Las cosas en la experiencia artística

Acababa el último capítulo con una cita de G. Harman sobre la estética. Este filósofo pertenece a la corriente del realismo especulativo, en concreto, él define su pensamiento como de “ontología orientada a objetos”, y por ello sus conceptos nos pueden servir de ayuda para entender las relaciones de las cosas con las experiencias artísticas, para comprender cómo se compenetran los objetos y nuestras vidas para dotarse ambas de sentido.

En numerosas ocasiones hemos referido (y aquí) que la realidad la fabrica el ser humano, y que los ladrillos de esa construcción lo constituyen los sistemas simbólicos con los que juega nuestro cerebro. Pero en este punto de la reflexión sobre las experiencias artísticas me gustaría aclarar que el cerebro construye la realidad, pero no la inventa, que esa fabricación no es una ilusión, ni un puro artificio o un espejismo, sino que posee una materialidad, porque las cosas realmente existen ahí afuera y porque la necesidad de sobrevivir le impone a la simple invención un pragmatismo imprescindible. Otra cuestión es que las cosas sólo nos puedan afectar alterando nuestra estructura y que nosotros nunca podamos tener un acceso directo a la realidad, sino sólo a la forma cómo percibimos o cómo somos conscientes de esa alteración estructural propia.

Pero lo mismo ocurre en los “contactos” que tienen las cosas entre sí. Ya Spinoza habló del “conatus” como una resistencia de los objetos y de los seres a ser destruidos, porque toda cosa “se esfuerza, cuanto puede y está en ella, por perseverar en su ser”. Todo lo que existe posee una estructura que “se esfuerza” por preservar. En el caso de los seres vivos esta estructura se autoconstruye en un proceso que la biología denomina autopoiesis, de tal forma que todo ser viviente se acopla estructuralmente con su entorno y se autoproduce continuamente. Pero el entorno, o la realidad que en cada caso percibimos, no es todo lo que está ahí afuera, sino únicamente aquello a lo que cada estructura viva se acopla, tan sólo aquello que provoca una alteración en la propia estructura vital y la correspondiente respuesta homeostática de conservación. Y lo que es más, de ese entorno al que nos hemos ido acoplando evolutiva, tecnológica y culturalmente sólo podemos percibir nuestra propia alteración, y nunca directamente las cosas que nos provocan el cambio: esto hace que se pueda hablar legítimamente de un pluriverso, como el conjunto de los diferentes sistemas perceptivos y ejecutivos con los que cada realidad nos impacta.

Pero como decíamos anteriormente, eso mismo ocurre también con las cosas que no poseen vida. Una bola de metal, por ejemplo, puede ser afectada por muchas otras cosas, pero su respuesta a ellas sólo podrá verificarse según su propia estructura, y no por la de las cosas que la afectan. Es decir, del mundo exterior, la bola de metal sólo podrá “conocer” su propio cambio según su propia estructura, “por definición, la bola de billar no puede encontrar a su compañera real, sino sólo una imagen intencional de ella”. Sería algo así como las “affordances” (de la teoría ecológica de la percepción visual) de las que hablamos para entender el problema de la visión humana, por ejemplo.

Todas las cosas están separadas, por tanto, y no pueden “tocarse”, pero en cambio, todas las cosas son afectadas por otras, están vinculadas entre sí por medio de lo que Husserl denominaba “actos intencionales”. Como afirma Harman, en esta serie de citas conectadas:

Mi tesis, que en un principio puede sonar extraña, es que todo lo que ocurre en el mundo ocurre solo en el interior de los objetos. Desde el momento en que los objetos no pueden tocarse directamente, deben interactuar gracias a cierto medio vicario que los contenga (…) Mi relación con el árbol no es algo que puedan ver otros, o ni siquiera yo mismo. Por el contrario, estoy activamente desplegado en la contienda con este árbol o esta montaña, incluso si son ilusorios (…) Si mirásemos más de cerca la estructura de la intencionalidad, veríamos que la clave no está en un cogito humano especial caracterizado por la conciencia representacional lúcida. Más bien, lo que es más llamativo de la intencionalidad es el encuentro objetivante. En otras palabras, la vigilia humana confluye con un enjambre de realidades sensibles concretas (…) La solución del problema de cómo se relacionan los objetos debe encontrarse en el corazón de los objetos mismos. El problema que queda por resolver es el de cómo los objetos logran acceder uno al corazón del otro. Si no lo hicieran, no tendríamos otra cosa que infinitos universos privados, incomunicados entre sí (…) lo más importante es que este paso nos permite eliminar la idea de una trascendencia humana que se eleva sobre el mundo a un espacio ventoso y estrellado desde el que las cosas pueden verse “como” lo que son. Los humanos no nos elevamos sobre el mundo: solo podemos adentrarnos en él más profundamente y cavar rumbo al corazón de las cosas al fundirnos con ellas. Siempre estamos en alguna parte.

Me he extendido en esta cita porque entiendo que esta forma de acercarse a la materialidad del mundo fundiéndonos con él para lograr darle sentido a través de nuestra intencionalidad, puede ayudarnos a entender la utilidad transformadora que poseen las experiencias artísticas, y cómo un mundo poblado de objetos que poseen sentido e intención nos puede ayudar a entender las relaciones humanas y la de los hombres con su realidad circundante, superando las dicotomías entre cultura y naturaleza, sujeto-objeto, entre lo uno y lo múltiple, o entre identidad y diferencia. Ya cuando hablamos de la teoría del actor-red de B. Latour incidimos en este concepto de las relaciones entre las cosas, de las mediaciones como actos intencionales, de que las cosas y los seres vivos se definen por su ubicación en una red de relaciones donde cada nudo puede entenderse como un actor intencional.

Frente al solipsismo cartesiano, y al realismo tradicional, y sobre todo a partir de Kant, los principales sistemas filosóficos de la modernidad se han desarrollado bajo el calificativo del “correlacionismo”, que en palabras de Q. Meillassoux significa que se ha considerado, con carácter casi general, que “no tenemos acceso más que a la correlación entre pensamiento y ser, y nunca a alguno de estos términos tomados aisladamente”. Un olvido o desprecio por las cosas que el realismo especulativo o la filosofía orientada a objetos está intentando superar. Veamos la crítica que se realiza del correlacionismo:

(el correlacionismo) significa que no podemos conocer nada que esté más allá de nuestra relación con el mundo. Las propiedades matemáticas del objeto no podrían entonces constituir la excepción a la subjetivización precedente: también deben ser concebidas como dependientes de la relación que un sujeto mantiene con lo dado, como una forma de representación, si soy un kantiano ortodoxo; como un acto de la subjetividad, si soy un fenomenólogo; como un lenguaje formal específico, si soy un filósofo analítico, etc.

Por un lado, la interpretación del mundo, ya sea lingüística, fenomenológica, histórica o hermenéutica ha venido reemplazando, afortunadamente, desde el siglo XVIII, a la visión tradicional del mundo como algo a contemplar y desvelar. Pero por otro lado, y como afirma Harman, refiriéndose a los sistemas “correlacionistas” de Heidegger y Wittgenstein -respectivamente desde la fenomenología y el lenguaje- como precursores del posestructuralismo y también en cierta forma de las filosofías posmodernas:

Todo lo que ocurre es, más bien, que un ego fenomenológico lúcido y límpido se ve reemplazado por una figura más atormentada: el nómade determinado por su contexto, incapaz de trascender en absoluto las estructuras de su entorno. En ambos casos, el mundo de lo inanimado permanece afuera de la discusión o aparece como algo apenas mejor que el polvo o los escombros.

Asimismo, hemos de recordar que toda esta filosofía correlacionista que ha acabado desembocando en el posmodernismo y su correlato relativista, en muchos casos planteó también la necesidad de salir de su propio círculo vicioso correlacional, es decir, de habilitar determinados caminos susceptibles de ser utilizados para acceder a las cosas, para plantear asideros que permitieran elaborar éticas sólidas y evitar el nihilismo que hoy nos asuela. Y resulta sorprendente que esos momentos en los que por ejemplo Heidegger nos habla del “olvido del ser” y de la esencia del las obras de arte, Wittgenstein de la “visión mística”, Peirce del “musement”, Bergson de la intuición o Merleau-Ponty de los fenómenos expresivos; estos intentos por salir del círculo de la correlación y de su jaula de cristal se puedan interpretar en clave estética, porque lo que realmente están definiendo estos autores es lo que las experiencias artísticas de todos los tiempos nos han aportado como emoción y conocimiento, como una forma de conectar el sentido de las cosas con el nuestro.

Estas consideraciones previas en torno a nuestra forma de conocer poseen su importancia, porque el despliegue histórico del “correlacionismo” ha desembocado en el pensamiento posmoderno, tanto en la indiferencia ética, el relativismo, la ausencia de convicciones y el fanatismo, aun cuando en el núcleo de la mayor parte de estos sistemas filosóficos hubieran tenido cabida una serie de defensas contra  los peligros aludidos, una sospecha que los propios pensadores fenomenológicos, analíticos, pragmáticos, posestructuralistas o vitalistas hubieran deseado evitar. Como afirma Meillassoux:

Es gracias a la potencia crítica del correlacionismo que el dogmatismo fue combatido con eficacia en filosofía, y es a causa de él que la filosofía se encuentra incapaz de diferenciarse en lo esencial del fanatismo. La crítica victoriosa de las ideologías se ha transmutado en la argumentación renovada de la creencia ciega (…) Contra el dogmatismo, importa mantener el rechazo de todo absoluto metafísico; pero contra la violencia argumentada de los fanatismos diversos, importa volver a encontrar en el pensamiento un poco de absoluto, el suficiente, en todo caso, para oponerse a las pretensiones de aquellos que se querrían sus depositarios exclusivos, por el solo efecto de alguna revelación.

Las cosas son tan importantes porque a través de ellas nos dotamos de sentido, porque sólo a través de ellas actuamos en el mundo y nos convertimos también en seres intencionales. Como ya dijimos en otro momento, las cosas tienen sentido porque son actantes, según Latour, y también agentes, como afirma Gell. Las cosas, como los seres vivos, significan o son por el lugar que ocupan, por la cantidad de relaciones que mantienen unas con otras, y por tanto, por su capacidad para afectar a su entorno, no sólo a nivel físico o químico, sino también social, económico, político, etc. Como decía Marx, en las cosas se solidifican las relaciones sociales y de producción. En cierto modo, el marxismo recogía una larga tradición filosófica que lejos de considerar a las cosas como algo inerte, amorfo, pasivo y sin sentido, en cambio, las incorporaba a la vida humana como cosas activas con las que establecemos relaciones ecosistémicas a nivel social, cultural, científico y político. Ya desde Epicuro o Spinoza, pasando por Nietzsche y llegando finalmente al posestructuralismo y a Latour, las cosas no humanas se consideran actantes de pleno derecho, materia intencional con las que establecemos alianzas o ensamblajes. Jane Bennet en “Vibrant matter: a political ecology of things” nos propone una historia alternativa a la habitual sobre las relaciones de las cosas con los humanos, una interpretación sugerente y coherente con esa larga serie de pensadores “materialistas” que siempre han considerado lo humano y lo no humano como algo sujeto a continua reinterpretación.

También el arte, o las cosas vinculadas a las experiencias artísticas tendrían esta facultad, esta manera de ser activa e intencional, porque a pesar de las filosofías realistas y correlacionistas, siempre el ser humano ha mantenido con sus objetos artísticos una relación entrañable y casi antropomórfica. K. Moxley destaca con acierto este hecho en su libro “El tiempo de lo visual: la imagen en la historia”. Plantea que más allá del giro lingüístico, cada vez resulta más habitual encontrar pensadores que creen posible el acceso directo a las cosas sin necesidad de traducciones, “que la distinción sujeto/objeto, sello distintivo de la empresa epistemológica durante mucho tiempo, ya no es válida (…) porque tendimos en el pasado a ignorar y olvidar la ‘presencia’ en favor del ‘significado’”:

Prestar atención a aquello que no puede ser leído, a lo que excede a las posibilidades de una interpretación semiótica, a lo que desafía la comprensión sobre la base de la convención y a lo que nunca podrá ser definido, ofrece un sorprendente contraste con los paradigmas disciplinarios dominantes del pasado reciente (…) Debemos estar en sintonía con la intencionalidad de la naturaleza, la vida y el propósito de los objetos, su papel activo en el sutil vaivén de la existencia (…) los objetos se transforman en el transcurso del tiempo, convirtiéndose en lo que nunca se previó que serían. Arjun Appadurai escribe acerca de la ‘vida social de las cosas’, la capacidad de los objetos para deslizarse dentro y fuera de diferentes roles –de las mercancías a los regalos y viceversa- en el curso de su existencia.

Por todas estas razones tienen sentido también las palabras que recoge Harman de Ortega y Gasset, en un capítulo memorable sobre la estética como cosmología:

El pronombre ‘yo’ no le pertenece con exclusividad a los seres vivos, ‘sino a todo (hombres, cosas, situaciones), en cuanto verificándose, siendo, ejecutándose.

Este último es quizás el término más interesante, el de ejecución, porque todas las cosas están siendo mientras ejecutan su razón de ser o estructura. Y por esta misma razón nuestra conciencia no es un mero observador –o un fiscal-, sino una cosa que ejecuta, que actúa y que sólo “trascendiéndose” en la misma acción percibe y fabrica su mundo. Pero lo mismo hacen las cosas, que se dan en su misma ejecución, y que por tanto, poseen siempre una zona siniestra e insondable a la que no podemos acceder, pero que va a poder influir sobre nosotros.

Más que una verdadera naturaleza hecha de propiedades que un filósofo pueda hacer gradualmente visibles, la ejecución de una cosa es una esencia oscura y tormentosa que excede cualquier lista de propiedades. Ningún catálogo de cualidades, por exhaustivo que sea, podrá agotar la realidad (…) de la misma forma que la vigilancia de Husserl o del mismo dios sobre mi alma no reemplaza a mi alma ni se pone a vivir mi vida por mí.

Por esta razón las cosas, sean obras de arte o mercancías, no se pueden aprehender únicamente a través de la observación o la descripción, convirtiéndolas en imágenes, algo así como sólidos estables cargados de propiedades definidas por el lenguaje, y por tanto desde afuera y a través de relaciones y traducciones.  Las cosas, sean fabricadas o naturales, poseen una inherente capacidad interna para perseverar en su ser, más allá de las intenciones y descripciones nuestras dirigidas hacia ellas. No quiero manifestar que este acercamiento semiótico sea inútil, perverso o ficticio, resulta indispensable, pero se puede quedar corto para profundizar, y no suele contemplar que siempre podría haber sido de otra manera.

Pero nos podríamos preguntar entonces, de qué forma cada ser humano accede a las cosas como actores-ejecutantes, en virtud de qué proceso cada persona puede entender las cosas de forma diferente, cómo puedo alterar y reconstruir mi universo de significaciones en  “contacto” con la lavadora, la piedra, la central nuclear, el río, mi hijo, la nube, la vela, el barro o un pañal. ¿Existe algo más allá o diferente del significado tangible y concreto que hemos fabricado de relaciones contingentes?

El propio Harman, Ortega y otros pensadores afirman que en ciertas ocasiones somos capaces de descolocar las cosas del mundo coherente de relaciones en las que las hemos ubicado y a través de las cuales las definimos y les damos su significado habitual. Hay momentos en que tenemos la capacidad de poner en vinculación, de simular que disponemos dos cosas en una relación extraordinaria sin que en el mundo actual de significados exista algo que nos pueda hacer creer que esas dos cosas puedan estar juntas. Hay momentos en que las personas relacionamos cosas de forma anormal, y nos lo creemos en virtud de un atractivo o pasión o emoción que de pronto manifestamos del hecho mismo de provocar un vínculo desacostumbrado entre dos entes que habitualmente no lo tienen, o si lo poseen, lo expresaban de un modo distinto.

Esta manera de vincular cosas aparentemente no relacionadas y de establecer una conexión en la ausencia o usurpadora es a lo que hemos denominado una metáfora, que funciona únicamente cuando el contacto entre las dos cosas conectadas metafóricamente no se establece a través de propiedades o definiciones o imágenes aceptadas o habituales, sino por medio de otras que despiertan una emoción y una conexión inesperadas que seguramente va a ser explícitamente definida con posterioridad a través de una relación lingüística o de otro tipo. Como manifestaba Ortega en “Ensayo de estética a manera de prólogo”:

Pues bien, pensemos lo que significaría un idioma o un sistema de signos expresivos cuya función no consistiera en narrarnos las cosas, sino en presentárnoslas como ejecutándose. Tal idioma es el arte: esto hace el arte.

La experiencia artística consiste, por tanto, en simular, en adentrarse en una especie de juego conceptual y perceptivo que nos pone en trance de alterar la forma de ejecutarse las cosas y los seres con los que nos relacionamos. No únicamente en el museo o en el teatro o ante un libro, sino también a través de otras actividades, situaciones ceremonias o ritos, que pueden adoptar la forma de la cultura, y por tanto, de afirmación de un estatus, o en su contra, abrirse a la innovación y a la transformación personal y social.

Los objetos, junto con las situaciones en las que los ubicamos, son portadores de sentidos, y por ello son expresión y mediación de las transformaciones que experimentamos, de los cambios políticos y de nuestras formas de vida. No se puede experimentar ninguna forma de vida sin una relación significativa y presencial con las cosas. Y por ello, en esta sociedad estetizante en la que nos encontramos, también la publicidad entendida como un arte de las cosas, las recubre o las dota de un sentido apetecible, hedónico, que se encuentra en estrecha relación con el afán de consumir el acceso a determinados modos de vida, reconocimiento y estatus social y relacional.

En conexión con esto, en “La estética en la política moderna” comenté cómo cambió el capitalismo, y la publicidad, bajo el influjo de la revolución de lo cool de los años sesenta, y cómo una nueva generación procedente de la contracultura se hizo con las riendas del nuevo capitalismo cultural y hedónico, que identificaba el consumo de mercancías y objetos y cosas estéticamente diseñadas y publicitadas, con la felicidad. Traigo para ello el siguiente consejo de George Lois, uno de aquellos gurús hippies que realizó la revolución cultural y consumista de los sesenta y que convirtió su empresa publicitaria en la segunda mayor del mundo, con la intención de vincular este capítulo sobre las cosas con el siguiente.

Picasso estaba en lo correcto cuando dijo, ‘el arte es la mentira que dice la verdad’. La definición de Picasso es asombrosamente relevante en el mundo actual del marketing, donde casi todos los productos son comparables en calidad. Cuando la publicidad es buena –inventiva, irreverente, audaz- literalmente se convierte en un beneficio para el producto, y la ‘mentira’ de Picasso se convierte en la verdad. Los automóviles se manejan mejor. La comida sabe mejor. Los perfumes huelen mejor. Si te es difícil estar de acuerdo con esta creencia básica, quizá te sea extremadamente difícil entender la magia de la publicidad.

¿Y quizás también la magia del mundo?

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