Algo así cantaban Los Chunguitos,
Yo me enamoré de ti,
Sin saber quién eras,
Ni de qué familia,
Ni de qué frontera.
Una rumba asertiva, de una claridad conceptual casi insultante, que no informa ni sobre el agente que se enamora, ni del objeto hacia que se dirige tal sentimiento, pero que con contundencia casi delirante realiza una afirmación absoluta de amor por encima de clases, géneros, razas, naciones, personalidad, ideología, en un impulso tan platónico y a la vez tan salvajemente instintivo, que lo uso como un canto que me recito cuando alguna menudencia que creía escollo se topa ante mí con insolencia.
Me atraen estos juicios que dejan abiertas tantas posibilidades, sobre los que podemos construir tantas historias, pero que a su vez declaran sin ambigüedad un deseo, sin titubeos una conducta. Ni sabemos qué es el yo, ni a quién se refiere con el tú. Tampoco conocemos si le está recriminando, y por tanto, poniendo en valor su antiguo enamoramiento desinteresado, o sin embargo, simplemente está reconociendo un hecho y ya a toro pasado un acierto electivo que proclama con alegría… o quizás también con el reproche del que se siente traicionado. Según se mire, el que canta parece que se estuviera enorgulleciendo, a la vez que despreciara, con cierta displicencia, al ser querido, al que no sabemos si sigue amando o le guarda algún tipo de rencor. Pero también podría interpretarse como un elogio, ya que más allá de sus atributos aparentes, de su nombre, familia, patria y condición, el cantante, en este caso, los cantantes gitanos, estuvieran alabando lisa y llanamente al objeto de su amor.
Algo muy distinto le ocurrió a Lohengrin, el protagonista de la ópera wagneriana, porque la tierna Elsa, que tan puramente ofreció su virgo al honesto teutón, no pudo soportar, sin embargo, lo que unos gitanillos de Badajoz nos cantaban con ritmo rumbero: el no saber ni el nombre, ni el cargo, ni tan siquiera el origen de su santo novio.
Elsa, si he de ser tu esposo
y defender tus tierras y tus gentes,
si nada debe separarme nunca de ti,
entonces tienes que hacer
un juramento:
nunca te preocuparás de saber,
ni nunca me preguntarás
de dónde vengo,
ni cuál es mi nombre o mi linaje.
Desconozco el final del amor Chunguito, pero el de Elsa sí, no supo contenerse, y preguntó nada menos que tres veces, porque no podía soportar la incertidumbre que la ligaba al ser anónimo sin historia, al apátrida, quizás al bastardo. Y perdió, claro, todos sucumbieron a su querer saber demasiado, sobre todo por intentar acceder a una información puramente administrativa que no hubiera debido afectar al amor.
Pero porque la memoria no permanece tallada en nuestra mente, ahora que acabo de construir todo este andamiaje en torno al paria que ama sinceramente, y a la noble cotilla que no soporta la incertidumbre, el flujo de mis neuronas me devuelve a la cruda realidad, y compruebo, para mi desespero, que allí donde yo creía que Los Chunguitos decían “ni de qué frontera”, en realidad afirmaban “yo moriré de pena”. Siete sílabas frente a ocho, pero en cambio, la misma acentuación y ritmo. Rabia. Deseaba yo incluir en esta línea argumental la necesidad de la humanidad globalizada y el hecho de que Lohengrin procediera de un sin lugar (In ferlem Land, dice en su aria de despedida), y me topo con una coletilla sentimentaloide que compruebo que no está a la altura de mi argumentación.
No importa. En el amor ensalzado al compás de la rumba los personajes resultan carnales, de tierra y esparto amasados en sangre impura. Pero Lohengrin con su armadura blanca, sus rizos dorados, el azul lagarto de sus ojos diáfanos, se nos muestra como una especie de fantasma, un espectro que surge con la misma magia que hace mutis montado en el cisne en el que se había metaforseado su cuñado asesinado cuando aún era niño. Si “el morir de pena” que trastoqué no deja de ser una simple metáfora que cierra el verso y que anima a un nuevo comienzo amoroso en los brazos de otra persona, en el Lohengrin de Wagner, Elsa realmente muere de pena y arrepentimiento, desplomada por enésima vez en un tercer acto interminable:
¡La tierra se abre a mis pies!.
¡Noche horrenda!.
¡Aire!, ¡aire para la desgraciada!
Pero hay un elemento en la confesión final de Lohengrin que continúa desconcertado a generaciones enteras de wagnerianos, un dato al que sin embargo ni a Los Chunguitos, ni a su larga cohorte de admiradores parece importar, y es que el caballero mágico afirme que su padre es Parsifal, y que además nada diga de su madre. Cualquier flamenco que se precie, y enfrentado a un trance similar, hubiera declarado con vehemencia y lágrimas en los ojos quién era su madre, pero el tedesco, en un alarde mariano invertido declamó que sólo era hijo de padre y no de madre, afirmación tanto más disparatada cuando se la enfrenta con el hecho de que Parsifal se mantuvo virgen toda su vida.
Un puro dislate. Quién sabe si no habré sido un afortunado por haber tenido la suerte de escuchar a Wagner antes que las rumbas gitanas y catalanas, porque si hubiera sido al revés, no duden de que hubiera arrojado a Lohengrin a la papelera de reciclaje.
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