VERSIÓN ORIGINAL

Con el concepto “música clásica” se alude a un espectro de música amplio y diverso que se extiende desde la primera música escrita en Occidente, el llamado canto gregoriano, hasta las últimas novedades de la música electrónica. Por supuesto, existen numerosas clasificaciones que intentan clarificar las diferencias temporales y estilísticas, y así se habla de música antigua, contemporánea, neoclásica, romántica, etc. También se alude a la música clásica como culta, o peor aún, música seria.

El arte musical exige una interpretación, un artista que represente públicamente lo que el autor de la música concibió y plasmó en un pentagrama. La escritura musical no ha dejado de ser una técnica nemotécnica, un modo de escribir para no olvidar, que a diferencia de la palabra escrita, necesita ser complementada con un conocimiento que no está en las notas escritas, sino en la tradición oral. Por ello, el perfeccionamiento de la escritura musical se ha conseguido no sólo con la mejora en la definición de la altura y la duración del sonido, sino también con toda una serie de indicaciones dinámicas, expresivas e interpretativas de gran valor. A pesar de ello, la música esencialmente es interpretación y no puede confinarse a la partitura, por muy perfecta y comprensiva que se nos muestre.

El oyente, el receptor del arte musical, no lee la partitura para captar el mensaje, sino que debe escuchar a un intérprete, a diferencia del visitante de un museo, o del lector de una novela, que ante sí tienen la obra íntegra confeccionada por el artista. En cambio, el pentagrama no es la obra artística que se aprecia, sino la escritura aproximada de lo que el autor concibió y que posteriormente un artista interpretará ante un auditorio. En el arte musical, diríamos que existen dos interpretaciones, la del artista que hace de intermediario entre el autor y el auditorio, y la propia del oyente, similar a la que se da ante un cuadro o una escultura.

La interpretación musical posee este reto ineludible, el de tener que completar la obra escrita a través del arte interpretativo de otro artista, más complejo cuanto más antigua sea la música y por tanto, menos clara la regla nemotécnica utilizada para transcribir al papel el sonido. Pero también una oportunidad, de que el intérprete cree y por tanto, basada en una misma partitura, que podamos disfrutar de múltiples interpretaciones, porque cada representación pública de una misma obra constituye un acto creativo original, único.

Hay personas que creen que si un autor no sólo escribió, sino que también interpretó su propia música, que esa grabación almacenada en un dispositivo tecnológico manifestaría el modo perfecto y único de interpretar su partitura. Ello sería como pedirle a Quevedo, por ejemplo, que hubiese sido el mejor recitador de sus propios poemas. La interpretación de toda música, incluso la realizada por el propio autor, resulta contingente, es decir, se adapta a las particulares condiciones interpretativas del propio autor (que puede carecer del virtuosismo necesario), del instrumento u orquesta empleada, de su disposición de ánimo concreta ese día, del calor del auditorio, etc. La interpretación, por tanto, trasciende al propio autor, aunque no tanto como para hacerse irreconocible tras el trabajo del intérprete. Porque le nombramos intérprete, y no creador, el artista que representa una obra de otro debe intentar ser fiel al espíritu, al original de la obra, su trabajo consiste, por tanto, en reproducir de la mejor forma posible aquello que le ha llegado de la obra de un autor. Por tanto, intentar ser fiel, aunque claro está, esta fidelidad habrá que crearla, fabricarla a partir de un material que no es omnicomprensivo, ya que las notas del pentagrama, sobre todo cuanto más antiguas, en menor medida reproducen el sonido que el autor concibió en su imaginación.

Ese completado de la partitura resulta imprescindible, y se realiza en virtud del virtuosismo y estilo del intérprete, así como de la documentación histórica y musicológica que al respecto se posea, donde cobra destacado protagonismo las propias interpretaciones del compositor, si las hubiera, y los textos escritos en lo que éste se refirió a cómo debía interpretarse su obra. Este trabajo resulta especialmente dificultoso en el caso de las partituras antiguas, por la carencia de fuentes, por la pérdida de la tradición interpretativa, por la inexistencia de instrumentos similares y por la parquedad informativa que ofrecen los “pentagramas” antiguos. Pero en ambos casos la aspiración del intérprete consiste en integrar, según sus propias facultades y aptitudes, la fidelidad al original con la emoción, es decir, en intentar conmover al auditorio tocando o cantando del modo más auténtico el material que nos ha legado el pasado.

A lo largo de la historia las músicas “antiguas” han pasado por múltiples vicisitudes, en numerosas ocasiones han dejado de interpretarse, en otras, se han mantenido, pero adaptándose a las novedades del momento, casi nunca ha habido una corriente de transmisión que nos las trajera tal cual fueron interpretadas originalmente. Para algunos, una desgracia, para otros, sin embargo, una fortuna y un estímulo.

Resulta apasionante contemplar cómo el intento de algunos intérpretes por ser fieles al original contrasta con la pretensión de otros por alejarse de las interpretaciones convencionales y realizar representaciones enteramente originales. Y es que la propia palabra “original” posee esa misma polisemia que caracteriza esos dos extremos, el de la interpretación historicista y la novedosa o vanguardista que intenta sorprender alejándose de cánones y escuelas. Porque “original” llama a la “novedad”, pero también alude a lo “único”. Una representación original sería algo así como un oxímoron, porque debería ceñirse a lo auténticamente imaginado por el autor, y por tanto, intentar convertirse en una “repetición”, pero por otro lado, también ser una “novedad”, una “innovación”. Toda interpretación debe ser un nueva forma de mirar el original, o de concebirlo, o leerlo, y por tanto, interpretar sería como hacer comprensivo a un auditorio una especie de jeroglífico al que nunca seremos capaces de extraerle todo su significado, pero cuyas lecturas previas orientan cada nueva versión o traducción del texto original.

El intérprete, por tanto, no repite, ni lo pretende, sino que interpreta, un concepto éste un tanto elusivo que resulta imposible obviar cuando nos referimos al arte musical. Una representación original, por tanto, podría ser definida como auténtica o como novedosa, fiel o lo que se malentiende como libre. Aunque en todos los casos, la interpretación siempre supondrá un acto de creación que posee el objetivo último y primordial de conmover al auditorio, y por tanto, de lograr transmitir de la mejor forma aquello que aproximadamente escribió el autor.

La frontera entre la interpretación y la adaptación resulta muy difícil de trazar. Se supone que el artista que adapta está en cierto modo alejándose voluntariamente del original, de lo auténtico, pero sin perder un nexo que deliberadamente tensa y casi romperá, valiéndose para ello de la experiencia que el público posee de otras representaciones de la obra original. La recepción de una audición, por tanto, se nutre no sólo de lo que acontece en el escenario en ese preciso momento, sino también de esas otras representaciones pasadas que cada oyente atesora en su memoria artística y sentimental, y que en la medida en que es memoria común de una determinada cultura, el intérprete gustará de emplear también para jugar con ella al recrear su propia versión “original” de la obra.

Hay momentos históricos en que determinadas personas alertaron sobre lo que ellos consideraban una desafortunada contaminación, perversión, adulteramiento, deterioro, tergiversación, del modo de interpretarse un determinado repertorio tradicional. Ocurrió, por ejemplo, con los monjes de Solemnes y el repertorio gregoriano, y más recientemente, con las llamadas interpretaciones con instrumentos originales, o auténticas. En todos los casos, han sido intentos de reinterpretar las obras a la luz del original, intentando recuperar una tradición perdida o adulterada, con objeto de llevar al público la obra original sin el óxido o los añadidos posteriores.

Cierto público considera que estas interpretaciones historicistas únicamente se diferencian por los instrumentos originales empleados, y algunos consideran esto incluso un anacronismo, ya que si la evolución de la música ha producido cada vez mejores instrumentos, por qué interpretar la música con sus peores versiones. Es cierto que en general, lo primero que llama la atención de estas versiones originales es el timbre especial que poseen estos instrumentos, y en tal sentido, si no gusta o sorprende negativamente, provocará la casi segura desafección del oyente. Sin embargo, una audición un poco más atenta, destaca otros elementos de gran interés.

Pero antes de proseguir en esta línea, me gustaría decir unas palabras sobre el objetivo, sobre la pretensión de tal tipo de interpretaciones del movimiento historicista o auténtico, que de muchas maneras se le puede llamar. En primer lugar, y como todos han destacado en numerosas ocasiones, se trata de recuperar el sonido original, la técnica interpretativa propia de la obra. Despojarla, por tanto, de todos aquellos elementos tímbricos, técnicos, lingüísticos que proceden de momentos culturales posteriores. Aunque creo que no queda aquí la cosa. Porque no se trata de realizar un simple estudio musicológico y tocar científicamente el resultado de la investigación, sino que más bien consistiría en interpretar ese resultado recuperando la sensibilidad perdida en el tráfago histórico, creando una obra que sea capaz de transmitir aquella sensibilidad perdida al público de hoy. Por ello, y aunque en ocasiones se olvide, la interpretación auténtica debe ser, sobre todo, un acto de creación artística capaz de conmover. Pero no de cualquier manera, y aquí reside el verdadero desafío.

El intérprete de música antigua conoce tanto las técnicas del presente como las del pasado, pero su deseo consistirá en despojarse de todo lo que haya sido inventado o creado con posterioridad, como si quisiera ceñir su paleta de colores sólo a unos cuantos, dejando en los tubos el resto sin usar. Esto, que es visto como una limitación por algunos oyentes, supone un reto magnífico, por dos circunstancias: la primera, que nos ofrecen un arte traído de otro tiempo y que si es interpretado con sensibilidad y pasión,  sería como tener ante nosotros la posibilidad de presenciar el original de las pinturas rupestres de Altamira o la magia del interior de un dolmen neolítico; en segundo lugar, que en contrapartida a la elusión de colores, técnicas y timbres, el intérprete de música original nos traerá sonidos y modos de tocar “nuevos” que habían desaparecido de la paleta de colores de los músicos y que gracias a su recuerdo ahora tenemos posibilidad de oír y de conmovernos con ellos.

No se trata de tener que elegir, de manifestar si una interpretación antigua es mejor o peor que otra realizada con cánones más clásicos o románticos, sino de poder complementar y ampliar nuestro universo artístico con nuevos sonidos y colores, que no sólo poseen interés por ser originales, sino sobre todo, por tener la capacidad de recuperar un tipo de sensibilidad antigua que nos dota de mayores y mejores capacidades artísticas.

Y también de dotar de verdadero valor artístico a las obras según el momento histórico en que fueron escritas. Pongo un ejemplo. Todos hemos escuchado las Cuatro Estaciones de Vivaldi en versiones orquestadas con fuerte aparato instrumental y elocuencia romántica. Seguro que hemos disfrutado, que la música de Vivaldi nos ha resultado maravillosa. Pero a algunos les podrá parecer un tanto exagerado y fuera de lugar que esa gran máquina que es una orquesta sinfónica la pongamos al servicio de la interpretación de música barroca, pues sería algo parecido a utilizar un misil intercontinental para cazar un ratón. Eficaz, realmente, pero quizás no muy efectivo, y sobre todo, demasiado traumático. Una gran orquesta sinfónica es una creación técnica que acontece en un momento histórico concreto para interpretar la sensibilidad romántica. Y tocar a Vivaldi con ese aparataje sería algo así como si necesitáramos repintar los frescos románicos en un lienzo cuadrado con pintura al óleo para poder admirarlos. No estoy estigmatizando a la orquesta sinfónica o al pintor moderno en su capacidad de interpretar o dar su versión de una obra del pasado, sino destacar que existe otro mundo interpretativo que, junto con el conocido, puede aportarnos nuevas y maravillosas experiencias, y también, una nueva capacidad para entender la historia de la música. Como en tantas ocasiones, no se trata de tener que elegir, sino de aprender a convivir.

Como decía, estas interpretaciones auténticas nos pueden ayudar también a entender mejor la historia de la música y a considerar cada período cultural no supeditándolo a la evolución posterior de la música y a una mala interpretación del concepto de progreso aplicado a las artes, sino con valor en sí mismo. Ya que en muchas ocasiones el valor de un compositor se ha destacado únicamente porque su música contenía elementos del futuro, y no tanto por representar un modelo de la música que se realizaba en un determinado momento histórico. Cuando escuchamos una obra antigua interpretada con técnica y sonido moderno o romántico, resulta muy difícil  no querer compararla con la música posterior y considerarla como una semilla o anticipo que carece todavía de los recursos técnicos que posteriormente se inventarían. Un concerto grosso de Händel interpretado por una orquesta sinfónica nos hace continuamente recordar a Beethoven, y el hecho de que “lamentablemente” a Händel le faltara algo para ser un compositor romántico. Sería como si al misil intercontinental quisiéramos alimentarlo con leña en lugar de con queroseno, realmente apenas levantaría el vuelo, pero quizás la música de Händel sea más bien una chimenea, otra manera de disfrutar de la música y del fuego.

Gracias a estas interpretaciones “auténticas” u “originales” hemos sido capaces de enriquecer el universo sonoro barroco o renacentista, de aportarle nuevos colores, ritmos, dinámicas, acentos y matices. El movimiento por la autenticidad, lejos de proclamar un nuevo fundamentalismo interpretativo ha abierto las ventanas a nuevos vientos y fragancias. Sugiero la siguiente prueba: elíjase una obra barroca, por ejemplo, las aludidas Cuatro Estaciones de Vivaldi, y escúchense las interpretaciones sinfónicas que realizaban directores prestigiosos de los años 60 ó 70 del pasado siglo. Espléndidas, ¿no?  Pero quizás demasiado parecidas en su elocuencia, ritmo, tempo y timbre, hecho éste que resalta cuando elegimos diferentes versiones posteriores, ya de los años 90 ó del presente siglo, interpretadas con afán historicista o auténtico, que dotan a la partitura original de un eclecticismo y de una variedad emocional sin parangón en la historia interpretativa y que poseen la capacidad de ofrecernos reales versiones “originales” de una misma obra, como si la estuviéramos traduciendo a lenguas tan diversas como el chino mandarín, el árabe o el swahili.

A mí me agrada denominar estas interpretaciones como “originales”, por alusión al dualismo significativo del propio término que integra novedad y tradición. El concepto de autenticidad me desagrada un tanto, aunque entiendo que sirve también para definir mejor lo que pretenden los intérpretes de esta música antigua, ya que no conciben cualquier interpretación, sino aquellas que están informadas históricamente. Pero en la medida en que auténtico guarda estrecha relación con la verdad, parecería que cada nueva versión historicista sería excluyente de las restantes, sectaria, como una nueva exégesis de un texto sagrado que creara una escuela enfrentada a las restantes interpretaciones. No creo que esta sea la voluntad de la mayoría de los intérpretes de la música antigua o de las versiones historicistas o auténticas. Por ello prefiero el término “original” al de autenticidad.

La siguiente frase de T. Adorno resulta especialmente ilustrativa de lo que he intentado explicar: “La partitura nunca es idéntica a la obra; la devoción al texto significa el esfuerzo constante de capturar lo que se esconde (…) Una interpretación que no se preocupa por el significado musical, en función de la creencia de que (la música a partir de la partitura) se revelará por ‘motu propio’, será inevitablemente falsa, ya que fracasará en ver que el significado está siempre reconstruyéndose de nuevo”.

Todo este aparataje conceptual que expresa el filósofo de la Escuela de Fráncfort: identidad, devoción, oscuridad, significado, creencia, revelación, reconstrucción; confluye en otro concepto indispensable para concebir cualquier interpretación, el de libertad, tanto la libertad del intérprete para expresar lo oculto de la obra, como del oyente para manifestar, en consecuencia, su agrado o disgusto. Una libertad interpretativa que aspira a conmover, a buscar el afecto y el placer, la simpatía con el receptor de la música. Desde el momento en que la obra que se ofrece posee un nombre y una autoría, el artista, en los márgenes de su libertad interpretativa confinará voluntariamente su papel al de intérprete, eludiendo la faceta de creador.  Terreno inestable, pero así son las arenas movedizas del arte y de la interpretación musical, en ello reside su atractivo y su eterna capacidad de renovación.

Licencia de Creative Commons
Versión original by Rui Valdivia is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 4.0 Internacional License.

2 comentarios sobre “VERSIÓN ORIGINAL

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  1. Quizá sepas la respuesta a esta pregunta que me hago desde hace años: ¿Por qué, las emisoras de radio de «música clásica» se oyen bien con mucha mayor facilidad que el resto de emisoras? Es como si estas emisoras utilizaran una frecuencia que se capta bien más fácilmente que el resto de emisoras. Me fijé de casualidad y te prometo que es verdad, además ocurre en varios países, no sólo en el nuestro. Vas en coche y las frecuencias se oyen con dificultad hasta que llegas a una de «música clásica» que se oye fenomenal.

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    1. Quizás sea porque la música clásica forma parte del patrimonio cultural de los Estados, y por tanto, se cuida tanto su emisión como la exposición de las grandes obras de la pintura o de la escultura en los museos, y al igual que otras obras pictóricas no avaladas todavía por la tradición no se exponen, por ejemplo, en El Prado, asimismo esa otra música, que no digo ni que sea mejor ni peor, no dedica tantos recursos en sus emisiones radiofónicas. No sé si te sirve. Realmente no sé la razón.

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