BIENESTAR SIN ESTADO (1ª PARTE)

El Estado del Bienestar se ha convertido en una línea clara de demarcación, y quizás de las más evidentes, entre la izquierda y la derecha. Entre quienes lo defienden a ultranza y lo han erigido en bandera de enganche electoral, y aquellos que siguen empeñados en su demolición. Para los primeros, el bienestar de la población depende inexorablemente de la acción del Estado, de su capacidad para regular la economía y transferir rentas entre clases sociales; para los segundos, el mejor bienestar se alcanza cuando el Estado mínimo se abstiene de intervenir y permite que sea el mercado el que lo reparta en el seno de la sociedad. Para la izquierda,  el bienestar sólo se da a través del Estado. La  derecha considera que el bienestar se alcanza a pesar del Estado.

Con independencia de lo que signifique el bienestar, materia que daría pie a una larga disquisición, ambos bandos coinciden en asumir como imprescindible el papel del Estado para alcanzar el objetivo del bienestar o de la riqueza social. En un caso, como Estado fuerte que asume el objetivo de la igualdad en el reparto, en el de la derecha, de la mano de un pretendido Estado mínimo que hace efectivo el funcionamiento del mercado en libertad. Sin embargo, existiría un tercer ámbito de acción política que a primera vista pudiera parecer absurdo, porque sus coordenadas se salen del mapa que derecha e izquierda intentan representar en su totalidad, que sería el de considerar la posibilidad de que el bienestar se pudiera dar sin Estado.

Si se analiza la historia, el Estado del Bienestar no ha sido patrimonio de la izquierda. Hasta que lo asumieron los socialdemócratas europeos, junto con la Democracia Cristiana, tras la Segunda Guerra Mundial, el Estado del Bienestar había sido sobre todo un invento de la derecha que fue visto siempre con recelo, si no claro antagonismo, por parte de los partidos de la izquierda. Lo sorprendente del caso consiste en que sin haber alterado su contenido durante su largo recorrido histórico, el mecanismo del Estado del Bienestar se haya transubstanciado de esta manera.

Sobre el Estado del Bienestar existen varias narrativas, relatos que dan cuenta de cómo se ha ido implantando y desarrollando desde sus comienzos en la Alemania de Bismark.  Historias que se cuentan de una u otra forma con el objetivo de posicionarse a favor o en contra y crear un terreno de juego donde no haya posibilidad de evadirse.

Pero me permito destacar un hecho importante que no siempre se tiene en cuenta cuando debatimos en torno al Estado del Bienestar, y que consiste en tener que admitir y tener siempre muy presente que ese constructo social sólo ha tenido sentido histórico y por tanto, que únicamente se ha dado bajo el capitalismo. Que se haya construido para evitar sus males consustanciales, o para darle mayor eficiencia, ya depende del tipo de narración histórica que cada uno considere oportuno aceptar, pero cualquier explicación de su génesis y desarrollo debe considerar que el Estado del Bienestar sólo tiene sentido en el marco de una economía de tipo capitalista. Por ello a la izquierda le costó tanto aceptarlo, y por esta razón puede sorprender que en esta época se hayan invertido los papeles de quienes lo defienden y lo atacan.

Empecemos por mostrar una ecuación simple y evidente del proceso económico: la aplicación de trabajo sobre el capital para transformar la naturaleza y obtener bienestar. La originalidad histórica del capitalismo consistió en que privatizó el capital, levantó un muro insalvable entre los trabajadores y los poseedores de los medios de producción. Así apareció el salario tal y como lo conocemos, el precio por la mano de obra, por el trabajo, que se establece en un mercado competitivo inexistente hasta entonces. El capitalista, el empresario compra trabajo,  que no deja de ser una capacidad para hacer algo, en concreto, para transformar objetos en mercancías utilizando el capital. Como tal capacidad, el sujeto que trabaja debe poseer una educación, una aptitud técnica, un dominio de la materia, una salud que le permita ofertar su capacidad transformadora en contraprestación al salario.

Este esquema ya nos permite resaltar un conflicto relevante que se concita en la figura del trabajador y que prefigura lo que será la herramienta del Estado del Bienestar. El proceso económico genera bienestar, y una parte lo recibe el trabajador como salario. Pero el trabajador debe alcanzar un mínimo nivel de bienestar compatible con el desempeño del puesto de trabajo que debe realizar para el empresario. Y si con el salario no pudiera procurárselo individualmente, el sistema capitalista saldría necesariamente perjudicado por la pérdida de productividad. El Estado aparecería así como garante de que la mano de obra alcance el bienestar adecuado a las tareas productivas que el capitalismo le exige. Ya sea reglamentando la actividad empresarial con objeto de elevar los salarios, y/o asumiendo tareas públicas en relación con la sanidad, la educación, etc. Queda así prefigurado el Estado del Bienestar.

Parece que la entrada de este actor que es el Estado en su papel de equilibrista, sería una necesidad que el sistema capitalista precisa para alcanzar un equilibrio razonable entre esas dos fuerzas antagónicas y destructivas que serían, la del empresario por reducir salarios para incrementar su beneficio, y el del sistema capitalista como un todo por disponer de mano de obra capaz y barata. La izquierda consideró durante mucho tiempo que resultaba injusta la intervención del Estado cuando asumía este papel homeostático del sistema social, ya que ello debilitaba al movimiento obrero radical. Su argumento principal residía en considerar que estas acciones benevolentes sólo poseían el objetivo de beneficiar al capitalista, que su límite se establecía no por una aspiración de justicia sino de eficiencia y que por muy ambiciosos que fueran los programas de bienestar, nunca alcanzarían para compensar el trabajo real que los trabajadores realizaban en las empresas capitalistas. El Estado de Bienestar, además de un instrumento económico, se convertía en un aparato ideológico que ocultaba la explotación tras las migajas que el sistema repartía no por compasión ni por justicia, sino por pura eficiencia económica y estabilidad social.

Tampoco las cosas fueron ni sencillas, ni simples, en el terreno conservador, ya que tuvo que ser su sector más pragmático y avanzado el que debió ganar la partida. Conviene recordar que las empresas más activas y exitosas, las de más envergadura, poseían importantes programas de protección social para sus trabajadores y familias. Antes de que el Estado aceptara este papel, fueron los capitalistas más poderosos e innovadores los que asumieron un papel paternalista en este campo del bienestar. Solo cabe entender el auge del Estado de Bienestar en el trasunto del siglo XIX al XX como resultado de las luchas internas que se dieron en el capitalismo entre por un lado los grandes monopolios y trust, contra todo un amplio sector de empresas pequeñas y desreguladas que accedían al mercado con precios más competitivos y que podían utilizar además los trabajadores formados a costa de otras empresas del sector.

Pero resulta imprescindible recordar que este conflicto no se constriñó al tema del bienestar y quién debía pagarlo, sino que derivó sobre todo como consecuencia de la competencia de precios en el mercado y del interés de los grandes oligopolios por controlarlo. Ello nos obliga a enfocar también nuestro análisis hacia el Estado, y el papel que jugó en el establecimiento y consolidación del sistema capitalista. Sólo así podremos empezar a entender el papel histórico que ha jugado el Estado del Bienestar.

Los grandes Estados absolutistas europeos fueron los que impulsaron y pusieron las condiciones para que el capitalismo pudiera expandirse. Dos hechos históricos principales se alían aquí. Por un lado, las luchas de los monarcas absolutistas contra las ciudades libres para imponer su autoridad unitaria sobre todo el territorio. Y por otro, la privatización de los bienes comunales (commons), ofertada por las monarquías como contrapartida del apoyo que en esas guerras civiles le estaban prestando las grandes familias aristocráticas. La tierra constituía el gran capital del momento, ya fuera la tierra comunal, la feudal o la no ocupada. La tierra no pertenecía a nadie. No existía propiedad sobre la tierra tal y como hoy la conocemos, sino que ésta servía para establecer unos hábitos y unas relaciones de explotación. Los herederos de los señores feudales no poseían títulos de propiedad sobre la tierra, sino que en sus dominios establecían unas relaciones judiciales, sociales y económicas con sus vasallos, que incluía el reparto desigual del usufructo.  La tierra no se podía vender.

Cuando Proudhon exclamó que la propiedad es un robo, se estaba refiriendo a este proceso de enajenación de la tierra que realizaron los Estados en favor de la aristocracia, y que desposeía a los vasallos de sus derechos sobre parte del usufructo. Esto los convirtió en proletarios, ya que fue esta desposesión, y no su deseo libre, la que los obligó a tener que trabajar en las fábricas por un salario. La monarquía, asimismo,  destruyó el tejido industrial existente en las ciudades rebeldes, y todos los pequeños mercados regionales que se habían establecido entre los agricultores y estos pequeños empresarios ciudadanos, aliados en su lucha contra el absolutismo. El capitalismo nace así como un privilegio estatal que se ofrece a unos aliados políticos.  Desde entonces, el Estado ha impulsado, primero a través del mercantilismo, y después con las políticas liberales, la expansión del capitalismo.

Pero no confundamos el capitalismo con el mercado libre, o con el desarrollo industrial. Porque el capitalismo, ante todo, nace del privilegio que los monarcas y los nuevos Estados nacionales le ofrecen a ciertas clases sociales sobre la propiedad del capital, de los medios de producción. No se puede entender la historia del capitalismo sin esta reiteración del privilegio real o estatal, ya sea con la legislación, las subvenciones al transporte o la energía, la construcción de infraestructuras, la policía y los ejércitos, las tarifas aduaneras, la política fiscal, la protección de las patentes, el control sobre el crédito bancario, etc., intervención que rompía la libertad de los mercados en favor de la clase capitalista.

En el año 1912 el escritor británico Hillaire Belloc detectó con clarividencia el nuevo perfil que empezaba a adoptar el capitalismo, y en The servile state (El Estado de servidumbre) analizó las consecuencias que tendría sobre la libertad de los trabajadores los primeros intentos legislativos de erigir un Estado del Bienestar en Inglaterra. Belloc consideraba que la legislación social que se estaba confeccionando en torno a los proletarios únicamente servía para consolidar un Estado de esclavitud, ya que su objetivo consistía en ofrecer estabilidad social al capitalismo y en perpetuar la dependencia del trabajador, al que se le negaba la propiedad sobre los medios de producción, y por tanto, a la autonomía y la libertad.

(En el capitalismo coexisten) dos elementos que combinados no pueden cooperar. Estos dos factores son 1) La propiedad de los medios de Producción por unos pocos; 2) La Libertad de todos. Para solucionarlo el Capitalismo debe superar la restricción sobre la propiedad o sobre la libertad, o sobre ambas. Hoy en día sólo hay una alternativa a la libertad, su negación. Un hombre puede ser libre de trabajar o no, según le plazca, o en cambio, ser obligado a trabajar por obligación legal, espoleado por la fuerza del Estado. En el primer caso tenemos un hombre libre; en el segundo estamos por definición ante un esclavo (…) Tal tipo de solución, el directo, inmediato, y consciente restablecimiento de la esclavitud ofrecería una solución al problema del Capitalismo. Garantizaría, bajo la regulación laboral, suficiencia y seguridad para los desposeídos.

Los mercados no los inventó el capitalismo. El laissez faire fue una ideología más que una realidad o una ambición ni del Estado, ni del capital, ya que siembre el mercado capitalista fue un coto de privilegios donde la libertad de los poderosos se ejercía con impunidad a través de oligopolios y donde la proclama “dejar hacer” realmente significaba liberalidad hacia el poderoso en lugar de igualdad en la competencia. Antonio Gramsci diría al respecto:

Las ideas del movimiento de libre comercio se basan en un error teórico cuyo origen práctico no es difícil de identificar; se basa en una diferenciación entre sociedad política y sociedad civil, que es interpretada y presentada como distinción orgánica, cuando de hecho es simplemente metodológica. Así, se afirma que la actividad económica pertenece a la sociedad civil, y que el Estado no debe intervenir para regularla. Pero en la medida en que, en la realidad actual, la sociedad civil y el Estado son uno y lo mismo, debe quedar claro que el laissez faire también es una forma de ‘regulación’ del Estado, introducida y mantenida por medios legislativos y coercitivos.

Conviene recordar que los economistas clásicos siempre se rebelaron contra la connivencia entre el Estado y los grandes capitalistas, porque consideraban que esta alianza atentaba contra la libertad de las personas y realmente estaba provocando la explotación de los asalariados. La teoría económica del valor-trabajo defendida por el liberalismo de Adam Smith o David Ricardo, y posteriormente asumida por los socialistas ricardianos (Hodgskin), el marxismo y los mutualistas (Proudhon), realmente fue revolucionaria en sus orígenes y anticapitalista, ya que afirmaba que la intervención del Estado en favor de los capitalistas provocaba, entre otros efectos dañinos sobre la economía y la justicia, que los trabajadores no fueran recompensados íntegramente por el esfuerzo empleado en las fábricas para producir mercancías. El liberalismo clásico, del que derivan las corrientes socialistas y el anarquismo, siempre defendió, hasta que el neoliberalismo lo traicionó, el mercado libre y que era el Estado el que, con su intervención dañina repartiendo privilegios y prebendas entre los capitalistas afines, provocaba que existieran monopolios, que se diera la explotación del trabajador y que los mercados funcionaran a plena satisfacción de los poderosos en contra del resto de los ciudadanos.

Como afirma el escritor francés Y. Moulier-Boutang, autor de La esclavitud del salario,

Para que funcione el mercado, es preciso que ofrezca la ocasión de emprender una marcha hacia la libertad. De tal suerte que el capitalismo que tiende al monopolio y no al mercado de los pequeños productores libres e independientes, no hace más que un uso táctico del mercado para establecer nuevos espacios de dominio con arreglo a instituciones poderosas: el Estado, la gran empresa.

El Estado del Bienestar representó, por tanto, un nuevo tipo de intervención estatal en la economía, y como veremos, realizada, como las restantes, para favorecer a las grandes industrias. No fue jamás una conquista de los trabajadores, ni tampoco, como algunos afirman, el más significante evento histórico de redistribución voluntaria del ingreso.

Todo lo que ocurre en torno a los debates sobre el Estado del Bienestar se asemeja a un carnaval donde cada actor parece asumir el papel del oponente, en que las máscaras y los guiones parecen haberse repartido por azar. La comedia gira alrededor del protagonista principal, el Estado, al que unos desean asesinar y otros transformar en un santo patrón. Un fantasma, el de la intervención pública sobre los actores, un espectro cuyo carácter benevolente o maligno resulta incierto. Y todos, sin excepción, desearían casarse con ese sujeto un tanto ambiguo al que todos denominan bienestar.

La izquierda clama por un Estado fuerte que regule el mercado capitalista, ya que considera que el capitalismo sólo puede ser eficiente y producir el máximo bienestar si el Estado interviene en la economía. La derecha afirma, sin embargo, que esta intervención distorsiona el correcto funcionamiento de los mercados y la libertad de los actores. Pero resulta sorprendente que los padres ideológicos de la izquierda hubieran clamado contra el Estado, y que los de la derecha siempre lo hayan alabado en su papel de garante de la propiedad sobre el capital y promotor del desarrollo.  El capitalismo ha dejado de ser un ogro para la izquierda, que considera que adecuadamente controlado generará bienestar. Pero la derecha parece que ha olvidado que el capitalismo sólo puede mantenerse por la acción del Estado. Los que piden la intervención para mantener la gallina de los huevos de oro, se contentan con que al final les toque algún huevo, pero los que realmente se lucran de su posesión, parecen denostar al padre que les regaló la gallina y que se la protege. En resumen, ya nadie disputa sobre si se debe cuidar o no a esta gallina estatal dispensadora de bienestar, porque el conflicto político se ha reducido a la disputa sobre el reparto de los huevos. Y la sutileza del asunto reside en que los que menos huevos comen son los que más defienden a un Estado que agasaja a sus hijos menos agradecidos.

Hasta los nombres con los que se autodenominan parecen sacados de la chistera de un mago. La socialdemocracia y el neoliberalismo. Ni los unos pretenden ya cambiar las condiciones de explotación en las que se desarrolla la producción de bienestar, ni los otros defender el mercado libre e igualitario como la forma óptima de repartir con justicia los frutos del trabajo. Una coalición que nos usurpa el verdadero debate democrático tras un juego de velos y papeles fingidos que constituye el falso terreno de juego ideológico en el que se desarrollan las elecciones democráticas.

De este modo, se considera que son los trabajadores los más beneficiados del Estado del Bienestar y de la intervención estatal en la economía, cuando realmente los que extraen mayores rentas son los que tanto lo denigran por estar usurpándoles un ingreso que legítimamente les pertenecería. Por ello son los trabajadores los que parecen realmente asumir la tarea de defender al Estado, como el mejor garante de su liberación, buscando continuamente su apoyo en el papel de regulador y de protector, olvidando que el Estado lo que realmente garantiza es la existencia misma de los grandes oligopolios, sin cuyo apoyo jamás hubieran existido. Y es que realmente, el arma más poderosa del opresor es la mente del oprimido.

Cuando se analizan en detalle todos los flujos monetarios que directa o indirectamente regula y controla el Estado, se advierte que realmente el Estado no está redistribuyendo hacia los más necesitados, compensando a los explotados por las deficiencias del mercado capitalista, sino que los principales agraciados por la intervención estatal son los propios capitalistas, las grandes empresas, que gracias a este apoyo pueden sobrevivir y crecer, explotar a los trabajadores y extraer rentas injustas, y que precisamente es en este entorno distorsionado por la injusticia donde el Estado del Bienestar de los pobres actúa, sobre la base de otro Estado del Bienestar de los ricos que el ciudadano no es capaz de advertir, ofuscado por los discursos demagógicos de la izquierda y de la derecha en su comedia electoral.

Existe además otro elemento clave que sirve para entender este proceso ideológico y económico, que también, como el concepto de valor-trabajo, apareció en los pensadores clásicos de la economía liberal, y que es el de la reducción paulatina de la tasa de ganancia del capital, ley inexorable del mercado libre contra la que los grandes capitalistas han luchado gracias, también en este caso, al apoyo del Estado. A groso modo, esta ley afirma que en un mercado totalmente competitivo la plusvalía (o renta del empresario capitalista) tenderá a reducirse en relación con el capital empleado en la producción. La consecuencia fundamental de este aserto consistirá en que, de no mediar intervención estatal sobre el mercado, los beneficios de los poseedores del capital (la rentabilidad) irán menguando, en paralelo con el tipo de interés, lo que impedirá la concentración de los medios de producción (capital) en unas pocas manos (monopolios)  y  favorecerá la innovación tecnológica, único elemento capaz de producir rentas extraordinarias. Por tanto, el capitalismo, actuando en contra de la libre competencia y de los mercados libres, pone en marcha una serie de instrumentos de intervención sobre la economía tendentes a asegurar la rentabilidad del capital en contra del resto de los actores de la economía. Como afirmaba Marx en el libro III de El Capital:

(…) la dificultad que se nos presenta no es ya la que ha ocupado a los economistas hasta el día de hoy, la de explicar el descenso de la tasa de ganancia, sino la inversa: explicar por qué esa baja no es mayor o más rápida. Deben actuar influencias contrarrestantes que interfieren la acción de la ley general y la anulan, dándole solamente el carácter de una tendencia.

Este ha sido uno de los frentes fundamentales en los que ha trabajado el Estado del Bienestar de los ricos, y que ha provocado la gran concentración de la propiedad industrial que históricamente ha caracterizado al capitalismo. Lo que nos decían los economistas liberales y posteriormente el mutualismo, era que el mercado libre impedía la aparición de monopolios y que favorecía una distribución de la propiedad más equitativa, sin embrago, la propaganda asume que resulta necesaria la intervención del Estado sobre el mercado para impedir la aparición de monopolios, cuando realmente dicha regulación los hace surgir efectivamente.

El mutualista Kevin A. Carson afirma en El puño de hierro tras de la mano invisible,

La estructura actual de propiedad sobre el capital y sobre la organización de la producción en nuestra así llamada economía ‘de mercado’, refleja la intervención coercitiva del Estado previa y exógena al mercado. Desde el principio de la revolución industrial, lo que nostálgicamente se denomina ‘laissez faire’ fue, de hecho, un sistema de permanente intervención estatal para subvencionar la acumulación, garantizar el privilegio y mantener la disciplina en el trabajo. La mayor parte de esta intervención resulta tácitamente asumida por la corriente principal de los libertarios de la derecha (neoliberales) como parte de un sistema ‘de mercado’ (…) la Escuela de Chicago y los randroides consideran las relaciones existentes de propiedad y de poder de clase como dadas. Su ideal de ‘mercado libre’ consiste, meramente, del actual sistema menos la regulación progresista y el Estado del Bienestar –es decir, el capitalismo de barones ladrones el siglo XIX (…) El capitalismo –un sistema en el que la propiedad y el control están divorciados del trabajo- no podría sobrevivir en un mercado libre.

El Estado asume un doble papel bajo el capitalismo, en primer lugar, como garante del proceso de acumulación, y en segundo término, como legitimador del proceso. El pensador norteamericano J. O’Connor lo expresó de forma clara y precisa en los años setenta del pasado siglo en una obra que no ha perdido un ápice de actualidad, La crisis fiscal del Estado, en el que detalla este doble carácter del Estado, como promotor del desarrollo capitalista y de la concentración de poder económico en una serie de monopolios estratégicos, y por otro lado, la necesidad que tiene el Estado de ser aceptado por los perdedores y de hacer soportable este proceso de desposesión ciudadana, a través de su actividad como armonizador social. Muy al contrario de lo que pregona el neoliberalismo, el sector público no crece a expensas del sector privado de la economía, sino que el crecimiento del sector público resulta indispensable para que así lo haga el sector privado, y en especial, los monopolios: La socialización de los costes de capital se convierte en condición necesaria para la acumulación privada de capital.

Según O’Connor, el esfuerzo económico del Estado para mantener el capitalismo se pueden dividir en gastos de capital social y en gastos sociales. Los primeros (social capital) se realizan para hacer más rentable la actividad de las grandes industrias, en la doble vertiente de incrementar la productividad del capital y de su acumulación (infraestructuras, patentes, subvenciones, exenciones fiscales, aduanas, etc.) y de reducir también los costes de reproducción de la fuerza de trabajo (educación, sanidad, etc.). Los social expenses constituyen en sí mismo las actividades propias del Estado del Bienestar y como decíamos consisten en proyectos y servicios que se requieren para mantener la armonía social, para satisfacer la función legitimadora del Estado (…) las cuales son diseñadas principalmente para asegurar la paz social entre los trabajadores sin empleo.

Por tanto, estos gastos sociales sirven para contrarrestar la tendencia descendente de la tasa de ganancia, ya que los monopolios protegidos por el Estado consiguen externalizar una parte considerable de sus costes de operación a expensas de la política fiscal estatal. En síntesis, el estado del Bienestar fue una herramienta al servicio de los capitalistas con el objetivo de reducir al mínimo el coste que debía asumir el empresario en la reproducción de la fuerza de trabajo, a través de una serie de gastos asumidos por el Estado y repercutidos fiscalmente sobre las clases medias.

La producción capitalista se ha convertido más interdependiente –más dependiente de la ciencia y de la tecnología, de funciones laborales cada vez más especializadas, y de una división del trabajo muy extensiva. Consecuentemente, el sector monopolista (y en mucha menor medida el sector competitivo) requiere un mayor número de trabajadores de tipo técnico y administrativo. Y también precisa crecientes cantidades de infraestructura (capital físico)-transporte, comunicación, investigación, educación y otras instalaciones. Cada vez el sector monopolista requiere más y más inversión social en relación al capital privado (…) Los costes de inversión social (o capital social fijo) no son soportados por el capital monopolista sino que son socializados y recaen sobre el Estado.

Ello provoca la continua crisis fiscal del Estado, agudizada en determinados períodos históricos como el actual, debido a que cada vez el sector privado de la economía exige más apoyo estatal para el bienestar de los ricos, lo que provoca un incremento de las desigualdades sociales que el Estado, en su papel de garante de la paz social, debe también atender, desequilibrio que puede convertirse en insostenible si a ello se le suma el descenso de los ingresos fiscales, ya sea por la externalización de la actividad industrial y la consiguiente huida fiscal de los grandes capitales, como por la imposibilidad de las clases medias de asumir tales déficits.

Porque apenas ha existido efecto redistribución de rentas, y las transferencias en sanidad o en educación hacia las clases medias se ha hecho casi exclusivamente con sus mismos impuestos. Realmente, eliminar el Estado del Bienestar sería una pérdida, en la medida en que el robo de las clases poderosas se incrementaría, pero no podemos esperar que la máxima ambición por la libertad y la igualdad consista en volver a levantar un Estado del Bienestar que consolida una permanente situación de humillación y desigualdad.

Como decía Baudrillard en La sociedad de consumo,

Todas estas instituciones se caracterizan por utilizar un léxico maternal y proteccionista: Seguridad Social, seguros, protección de la infancia, de la vejez, subsidio por desempleo. Esta «caridad» burocrática, estos mecanismos de «solidaridad colectiva» —todos ellos, además, «conquistas sociales»— funcionan así, a través de la operación ideológica de redistribución, como mecanismos de control social. Es como si se sacrificara cierta parte de la plusvalía para preservar la otra, es decir, el sistema global de poder se sostiene en virtud de esta ideología de la munificencia cuyo beneficio se oculta detrás de la «dádiva». Se matan dos pájaros de un tiro: el asalariado está contento de recibir, bajo pretexto de don o de prestación «gratuita», una parte de lo que ya se le ha despojado anteriormente.

…………………..continuará…..
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Bienestar sin Estado (1ª Parte) by Rui Valdivia is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional License.

3 comentarios sobre “BIENESTAR SIN ESTADO (1ª PARTE)

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  1. Excelente, espero ya la segunda parte, donde seguramente avanzaras a los años 60 ( Henry Ford ), los 70 ( «toyotismo») , revolución tecnológica, globalización,…y su influencia en el Estado del Bienestar.

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