Arte sin Estados

A los Estados ya no les interesa el arte o la cultura como factores de integración y legitimación nacional. Pasaron los tiempos en que los ministerios de cultura o de educación tenían por objetivo convertir el arte nacional, la historia y la cultura en factores conformadores de la identidad personal y de la pertenencia a un Estado. Herederos del liberalismo democrático y republicano de la revolución francesa, los Estados, durante muchos años, se habían dedicado a fabricar ciudadanos, a imprimir en las mentes de las personas lo que significaba, por ejemplo, ser un buen español, a saber: una persona que ama un pasado, que se identifica con unos personajes y hechos, que habla una lengua concreta y que se emociona y se siente orgulloso de comprender y ser parte de una producción cultural que desde los visigodos, pasando por El Quijote y Falla, nos caracteriza como españoles, nos singulariza como una nación original de ciudadanos ejemplares que debe ser salvaguardada por la acción cultural del Estado nacional.

Sin embargo, los presupuestos de los ministerios de cultura resultan ya ridículos para acometer esta tarea. Casi ningún ministro ni alto cargo de cultura se identifica ya con esta labor. Ni consideran recomendable y ejemplarizante asistir a estrenos o actos culturales, ni que ello les vaya a ofrecer pedigrí ni prestigio personal, político o mediático. Casi resulta sospechoso que los políticos sean demasiado cultos, que gasten su tiempo en mirar cuadros, oír sinfonías o asistir a estrenos teatrales. Las programaciones culturales estatales se realizan por inercia, porque determinados sujetos muy concretos consideran que todavía el Estado debe cumplir con determinados mandatos constitucionales, porque mantener una compañía nacional de teatro o una orquesta nacional, no supone aún demasiado gasto ni esfuerzo. Pero el rendimiento político y legitimador que tales empresas estatales ofrecen a los políticos y a la configuración de la personalidad del español como ciudadano distinguible y a proteger, resulta actualmente ridícula a tenor del interés que despierta y de las políticas que se realizan. El ejemplo más palmario lo hemos visto en cómo las medidas anticovid han afectado a la cultura, cómo a casi ningún responsable político le ha interesado proteger, defender, apoyar a un sector cultural que ya no le importa al Estado como pilar esencial de su funcionamiento.

No defiendo aquel papel cultural del Estado nacional. Tampoco pretendo que ahora el Estado asuma ese papel. Simplemente destaco un hecho novedoso, y es que los Estados democráticos cada vez confían menos en la cultura y el arte como factores de legitimación y de conformación del carácter nacional y democrático de sus ciudadanos, a pesar de que algunas instituciones o administraciones minoritarias intenten todavía hoy legitimarse en la defensa de determinadas esencias nacionales y que utilicen como arma arrojadiza, el poseer determinada identidad cultural en sus proyectos de autonomía política o incluso de independencia. El neoliberalismo no elimina el Estado, sino que éste se reconfigura según las directrices y las nuevas condiciones socioeconómicas del capitalismo virtual y financiarizado que nos domina, y en relación con la cultura o el arte, el Estado delega en otras instancias, en la publicidad, las industrias culturales, en síntesis, en el capitalismo cognitivo y emotivo, la creación de identidades hegemónicas compatibles con su estabilidad.

La tarea de hacer buenos ciudadanos, o cristianos ejemplares, la habían asumido tradicionalmente esas estructuras jerárquicas que hemos denominado Reinos, Estados o Iglesias, a través de una actividad cultural y artística en la que la belleza cumplía no sólo el papel de emocionar, sino también el de conectar emociones con instituciones e idearios, con concretas formas de ser y estar en el mundo coherentes con el mantenimiento de una jerarquía y una servidumbre política. Los ejemplos resultan abrumadores. No puede entenderse la fabricación de la gramática española de Nebrija, del canto gregoriano, las catedrales góticas o la institución de los museos, sin esa necesidad de fabricar lenguajes universales o nacionales en coherencia con una determinada forma de percibir el mundo y de participar en el mantenimiento de esas mismas instituciones que legitimaban su control social, y en la que los Estados eran los garantes y los beneficiados de que sus ciudadanos hubieran sido adiestradas por ellos mismas en un determinado espíritu e identidad.

No afirmo que no haya existido libertad artística ni creatividad. Ha habido mucha. Pero de la magna obra cultural y artística realizada por las personas a lo largo de la historia, los Estados, la humanidad, ha ido codificando y seleccionando la crema, las producciones más coherentes y singulares, canónicas y clásicas que convenían a la fabricación de determinadas identidades nacionales y hegemónicas. Por eso la historia de todas las artes posee ese tufillo de línea ascendente y de progreso que ofrece el mirar el pasado desde una atalaya que proyecta un sentido coherente y único al esfuerzo humano por fabricar las concretas culturas y artes que deben servir para convertir a los ciudadanos de hoy en dignos especímenes, tanto de determinadas culturas nacionales, como de la misma humanidad.

Este era uno de los pilares que fabricó el proyecto ilustrado para ofrecer coherencia a la erección de los edificios nacionales, el que sus ciudadanos estuvieran imbuidos de un mismo espíritu, que se sintieran herederos de una misma tradición, que percibieran el mundo según idénticos arquetipos, con independencia de su situación en la cadena de producción, de su dinero o pertenencia a una u otra clase social. Nunca se cumplió del todo, abundaron las disidencias, pero la propaganda y la difusión de la cultura siempre estuvo imbuida de este objetivo de corte humanista y universalista, que consideró que la cultura y el arte serían capaces de obviar las diferencias de clase, el desigual reparto de la riqueza, y que por tanto, el arte y la cultura serían los garantes de la estabilidad social y del mantenimiento de las estructuras jerárquicas de poder asimétrico.

El punto álgido que mostró esa capacidad de la cultura y del arte para adiestrar, obtener adhesión y sobre todo, legitimidad, se dio durante la Primera Guerra Mundial, cuando las masas de todos los Estados beligerantes, con independencia de su posición social e ideario político, se abalanzaron sobre las oficinas de alistamiento voluntario para participar en el matadero de una guerra que sólo beneficiaba a unos pocos plutócratas. Sólo los anarquistas (y no todos) y las alas más libertarias de los partidos de izquierda (Rosa Luxemburg, por ejemplo), se negaron a participar en esa sangría. Por ello, el arte que nació tras la guerra, todo el dadá o el surrealismo o el expresionismo, tuvo como objetivo destruir esa idea del arte nacional, y la necesidad, por contra, de construir un arte o una cultura que jamás pudiera utilizarse o ser justificación de la barbarie. Los artistas de las vanguardias desplegaron su actividad en el convencimiento de que tenían que crear un arte diferente, una cultura que no fabricara identidades nacionales, ni lenguajes con pretensiones universalistas, una cultura al margen de los Estados, con independencia de su adscripción ideológica. Bueno, a excepción del apoyo que tantas vanguardias le ofrecieron a la revolución soviética, en la medida que parecía anticipar una revuelta global contra el capitalismo y la cultura tradicional, hasta que ella misma se transformó, lamentablemente, en otro totalitarismo también a combatir.

Al fin ha sido, también en la cultura, el mercado capitalista el que por medio de la sociedad del espectáculo, ha relevado a los Estados de su tarea tradicional por conseguir la aquiescencia, la servidumbre voluntaria y la legitimidad. Si toda Europa se ha lanzado en este año Beethoven a programar sinfonías y sonatas ad nauseam de aquel magnifico compositor alemán, no ha sido por amalgamar a los europeos en un proyecto común, sino porque las industrias culturales encuentran beneficioso adherirse y sacar provecho de utilizar las efemérides de los grandes popes del arte y de la cultura para obtener beneficios, tanto a través del mercado cultural, un tanto sibarita al que se adhiere una parte cada vez más reducida de la población, como a través de la vulgarización de las grandes obras y su transformación en mercancías de fácil consumo. Son los restos de las identidades nacionales fabricadas en el pasado, las que utilizan las industrias culturales como materia prima de su actividad, y ya no los Estados los que trabajan por crear identidades culturales a través de su actividad política en este campo. Porque son ahora los Estados los que se legitiman a través de los mercados, y por tanto, son los mercados y las industrias culturales los que ahora asumen la tarea de legitimarse, e indirectamente, por tanto, a los Estados que están a su servicio.

Lo que se denomina patrimonio cultural ya no lo emplean los Estados para adoctrinar, educar o fabricar identidades. Los museos, las orquestas, las calles y edificios valiosos se han convertido en materia prima para la especulación y la fabricación de los denominados contenidos recreativos o espectaculares de las industrias del ocio o de la cultura. Las ciudades o los Estados protegen el patrimonio no para cultivar a sus ciudadanos, sino para ofrecer una oferta cultural, que en conexión con otros mercados capitalistas, sean capaces de generar polos de atracción para el consumo y la inversión económica. Este es el escenario en el que se debate la gran cultura tradicional, las obras de arte clásicas, el gran patrimonio acumulado del arte occidental. Su tarea histórica, por la que fue creado, mantenido y reverenciado, ya no existe, ninguna institución relevante la reivindica. Sólo los artistas y los fervorosos fieles del arte como religión, continúan demandándole al Estado esta misión imposible de hacer del arte un instrumento de mejora personal, de liberación o de emancipación.

Entonces, ¿por qué tantos artistas desean todavía seguir viviendo a costa del apoyo estatal, a pesar del desprecio que reciben de esas instituciones culturales y artísticas? ¿Por qué todavía se defiende el papel del Estado en la protección del patrimonio cultural y en el fomento de las artes? Si el Estado le ha dado la espalda a las artes y a la cultura, por qué sin embargo, los artistas y los sibaritas continúan reivindicando aquel rol arcaico del Estado en la creación de identidades, personales y colectivas, y de ciudadanos cultos?

A mí no me agrada este escenario neoliberal, tampoco suspiro por el tradicional, y huyo de cualquier equidistancia entre ambos, porque simpatizo con un concepto de la cultura y del arte radicalmente contrario a los que preconizan aquellos. Sin embargo, empatizo con las víctimas de ambos escenarios, y también con el hecho palmario de que en ausencia de un escenario alternativo, el artista, el trabajador de la cultura y del arte, tiene que luchar por sobrevivir y expresarse en un ambiente tan hostil a la creatividad y sobre todo, a su libertad.

Hace tiempo escribí sobre la función que el arte, o más bien, lo artístico o la experiencia artística, cumple en la creación de identidades personales y colectivas. Porque es mediante la experiencia artística cómo los Reinos, los Estados, las Iglesias, las tribus, las mafias, en suma, todos los grupos sociales, han construido sus imaginarios vinculados con una determinada forma de situarse en el mundo, darle un sentido, percibirlo y actuar en él. Por ello el arte puede servir a cualquier cosa en la que pueda convertirse un ser humano. El arte, como también se dice de la técnica, no es buena o bella en sí misma, porque no posee una cualidad moral o ética intrínseca, porque la valoración ética no reside en el objeto o situación artística, sino en los sujetos, sociedades o grupos, en suma, identidades, que utilizándolo como herramienta cognitiva y perceptiva, ha ayudado a fabricar.

Ahora también es así, cómo no, y aunque no sean los Estados los que asumen esa tarea prioritariamente -gracias a dios-, son ahora las grandes industrias -casi peor-, las que utilizando lo artístico, lo bello, lo sublime, etc. fabrican las subjetividades apropiadas y coherentes con la sociedad en la que ellos medran, se lucran y nos explotan. Ya sea como trabajador subvencionado por el Estado, o contratado por las empresas, el artista, como cualquier otro proletario o autónomo creativo, debe vender y adaptar su producto, en un entorno similar al de cualquier otros trabajador que también desea, cómo no, fabricar cosas útiles y beneficiosas para la sociedad, aun cuando como consecuencia de las normas de funcionamiento del mercado capitalista, la ética deba estar siempre supeditada a la creación de valor monetario, en un entorno de gran desigualdad en el reparto del poder.

Entiendo que la principal misión de los artistas consiste en ayudar a crear imaginarios, a incrementar y perfeccionar la sensibilidad de las personas, a ofrecer modos alternativos y conflictivos de percibir la realidad, a encontrar nuevos sentidos de existencia, de presencia en el mundo, de acción transformadora en la sociedad. Eso lo hacen todos los artistas, aun cuando no lo crean o no lo perciban así, aun cuando incluso disientan de esta tarea un tanto demiúrgica, tanto los que hacen un arte que utilizará el poder establecido para consolidarse, como en el otro extremo, los que lo ponen al servicio de la revolución. El arte no puede sustraerse a este cometido que le es intrínseco, definitorio, consustancial, ya sea desde el conservadurismo, la tradición o el establishment, como desde el radicalismo, el progresismo o la revolución. Recordemos que la estética no es la ciencia de lo bello, sino de la percepción, y que la experimentación artística no consiste en hacer cosas bellas, sino artefactos, bellos o no, que ayuden a fabricar conciencias, identidades, sujetos. Por ello el arte siempre se ha insertado en el rito, el sacrificio, la fiesta, todas esas actividades que el ser humano ha utilizado para fabricarse en comunidad, ya sea para consolidar lo existente, como para buscar nuevas vías de evolución y transformación.

El arte resulta imprescindible para mantener la sociedad. Lo que no quiere decir que los artistas sean unos afortunados. También resultan imprescindibles los tanques, las casas o la retirada de las basuras, y no creo que ello impida la explotación de las personas que trabajan en estas actividades tan vitales. El artista, como cualquier otro profesional, es una persona que se ha formado y educado para poder vivir de hacer arte, para ofrecerle a la sociedad y al sistema su trabajo de creación. Lo que resulta característico de este tipo de trabajo no es sólo la singularidad de las cosas que fabrican, sino que el efecto que provocan en la sociedad no se encuentra totalmente materializado en el artefacto artístico que producen, sino que su efecto también se relaciona con las mediaciones sociales en las que el objeto artístico se expone o se interpreta, de ese contexto social y disposición con la que sus espectadores lo consumen, degustan, disfrutan o se embelesan. Y es en este campo de las mediaciones, que tanta influencia posee sobre la recepción social de la experiencia artística, al que los artistas debieran prestar más atención, porque su capacidad para manejar las mediaciones sociales, los lugares, los ritos, los entornos, las comunidades, puede ofrecer una orientación en esta navegación tan peligrosa entre Caribdis (el Estado ) y Escila (el mercado). Sobre todo ahora, en momentos históricos en los que se hace tan evidente y diáfana la precariedad en la que viven tantos artistas, y por el contrario, cuando el poder, el sistema, utiliza de forma tan intensa lo artístico para producir las mercancías virtuales, emotivas y cargadas de identidad, de este capitalismo cognitivo que utiliza la crisis del covid para materializar nuevas formas de opresión a través de una estética al servicio del espectáculo y de la propagación del miedo.

Esta sociedad necesita identidades personales y colectivas muy diferentes a las preconizadas y fabricadas por el sistema capitalista. Necesitamos una enorme diversidad de opciones personales, maneras de estar en el mundo, éticas, percepciones, y que esa libertad de expresión individual genere infinitas comunidades de afecto y pertenencia en torno a la vida cotidiana, los amigos, la producción de bienestar, etc. Hay que destruir la idea de la Cultura o del Arte, porque esos conceptos unitarios y casi autorreferenciales, son los que han fabricado las subjetividades de una sociedad capitalista que se está autodestruyendo, comiéndose a sí misma. Y sustituir, por el contrario, esas mayúsculas instituciones por las culturas y las artes que las comunidades deben fabricar ellas mismas para construir su propia identidad. En concreto, no un arte para la humanidad y la eternidad, sino artistas para hoy y para nosotros.

Cada individuo construye su subjetividad a través de su concreto itinerario vital. Nuestra identidad personal no es una esencia que se despliega a través de la vida, sino que es la propia vida la que nos construye. La libertad consiste en la capacidad de cada ser humano de adueñarse de su proceso de construcción personal, y por tanto, de fabricarse su particular forma de poseer una sensibilidad, una manera de percibir, de emocionarse, de valorar, de desear. Las estructuras jerárquicas de dominación propias del capitalismo, y de los Estados que lo sirven, necesitan fabricarnos de una determinada forma acorde con la estructura de poder que existe actualmente en la sociedad. Y la mejor forma de hacer funcionar el poder consiste en que las personas lo interioricen, se obliguen a sí mismas a seguir sus dictados sin que exista continuamente una coacción externa disciplinaria. Es decir, crear un marco de libertad que consolide el propio sistema. La fabricación de estas subjetividades auto-disciplinarias que somos todos nosotros ha sido siempre el objetivo de los estados o las iglesias, cuando se dedicaban a la cultura y el arte, y ahora de las empresas culturales, del ocio y del entretenimiento, en la sociedad que habitamos.

Sin embargo, cuántos artistas suspiran todavía por los viejos tiempos, o por mecenazgos adaptados al capitalismo, por seguir queriendo fabricar un arte original que los trascienda, que los haga famosos, o convertirse en los creadores de nuevos lenguajes o grandes innovaciones, en suma, por convertirse en una pieza fundamental del gran edificio occidental del Arte y de la Cultura. O tanto público que consumimos arte y cultura, y que contemplamos con nostalgia aquella época en la que existía un progreso coherente del arte y de sus lenguajes, con genios reconocibles por su papel indispensable en la senda ascendente de la creación artística y de la historia del arte. ¿Por qué todavía tanto esfuerzo por mantener una formación y aprendizaje artístico en consonancia con la reproducción del arte del pasado?, ¿por qué mantener esas instituciones onerosas que sólo sirven para conservar y mantener el statu quo?. Preguntas que tienen muchas respuestas, según el puesto que cada cual ocupa o desea ocupar en esta sociedad del espectáculo.

Pero puede haber otras sociedades alternativas a la actual. Ni está todo inventado, ni el futuro tiene que consistir en una reiteración de lo ya conocido. La experimentación artística nos brinda la posibilidad de poder anticipar el futuro, de empezar a fabricar un imaginario adaptado a una nueva sociedad, de poder construir identidades personales y colectivas alternativas a las que hoy existen, y por tanto, empezar a actuar, producir y sentir con más libertad. Para conseguirlo, los artistas deben olvidar la eternidad y la universalidad, y confiar en que sus creaciones únicamente deben servir para fabricar las identidades de las pequeñas comunidades de afecto y de producción con las que desean trabajar y convivir. Si Beethoven confió en pasar a la eternidad por querer ayudar a crear el imaginario de libertad de la revolución francesa, un arte para la humanidad, los artistas de hoy deberían abstenerse de asumir ese tipo de retos tan colosales. Aunque tampoco creo que sea menos prometeico ni útil que los artistas ayuden ahora a conformar las identidades de las personas y de las comunidades que van a ser capaces de construir una sociedad alternativa y mejor que la actual.

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