EN LA FRONTERA DEL RUIDO

Ahí, al borde del abismo, se oye la música, el ruido, su eco, como un reflejo de qué, me pregunto.

A los conceptos interesa abordarlos dialécticamente, que los contrarios dialoguen en torno a sus propias fronteras, difusas. La música, y el ruido, no están separados por un muro rígido, estable, infranqueable y asumido por todos como una frontera clara y reconocible, sino por una bruma de contornos imprecisos. Por esta niebla pretendo deambular, abrumado por los cantos de las sirenas, mecido por el ruido.

Casi todas las definiciones de la música intentan desmarcar sus sonidos de los del ruido. Para ello incorporan la palabra orden: la música sería un sonido ordenado, según se dice. Pero quién puede discernir hoy en día, a la luz de la ciencia contemporánea, con un bisturí preciso, la frontera entre orden y caos. Que la naturaleza pueda poseer orden y que por tanto de él pueda aflorar un sonido natural ordenado, o sea música, no se ha considerado plausible en las definiciones habituales del hecho musical, porque casi todas ellas matizan que el orden sonoro debe ser humano, que debe aflorar de la voluntad de un ser humano que elige, de entre los posibles sonidos naturales y artificiales, un conjunto ordenado por su voluntad. Por ello, como corolario de estas definiciones y en estrecha relación con las características de la voluntad, aparece la idea de la intención, a saber, que la ordenación de sonidos humanos, que es la música, el artista la confecciona con un objetivo, ¿conmover?, ¿convencer?, ¿influir?, ¿sorprender?, ¿provocar?, ¿molestar?

¿Y los ruidos de la ciudad, de la tecnología, surgidos del orden humano contemporáneo, de la racionalidad moderna y de su sistema productivo y económico supuestamente ordenados? ¿Ese ruido es música? ¿O porque no es música, sino ruido molesto, nuestra sociedad sería un completo caos?

Incluso algunos, siguiendo la dinámica que acabo de describir, se atreverían a calificar a la música como un lenguaje musical. Y que como la literatura, que fuese capaz de despertar por sí sola sentimientos, e incluso, influir en el carácter de las personas y modificar sus cualidades morales o su pensamiento político.

Como se ve, en tan sólo dos párrafos hemos recorrido un larguísimo, y yo añadiría, peligroso camino en torno a la música y su utilidad. Porque una cosa es que durante un determinado período histórico circunscrito a una territorio muy concreto la música se haya convertido, por afán de unos artistas y en sintonía con una audiencia aleccionada, en una especie de lenguaje de los afectos, y otra que toda colección de sonidos ordenados, en cualquier lugar y momento histórico, deba poseer por definición, inexcusablemente, aquellas cualidades para ser caracterizada como música: que la melodía, el hecho musical sea capaz de despertar unos sentimientos, afectos, en ausencia de la cultura, el lenguaje o el gesto. Una cosa es que la música se fabrique para conmover, evidentemente, y otra que sea la música, el puro sonido ordenado, el que independientemente del contexto social y cultural, posea universalmente e intemporalmente la capacidad de hacer revivir en cualquier oyente del mañana lo que el compositor quiso expresar en el ayer.

Como la etnología atestigua hasta la saciedad, el hombre es lenguaje, y también música, y tecnología, y espiritualidad. Ellos constituyen nuestro modo de expresar el mundo, y también de transformarlo, y de establecer vínculos sociales. Así como la lingüística generativa impone una estructura común a todo el género humano en relación con el lenguaje que inventa, a través de unos patrones innatos que estructuran homogéneamente cualesquiera de las lenguas humanas posibles a pesar de su diversidad, del mismo modo parece que la música, o el arte de organizar los sonidos, a semejanza del orden de las palabras, posee un innatismo propio y peculiar. Lo que abre un espacio de experimentación humana en la música tan amplio o más que en las lenguas, pero siempre circunscrito a unos patrones de racionalidad accesibles a todo el género humano, aunque sólo comprensibles en el seno de las culturas originales en las que nacen y se desarrollan.

Las palabras son sonido, y por ello, como han puesto de manifiesto numerosos investigadores, las relaciones neuronales entre ambos lenguajes parecen manifiestas. La entonación resulta consustancial al habla, y el canto se entiende necesariamente como una manifestación sublimada del lenguaje. El gesto, la expresividad corporal, y la danza como su expresión también sublimada, componen un corpus expresivo tan conectado entre sí a lo largo de la evolución humana y de sus expresiones culturales, que resulta muy difícil aislar la música de su componente lingüística y corporal.

El sonido es vibración. Se genera, se transmite y se capta por el oído siempre como una ondulación que posee sus leyes físicas. También oímos, por supuesto, la propia vibración de nuestras cuerdas vocales al emitir las palabras y el canto, los sonidos que escuchamos cuando movemos y golpeamos las distintas partes de nuestro cuerpo. Pero ¿con que criterio ordenamos el sonido que producimos con objeto de convertirlo en música, cómo seleccionamos de los sonidos de la naturaleza los que nos convienen para fabricar una pieza musical? ¿Con qué criterio desechamos el ruido?

La música posee la capacidad de convertir a los partícipes en el rito musical en un gran cuerpo resonante, en un tejido por el que circulan las ondas sonoras. Por ello durante mucho tiempo en Occidente, y en otras culturas, se consideró que la música hacía que los cuerpos humanos pudieran entrar en resonancia con el universo, que la vibración de éste fuera similar al que las leyes del sonido y de la música aspiraban, que por tanto, el arte musical permitiera alterar los corazones, penetrar en las mentes y colocar en ellas la semilla de la comprensión de las leyes del mundo. Orden contra caos, música contra ruido.

Pero la música no expresa nada por sí misma, no existe ningún reflejo de armonía celeste en ella, ni de acceso a ningún estado de conocimiento supra o ultrasensible, a ningún estado de conciencia sublime capaz de sumergirnos en la esencia del mundo más allá de lo que el lenguaje, la matemática o la física nos pueden mostrar. Tampoco existe un espíritu, ni una intención, ni sentimiento alguno que el vehículo de la música sea capaz de transportar desde el artista que la compone hasta el público que la escucha. Stravinski afirmaría en repetidas ocasiones, con tono un tanto provocativo, que “la música no tiene poder para expresar nada”, que ni él ni ningún otro músico pueden ser considerados como derviches que expresan en sonidos la trascendencia de la realidad, ni que sean capaces de transmitir estados de conciencia, ni sentimientos concretos hacia los oyentes. ¿La música por sí sola no puede conmover, al contrario de las molestias que el ruido tiende a provocar?

La serie armónica que Pitágoras erigió como fundamento de la armonía universal y según él, musical, nunca ha conseguido entender la música real que se ha compuesto e interpretado en el mundo, ni siquiera en Occidente, donde muchos suponen, equivocadamente, que se ha confeccionado el sistema musical más perfecto y coherente en relación con las leyes de la física. La tensión innata que subyace en la música entre las disonancias y los sonidos armónicos, no resultan comprensibles por igual por todas las personas, diferentes culturas han basado su sistema musical en normas muy disímiles, y las complejas normas de la armonía Occidental tradicional poseen un grado de arbitrariedad similar al de cualquier otros sistema musical histórico o contemporáneo. El ruido, por tanto, no lo es por poseer unas cualidades físicas que lo convierten en desagradable o no apto para la música en relación con unas normas armónicas grabadas en nuestros genes, sino a consecuencia de las normas culturales que cada sociedad ha erigido en relación al universo sonoro, y la racionalización a la que lo ha sometido en cumplimiento de unos patrones musicales que a nivel similar que en materia lingüística, definen cómo el ser humano fabrica su música.

Que un claxon nos asuste, perturbe o conmueva depende de la situación, del contexto, y de nuestra experiencia cultural en la que hemos formado a nuestro oído. Ese sonido no posee la virtud de provocar siempre la misma reacción en un ser humano. Dependerá de si el claxon lo oímos cuando estamos cruzando la calle, cuando pretendemos dormir o mezclado con otros sonidos en una sala de conciertos o en una manifestación por las calles de una gran ciudad. De igual modo, una balsa armoniosa de violines no siempre nos sumirá en el letargo trascendente, sino que también en relación con el contexto y experiencia podrá despertar otro tipo de sentimientos. Recordemos la película “La naranja mecánica” y cómo la música clásica despertaba reacciones violentas y de agresividad sexual en el protagonista, un chaval marginal criado en un barrio desestructurado para el que la música clásica, exquisita y elitista, de las inabordables salas de conciertos burguesas, por ser materia de distinción y desigualdad social se convierte en un ruido monstruoso que enerva las pasiones del protagonista y de sus amigos.

¿Para qué sirve la música, entonces? Pues sería como una especie de catalizador de reacciones humanas, que sirve para activar, facilitar, aunar, compartir, acelerar, expresar cosas, sentimientos, afectos, ideas que ya están en la sociedad, que ya se comparten, que la música no puede crear por sí misma, pero que la presencia musical ayuda a desarrollar y a profundizar, sobre todo a la hora de mantener un nexo social, de compartir una experiencia, sea esta de cualquier especie, inmoral o santa. No es la melodía o el ritmo y la armonía en sí lo que despierta sentimientos, sino que los sentimientos que una poesía o una situación compartida provocan se activan y afloran con más contundencia gracias a la música, que los vínculos sociales que se expresan a través de la tecnología, la lengua y el gesto, la música los sublima, ya sea para guerrear contra el enemigo, para animar a nuestro equipo de fútbol, para enamorar a nuestra deseada pareja o rendir culto común a una deidad.

Muchas personas denigran a Wagner a consecuencia de que pudo ser fuente de inspiración para el nazismo, de forma similar a cómo Adorno criticó la gran tradición musical romántica en contraposición al dodecafonismo, conceptualizado como democrático y antifascista. Como consecuencia igualmente coherente con aquellas premisas, ¿deberíamos abolir la lengua alemana por haber sido el vehículo de expresión de aquellas ideas y de una ética perversa?

La música resulta consustancial al ser humano y su capacidad para expresar ideas y sentimientos, que no pueden compartirse al margen de la lengua, el gesto, y cómo no, de la música. La música forma parte del hecho humano, y por tanto, puede servir, como la lengua y el gesto, junto con los que se coordina para ello, para expresar cualquier cosa, sentimiento, idea o ética, por subversiva, conservadora, demoníaca, absurda, excelsa o denigrante que puedan ser.

La lucha política por la justicia, la democracia, la libertad o la igualdad no se puede concebir sin una revolución lingüística que aporte nuevos significados a los conceptos y a las palabras del uso común, que las despoje de la herrumbre de siglos de injusticia. Del mismo modo la música debe redefinirse en el contexto de las éticas alternativas, de los mejores sentimientos, de las nuevas ideas. La música, como el gesto y la lengua, debe saber expresar la nueva sociedad, porque la música sólo podrá expresar amor, bondad, odio o envidia según se fabrique e interprete en entornos donde se compartan y se expresen esos sentimientos. Es en la concordancia entre el sonido, el sentimiento, el gesto y la palabra donde la música logra expresar, al sujeto que participa de ella, un mensaje concreto de imágenes y afectos en coherencia con unas relaciones sociales, con la cultura artística y política. Por ello afirmábamos que la misma melodía podría expresar mensajes muy diferentes según el contexto social en el que se interprete.

Si el que tortura, como en el relato de Mario Benedetti, lo hace escuchando a Mozart, su música, aunque nos sorprenda, estará lanzando un mensaje de odio y crueldad, y si los torturadores se socializan con Mozart, sus melodías expresarán, en ese contexto social, un afecto muy diferente al que Mozart despierta entre personas que se socializan en torno a otros sentimientos y moral. La música si expresa afectos y sentimientos, incluso una ética, pero este mensaje no lo posee la melodía, sus armonías, el ritmo, sino que la música se dota de los afectos que la sociedad vive en los actos de socialización en los que aquella música se interpreta y se inventa.

A la pregunta de si la música puede cambiar a las personas y moralizarlas, yo contestaría que sí, pero no hacia una moral predeterminada por la música en sí misma, sino en relación a cómo la sociedad participa del hecho musical y en conexión con la lengua (las palabras) y al gesto que junto con las melodías la expresan. No la música sola y por sí misma, sino interrelacionada con otros lenguajes, en suma, con el conjunto del discurso y la acción social. Ello trae a colación a la música como fenómeno educador, el de la utilización de la música para educar, y qué papel debería jugar la música en la transmisión de una cultura. Materia que intentaré tratar en otro post.

Disiento sobre que la obra de arte deba asaltar sin más al espectador y que su calidad resida en su capacidad para penetrar en la mente del público y despertar sus pasiones de forma casi involuntaria, como un mero acto instintivo. Creo que resulta imprescindible la implicación del oyente a través de su disposición, actitud, conocimiento, voluntad, cultura, deseo, etc. La música posee una componente inefable, lo que no quiere decir que el factor cultural, la predisposición del espectador y su trabajo consciente por comprender, deban subestimarse, o considerarse superfluos al objeto de captar la verdadera obra de arte. Tal fue la pretensión, y yo creo que errónea, de Schopenhauer como filósofo y Wagner como apóstol de la música del futuro, cuando destacaron el puro acto contemplativo como esencial para sentir el arte y alcanzar la verdad que éste supuestamente pregona. Cuanto más alejada en el tiempo, cuanto más ajena a la cultura presente, más importancia adquiere ese baño previo cultural y volitivo que nos transfiere virtualmente al mundo social cuyos parámetros o patrones culturales eran los adecuados para captar la obra de arte histórica. Únicamente de esta forma la música, que no posee un mensaje intrínseco, pero que posee unos patrones de emisión hacia nuestros sentimientos muy claros e instintivos, puede servir de espoleta, de percutor, detonante o catalizador de los sentimientos y los afectos del espectador.

No comprendo, por tanto, la aspiración de algunas personas cuando afirman que el arte -y la música- que les gusta disfrutar es aquel que les asalta de forma innata con la primera visión o escucha, y que más valor posee cuanto menos conocen de él al margen de la obra en sí y de su pura contemplación. Y por tanto que sobran las intelecciones, las descripciones, las biografías, la historia, la educación, la formación y el aprendizaje, para poder disfrutar plenamente de una obra de arte. Que cuanto más trabajo y conocimiento deben utilizarse para captar y apreciar adecuadamente una obra de arte, menos valor posee ésta, ya que su verdadero carácter, opinan, aparece únicamente cuando forma un universo autónomo que se basta a sí mismo. Pero esta iluminación sentimental en la que basan su juicio sobre la buena o la mala música –u obra de arte- también está mediada, sin embrago, por el intelecto y por la cultura, por la que cada persona posee y  ha adquirido durante su vida, ya sea consciente o inconscientemente, volitiva o apáticamente. Pretenden el absurdo de abolir el intelecto, la voluntad y el conocimiento en el momento de contemplar el arte, cuando dicha aspiración resulta imposible, y de basar su juicio sobre el valor de la música simplemente en que no han trabajado conscientemente por entenderla, cuando fácilmente se comprueba que precisamente la cultura vigente o media es la que realmente está presente cuando el ciudadano medio cree contemplar libremente una obra de arte.

En “El nacimiento de la tragedia”, una de las reflexiones más lúcidas sobre el arte y la música, Nietzsche por fin arroja un barreño de agua fría contra esa tríada funesta de la belleza, la verdad y el bien: “Si un filósofo dice que ‘la bondad y la belleza son una misma cosa’, es alguien infame; si además añade ‘también lo es la verdad’, tendría que ser despellejado. La verdad es horrible. Poseemos el arte por si nos falla la verdad.” Y añadirá, refiriéndose al arte griego: “con ojos atrevidos han mirado hacia la confusión terrible y destructiva que se llama historia del mundo, así como hacia la crueldad de la naturaleza” y sin caer en la resignación han reafirmado la vida con la creación de obras de arte.

En la naturaleza, el ruido, pero sobre todo, el silencio, se relacionan con el peligro. Pero el ruido no posee una definición al margen del contexto, de la situación, de la cultura, de cómo nuevos sonidos tecnológicos se suman a los naturales y alteran el paisaje sonoro en el que vive cada sociedad. Por ello el ruido puede influir, e incluso formar parte, de ese orden de sonidos que es la música. Sobre todo cuando la música, que durante los últimos cien años, ha deseado expresar el presente tecnológico de la sociedad, en concreto ese paisaje sonoro tan peculiar y diferente al histórico y natural, en el que se desarrollan unas relaciones sociales y unos conflictos políticos y éticos que nos fuerzan a entender el hecho musical de modo muy particular. Lo decía Nietzsche en la anterior cita, cuando afirmaba que el artista debe mirar ‘la confusión terrible y destructiva’. El crítico musical Alex Ross lo ha expresado acertadamente en su libro sobre la música del siglo XX, y cuyo título “El ruido eterno: el sonido del siglo XX”, ilustra claramente sobre el hecho de que cada música debe expresarse en el sonido de cada época, emerger de ese magma sensorial y ético para no perder la contemporaneidad y poder aspirar a catalizar, y por tanto, emocionar, al ser humano de nuestros días.

Ese ruido ha entrado en la música de muchas maneras, a través de la estridencia, lo electrónico, la electroacústica, las interferencias, la atonalidad, los polirritmos, la sorpresa, las disonancias, etc. Sin embargo, la llamada música culta que lo expresa, que pretende despertar las pasiones del hombre y de la mujer del siglo XXI, apenas ha conseguido atraer a algunos convencidos, entendidos o refinados. ¿Error de los artistas? ¿Incapacidad del público? Trataré este tema con más detenimiento en otro post. Se mezclan muchas cosas. Pero lo que resulta real, palmario a la luz de cierta música popular que sí atrae a la gente y la hace apasionarse con ella, es el hecho de que esta también ha asumido el ruido, a veces bajo unos parámetros sin duda influidos por la forma en que la música culta los incorporó en sus propias obras. Basta darse una vuelta por la obra de Radiohead, Pere Ubu, Nirvana, Pink Floyd, Led Zeppelin, Cecyl Taylor, Bjork, Lou Reed, Frank Zappa, Sonic Youth, Brian Eno, etc. una muestra azarosa a la que sin duda podríamos agregar muchos más (algunas canciones de los Beatles, incluso, Revolution o del álbum Sergeant Pepper’s), y advertir cómo el ruido se transforma en música y nos ofrece una muestra artística de esas fronteras desdibujadas y huidizas en las que se dirime la falsa e interesada contraposición entre el ruido y la música.

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En la frontera del ruido by Rui Valdivia is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional License.

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