LA CORRUPCIÓN

Creo que depende de la genética. Pero no sólo de ella. También de las circunstancias, que a veces lo ponen realmente difícil, o fácil, según se mire. Es una mezcla de predisposición y oportunidad, que por casualidad coloca a algunas personas cerca de la tentación. A veces son ellas mismas las que buscan por todos los medios ocupar ciertos puestos, estar cerca de las decisiones arbitrarias, de los cargos públicos. Y de las malas compañías, qué duda cabe.

Todo ello conforma algo estructural. Las personas adoptamos comportamientos que sintonizan nuestra predisposición genética y personalidad con el particular ambiente social en el que vivimos. Que en una comunidad nadie robe y se guarden ciertos compromisos, que se mantengan unos determinados comportamientos, no sólo depende de la voluntad individual, sino de cómo operan una serie de controles sociales que el ser humano ha ajustado a lo largo de su evolución en sociedad. Unos controles que se acoplan fácilmente cuando trabajamos y convivimos en comunidades pequeñas, pero que pierden fuerza a medida que nuestras decisiones se realizan en entornos tan gigantescos como los que generan los Estados modernos, donde las cadenas causales y los vínculos de afecto y de reciprocidad natural se diluyen. Como afirmaba Emma Goldman, “la corrupción de la política no tiene nada que ver con la moral, o la laxitud de la moral de diversas personalidades políticas. Su causa es meramente material”.

La etología ha estudiado multitud de estas paradojas. Por ejemplo, la de las palomas, animales que simbolizan la paz, pero que resultan enormemente crueles y despiadadas con sus congéneres derrotados en sus luchas territoriales o sexuales. Pero tan sólo cuando se encuentran en cautividad, ya que la especie no posee los mecanismos genéticos adecuados al aplacamiento de la violencia, que nunca han necesitado en un entorno natural donde el perdedor simplemente huía volando. Nos lo cuenta, junto a otros casos, el premio Nobel K. Lorenz, en un libro cuyo pésimo título engaña sobre su real contenido, “Sobre la agresión, el pretendido mal”.

Una conclusión similar se alcanza respecto al conocido y devastador experimento de Milgram, en el que casi todos los individuos, con independencia de los estudios, cultura, extracción social o nivel económico, aplicaban unas descargas eléctricas a las víctimas incompatibles con la vida, a pesar de la visión del dolor manifiesto que ellos creían que estaban provocando. La obediencia a la autoridad parece muy fácil de lograr, en contra de la propia libertad y del dolor ajeno, cuando las condiciones ambientales-sociales resultan las apropiadas. Se ha justificado la reacción tan “inhumana” de la mayor parte de los humanos por la teoría de la cosificación, en la que el individuo se transforma en un objeto que transfiere su responsabilidad al sujeto que manda o al ambiente social que le empuja. Por ello, cuando en posteriores experimentos se incrementaba la cercanía material de la víctima, e incluso el daño se producía casi en el roce, disminuyó enormemente las tendencias sádicas de los sujetos.

Como nos recuerda Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén y refiriéndose a los torturadores y asesinos nazis:

No fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente […] que, en realidad, merece la calificación de hostis generis humani, comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad.

Esto demuestra que todas las personas –o las palomas- somos realmente asesinos en potencia, y que absolutamente todos podemos alcanzar unos niveles muy elevados de crueldad cuando la estructura social y material que nos rodea nos predispone a ello. Y por supuesto, también espléndidas personas repletas de bondad, si las circunstancias fueran diferentes. Konrad Lorentz solía afirmar que el ser humano no distaba demasiado de ser un simio al que se le hubiera dado la posibilidad de manipular un botón dotado para lanzar un ataque nuclear. Porque en el ser humano, al igual que en el mono, resulta fundamental que la libertad, y la responsabilidad de hacer, estén en conexión afectiva con las consecuencias que el sujeto puede advertir en personas a las que considera iguales, o sea, de su propia tribu o comunidad, y no anónimas o inferiores.

El debate sobre la responsabilidad social o individual de la delincuencia debería resultar irrelevante. No lo es en nuestra sociedad, que entre otras cosas ha creado la figura del delincuente para justificar la ley (léase a Foucault y su sociedad disciplinaria en “Vigilar y castigar”), y al que se considera un oportunista o un demente al que el Estado debe ingresar en prisión o en un psiquiátrico. La ley, por tanto, se legitima con objeto de evitar que aparezca ese oportunista-delincuente que la derecha considera que opera por propia voluntad, y la izquierda por necesidad, en fin, para justificar un Estado que debe respectivamente perseguir, o cambiar el ambiente social.

Creo que en este tema estamos demasiado influidos por el trauma de la tentación. Cuarenta días pasó Jesús en el desierto sufriendo las oportunidades de negocio que el diablo le ofrecía, y al final, no sucumbió al ambiente social, porque era una ser libre y se sacrificó para ser bueno y ser fiel a su esencia sagrada. Los malos no hubieran necesitado al diablo para urdir mil catástrofes sociales en aquella soledad cósmica. Pero el ser humano no es un dios, y nuestra libertad no es la del creador, sino la del productor, que se fabrica a sí mismo y a su mundo con lo que encuentra a mano. Nuestro deseos afloran de un rincón desconocido de nuestro ser, imposible observarlos en perspectiva desde la atalaya de nuestra conciencia; y nuestras decisiones proceden de la maquinación electroquímica con la que nuestro cuerpo responde al entorno social con el que nos acoplamos. Preguntarse por quién roba, la sociedad o la persona, carece de sentido. La única respuesta es que roban ambos.

El caso resulta similar al del sujeto que desgraciadamente padece una lesión cerebral en su lóbulo frontal. Anteriormente su comportamiento siempre fue exquisito, pero ahora no podrá reprimir todos los pensamientos que nacen en su mente, transformado así en un sátiro deslenguado (véase Damasio, “El error de Descartes”). ¿Tiene sentido utilizar, en este caso, los conceptos tradicionales de libertad o responsabilidad? A la luz de la neurobiología, el caso contrario resulta plausible e igualmente justificado, es decir, que la lesión no estuviera en la cabeza del individuo sino en el ambiente que lo rodea.

Por esta razón, la corrupción resulta inherente, estructural al Estado moderno, sea democrático o no, aunque posea estrictos controles –que no dejan de ser humanos- o una prensa agresiva y denunciante. Los Estados son estructuras donde se alojan los lugares que las personas ocupamos, sillones que incorporan funciones, categoría social, poder, etc., posiciones artificiales que cuanto más elevados estén menos controles etológicos van a poseer en cuanto a las condiciones biológicas adecuadas para apoyar un comportamiento “ético”, por la distancia cada vez mayor que separa los cargos de las consecuencias sociales de las decisiones.

En el barroco se pusieron de moda ciertas novelitas y obras teatrales en las que se ponía a prueba la moral de las mujeres más fieles y honradas, por el propio marido o un amigo cercano que disfrazado tentaba a la hembra para hacerla caer en el pecado de la deshonra y así demostrar que las más altas torres siempre podían caer. El Cosi fan tute (Así son todas) de Mozart lleva estas situaciones, y por tanto, las dobles tintas, los engaños y los enredos, los malentendidos, a la cumbre del humor, la ironía y la sutileza. Todo para demostrar, sobre el sexo más vigilado y expuesto a la maledicencia, el género sometido y a la vez elevado a modelo de virtud, que la moral sólo podía observarse en un ambiente propicio.

Como decía Weber, la corrupción resulta muy diferente en una democracia, en la que el poder público debe responder ante unas leyes, un parlamento y unos jueces, sobre todo, ante unos ciudadanos de los que se supone deriva la soberanía; que en el Antiguo Régimen, en el que el ejercicio del poder poseía un marcado sentido patrimonialista, y en donde sus decisiones se ejercían sobre su propia propiedad –que éramos todos-, de forma arbitraria y justificada siempre por designio divino. Por ello el sociólogo alemán incidiría en la necesidad de poseer una burocracia racional e incorruptible como fundamento del Estado moderno.

Pero el funcionario se parece demasiado al sujeto que acciona la corriente eléctrica en el experimento de Milgram. No porque sea funcionario, sino porque el burócrata no deja de ser una persona similar al resto de los mortales, pero al que se le coloca en una situación realmente difícil y profundamente amoral, en un contexto fingido de objetividad, racionalidad y asepsia que en nada facilita ni las decisiones eficientes, ni éticas. Por ello, el código napoleónico, que construiría  el prototipo del burócrata moderno, definía en unos términos absolutamente puros la singularidad casi celestial de esa rara avis que debía ser el funcionario público bajo el Imperio, y que, por ejemplo, la ley española recoge de esta forma tan clara: objetividad, integridad, neutralidad, responsabilidad,  imparcialidad, confidencialidad, dedicación al servicio público, transparencia, ejemplaridad, austeridad, accesibilidad, eficacia, honradez, promoción del entorno cultural y medioambiental, y respeto a la igualdad entre mujeres y hombres. Unos santos, casi héroes, y en los tiempos que corren, auténticos titanes de la moral. Si pudiéramos asistir a sus deliberaciones alrededor de la mesa, percibiríamos sus aureolas místicas.

No puedo dejar de reconocer que el concepto de corrupción que nos expone Maquiavelo, y que tomó de pensadores clásicos como Platón, Aristóteles y sobre todo, Tucídides, posee mucho más sentido, fuerza explicativa y capacidad de respuesta que el actual, que descansa sobre todo en la calidad moral del individuo. Para Maquiavelo, la corrupción es un fenómeno social, es la república la corrupta, la que impide que la virtú  la puedan expresar sus habitantes, la que genera una estructura en la que resulta inadecuado no ser un corrupto. La corrupción, por tanto, no sería tanto un delito personal, un acto ilícito de un ciudadano inmoral que no ha podido vencer la tentación, cuanto un sistema social incoherente con la virtú. En contraste, el sistema democrático se basa en considerarse árbitro de intereses, la burocracia en juzgarse como la mantenedora de las normas del juego legal y de la competencia económica, en suma, un entramado que conforma el campo de juego donde una serie de grupos de poder van a competir en supuestas condiciones de igualdad. Y como esta imagen que posee de sí misma la democracia resulta tan racional e idílica, el hecho de que a diario sea desvirtuada por la corrupción no puede provenir de ella misma, de su propia definición de Estado democrático garante, sino de unos individuos libres que han decidido pecar y que por tal razón deben ser juzgados individualmente para seguir asegurando la legitimidad de todo este andamiaje.

Como afirmaba con anterioridad, la clave interpretativa consiste en tener en cuenta la situación en la que el sistema coloca a las personas, del mismo modo a cómo el experimentador pone en cautividad a las palomas, el matrimonio tradicional recluía a las mujeres, Milgram ofrecía un interruptor y colocaba un cristal o el Estado moderno reparte puestos y poder dentro de la pirámide. Recuerdo una situación que E. Galeano nos contaba, en que unos campesinos de un pueblo retirado se convirtieron por unas semanas en actores de una película, donde se los dividió en actores a caballo y de a pie, y cómo a los pocos días se empezaron a dar situaciones de prepotencia y abuso por parte de los primeros, que acabaron corrompiendo su comunidad real, por el sólo hecho de haber sido elegidos y distinguidos para un puesto de poder –a caballo-, aun cuando éste se ocupara en el puro juego del rodaje de una película.

Los seres humanos no poseemos ninguna esencia, al estilo de cómo se consideraba lo original, lo puro y lo digno en la filosofía humanista e ilustrada, y por tanto, ni somos buenos ni malos por definición. Los datos que testimonian los estudios históricos, antropológicos y sociales sobre las relaciones entre la estructura política y los comportamientos individuales, nos dicen que la respuesta humana se asemeja a una distribución probabilística, con mayor o menor frecuencia de corrupción no como consecuencia de la suma de respuestas individuales, sino como una derivación directa de la estructura social en la que los individuos estamos insertos. Y como toda campana de Gauss, sea esta más apuntada o más tendida, existirán tanto sus extremos y outsiders, como sus medias y modas bien establecidas. Que todos creamos estar en el extremo de los incorruptos no deja de ser fruto de la disonancia cognitiva que caracteriza a lo humano y su indulgencia ética con comportamientos e ideas contradictorios, y que toda persona tiende a justificar ya sea por apelar a principios supremos o a ideas imaginadas que generan complacencia y apaciguamiento.

Como en una sociedad masacrada por la desigualdad, la delincuencia nunca va a ser extirpada por las cárceles, del mismo modo, el temor a la justicia o a la prensa no va a eliminar la corrupción. Se apela, desde los organismos internacionales, y desde multitud de bienintencionados comentaristas de la política de todos los días, que la lucha contra la corrupción por medios judiciales resulta imprescindible, que la prensa libre que denuncia resulta crucial para eliminarla. Pero no importa que tengamos un sistema que delata estos casos, seguirán produciéndose. Congraciarse con ello, sería como hacerlo por el hecho de tener las prisiones llenas, de poseer un sistema tan eficaz para encerrar a gente  en la cárcel como para producir delincuentes o corruptos.

Comparto, por tanto, la reflexión del antropólogo alemán Dieter Haller cuando sostiene que la corrupción se convierte en materia de escándalo público únicamente cuando el sistema hegemónico y las redes que lo sostienen entran en crisis. Por ello cabe concluir que las denuncias por corrupción más que significar el éxito de la democracia resulta una consecuencia de la debilidad del Estado, de su incapacidad para equilibrar las diferentes redes clientelares y que estas funcionen no sólo extrayendo rentas ilícitamente o extralegalmente, sino también dando la sensación de que realizan un trabajo social eficiente construyendo infraestructuras o gestionando servicios públicos.

La corrupción resulta consustancial al Estado moderno. En las sociedades del Antiguo Régimen, o más tradicionales o autoritarias, existían robos, injusticias, abusos, pero no la corrupción como se da en la actualidad. Si se consultan los datos que aporta, por ejemplo, el Banco Mundial o la ONU a través del Índice de Transparencia Internacional se observa que el fenómeno crece en consonancia con la extensión de la democracia representativa y clientelar en el mundo. Porque para que exista corrupción, como afirma Apel, se debe dar “la existencia de un sistema legal de signo universalista y una estructura de poder racional igualitaria en la que la corrupción –incompatibilidad razón y eficacia- se transforma en motivo de progreso, y también en elemento de adiestramiento social a través de las luchas contra la corrupción”.

Es decir, la corrupción, lejos de ser un fenómeno propio del subdesarrollo, de las repúblicas bananeras y de los Estados primitivos o de las sociedades atrasadas, resulta crucial en la conformación del Estado moderno bajo la égida de la democracia entendida como sistema para la cooptación de élites. Por ello el sociólogo R. Merton y su escuela revisionista afirmarían, a mediados del siglo pasado, que la corrupción sería de utilidad para el desarrollo, y que esta se daba como una consecuencia inevitable de la modernización. La corrupción, o el crimen, resultan normales –por no provenir de ninguna anomalía patológica- y funcionales –eficaz para la estabilidad y el progreso- al sistema capitalista. Recordemos la famosa frase de Samuel Huntington al respecto:

En términos de crecimiento económico, lo único peor que una sociedad con una burocracia rígida, muy centralizada y deshonesta es una sociedad con una burocracia rígida, muy centralizada y honesta.

Pero tampoco caigamos en la tentación de pensar que la solución debería pasar por reducir el Estado, en la idea que defienden los “libertarios” capitalistas de derechas, que opinan que con el adelgazamiento del Estado se reduciría la corrupción, sin considerar que el hecho mismo de la acumulación en pocas manos de los medios de producción, del capital productivo y del poder mediático y económico también representa en sí mismo una corrupción.

Lo que resulta imprescindible destacar es que la corrupción surge en la misma entraña de la distinción público y privado. No aparece sólo como algo propio del sector público, ni tampoco como inherente a la búsqueda del lucro privado, sino que se da en la unión de ambos ámbitos, cuando a la par que se busca la racionalidad legal y administrativa a través de procedimientos reglados universales, se persigue también la eficacia y la arbitrariedad inherente a la libre  iniciativa individual. Según Cartier-Bresson, las prácticas corruptas no se dan de forma ocasional y sin organización, sino que se atienen a procesos psudo-institucionalizados, a la existencia de redes estructuradas de forma clandestina que son capaces de “movilizar múltiples ‘recursos’ tales como intereses financieros, obediencia a jerarquías, solidaridad, familia, amigos, violencia”.

Al capitalismo –como a la democracia moderna, de la que va de la mano- le resulta imprescindible el Estado, considerado a la par como botín y como mediador, tanto como el órgano legítimo para declarar el bien público, como en calidad de árbitro legal, político, judicial y administrativo. En un caso como objetivo a saquear, y en el otro, a cooptar. Por ello las dos soluciones que se proponen contra la corrupción, la de las derechas por reducir el poder del Estado, y de las izquierdas por aumentarlo, la de unos por evitar
el poder abusivo de los funcionarios públicos, y de otros por evitar la capacidad de influencia de los intereses privados, tan sólo sirven para remover las fichas, pero no para atajar el problema estructural de la corrupción.

En el fondo se da lo que los economistas Tullock y Krueger definieron como la teoría de la búsqueda de rentas (rent-seeking), lo que Juan Urrutia denomina “el capitalismo de amigotes” como modo de producción (crony capitalism), el mercado manipulado (rigged markets)  de Chartier y Johnson en Markets not capitalism, las élites delincuentes de P. Lascoumes o las élites extractivas de Acemoglu y Robinson; fenómenos todos ellos que delatan la esencia del capitalismo y de su Estado benefactor, de ese nudo público-privado en el que la eficiencia económica de los intereses privados se cifra en capturar rentas del sector público, un juego al que asistimos como espectadores en un puro teatro mediático y judicial de denuncias, saqueos, testimonios, declaraciones y grandes titulares que deja incólume tras su circo la tramoya real y estructural de la corrupción.

La planificación de la economía desde el Estado, o la exhaustiva racionalidad legal y procedimental, no pueden ofrecer estabilidad al sistema económico, tecnológico y productivo de una sociedad compleja. La corrupción, por tanto, le ofrece la estabilidad al capitalismo y a la democracia representativa de partidos políticos. Ese azar, la imprevisibilidad, esa compulsión y voluntarismo sobre la que descansan la institución de la corrupción ofrece la información cibernética imprescindible para que el capitalismo y el Estado de derecho encuentren el equilibrio, en suma, para que funcione más o menos eficientemente dentro de las normas que él mismo se ha impuesto. Los corruptos que caen en las redes de la justicia no dejan de ser los bobos, los ineficientes, los traidores o las simples cabezas de turco que periódicamente hay que cortar para ofrecer legitimidad.

Porque no debemos olvidar una cosa muy importante. Que el corrupto debe ser eficaz al sistema. Una cuestión ésta que pasa inadvertida, ya que la prensa, y nosotros mismos, tendemos a destacar que el corrupto es una persona mala que posee bajos designios y que sólo es un delincuente al que le pusieron cerca el botín. De ahí las respuestas habituales contra la corrupción: educación cívica, sistema de selección de funcionarios, control judicial y transparencia. Pero hemos de considerar que el corrupto está desempeñando una función económica de forma extralegal, por cuyo trabajo se le retribuye también ilegalmente, pero todo en aras de la eficiencia, y por tanto, del buen funcionamiento de la maquinaria. Si el corrupto sólo robara, sería un ladrón. Pero estamos ante un corrupto, una figura delictiva un tanto diferente, una persona que forma parte de una red clientelar que realiza un trabajo de extracción de rentas públicas no sólo en contra, sino también a favor de los ciudadanos.

Sin el concepto de bien público, sin la mediación de un parlamento que declara lo que es el interés general y sin una administración que lo deberá ejecutar según procedimientos reglados, no existiría la corrupción. La corrupción está detrás de todas estas decisiones, y tras el funcionamiento que se desencadena para darle cumplimiento, y por esta razón, el corrupto, como parte consustancial al sistema, debe ser eficaz, porque el pueblo que asiste como espectador y consumidor debe creer que el sistema provee y funciona, y porque las personas que aportamos nuestro trabajo, ya sea dentro de la función pública como fuera, se nos debe contentar con servicios públicos, mercancías, bienestar y salud. La corrupción se convierte en un problema no porque se dé, sino porque se transforme en un puro robo, porque los que debían sumarle a su condición de ladrones la de ser trabajadores diligentes de una red productiva, han olvidado lo último y se han transformado en un problema para el propio sistema, en un elemento de desestabilización, y por tanto, en un engranaje defectuoso que hay que extirpar, eso sí, de forma ejemplarizante.

La definición que nuestra sociedad ofrece de la corrupción está corrompida. Fundamentalmente por el contraste tan enorme que se da entre aquello que queremos ser, que aspiramos a construir, y la realidad social que nos convierte en engranajes de una máquina de la que muchos desearíamos huir. La corrupción proviene de esta perversión del deseo, del contraste entre lo que se piensa y lo que finalmente se hace en una sociedad que impone una estratificación jerárquica y unas desigualdades que legítimamente se fundan en  normas de validez universal. El funcionamiento de esta sociedad anómica (según terminología de Merton) o esquizofrénica (postestructuralista) sólo puede realizarse recurriendo a la corrupción, que cada persona en su vida cotidiana asume como una fractura aceptada en aras del progreso y de la estabilidad social. Aquí reside el origen de la corrupción, en el tránsito desde la comunidad hacia la humanidad, desde la contingencia de las relaciones consensuadas hacia la entelequia de una sociedad regida por la voluntad general y la universalidad de las normas.

Como diría Bertolt Brecht en Madre Coraje y sus hijos:

Gracias a Dios, se les puede corromper. No son lobos sino seres humanos, y les tira el dinero. La corrupción es para esos hombres lo que la misericordia es para Dios. La corrupción es nuestra única esperanza. Mientras exista, habrá una justicia indulgente, y hasta los inocentes podrán salir bien parados de un tribunal.

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