Inquietante lucidez

Hay ciertos autores que resulta de mal gusto que se los nombre, no digamos que se los cite, en determinados círculos. Estamos demasiado acostumbrados a que en la mochila de nuestras ideologías sólo quepa un número limitado de manuales y autores de referencia a los que casi se idolatra, y que otros, considerados del otro bando, se les satanice. El pensamiento de cada cual parece que tiene que adherirse a unos autores por despegarse de otros. Pero al igual que en materia musical está bien visto que los melómanos compartan estilos con total libertad, asimismo en materia de pensamiento político deberíamos también tener la suficiente curiosidad, valentía y madurez para leer cualquier cosa sin miedos ni prejuicios, y saber extraer  conclusiones propias de este auténtico ejercicio de rebeldía.

La izquierda, por ejemplo, demoniza a Hayek, el premio Nobel de economía que se erigió durante la posguerra en adalid del neoliberalismo, y que en “Camino de servidumbre” atacó con maestría y sabias palabras a las economías planificadas y al socialismo totalitario. Realmente no suscribo el  posicionamiento del pensador austriaco en todo lo que escribió, ni comparto su conservadurismo, pero el nervio de su escritura y la contundencia de algunos de sus argumentos cuando, por ejemplo, analiza la planificación económica o el estado del bienestar, resultan realmente útiles aun cuando el personaje pueda no caer bien o algunos le involucren en la corriente de pensamiento económico que se opuso al Keynesianismo y de la que creen que procede la enorme desigualdad económica que arrastra el mundo.  Consejo, no nombren a Hayek en una reunión de progres si no es para demonizarlo, no le den la razón, ni le pongan de ejemplo para defender una idea en una revista de la bienintencionada socialdemocracia.

La magia del idealismo me atrae tanto, como denuesto sus consecuencias. Siempre cedo al encantamiento de Platón y su afán por dramatizar la filosofía. Qué me dicen de la humanidad distante de sus arquetipos, de la entrañable amistad con Sócrates en su celda de muerte, de la alquimia lingüística con la que buscó  nuevos horizontes conceptuales, y finalmente de la transmutación de su filosofía en teología de la mano de los padres fundadores de la iglesia cristiana. Lo combato, sí, tanto como lo amo, al igual que a Kant, ese ser enanoide y contrahecho que en la lejanía de Konigsberg construyó un puro Walhalla de racionalidad trascendente, y cuyas salas esconden muchos de los dragones y fantasmas que  asuelan el mundo erigido sobre la modernidad y los valores universales de la democracia representativa. Sus textos están repletos de ingenio, pensamientos profundos, proposiciones inteligentes, que con independencia de ser compartidas nos ofrecen un campo fértil para la especulación y el debate, a pesar de que hayan sido los filósofos de referencia de ideologías universalistas y esencialistas, ya sea el humanismo cristiano o el ilustrado.

Ahora recuerdo una magnífica carpeta de la ya desaparecida revista Archipiélago, y titulada “La inquietante lucidez del pensamiento reaccionario”, donde se daban cita una serie de pensadores incorrectos en determinados círculos democráticos y modernos, pero que esconden auténticas perlas de pensamiento. Nada más gratificante y tentador que enfrentar las propias certidumbres contra pensadores de talla centáurea, salir por momentos de nuestra zona de confort ideológico y cuestionar las inercias demasiado frívolas sobre las que a veces levantamos nuestras convicciones.

“El Manifiesto Comunista” de Marx y de Engels lo considero una obra cumbre de la literatura, con independencia de que se sintonice o no con el pensamiento que allí se expresa. El esquema con en el que se estructuran las ideas, la narración llena de fuerza y de imágenes inolvidables, la sucesión meditada y coherente de motivos, la capacidad para llamar a la acción, de enervarnos con la injusticia. Toda la literatura panfletaria posterior, fuera de izquierdas o fascista tomó buena nota de su agilidad narrativa, de una expresividad que nunca deja indiferente.

Incluso los pensadores más exquisitos con la lógica y la deducción, piénsese en Kant, Hobbes, Spinoza o Husserl, poseen fisuras, grietas por las que se les escapan frases, ideas, conceptos. Los edificios ideológicos o filosóficos no son tan firmes como parecen, no todo está demostrado con lógica aplastante, no todas las frases se deducen unas de otras con coherencia total, sino que aquí y allí aparecen sutilezas, ideas fugaces, ocurrencias, hipótesis que escapan a la rigidez de los análisis y en las que un buscador curioso puede hallar material de interés para armar su propio pensamiento.

No nos importe, por tanto, fundir una frase de un pensador neoliberal con la de un marxista, de un cristiano con la de un ateo o un budista, a Nietzsche con Santo Tomás, a Fukuyama con Giddens, a Foucault con de Chardin. Resulta indispensable que seamos capaces de contemplar todos los discursos como potencialmente útiles, con independencia de su procedencia, o de la personalidad y la actitud del autor. Claro está, no el conjunto, no la totalidad, sino retazos, ideas, algunos conceptos, perspectivas, frases, determinados razonamientos, como elementos de un collage que cada cual debe construirse, un producto propio compuesto de trozos ajenos amalgamados de forma creativa por cada persona: con espíritu abierto integrar todo aquello que pueda ser útil para sostener unos principios de acción en el camino común por transformar el mundo.

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