresponsable. Pero la improvisación no es un antónimo de la organización. Sí, en cambio, de la planificación ordenancista y burocrática. Porque el improvisador desea realizar una obra junto con otros improvisadores, no puede decirse que el improvisador no busque el orden, una organización, ni que no use de la experiencia para lograr cada vez resultados más valiosos. Pero lo que diferencia el orden improvisatorio del planificado es precisamente la espontaneidad y la libertad, el hecho de que todos los improvisadores, en pie de estricta igualdad, confeccionan, sin un fin concreto que los aúne, un orden dinámico siempre provisorio, pero solidario, consensuado espontáneamente y en el que siempre cada individuo posee la última palabra sobre cómo se va a comprometer en la ejecución final de la obra. En la improvisación, los constantes azares de la vida y del mundo, lo inesperado, se integran como oportunidad e inspiración, no como una amenaza que hubiera que controlar a través de la planificación centralizada.
No existen representantes del grupo o de la comunidad, porque cada improvisador se representa únicamente a sí mismo, se involucra y expone al común de forma totalmente personal. Es más, la riqueza de la improvisación va a depender de la diversidad de sus miembros, de la capacidad de cada célula de ser diferente, de encontrar un lenguaje propio y exponerlo al grupo de forma sincera y responsable. Para entrar en un grupo de improvisación hay que ganarse el puesto a pulso, pero cada participante es libre de salir cuando lo desee.
Sólo existe una preconcepción que concita a todos los improvisadores y sin la que la improvisación no puede obtener resultados valiosos, y es que todos asuman que la esencia de la improvisación es el juego, que durante la improvisación se abre un entorno lúdico, casi mágico, en el que los participantes se exponen, diríamos imaginariamente, y por tanto, sin vergüenza ni miedo, a un juego que va a establecer un orden o una operativa “provisional” y “ad hoc” para el futuro. Por ello no resulta tan importante el resultado concreto de la improvisación, sino la propia continuidad del juego, el que los artífices de la improvisación encuentren un vínculo estable, útil, confiado, estimulante, emotivo y racional en el que crear jugando. No se busca que el resultado sea evaluable de forma objetiva, dada la infinidad de factores y cualidades con que cada persona puede valorarlo, sino que el proceso de improvisación que se abre en cada ocasión permita la interacción igualitaria de los participantes.
El verbo que mejor caracteriza la improvisación es el de fluir. En el juego de la improvisación, que no es otro que el del acuerdo democrático, se busca, más que un objetivo concreto, un fluir común. El aprendizaje de la improvisación consiste en despojarse de prejuicios, en alcanzar una personalidad propia y diferente, en no temer el error o la equivocación, en dejar que la energía creativa del grupo fluya libremente, y en la capacidad de ir recogiendo ideas, como si el grupo fuera fabricando un racimo, o sea, un orden, reutilizando sólo algunas de esas ideas-uvas que se han ido exponiendo al común sin miedo y con ingenuidad, pero que el propio grupo recoge y fabrica para dotarse de un orden, de una organización, para crear su obra o su trabajo.
En el arte de la improvisación se pueden integrar otros conceptos políticos que pretenden explicar cómo los individuos deben actuar, interactuar y transformar el mundo cambiante, acelerado y precario en el que nos ha tocado sobrevivir y al que algunos autores denominan como de capitalismo cognitivo. Uno de ellos es el “adhoquismo”, o las aglomeraciones espontáneas y descentralizadas que se forman para solucionar problemas concretos (ad hoc), y en las que las partes interactúan libremente para conseguir solucionar un problema singular o construir una técnica, un método o un software, sin derechos de autor, ni bajo direcciones limitantes y coactivas. Puede entenderse la improvisación como una de las posibilidades que ofrece la inteligencia colectiva, o la capacidad de las masas o de los grupos de crear conocimiento más allá de los saberes individuales de sus componentes y a través de la interacción libre e igualitaria.
O el concepto de deriva (de los situacionistas), como una actividad alternativa al itinerario, y que sustituye la necesidad de moverse con un fin comercial, laboral o social, por una actividad libre que se realiza por si misma, sin un fin externo a ella misma, que se ejecuta por la propia satisfacción de realizarla, y por tanto, que ofrece la posibilidad de apreciar la misma ciudad de todos los días de un modo totalmente diferente. La improvisación es una deriva, que con similitud a la psicogeografía que genera la deriva sobre el espacio urbano, fabrica un espíritu de comunidad que se crea a si misma a través de la libertad plena de los individuos que la componen. No una comunidad o un itinerario prefijado por una cultura o una religión o un objetivo, sino un grupo autoconstituido y que de forma dinámica improvisa sus propias normas, que se da a sí mismo y de forma improvisada su propia organización o deriva (autopoiesis).
También el virtuosismo del que habla P. Virno, un concepto extraído del mundo del espectáculo, pero con el que el politólogo italiano intenta explicar las claves del trabajo en el actual sistema posfordista en el que la fuerza de trabajo aporta cada vez mayor valor agregado a la producción, más en función de la aportación mental y cognitiva y lingüística (“el lenguaje se pone a trabajar”) que de su energía mecánica. En el capitalismo cognitivo adquiere mayor relevancia todas las actividades relacionadas con el diseño, identidad, configuración social, publicidad, imagen, etc. del producto, muy por encima de lo que representa su producción material. No significa esto que la sociedad se desmaterialice, sino que progresivamente se incrementa el porcentaje de valor cognitivo que se integra en el valor total del producto. La explotación moderna en el trabajo adquiere cada vez tintes más mentales, emotivos, cognitivos, en detrimento de la clásica explotación laboral como simple fuerza de trabajo bruta, que lejos de desaparecer, cada vez representa menor porcentaje económico respecto al total.
Al trabajador actual se le exige virtuosismo, es decir, debe ser creativo y emplear sus habilidades mentales, lingüísticas, digamos artísticas, no tanto para fabricar materialmente el producto, como para dotarlo de esa atmósfera identitaria y experiencial que caracteriza el capitalismo actual y su peculiar forma de consumo cultural y casi espectacular. Y es aquí, por tanto, donde acaece su mayor contradicción. En el hecho de que el dueño del capital esté comprando, a través del tiempo de trabajo concreto de cada persona, también y de forma gratuita, el tiempo de trabajo social acumulado en capital cognitivo que el nuevo trabajador “virtuoso” incorpora como lenguaje y saber. El núcleo actual de las luchas emancipadoras en el trabajo reside aquí, en el intento del capitalista de privatizar, a través de la experiencia del consumo, el aporte de capital social que trae consigo el trabajador, en convertir en privado y por tanto en algo apropiable, la actividad de improvisación de los trabajadores con objeto de poder solidificarla en productos vendibles.
A pesar de los intentos empresariales por reglamentar y controlar todos los detalles del trabajo de las personas, las diferentes comunidades de trabajo, y esto cada vez ocurre con más frecuencia, han creado formas de organización espontáneas sin las que la producción industrial y ahora cognitiva, jamás se hubiera podido verificar, al margen de ingenieros y burócratas (véase James Scott). Estas dinámicas resultan similares a las de la improvisación, porque cada vez recurren con más fuerza a la individualidad o al virtuosismo del operario y también a su capacidad de escuchar a los compañeros, de crear en común un producto que cada vez se parece más a una actuación escénica, a una obra musical o a un discurso improvisado, que a una mercancía en el sentido tradicional o decimonónico del término.
La improvisación crea y construye sobre lo ya conocido. Tanto el pintor como el escritor, el trabajador cognitivo o el compositor, se sientan delante de su hoja en blanco, del escenario o de la pantalla del ordenador, y le transmiten a ese vacío lo que ya saben, pero cocinado o rediseñado de algún modo diferente. Eso es la improvisación, ese juego que hace que lo cotidiano o lo normal o lo aprendido se transforme en algo nuevo. Y si improvisamos dentro de un grupo, si el grupo en sí improvisa con nuestra presencia, es el diálogo mismo de las ideas sabidas, consigo mismas, el que puede crear el momento para que surja la emoción, el desatino, el conocimiento o la solución. Porque si nos damos cuenta, lo que realmente nos está diciendo la improvisación es que nosotros, los improvisadores, los actores y los trabajadores, somos realmente los dueños del sistema, y que todas aquellas estructuras de poder que nos rodean realmente son superfluas y sólo sirven para enajenarnos el tiempo y controlar el resultado.
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