A la deriva (I)
Me pongo otra vez a pedalear. Algo rutinario, aunque algo más que una pura rutina. Porque existe una velocidad a la que yo llamo óptima, que muchas veces busco, y que depende del entorno, en la que mi mente se asoma a la meditación: se activan los automáticos, el instinto y el hábito toman los mandos de la parte puramente física del desplazamiento, lo que libera a la mente consciente, voluntaria, de tener que tomar demasiadas decisiones sobre lo contingente. Cuando me detengo en el destino y miro atrás, si el viaje ha incluido estos momentos óptimos, me inquieta un vértigo, porque no soy capaz de recordar muy bien qué he visto, dónde he estado, qué cosas han ocurrido a mi alrededor cuando deambulaba por ahí fuera a la deriva.
Mentiría si dijera que la mayor parte de las cosas que he estado incluyendo en estas páginas las había pergeñado sobre la bicicleta. Pero sí que aparecen ideas, momentos de lucidez incluso de creatividad, sobre todo, situaciones que se parecen a un confesionario invertido, sin curas ni crucifijos, como una conciencia vuelta sobre sí, ya que sobre la bicicleta me han asaltado deseos, propósitos de cambiar cosas en mi vida, de mi entorno.
Son momentos de deriva, que por supuesto uno también pude tener sobre un caballo, en un sillón o tomándose un vermut. Sin embargo, creo que el hecho de que las cosas se muevan alrededor incita a que el interior también entre en movimiento, como cuando uno pasea, corre o va en coche. Pero sobre la bicicleta una persona puede alcanzar mejor esa velocidad a la que yo he llamado óptima, y que es más rápida que la que uno alcanza por sí solo caminando o trotando, y con menor esfuerzo, a la par que menos vertiginosa que la que otros medios de transporte nos imponen.
Cuando miro a la sociedad que inventó el término filosofía veo jardines, escuelas, liceos, academias, lugares donde se aprendía a vivir en consonancia con el pensamiento, a fundir acción con ética, en crear una comunidad donde fuera posible no caer en la esquizofrenia, ese estado alienado de existencia en el que el principal trabajo de la mente consiste en justificar las acciones de la vida con engaños, una obediencia debida al entorno, de la que nos conmiseramos y de la que, sin embargo, resulta muy difícil salir. Filosofar no consistía sólo en leer, investigar sobre la vida y los conceptos de las corrientes de pensamiento, escribir comparativas y sesudos análisis, sino sobre todo intentar adecuar el pensamiento con la acción, y crear un entorno social proclive a ello. Cuando se filosofa, y todos lo deberíamos hacer -porque no es una tarea reservada sólo a sus profesionales y académicos- se cae en la cuenta de que todo puede poseer un sentido, y que cuando uno rememora el acto más pequeño de su propia existencia, al final para comprenderlo o justificarlo debe involucrar al resto de las acciones que se ejecutan. Por ello he hablado de política, de energía, salud, nutrición cuando he querido también escribir sobre la bicicleta. Somos como una madeja, no importa de qué hilo tiremos, porque de cualquiera de ellos podremos obtener un significado, resolver un enigma.
Una de las situaciones más desconcertantes a la que nos empujan las corrientes filosóficas posteriores a la Segunda Guerra Mundial consiste en la desaparición del sujeto, del individuo, de esa conciencia autónoma, libre y centrada, construida monolíticamente al margen del mundo y de la sociedad, y desde la que el individuo ilustrado contemplaba, se representaba, tanto al resto de la humanidad como a las cosas del universo. El yo que Descartes nos describió, un enanito libre, etéreo, listísimo, que en forma de alma vive en una habitación del cerebro material y que dirige nuestras acciones y codifica la información que éste le transite, podría representar adecuadamente la imagen del individuo libre-democrático en la que hemos sido educados y culturizados: el autista que condesciende a pactar.
Pero cada uno de nosotros hemos sido construidos socialmente. Esa estancia neblinosa del individuo que Freud nos describió como el subconsciente, ha ido tomando diversas formas a lo largo del siglo XX, conformando una imagen del ser humano desconcertante y a la que tenemos la obligación de mirar de frente para asumir las importantes consecuencias sociales que de ello se derivan. Más que a imagen y semejanza de un dios inmutable y perfecto, nos estamos fabricando continuamente a imagen de la sociedad mutante en la que vivimos, construida con nosotros y por nosotros. Puede parecer desconcertante, pero todas aquellas disquisiciones sobre el libre albedrío, sobre la predestinación o el determinismo de todo lo existente se borran cuando se asume que cada ser humano no es absolutamente libre y racional, cuando la verdad, más que como un universal se contempla como un bote a la deriva al que tan sólo deseamos dirigir a puerto.
Todos hemos tenido iluminaciones. A mí no me ha sobrevenido ninguna por haberme caído de la bicicleta, pero montado sobre ella sí he tenido intuiciones, e incluso he aclarado alguna paradoja. Mi bote se parece a una bicicleta que navega por esta realidad huidiza. Antiguamente dios nos miraba como un ojo enmarcado en una pirámide entre las nubes. Esa imagen la adoptaría más tarde el ser humano para sí, y así nos transformamos en observadores objetivos de la realidad, que desde la altura, con panorámica y amplia perspectiva, observábamos el mundo y lo interpretábamos en un lenguaje omnicomprensivo de juicios veraces que derivan de las leyes inmutables y universales del entendimiento racional.
La verdad se consideraba algo concreto que cualquier persona preparada podía almacenar en su cerebro individual: la verdad, la realidad y todos los almacenes individuales cerebrales coincidían plenamente, eran lo mismo, ninguna fisura estropeaba la coincidencia entre lo real, lo observado y lo juzgado. Ahora no. Por ello, todo lo que he contado alrededor de mi bicicleta, este ensayo sobre las dos ruedas, carece de validez universal, jamás ha sido escrito con esa pretensión, sino como una parte de esa verdad que no posee un lugar, ni posee una forma, sino que está entre todos nosotros fluyendo como bicicletas a la deriva.
Me gusta el concepto de deriva. No soy original. Lo tomo de los situacionistas. La bicicleta facilita la deriva por la urbe, también por el campo. Al ciclista le tientan los nuevos barrios, las veredas ignotas, alcanzar una nueva curva, adentrarse por una callejuela. No existe sólo una cartografía. La pretensión borgiana de hacer un mapa perfecto se topa con la propia realidad, porque cuanto más detallado y objetivo es el mapa, menos claro se vuelve de puro real. Existen infinitas cartografías, cada una fruto de una deriva. Cuando se observa alguno de esos mapas maravillosos del Renacimiento se advierte que cada uno de ellos posee una deriva, un itinerario que el cartógrafo ha seguido por el territorio y del que sólo ha extraído una síntesis subjetiva. Cada mapa posee una verdad -que no deja de ser un poder impreso sobre la realidad-aunque la suma de todos los mapas posibles del territorio no conforme una verdad única y distinguida.
El mapa que encabeza este post muestra algunas de mis derivas por la sierra de Guadarrama, una cartografía imaginada sobre mi bicicleta mientras pedaleaba creando referencias, vínculos, historias.
Me he detenido mucho sobre la nutrición. Quizás excesivamente. Pero lo que somos como individuos también posee relación no sólo con las impresiones e ideas que nos penetran, sino también con los alimentos que ingerimos. Y cuando monto en bicicleta contemplo todo un paisaje antropomorfizado para alimentarme: vaquitas, huertas, campos de trigo, olivos, regadío, frutales, barbechos, gallinas. Mi sudor para moverme conforma el paisaje por el que me muevo. Ese vínculo es la nutrición. Y me llama la atención que significativamente la imagen de la alimentación buena, la que debería ser la alimentación científicamente aceptada y universalmente válida, esté representada por una pirámide, la famosa pirámide nutricional que los niños aprenden en la escuela y que muchos médicos tienen en sus despachos.
La pirámide nace de una decisión estatal por ordenar, por el bien de todos, la vida de los ciudadanos, como tantas otras decisiones que se fundan en el concepto del bienestar social, del bien público, y que limitan la libertad de las personas: unos expertos que deliberan y deciden lo mejor para todos. Evidentemente, comemos lo que nos da la gana en relación con lo que nos podemos permitir comprar y está en el supermercado. La pirámide no es una imposición coercitiva. De hecho, muchas personas se extralimitan con la carne, con las chucherías, etc. y no cumplen las normas alimentarias aprobadas legalmente. Pero la pirámide representa a los triunfadores en el conflicto económico y político en torno a la comida. No es tanto si el cereal resulta dañino, o si conviene comer más pescado azul, sino que esas recomendaciones marcan una propaganda y una publicidad, unas subvenciones a industrias y cultivos, un apoyo a determinados sectores y formas de comercializar, a la alianza médico-farmacéutica, etc. Y expanden la mala conciencia asociada al pecador que transgrede las normas, y que por tal razón se está destruyendo a sí mismo a la vez que a los servicios públicos de sanidad que por su culpa deben gastar más dinero en curarle.
Cada cual debe crear sus narraciones, una cartografía de su mundo. La propia. La época de los metarrelatos ha sido superada, aun cuando algunos de ellos sigan cobrándose sus víctimas. Al gran relato se le denomina ahora fundamentalismo, ya sea de Cristo, de los humano, o de Mahoma. Totalitarismo. Pero el dragón herido de muerte todavía nos podrá matar. Soy absolutista y relativista, pero también ni lo uno ni lo otro. Depende de la perspectiva, de con quién hable, a quién me dirija, del tema, con quién monte en bicicleta. Arenas movedizas. No hay verdades absolutas en las que fundar la verdad: relativismo. Sí las hay: absolutismo. ¿Y si las hay, pero pueden cambiar?
Una pregunta parecida se formuló Paul Feyerabend y creó el concepto de anarquismo epistemológico, que desarrollaría en su libro “Tratado contra el método” –de Descartes- y en “Esquema de una teoría anarquista del conocimiento”. Para ello, se basó en la experiencia del pragmatismo norteamericano (Peirce, James y Dewey) y en la filosofía de la ciencia de Thomas Kuhn: no existen paradigmas científicos transhistóricos y transculturales, todos son relativos y resulta imposible compararlos, ya que no hay criterios universales de verdad. Más tarde Richard Rorty recapitularía en la siguiente síntesis, tomada de “Relativismo y verdad en la cultura filosófica y científica contemporánea”:
(…) la aceptación social de la (supuesta) verdad de una teoría es en realidad el resultado de una decisión comunitaria basada en el acuerdo que se obtiene por persuasión, es decir, una decisión de tipo normativa, no descriptiva. Esta decisión fundada en última instancia en el consenso no tiene asidero en los hechos, sino en la coherencia con otras teorías previamente aceptadas por esa comunidad, y en la utilidad de la misma para adaptarse al medio y sobrevivir.
Deriva no es azar, sino multiplicidad de visiones. El relativismo de Einstein no permite cualquier cosa, no abre infinitas posibilidades. Así como su teoría de la relatividad salvó la ciencia física, estas epistemologías alternativas nos permiten continuar aplicando la razón con confianza, continuar creando ciencia y ética en un mundo plural donde el sujeto soberano que gobernaba los objetos de conocimiento ha desaparecido. Einstein escribiría,
Las condiciones externas que se manifiestan por medio de los hechos experimentales, no le permiten [al científico] ser demasiado estricto en la construcción de su mundo conceptual mediante la adhesión a un sistema epistemológico. Por eso tiene que aparecer ante el epistemólogo sistemático como un oportunista poco escrupuloso.
Me encanta la descripción de “oportunista poco escrupuloso”, que desmitifica la historia de la ciencia ampulosa y etnocentrista que se sigue enseñando en las escuelas y en la Universidad. Creo que en algo parecido nos vamos convirtiendo los que nos gusta la deriva. En mi bicicleta por esos caminos que antes eran de dios.
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