¿De quién son las carreteras?
El Estado ha construido las carreteras para los automóviles, del mismo modo que los raíles los dispuso para los trenes. Pero, ¿y los tractores, los caballos y los carros, los peatones, las bicicletas, qué pasa con ellos? Estaban aquí antes que los coches. Los caminos que había previamente a las carreteras fueron construidos y mantenidos, directa o indirectamente, para todos ellos, para posibilitar unas comunicaciones con los medios de transporte existentes antes de la irrupción del automóvil. Muchas carreteras han sustituido a estas vías, ya sea porque muchos de sus tramos discurren sobre los antiguos, como por haber abandonado las diferentes administraciones el mantenimiento de la red caminera previa a la aparición de las carreteras de asfalto. Se ha establecido así un precario equilibrio en el que peatones y ciclistas soportamos la mayor parte de los inconvenientes en las carreteras, pero sobre todo, en sus tramos urbanos, las antiguas calles invadidas ahora por la circulación automovilística. ¿De quién son las carreteras, de quién las calles? Supongo que la solución consistiría en una espacie de acuerdo o pacto que hiciera posible la convivencia, en compartir unas infraestructuras que deberían ofrecer usos variados y complementarios. Pero el poder mediático, político y económico lo poseen los automóviles, la industria del coche, la de la construcción, la economía que aboga por vías rápidas que minimicen los tiempos y los costes de transporte. Todo se alía contra el peatón y contra la bicicleta. La ciudad debe funcionar, el tráfico debe ser fluido y las personas que andamos y pedaleamos constituimos un estorbo que hay que expulsar de las carreteras, del asfalto, y mantener alejados en aceras cada vez más estrechas y desconectadas, en paseos peatonales y vías ciclistas que no conectan nada y que se construyen o disponen con afán lúdico, comercial o propagandístico, pero en pocas ocasiones con el objetivo de facilitar el transporte a pie y en bicicleta.
Os propongo una tarea. Coged un reloj y contad los minutos de espera ante los semáforos en uno de vuestros desplazamientos a pie habituales. Comprobaréis el elevado porcentaje de demora, ya que la sincronización semafórica casi siempre se asigna para optimizar el tráfico rodado, nunca el de peatones. Un amigo que tuvo la suerte de conocer un Madrid muy diferente al actual me decía que llevaba más de treinta años realizando todas las mañanas a pie el mismo trayecto desde su casa al trabajo, y que por culpa de las diversas calles, carreteras, isletas, prioridades, pasos de cebra y semáforos, había terminado por emplear más del doble de tiempo en desplazarse. El diseño viario de una ciudad casi nunca ha tenido en cuenta las necesidades de los peatones y de los ciclistas, marginados en aceras cada vez más estrechas, aislados por una red cada vez más tupida de arterias que dificultan la movilidad no motorizada.
Recuerdo unos días que pasé en Denia, hace unos diez años. Toda la línea litoral estaba poblada por diferentes condominios, urbanizaciones cerradas con bonitos jardines, piscinas, parques, todo lo necesario para disfrutar unas espléndidas vacaciones… mientras no salieras más allá de la playa, porque el único camino peatonal o ciclista habilitado era el estrecho paso que comunicaba la puerta de la urbanización con la playa. Había una carretera paralela al mar y que pasaba por las puertas de todos estos condominios, pero no había acera, ni arcén, por lo que si querías dar un paseo o ir de compras sin coche debías caminar por medio de los rastrojos, arena, zanjas, coches aparcados, muros que te obligaban a cruzar jugándote la vida. Todo lo privado poseía un aspecto maravilloso y apetecible, pero la porción pública de la urbanización estaba ausente, los peatones y los ciclistas debíamos movernos por los desperdicios y patios traseros que la especulación y la urbanización privada orientada hacia el coche había dejado en herencia de las riberas costeras.
Ayer presencié algo inaudito. Regresaba a casa por la A-6, una autopista de varios carriles, y repentinamente el tráfico se adensó hasta casi tener que parar. Pero no a consecuencia de los motivos habituales, un alcance, obras, algún accidente, la incorporación a la M-40, sino ¡POR CULPA DE UNOS CICLISTAS! No por el pelotón de la Vuelta, ni por una manifestación en demanda de más carriles bicis. Tres sujetos a los que calificaría, en el argot ciclista, como de globeros, con bicis de paseo, chanclas, bañadores o bermudas, uno de ellos con la camiseta atada a la cabeza como turbante, pedaleando al estilo Cantinflas, circulaban a no más de 10 kilómetros por hora por el arcén, escoltados por un coche patrulla de la Guardia Civil que no sé muy bien si los acompañaba, los protegía o se los estaba llevando presos hasta la siguiente salida para empurarlos con una buena multa. Pero yo me imagino la siguiente situación: eran tres rumanos que iban a una entrevista de trabajo para intentar emplearse, en una de las casas lujosas de aquella zona, como jardineros. Barrio que no posee ningún acceso plausible con transporte público. Que se encuentra acorazado por todo un dédalo de muros, vallas, calles sin salida. Estaban intentando llegar a la calle especificada en el anuncio a través de vías secundarias, hasta que hartos de dar vueltas e impotentes por no saber cómo alcanzar un lugar que casi tenían ante sus propios ojos, pero al que ninguna calle llegaba, tomaron temerariamente la autopista para alcanzar al fin su destino. Yo en alguna ocasión he estado a punto de hacerlo.
Mi amigo Antonio Estevan escribió mucho y bien sobre este tema del transporte, antes de que los huesos se le convirtieran en vidrio y nos dejara de enseñar tantas cosas sobre el medio ambiente, el desarrollo, la movilidad, la economía y la equidad.
No alces la cabeza, rebelión, hasta que ande el Bosque de Birnam.
De este modo, con este presagio de Macbeth, daba inicio al magnífico trabajo que realizó, junto con Alfonso Sanz, sobre el transporte en España, y en el que incidía, entre otras materias, en una serie de aspectos sociológicos y culturales, entre otros, en la enorme accidentalidad que el automóvil produce sobre peatones y ciclistas, y la cantidad de personas que no poseen acceso al automóvil y que ven muy limitada su movilidad por esta razón.
Para estimular y consolidar estas reacciones de cesión del territorio al usuario más poderoso, la concepción vigente de la Seguridad Vial impone la transformación radical del espacio público; los ciclistas, peatones, niños que juegan en las calles, y otros legítimos usuarios de las vías públicas, pasan a ser estorbos, a los que se les confina en porciones marginales del espacio público. Además, en la medida en que son reiteradamente incriminados como ‘peligrosos’, la mayoría de estos usuarios acaban por asumir su ‘peligrosidad’, y aceptan su marginación territorial. Nada se opone entonces a que se culmine la reorganización del territorio en función de las necesidades del automóvil.
Y en relación con esta idea de la reorganización del espacio urbano, añadió acertadamente:
La segunda gran consecuencia social es la segregación espacial: todo está cada vez más lejos. Se han comparado las consecuencias del automóvil en la ciudad a los de una ‘bomba’ lenta, una ‘bomba’ cuya onda expansiva tuviera la virtud de trasladar edificios y actividades, aparentemente intactos, a varios kilómetros a la redonda, y cuyo principal efecto en el interior fuera el de destruir la propia esencia de las urbes: la convivencia y la comunicación entre los seres humanos.
Ya ni los chinos se mueven en bicicleta, un vehículo sólo apropiado para dementes, paranoicos, pobres o descerebrados que exponen sus vidas frívolamente a los rigores del auténtico amo de las calles y de las carreteras, el automóvil que amedrenta y nos amenaza en connivencia con el código de circulación y las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Los ciclistas somos un peligro, sí. Y creo que debemos ser conscientes de ello, de nuestra fuerza de convicción, de la apuesta de futuro que proponemos a la sociedad. Somos carne de cañón de un sistema de transporte ineficaz, antieconómico, inseguro y contaminante. Los que todavía andamos, corremos y damos pedales poseemos una fuerza de la que todavía no somos conscientes. Evidentemente no deseamos prohibir ni destruir a los coches, sino vencerles, forzarles a la retirada, reducirlos a asumir un papel secundario en los desplazamientos humanos. Muchos peatones y ciclistas poseemos un automóvil, y evidentemente, vamos a seguir utilizándolo, al igual que el avión, el tren o el barco. También el metro y el autobús. Pero muchos empezamos a creer que las prioridades deben trastocarse, no sólo en las decisiones individuales, sino sobre todo en las políticas, en los apoyos públicos y mediáticos, en la publicidad, en las leyes y sobre todo, en las inversiones en infraestructuras y modos de transporte.
¿Quién paga la carretera? Supongo que los impuestos. Los directos, pero también los indirectos que proceden de las tasas sobre el consumo de carburantes. Todo lo que cuesta una carretera no lo pagan sus usuarios. Todos los estudios económicos que se han realizado sobre esta materia arrojan un saldo negativo, un déficit de financiación que sufraga el Estado, independientemente de cuál sea su signo político. Pero si incluyéramos en el debe de la carretera la contaminación, la ocupación de suelo, el ruido, el efecto barrera, los costes ambientales, el saldo desfavorable con respecto a la sociedad se elevaría hasta cifras de vértigo.
………….continuará…
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