Automóvil, petróleo y asfalto
Desde que Ford instauró sus cadenas de montaje, ese particular estajanovismo que todavía corrompe nuestro sistema productivo, la alianza de estos tres elementos ha sido la locomotora que ha tirado del crecimiento económico de occidente. Ninguno de ellos podría darse con independencia de los restantes. Tríada infernal. Santa alianza. No hacen falta muchas explicaciones para entenderlo. El Estado que pone carreteras para que empresas petroleras y automovilísticas puedan crecer y afianzar su actividad. Y deberíamos dar las gracias por ello. Porque nuestro trabajo directo o indirecto depende de la salud de esta santísima trinidad. No en vano las estadísticas económicas destacan entre sus índices que expresan fracaso o éxito el trinomio formado por la venta de automóviles, la inversión en infraestructuras y el precio del barril de petróleo. Y pervirtiendo la bondad de esta noble alianza, la bicicleta, que como un pecado intenta desbaratar la pirámide de la prosperidad.
Detroit. Cuna del automóvil. Sede de General Motors, Chrysler y Ford. El 18 de julio de 2013 la ciudad de Detroit se declara en bancarrota. ¿Anticipa esta quiebra, como un símbolo de los tiempos, la del actual sistema mundial de transporte y de urbanización? Creo que sí. Las señales resultan claras. Las infraestructuras españolas del transporte se están rompiendo, y como en Detroit, el deterioro acaece porque el patrimonio, la inversión en infraestructuras ha sido tan desorbitada, que la gente que las utiliza y vive en las ciudades y los países donde se han levantado, ya no posee el dinero suficiente para mantenerlas ni cuidarlas. Nos hemos fabricado un traje imposible de vestir y que nos aplasta bajo su peso y aparatosidad.
Edificios abandonados, parques cerrados, alumbrado público casi inexistente, pobreza, delincuencia, hundimiento de los servicios públicos y sociales. Crisis fiscal, los ricos no pagan y los pobres no pueden, el capital huye. Oiremos hablar mucho de Detroit, y dependiendo del sesgo político de los analistas se abundará en unas u otras causas. Pero existe un indicador muy expresivo del coste social y por tanto, dificultad, de mantener ciudades totalmente dependientes de un petróleo cada vez más caro, el de la dispersión laboral que en Detroit alcanzó cifras totalmente insostenibles. Este indicador representa la distancia media que separa los lugares donde residen los trabajadores y las zonas donde se ubican las industrias y los puestos de trabajo, e indirectamente también mediría el grado de dispersión de las empresas entre sí. Cuanto más dispersa la urbanización, cuanto más segregada entre usos y cuanto mayor resulta el grado de abandono y desalojo de los centros urbanos, más elevada resulta la dispersión laboral y empresarial, y por tanto, los costes de transporte y de información que debe soportar tanto el sistema productivo como la fiscalidad urbana. El déficit y la desinversión, consecuencia del incremento de los costes externos de la dispersión en un escenario de elevación progresiva del precio de los combustibles fósiles, se está erigiendo en una amenaza cada vez más evidente para tantas áreas metropolitanas que se han desarrollado bajo los designios de la corrupción, la burbuja inmobiliaria y las políticas públicas al servicio de la especulación y de las finanzas.
El pico de producción global de petróleo se encuentra ya muy cerca, sobrepasado en muchos yacimientos. La demanda de combustibles fósiles se incrementa exponencialmente. Los precios, empujados a su vez por la especulación, continuarán elevándose. La tríada se tambalea al caer uno de sus pilares, el del petróleo barato e infinito. Las últimas estadísticas arrojan cifras alucinantes en cuanto al uso del automóvil en Estados Unidos, que se ha reducido actualmente hasta niveles por debajo de los años 90 del pasado siglo. Ambos indicadores reflejan la crisis del modelo productivo. Pero la adaptación será traumática, como refleja el caso de Detroit, a no ser que sepamos adelantarnos a las respuestas e instrumentos de siempre, porque la dureza del hormigón y del asfalto simbolizan la enorme rigidez que imponen las infraestructuras ya construidas para permitir una evolución flexible y adaptada a los cambios que se están registrando, y por tanto, corremos el riesgo de acabar viviendo en ciudades fantasma, incomunicados de los servicios y cada vez más alejados del campo y de las áreas rurales, islas decadentes e incapaces de importar los recursos globales que precisan sus estructuras productivas anquilosadas. David Byrne, refiriéndose a Detroit como paradigma de ciudad arrasada, dice en su libro de “Memorias en bicicleta”,
Al alejarme del centro de la ciudad me encuentro pedaleando entre lo que parecen ser los restos de un gheto, ahora devastado y retornando a la tierra y, en algunos casos, llenos de escombros. Si habéis visto imágenes de Berlín después de la guerra, eso es lo que parece esta área: desolada, despoblada. De vez en cuando se ven indicios de que queda gente viviendo allí, pero en su mayor parte es un auténtico paisaje postapocalíptico.
Y mientras tanto, el uso de las bicicletas sigue creciendo. No en China. Pero sí en aquellos lugares donde esta crisis de modelo se hace más patente y donde, por otro lado, más imaginación se está derrochando para hallarle una solución. Y creo firmemente que el aumento de ciclistas hoy en día nos aporta el indicador más fiable sobre cómo la economía de cada país se está adaptando al derrumbe de la trinidad automóvil, petróleo y asfalto, y por tanto, al modo cómo cada ciudad está haciendo frente al conjunto de problemas que la empujan a parecerse a Detroit.
Una ciudad tan alejada, en un país tan distinto, como Bogotá, nos muestra algunas claves sobre cómo una ciudad puede empezar a enfrentar sus retos. La clave, el empoderamiento de la sociedad, que no lo otorga nadie, sino que se lo apropian los mismos movimientos sociales cuando se alían y luchan para cambiar la realidad. Años de asesinatos, narcotráfico, mafias, paro y sobre todo, amargura y enorme pesimismo, un entorno de violencia e individualismo que ha empezado a revertirse a la par que la ciudadanía recuperaba las calles como entornos de socialización y de transporte sostenible, y en concreto, según las calles se pueblan de ciclistas y las ciclovías y ciclorrutas empiezan a acaparar cada vez mayor espacio en la ciudad.
Parece que nuestras ciudades han sido construidas por la industria del automóvil, una red de islas conectadas únicamente por vías de alta capacidad, que obligan a que el transporte deba realizarse necesariamente en automóvil, tanto porque han sido diseñadas para este único medio de transporte, como porque el resto, bicicletas o peatones, encuentran vedado su acceso por evidentes razones de seguridad. La baja densidad de ocupación del suelo, junto con la enorme dispersión de las actividades y la segregación de usos hace imposible otra posibilidad de transporte diferente al motorizado.
Otra vez David Byrne escribe al respecto, en su libro “Diarios de bicicleta”, refiriéndose a las ciudades norteamericanas:
Sus propuestas utópicas -ciudades (rascacielos, en realidad) enmarañadas en una red viaria de múltiples carriles- se adaptaban a la perfección a lo que las compañías petrolíferas o del automóvil deseaban. Dado que cuatro de cada cinco de las mayores corporaciones siguen siendo compañías de gas o de petróleo, no es extraño que estas visiones extravagantes y propicias para los coches hayan persistido. Durante la posguerra, General Motors era la mayor compañía del mundo. Su presidente, Charlie Wilson, decía: ‘Si es bueno para GM, es bueno para el país’. ¿Sigue pensando alguien que GM se interesaba por el bien del país?
“Pero si está ahí enfrente. ¡Cómo diablos!” Los que solemos pasear e intentamos usar la bici para desplazarnos, hemos lanzado exabruptos parecidos cuando tuvimos la mala fortuna, tantas veces confirmada, de topamos con el absurdo de comprobar cómo el objetivo de nuestros desplazamientos estando tan cerca sin embargo era tan inalcanzable por culpa de toda una maraña de vías de servicio, autopistas, carriles de aceleración, isletas, barreras protectoras, etc. imposibles de flanquear. Porque el objetivo declarado de las políticas de transporte no consiste únicamente en facilitar y promover el uso del automóvil como símbolo de independencia y riqueza, sino también el de impedir la utilización de otros modos de transporte alternativos, y muy especialmente, el caminar y el montar en bicicleta, en dificultar por todos los medios la libertad de movimientos, la autonomía, y por tanto, en levantar barreras, separar con las mismas infraestructuras que unen, en construir toda una red de islas de nada aisladas en las que finalmente acaban viviendo los desheredados, las minorías marginadas, los pobres, la basura, los escombros y los hierbajos y las ortigas.
Al respecto, Enrique Peñalosa, exalcalde de Bogotá, advierte, refiriéndose a las medidas que hicieron posible no sólo evitar la congestión y promover el uso de la bicicleta y del transporte público, sino también recuperar la economía y disminuir el crimen:
En las ciudades de los países en desarrollo, la mayoría de la gente no tiene coche, así que, en mi opinión, cuando se construye una buena acera se está construyendo democracia. Una acera es símbolo de igualdad (…) Una forma común de determinar si un arroyo de montaña está limpio es buscar truchas en él. Si hay truchas, el hábitat es salubre. Lo mismo pasa con los niños en una ciudad. Los niños son una especie de indicador para el género humano. Si conseguimos construir una ciudad adecuada para los niños, tendremos una ciudad adecuada para todo el mundo (…) Toda esta infraestructura peatonal (y ciclista) respeta la dignidad humana. Le estamos diciendo a la gente: ‘Sois importantes, no porque seáis ricos o tengáis doctorado, sino porque sois humanos’. Si se trata a la gente como si fuera especial, sagrada incluso, la gente se comporta como si lo fuera. Esto crea un tipo diferente de sociedad.
Casualidades de la bicicleta, otro urbanista de nombre Gil Penalosa, canadiense, y promotor del concepto de ciudad 8-80, resume su apuesta por una ciudad humana en el hecho de que debería ser diseñada teniendo en cuenta las necesidades de movilidad y de salud tanto de los niños de 8 años, como la de los ancianos de 80. Una ciudad que intentara transformarse en un lugar seguro para estos extremos de edad sería manifiestamente adecuada para el resto de la población.
Como dice Marc Augé en su libro “Elogio de la bicicleta”:
El milagro del ciclismo devuelve a la ciudad su carácter de tierra de aventura o, al menos, de travesía.
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