
Concluíamos el capítulo anterior refiriéndonos a la magia de la publicidad. O al arte de la publicidad. Sobre su capacidad para dotar a las cosas de sentido, de conectar semióticamente con los potenciales compradores y dotar a la experiencia del consumo de un contenido que supere la pura satisfacción de las necesidades materiales relacionadas con la vivienda, la salud, la alimentación y otras utilidades. Porque consumir, desde hace ya bastante tiempo, se ha ido convirtiendo en una actividad cada vez más compleja, donde las decisiones de consumo no se adoptan únicamente sopesando utilidades, precios y necesidades, sino que se contemplan cada vez mayor número de aspiraciones culturales y de reconocimiento o distinción. Progresivamente el consumo se ha ido dotando de una componente de construcción de la identidad que lo ha convertido en un factor político de primer orden, en una variable fundamental para construir las subjetividades y por tanto, en un elemento básico de la estetización de la realidad o de su conversión en espectáculo.
Afirmábamos que las cosas no se pueden tocar entre sí, pero en cambio, sí se afectan e influyen mutuamente. Un “sinsentido” que podremos empezar a desvelar cuando consideramos que cada cosa o ser viviente sólo puede evolucionar en correspondencia con la necesidad de preservar en su estructura. Cosas y personas, por tanto, estamos inmersos en un universo de relaciones que no podemos eludir, ni para actuar, ni para reflexionar o valorar éticamente nuestro comportamiento. Ofrezco las dos frases siguientes como objetos de reflexión en torno a la temática de este capítulo sobre el arte de las cosas. La primera es de Marco Aurelio:
Las cosas, en cuanto tales, no tocan en absoluto nuestra alma: no tienen acceso a ella, no la pueden modificar ni mover. Nuestra alma por sí misma se modifica y se pone en movimiento.
La otra es de F. Jameson, el famoso sociólogo y crítico cultural que definió el espíritu de la posmodernidad:
El eclipse del tiempo interior (…) quiere decir que estamos leyendo nuestra subjetividad en las cosas externas.
De estas sentencias podría deducirse que tendríamos que movernos necesariamente entre el solipsismo del emperador romano o el realismo del pensador marxista, entre vivir al margen de las cosas y contemplarlas únicamente como satisfactores de puras necesidades materiales al margen de las espirituales, o en su contra, entrar en las pecaminosas aguas del consumismo a costa de nuestra alma y de nuestro tiempo interior.
Porque todavía no hemos sido capaces de desprendernos totalmente del concepto pecaminoso y peligroso que poseían las cosas para el espíritu cristiano, y el desapego de las cosas que siempre preconizó como la mejor forma de lograr la salvación. Sin embargo, la filosofía cristiana, en relación con el arte, incorporó los dos extremos, el iconoclasta y el opuesto de considerar los objetos artísticos como mediadores entre el hombre terrenal y el más allá, imágenes que servían no sólo para divulgar el mensaje de salvación, sino también para hacer sentir en los creyentes las delicias del paraíso y los sufrimientos del averno, las bellezas de la moral cristiana y la fealdad de las malas acciones.
La siguiente reflexión de Lacan en torno a las relaciones de las cosas con nosotros resulta más útil en cuanto recoge una práctica que las personas siempre hemos aplicado con mayor o menor celo, al margen de filosofías o religiones. El psicoanalista consideraba que los individuos no percibimos las cosas directamente sino sus imágenes,
(…) que una vez inscritas en el yo, una vez recibidas por el yo, van a convertirse en la sustancia del yo. Es decir que entre el yo y el mundo se extiende una única dimensión, una sola dimensión continua, sin partición alguna, sin ruptura, que llamamos: dimensión imaginaria.
Pero las cosas no sólo las consumimos, sino que también las producimos, dos procesos que siempre han estado relacionados, pero de un modo cambiante según las particularidades de cada sistema económico. Por tanto, la relación de cada sujeto con las cosas no se da únicamente en el acto de consumirlas, sino también en el de producirlas, no sólo de forma material, sino también simbólica. Marx definió esta relación en el sistema capitalista como de fetichista, aplicándole a las mercancías los conceptos que la antropología le aplicaba a los objetos mágicos de otras culturas. Resulta muy ilustrativo al respecto el ejemplo que pone Marx en ese momento de El Capital:
De modo análogo, la impresión luminosa de una cosa sobre el nervio óptico no se presenta como excitación subjetiva de ese nervio, sino como forma objetiva de una cosa situada fuera del ojo.
Es decir, que en el sistema capitalista la mercancía no aparece ante el propio trabajador como un objeto cargado de su propio trabajo y “espíritu”, sino como una cosa que adopta otro ropaje, investida de unas propiedades que el sistema de producción y la publicidad le otorga al margen de la persona que la fabricó. Esa enajenación que sentimos de las cosas que producimos, Marx nos dice que sólo podremos comprenderla aplicando una percepción diferente a la habitual, y por tanto, haciendo depender la emancipación de nuestra capacidad para desnudar el fetiche de las mercancías, con el objetivo de construir otra realidad diferente en virtud de la posibilidad del productor de fabricar no sólo materialmente las cosas, sino también de dotarlas de un determinado sentido simbólico ubicable en el imaginario de las personas.
En aquel sistema capitalista de la época de Marx, todavía la industria producía fundamentalmente para cubrir necesidades, y la ideología y la publicidad operaban en un sentido un tanto diferente al momento actual, donde el sistema se dedica principalmente a producir las mismas necesidades. Aquella ideología operaba con la dicotomía entre el valor de uso y el valor de cambio de las mercancías, ocultando las relaciones de poder tras la simbología del dinero y de las relaciones puramente mercantiles basadas en unas leyes económicas inexorables; y la publicidad se fundaba en explicar las propiedades que poseían los productos para satisfacer unas necesidades que se consideraban “absolutas”, estables y universales.
En la actualidad, en este capitalismo estético, cultural, de la experiencia, cognitivo o posindustrial, las mercancías se definen sobre todo por ese recubrimiento semiótico que construye la necesidad sobre ellas, y por tanto, y como se observa en los datos de la economía, la plusvalía ya no se obtiene tanto de la fabricación y distribución material de las cosas, cuanto de ese recubrimiento semiótico y simbólico que las dota de la capacidad para significar, porque es la nueva clase creativa, el cognitariado del marketing y del diseño quienes mayor valor añadido aportan actualmente a las mercancías, lo que hace que la tradicional tensión o conflicto en torno al valor de uso y de cambio tienda a incidir ahora sobre la dicotomía valor de uso y significado o valor simbólico.
Porque las empresas se dedican sobre todo a comunicar valores e identidades ligadas a significados, a través de sus actividades en torno a la imagen corporativa y la marca, intentando generar un vínculo afectivo con el consumidor, una identificación espiritual con el producto y con aquellos otros ciudadanos que poseen similares pautas consumistas. De aquí procede la importancia que adquieren las redes sociales centralizadas y las web de vivencias donde se comparten las experiencias vitales, porque constituyen no sólo los lugares donde compilar información estadística sobre actitudes y deseos, sino también los sitos donde se fabrican fidelidades, gustos y modos de vida en torno al consumo. En esta situación, a los valores de uso se le adhieren los valores sígnicos en relación con la función social que cumplen las mercancías, porque las cosas ahora poseen una sobrecarga simbólica que el consumidor intenta apropiarse para integrarla en su imaginario. De aquí proviene también la alianza entre las fábricas tradicionales y las nuevas industrias culturales y de la experiencia, con el objetivo de establecer conexiones cada vez más estrechas entre la subjetividad, los modos de vida, las actividades cotidianas y el consumo.
Más lejos aún llega el pensador esloveno S. Zizek en su libro “First as tragedy”, en el que reflexiona sobre el consumo solidario, sobre el hecho de que el consumo ya no signifique sólo conseguir una utilidad o un placer, o que sirva para adquirir una identidad, alcanzar una distinción social o comulgar con un modo de vida, sino que se esté convirtiendo también en una forma de hacer política a través de las elecciones responsables en el mercado de productos que llevan aparejado un bajo impacto ambiental, el reparto equitativo de beneficios, la contratación no fraudulenta de trabajadores o la ayuda a comunidades indígenas o pobres.
Esto es el capitalismo cultural. La persona que compra no sólo está ejerciendo el acto de consumir, sino que el acto de comprar es un acto de redención, donde me inserto como consumidor en una red solidaria que busca beneficiar a las comunidades pobres ligadas a la producción de café, proteger el medio ambiente, fomentar prácticas económicas justas, por nombrar sólo algunas. De esta forma, el sistema capitalista actual se construye en base a la caridad: cada acto de consumo permite que «ayudemos» a mejorar la vida de otras personas, el medio ambiente y nuestra calidad de vida en general.
Es en este contexto en el que las obras de arte, en cuanto cosas y mercancías que poseen su mercado, y en tanto objetos que mantienen una especial componente simbólica, nos pueden servir para aclarar las relaciones que las cosas guardan entre sí. Porque el problema aquí no reside en que las cosas o las mercancías posean un valor simbólico que pueda exceder el de su uso material o utilidad, sino en saber cómo se asigna ese valor, quién lo hace, con qué intención y cuál es el proceso que provoca que exista una distribución injusta de la plusvalía generada en la fabricación de valor sígnico, semiótico e identitario.
La forma en que las mercancías se dotan de valor simbólico guarda concomitancia con la manera de experimentar el arte, porque el recubrimiento simbólico se realiza estéticamente. Resulta absurdo seguir debatiendo si la publicidad o el marketing y el diseño son arte o no. Lo son, evidentemente, de igual modo a cómo lo son el calvario de Grünewald o la primavera de Botticelli. Que el arte, como decía Picasso, sea una mentira, lo convierte en algo muy similar a la publicidad, algo que crea una ilusión perceptiva en torno a lo que algo significa y sobre cómo nos emociona. Pero que esa patina que recubre por igual el cuadro y la mercancía sea verdad o mentira únicamente va a depender de la capacidad de cada obra o producto de situarnos en una posición de dependencia, explotación o injusticia, de ocultarnos aquella parte de la realidad que provoca nuestra servidumbre, de que sea un fetiche o en su contra, un objeto transparente que nos da placer y colma nuestros deseos.
Comparto esta reflexión situacionista de Vaneigem:
Las obras de arte podrían ser no solo productos o mercancías separadas ontológicamente de las personas que las producen, admiran, consumen o intercambian. Las obras de arte pueden ser no solo posesiones, cosas que tenemos, sino una extensión de lo que somos.
Es en este sentido de “extensión de nosotros mismos” el que resulta oportuno recuperar al establecer una relación estética con las cosas, porque las cosas en cuanto signo, significado, símbolo y capacidad evocadora nos pueden ofrecer una utilidad y un placer inconmensurable, en la medida en que seamos capaces de dotarlas de un valor que no se consuma con el uso y que además pueda ser compartido, en el momento en que recuperemos el poder sobre el significado de las cosas. Este arte de las cosas como parte del arte de la vida (que decía Foucault) significaría, en cierta manera la superación de esa distinción nefasta entre consumidores y productores, la eliminación de los intermediarios y de los marchantes, y la recuperación de las cosas y de su significado y placer por parte de esos artistas que seríamos nosotros, los hoy escindidos consumidores-productores.
La perversión del mercado del arte resulta similar al de las mercancías, aunque aun más abyecto si cabe. Sin embargo, el pensamiento hegemónico pretende mantener separados la publicidad y el arte, aun cuando sean lo mismo. El hecho de que el arte se quiera ver como algo sagrado al margen del mercado y de la utilidad, y en cambio la publicidad y sus mercancías como algo puramente crematístico y engañoso, forma parte de la cortina de humo propia del sistema. Leamos las siguientes palabras del crítico de arte D. Hickey:
(…) el arte, fuera de la vitrina institucional del ministerio terapéutico, es imposible que no sea publicitario y jamás es apolítico. La publicidad de productos y la pornografía solo definen las condiciones restrictivas del proyecto artístico, sus extremos objetivos y somáticos, pero participan, al igual que lo real, en ese cambio acumulado, esa variable colección de tropas y figuras que forman “la retórica de la belleza” (…) El arte bello vende. Si se vende a sí mismo, es una mercancía idólatra; si vende otra cosa es publicidad seductora. El arte no es idolatría, dicen ellos, ni tampoco publicidad y yo coincidiría –con la salvedad de que la idolatría y la publicidad son, en efecto, arte y que las mayores obras de arte son siempre e inevitablemente una mezcla de ambas cosas.
Mediante la publicidad se desea que el consumidor asista a una doble emoción o conversión, a la iluminación que nos ofrece el anuncio, y a la experiencia simbólica que nos deparará la mercancía cuando esté bajo nuestra posesión. Junto con la utilidad, se busca una identificación, una comunión con la expectativa del ciudadano-consumidor con la que cada empresa o campaña busca que nos identifiquemos o nos adhiramos, como meros sujetos pasivos que del mismo modo contemplamos la mercancía así como la obra de arte, al margen de nuestra creatividad como productores también de significado.
Lo que Dubbufet manifiesta de la experiencia artística yo lo encuentro totalmente asimilable a la experiencia del consumo y de la producción:
Es la representación del pensamiento, y no de los objetos, lo que nosotros esperamos de un pintor y, si él representa un árbol, no serán informaciones sobre el árbol sino informaciones sobre lo que nos confía el pensamiento en presencia del árbol. La imagen única del pensamiento se mantiene siempre como sujeto permanente de toda figuración, cualquiera que sea su pretexto.
De esta forma la economía colaborativa y del procomún, por ejemplo, se enfrenta al sistema hedonista actual del consumo y de la producción. Como afirma P. Rodríguez, conector de Ouishare, los emprendedores colaborativos son aquellos que impregnan sus proyectos de valores, aquellos que hacen participar al comprador del mismo acto de la producción y que a través de las cosas producidas, compartidas o consumidas intentan crear un vínculo emocional, cognitivo y simbólico. Podría decirse que en este caso el arte y la publicidad coincidirían plenamente, fabricarían un “engaño” cómplice entre productor y consumidor a través de un reparto equitativo del poder de impregnar de sentido las cosas que están intercambiando. Porque no se trata ni de regresar a una situación pretérita y prístina, como tampoco de eludir las oportunidades que las tecnologías y los sistemas de intercambio y creación estética actuales nos ofrecen para conseguir mantener una relación sana con las cosas, una conexión basada en la equidad, en el reparto igualitario de la capacidad de dotar a las cosas de sentido.
No únicamente los venerados objetos artísticos –esos fetiches o artefactos culturales que funcionan como condensadores de emociones- atesoran eso que se ha alabado históricamente como arte. Resulta imprescindible, por un lado, desmitificar el objeto artístico como el único artefacto creado para alcanzar una experiencia relevante y valiosa; y por otra parte, intentar que la experiencia artística alcance a la mayor cantidad de cosas, que la vinculación emotiva y “espiritual” se dé también fuera de los museos y de los auditorios, en nuestra vida cotidiana, convirtiéndonos nosotros mismos en artistas de nuestras vidas en compañía de nuestras cosas. En esto consistiría el arte de las cosas, en no eludir sino en potenciar el que las cosas posean valor simbólico y que en nuestras vidas las cosas atesoren una dimensión espiritualmente materialista. También que esos espacios sagrados y suntuarios en los que se venera el “verdadero” arte, dejen de poseer en nuestro imaginario ese especial poder de evocación que los convierte en guardianes de lo puro, de la tradición y del espíritu.
En “El nacimiento de la tragedia”, F. Nietzsche nos relató el momento en que en el pensamiento occidental se produce esta escisión entre el arte y la vida, y lo hace a través de esa expresión artística que fue la tragedia griega original anterior a Eurípides, antes de que en el teatro clásico penetrara la psicología y el racionalismo socrático a través de la unión de la belleza, la verdad y la moral. La tragedia era un rito, su carácter era fundamentalmente mítico y las personas, identificadas con el coro, participaban comunitariamente. Sin embargo, la conversión de la tragedia en teatro hizo que surgiera la figura del espectador, que se posicionaba aislada y racionalmente ante la obra, exteriormente, como lo hacemos ante los cuadros de un museo, una obra enfrentada a un individuo que con el tiempo denominaríamos burgués. La perversión de la tragedia en espectáculo marca, como se evidencia en el propio mito de la caverna, la aparición del idealismo, del mundo como representación y del sujeto racional como observador distante que ve las cosas en perspectiva desde una atalaya privilegiada. El final del sistema del arte europeo significaría poder al fin restituirles a las cosas su sentido estético, convertir nuestras vidas y los objetos que nos rodean en realidades valiosas al margen de las experiencias espectaculares en las que hemos convertido el arte y la propia sociedad.
Las experiencias artísticas siempre nos provocan un sentimiento de gratitud hacia aquellas personas –tradicionalmente artistas- que con su trabajo han sabido construir esos artefactos o situaciones que nos emocionan y nos retan con sus acertijos perceptivos y cognitivos. En cierto modo, esa misma gratitud podríamos también trasladársela a los productores que dejan su huella en las cosas y mercancías y procomunes que comparten con nosotros. En un sistema cooperativo creado al margen del capitalismo, con una distribución más equitativa del poder y en el que la distinción productor-consumidor no fuera tan nítida como la hoy existente, todas estas herramientas del marketing, la publicidad, las marcas, el diseño, la estética, etc. cobrarían pleno sentido, valor y utilidad.
Deseo recordar en estos momentos a V. Papanek, quien en 1975 escribió “Edugrafología: los mitos del diseño y el diseño de los mitos”, un artículo que posee plena vigencia y que de forma escueta resume los problemas del diseño en una sociedad capitalista y desigual, pero también su propia promesa revolucionaria bajo otras condiciones de producción.
Como dije en otra oportunidad: todos los hombres son diseñadores. Lo único que hacen los hombres sanos es diseñar. Debemos tener eso presente y por medio de nuestro trabajo, lograr que cada vez sean más los individuos que diseñen sus propias experiencias, servicios, herramientas y artefactos (…) No hay que temer a la tecnología como tal; el alfabeto, los números arábigos, el tipo movible, la máquina de escribir, la fotocopiadora, el grabador y la cámara fotográfica nos dan las herramientas «ilimitadas» con las que es posible transformar el diseño de modo que pase del mito a la participación, y de la participación a una forma alegre, autónoma, de realización personal.
A primera vista podrá parecer sorprendente, pero lo que estamos diciendo conecta con la artesanía y nos lleva al origen del conflicto que Occidente creó entre la artesanía y el arte, entre la técnica y la inspiración, entre lo material y lo espiritual, un conflicto que diversas tendencias artísticas y políticas han intentado superar todavía sin éxito. Ranciere en “El destino de las imágenes” nos lo cuenta con claridad cuando compara al ingeniero con el poeta e identifica el poema y la mercancía como formas de vida similares. Y lo hace recordándonos las pretensiones del arquitecto P. Behrens y la escuela de diseño en la que participó (Deutsche Werkbund) y que como el movimiento Arts and Crafts de W. Morris, intentaría fundir inspiración y utilidad:
El Werkbund (diseño) aspira a la adecuación de la forma y el contenido. Pretende que la forma del objeto sea adecuada a su cuerpo, y adecuada a la función que debe cumplir. Pretende que las formas de existencia de una sociedad traduzcan el principio interior que la hace existir. Esta adecuación de la forma de los objetos a su función y de sus iconos a su naturaleza está en el centro de la idea de «tipo». Los tipos son los principios formadores de una nueva vida común en donde las formas materiales de la vida estarían animadas por un principio espiritual común. En el tipo, la forma industrial y la forma artística se unen. La forma de los objetos es entonces un principio formador de formas de vida (…) De esta manera se convierte en el pionero de la estandarización y la racionalización del trabajo. Pero, al mismo tiempo, ubica toda su actividad bajo el signo de una misión espiritual: dar a la sociedad, a través de la forma racional del proceso de trabajo, de los productos fabricados y del design, su unidad espiritual. La simplicidad del producto, su estilo adecuado a su función es bastante más que una «imagen de marca», es la marca de una unidad espiritual que debe unificar la comunidad. Behrens hace referencia a menudo a los escritores y teóricos ingleses del siglo XIX, ligados al movimiento Arts and Crafts.
Resulta innegable tanto la promesa de revolución de las vanguardias, como la conexión de estas palabras con el diseño y la publicidad modernas, con las identidades consumistas creadas a partir de su estrecha relación simbólica con las mercancías. Es una senda que conecta los deseos de Behrens, con la Bauhaus, el art nouveau, el pop y las grandes escuelas de diseño y publicidad norteamericanas. Lo nefasto de la situación presente no es que se dé una vinculación espiritual y material entre las cosas y las personas, sino que estas identidades sean acomodaticias y siervas, que el poder para dotar de emociones y de espíritu a las cosas esté desigualmente repartido en la sociedad y que la carga cognitiva y emancipadora que poseen estas experiencias ligadas al consumo y al arte sean tan poco intensas y valiosas. Las cosas tienen que tener sentido, el problema reside en la calidad de ese contenido y en el actor que lo fabrica.
Según Baudrillard en “Crítica de la economía política del signo”:
Las clases dominantes siempre han asegurado su dominación sobre los valores sígnicos, refiriéndose a los fundamentos (en las sociedades arcaicas o tradicionales) o aspirando (en el orden capitalista burgués) a sobrepasar, trascender y consagrar su privilegio económico en un privilegio semiótico, porque este último representa el más avanzado estadio de dominación. Esta lógica, que vuelve a desplegar la lógica de clase y que ya no es definida por la propiedad de los medios de producción sino por el dominio de los procesos de significación.
Creo que todos estos intentos históricos fallidos nos deben hacer reflexionar sobre dos aspectos cruciales: cómo fue posible que las pretensiones emancipadoras a través del arte y de la artesanía se transformaran en las cadenas del nuevo capitalismo cultural y estético, y en consecuencia, cómo conseguir que las personas de forma libre e igualitaria volvamos a dotar de sentido a las cosas. Existen muchos ejemplos fallidos al respecto. Sólo traigo uno muy por encima, pero que nos ha afectado de forma tajante. Se trata del moderno urbanismo, de los bloques de hormigón, acero, cristal y ladrillo, y de la ciudad funcional al servicio del automóvil. No puedo dejar de pensar que el origen “ideológico” residió en la escuela de Le Corbusier. Pero cómo fue posible que el contenido material de sus escritos, de sus deseos, de sus aspiraciones y de sus desarrollos teóricos haya servido para crear un horror tan opuesto a sus pretensiones. El corpus teórico y explicativo del arquitecto suizo resulta ingente, y siempre destaca su objetivo de crear belleza, de fundir el sentido griego de la forma con la construcción en acero, cristal y hormigón, en crear una ciudad habitable y de dimensiones humanas, en establecer unos espacios de habitabilidad adaptados a las dimensiones humanas, para lo que ideó el “Modulor”, un sistema de medidas arquitectónicas adaptadas a las proporciones humanas y a la razón aurea. Y sin embargo, su escuela derivó en la llamada arquitectura internacional y en el brutalismo.
Incluso cuando la internacional situacionista intentó crear un estilo de ciudad adaptada al “homo ludens”, con espacios de libertad, deriva y participación, las maquetas y planos que hoy pueden consultarse resultan muy parecidos a esa arquitectura y urbanismo tan serviciales al poder económico y a la deshumanización de las relaciones económicas. Quizás, como afirma Appadurai en “La vida social de las cosas”, la transmutación de las promesas en oprobios derive de no haber tenido debidamente en cuenta cómo se realiza social y sobre todo, políticamente, la génesis en valor de las cosas, de las mercancías y de las obras de arte, de haber generado propuestas que al cabo se han transformado en nuevos instrumentos para los únicos que poseían la capacidad ideológica y el poder económico de utilizarlos y llevarlos a cabo.
Pensemos en el arte de la decoración, en cómo organizamos las cosas en nuestros hogares, en cómo a través de los objetos y su disposición intentamos afirmar algo de nuestra personalidad: las cosas nos ayudan a definirnos de forma diferente a cómo lo haríamos con las palabras, quizás de modo más auténtico, y también son capaces de ofrecer parte de nuestra personas a las otras gentes que comparten nuestros espacios. En “El arte como terapia”, Botton y Armstrong recogen muchos de los ingredientes que forman parte de las experiencias artísticas y ponen el ejemplo interesante de los platos que diseñó el arquitecto alemán R. Riemerschmid:
Más allá del gusto por los platos, sentimos que detrás de la compra había un reconocimiento: “Esta es la vajilla correcta para mí porque es como mi ser más profundo. Puedo usar este plato para decirle a la gente algo importante sobre quién soy: sobre cómo es ser yo”. Semejante declaración podría parecer muy exagerada, pero quizá sólo sea poco familiar; no tenemos educación para tomar las cosas estéticas y reposicionarlas en términos de nuestra psicología.
En la sociedad actual, para que una cosa opere como obra de arte parece que hay que sustraerla de su utilidad y llevarla a un lugar especial, ya sea un museo o una galería, un lugar en el que desubicada de su función el objeto artístico cumpla ahora con su función estética. Que el urinario de Duchamp haya sido considerado una obra de arte deriva de su nueva ubicación y de que nadie osaría cumplir en él con la función fisiológica para la que fue construido. ¿Estaría el verdadero reto en ser capaces de construir urinarios caseros y públicos tan cargados de estética que nos hicieran sentir seres especiales por el mero hecho de descargar nuestra vejiga en ellos?
Cuando Marx, e incluso Freud posteriormente, definieron la alienación, lo hicieron como un proceso de degradación de las relaciones entre el individuo y sus objetos o sus cosas, como una descomposición de las conexiones materiales y emotivas entre el productor y las cosas que produce. La alienación consistiría en despreciar y minusvalorar el vínculo de la persona con sus cosas, en minimizar el alcance de sus relaciones y en hacerlas depender de la intervención de terceras personas ajenas al mismo proceso de creación material de valor.
Como se ha afirmado, el arte es un juego de la percepción, los objetos artísticos son juguetes al servicio de nuestros sentidos. Pero para cumplir esta función lúdica y recreativa no hace falta que las cosas se tengan que desprender de su utilidad para así poder entrar puras en el Olimpo de las obras de arte. Al resto de objetos del mundo deberíamos también conservarles su potencial estético, en la medida en que además de ser objetos o instrumentos útiles, han sido fabricados a su vez para ser percibidos.
Como ejemplo, valga el diseño de la botella de anís del mono que se adjunta, cuya historia, encanto e inteligencia no sólo se hace patente cuando se degusta su contenido, sino también cuando se la ve decorando los bares y restaurantes hispanos, o cuando la convertimos en instrumento acompañante de nuestros villancicos.
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