+VERSIÓN ORIGINAL

En el post “Versión original” traté el tema de la interpretación musical, como la única forma de transmitir el arte de una partitura, que nunca podrá contener todos los elementos que el compositor tenía en mente a la hora de crearla. Afirmaba lo siguiente: “El oyente, el receptor del arte musical, no lee la partitura para captar el mensaje, sino que debe escuchar a un intérprete, a diferencia del visitante de un museo, o del lector de una novela, que ante sí tienen la obra confeccionada por el artista. En cambio, el pentagrama no es la obra artística que se aprecia, sino la escritura aproximada de lo que el autor concibió y que posteriormente un artista interpretará ante un auditorio. En el arte musical, diríamos que existen dos interpretaciones, la del artista que hace de intermediario entre el autor y el auditorio, y la propia del oyente, similar a la que se da ante un cuadro o una escultura”.

Recientemente he concluido la lectura del siguiente ensayo de Alessandro Baricco, “El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin”, donde el autor italiano de la novela Seda nos habla también de la interpretación musical, un capítulo que comienza con la siguiente frase de T. Adorno: “Las obras de arte, y especialmente aquellas de suprema dignidad, aguardan su interpretación. Si en ellas no hubiera nada que interpretar, si ellas nada más estuvieran, la línea de demarcación del arte se borraría”. El pensador alemán se refiere a cualquier arte, no sólo al musical, y nos dice que su grandeza reside en ser un recipiente que por poder contener diferentes esencias se convierte en un objeto imperecedero y valioso. La obra de arte, por ello, no acontece en su versión original, sino sobre todo en las interpretaciones que a lo largo de la historia han ido colmándola de sentido y de contemporaneidad. Porque como dice Baricco “(…) ninguna obra de arte del pasado nos es entregada como era en su origen: a nosotros llega como un fósil con incrustaciones de sedimentos coleccionados en el tiempo”.

“No existe un original al que permanecer fiel”, afirma provocativamente el pensador italiano, y también intérprete musical,ya que la obra artística moriría transformada en mera cosa si no fuera capaz de suscitar nuevas interpretaciones y eludir la auto-referencia gracias a los lectores y los artistas que la interpretan insuflándole vida a través de los siglos. Y en concreto, al referirse a las obras musicales, añade que ese temor reverencial a traicionar el original ha cercenado la capacidad de la música clásica para situarse en la modernidad, porque “el deber de transmitir censura el placer de interpretar”. Y reivindica ese oxímoron de la originalidad al que me refería cuando destacaba esa doble dimensión de original como verdad (autenticidad) y novedad, ya que, cómo se puede ser fiel al original sin traicionarlo de algún modo con una interpretación también original por novedosa. “Advertir de una vez por todas al público de la música que el original no existe. Que el verdadero Beethoven, admitiendo que se pueda hablar de un verdadero Beethoven, se ha perdido para siempre. La Historia es una cárcel de amplios vanos. Aquí se sigue haciendo de carcelero de un prisionero que se evadió hace ya tiempo”.

Pero lo que me parece más interesante del esfuerzo de Baricco por elucidar el significado de interpretar en la modernidad, se encuentra en la parte final de su texto, cuando refiriéndose al gran intérprete del piano que fue Glenn Gould, reivindica “el derecho a la violencia de la interpretación” en contraposición al “recurso al famoso sentimiento” de la interpretación, ya que “en la verdadera y auténtica interpretación lo que sucede es la póstuma reinvención de la música, no la expresión de los sentimientos del ejecutante”. Podría parecer un contrasentido que hable de “violencia”, y que acto seguido repudie el “sentimiento”. Pero yo creo que el italiano lo que en realidad está reivindicando es la violencia racional y no la libertad subjetiva del intérprete avalada por sus propios sentimientos. El intérprete debe hacer sentir al auditorio, pero los latidos no deben ser los suyos, sino los del compositor que creó la obra. Como dice Baricco, parece absurdo, pero refiriéndose a Gould otra vez, “la escritura musical, para él, era una colección de indicios con lo que remontarse a las ambiciones, escondidas, de la música. Esto le conducía obviamente muy lejos, lejos de cualquier literal fidelidad a los textos. Y, a pesar de todo, precisamente en ese ‘lejos’, a menudo encontraba la más íntima proximidad al secreto de un texto musical. Este absurdo es la lección, valiosa, que él ha dejado”.

Toda obra de arte esconde un secreto, un misterio que cada intérprete y época debe descubrir con la piqueta de su original versión o interpretación. Esta violencia que descubre y muestra la obra la está reinventando como la paráfrasis o la parodia de un texto o pentagrama de ayer que debe ser comprendido hoy. Y esta comprensión la realiza el oyente, claro está, a través del disfrute y gozo que le procura una interpretación que le ofrece la obra en la contingencia de nuestro mundo, no como una reliquia, sino como algo vivo y poliédrico.

Concluyo con la siguiente frase de Baricco, que esconde también un mensaje profundo y veraz, que creo no podrá ser comprendido a menos que lo experimentemos nosotros mismos delante de una obra musical de la llamada tradición clásica: “(…) no es el intérprete el que es libre: es la obra la que, a través del acto de la interpretación, se hace libre. Libre de la identidad sobre la que la tradición la ha inmovilizado. Libre de reinventarse según la dinámica del tiempo nuevo que encuentra. El intérprete es el instrumento, no el sujeto, de esa libertad”.

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