
Siempre más libertad, la máxima libertad, el mayor grado de autonomía, la total autodeterminación, la emancipación plena.
Los conservadores, los temerosos, denominan esta ansia de libertad como libertinaje, pero realmente el libertinaje es la perversión de la libertad, que por definición anhela expandirse sin límites. El peligro de la libertad no reside en querer hacerla cada vez más grande, sino en querer fundamentarla en la desigualdad, en ampararla bajo la filosofía individualista.
Más libertad. A los que así deseamos nos llaman libertarios, o amantes de la libertad. El liberal, y no digamos el neoliberal, también ama la libertad, sobre todo su libertad, que también desea hacer máxima, aun a costa de la de los demás, a pesar de que ese deseo cumplido aminore el total de libertad de cuantos le rodean. Pero los libertarios deseamos que sea para todos, porque siendo para todos por igual, la libertad de todos será máxima. El programa maximalista de la libertad que posee el anarquismo supera a todos, no sólo por desear este máximo alcance, sino también porque la medida de la libertad no la basa en entelequias, derechos, espíritus o esencias, sino en el más puro materialismo, en cómo se reparte la riqueza social, en cómo se va consiguiendo ese objetivo de libertad máximo que significaría poder vivir en un mundo de abundancia.
Porque vivimos en un mundo de escasez artificial, porque el control de la escasez se ha convertido en el objetivo de la ciencia política y de la interpretación que el capitalismo nos ofrece de la libertad, el deseo de abundancia configura un programa político y comunitario esencial en la búsqueda de la máxima libertad. Dar y tomar con libertad, ese sería el objetivo, la más pura liberalidad. Y recuperar la voz “libertino” que originalmente y antes de que la Iglesia la deformara, significaba el amante de la libertad, el individuo que sin ataduras divinas aspira a darse su propia ley moral.
Nos educan para autolimitar nuestra libertad. Aquel primer acto de desobediencia bíblico ante el árbol del bien y del mal -seamos o no cristianos- lo llevamos marcado a fuego en nuestro corazón. Sin embargo, la libertad no tendríamos que limitarla, sino únicamente coordinarla con la de nuestros semejantes con el objetivo de que la suma de todas nuestras libertades fuera haciéndose cada vez mayor. Tampoco me estimula ese rondó de que “mi libertad acaba donde comienza la de mi semejante”. Prefiero imaginar la libertad menos como un acto de limitación y censura, y más como un ámbito para acordar cómo, en comunidad, vamos a convertirnos progresivamente en personas más autónomas. No olvidemos que el anterior tópico liberal acerca de la libertad se ha transmutado en este otro, de que “tu libertad acaba donde el prójimo la limita”, una interpretación que se ha legitimado por ese dictum tan socorrido acerca del bien común.
Este programa maximalista de la libertad, no debería entrar en contradicción ni con la igualdad, ni con la fraternidad. Este misterio revolucionario todavía no ha podido resolverlo la democracia liberal, un enredo de interpretaciones y explicaciones que emparenta esta tríada democrática con el misterio de la santísima trinidad, una compatibilidad que nunca se demuestra y en la que se cree por pura fe, y que ha dado lugar a esos fatuos enfrentamientos entre unas izquierdas y unas derechas, con el auxilio del nacionalismo, que se definen según den más peso a uno u otro miembro: la libertad, la igualdad o la fraternidad (las fratias de los nuestros).
Maximalista, sí, hasta el punto de convertir la libertad en universal: la máxima libertad para todos y en todas partes, sin distinciones de sexos, naciones, credos, razas, etc. Este es el objetivo que hace compatible la libertad con las aspiraciones a la igualdad y a la fraternidad. ¿Una utopía? Pues claro.
Ese no-lugar (u-topía) que es hoy la anarquía, a saber, la máxima libertad, la total autodeterminación, o la autonomía plena, podría hacerse realidad, porque existen muchas personas que la hemos imaginado, que hemos construido en nuestras mentes un mundo ficticio de imágenes, un sueño que tenemos la obligación de confrontar con lo real y con lo tangible, con una realidad de hecho que sin embargo se mueve, evoluciona, entra en crisis y nunca permanece ni está predeterminada, a pesar del falso realismo de los que detentan el poder, una realidad flotante o líquida que siempre se ha construido con la materia de los sueños, o de las quimeras y las pesadillas.
El ser humano es un animal flexible que posee una enorme plasticidad cerebral. El cerebro humano se desarrolla, sobre todo, fuera del útero, y las redes neuronales y equilibrios hormonales que en él se generan, se construyen en el tiempo de acuerdo al tipo de percepciones y acciones que cada individuo realiza. Decíamos que el ser humano es el animal que se construye. Todos los seres vivos lo hacen. Pero el ser humano resulta especialmente desestructurado, como un diamante en bruto que admite muchos tipos de pulimentos, estructuras diversas que afectan al pensamiento, a los valores, al comportamiento y a la ética. Nuestro trabajo, la música, los libros, el ocio, la cultura, el sexo, en suma, todos los materiales que entran y salen de cada cerebro lo van reconstruyendo y conformando, y qué duda cabe, los sueños, los anhelos, las acciones, los conflictos, también. Un individuo no es libertario o anarquista, se va convirtiendo en anarquista a través de su pensamiento, pero también y sobre todo, a través de sus acciones, estímulos, vivencias, experimentos, percepciones, etc.
Todo ser humano es una utopía en sí mismo. Un ser desubicado que vive ubicándose continuamente según las circunstancias que le rodean, según las percibe y las asimila en cada nueva ubicación. No vivimos, por definición, en equilibrio precario, pero nuestra estructura es dinámica y evoluciona según fue nuestra historia y según nos vamos enfrentando a nuevas acciones y estímulos. Incluso nuestro sistema locomotriz funciona así de absurdamente, andamos cayéndonos, no digamos cuando corremos, usando la gravedad que tira de nosotros hacia abajo para desplazarnos horizontalmente, a través de una serie de palancas que transforman la caída en avance.
Estas dos utopías que son el ser humano y su ambiente social están en continuo conflicto, y en la necesidad de acordar encuentros, una paradoja que sólo los inmovilistas y los poderosos nos desalientan a desvelar. Por ello, no deberíamos ahuyentar de nuestros sueños la imagen de la anarquía, de la máxima libertad, por creer erróneamente en el tópico de que los seres humanos no estamos construidos ni preparados para la libertad, en la creencia absurda de que esa materia moldeable y autónoma que es un ser humano se debe contentar con ser lo que hoy es, y que por estar ya construidos de una determinada forma, según la estructura en la que el capitalismo y la democracia liberal nos ha querido diseñar, hemos de olvidar los sueños y los deseos que no resultan coherentes con el ser humano que hoy existe.
Nadie nos da la libertad, ni como un don, ni como un derecho. La libertad preexiste a cualquier ordenamiento jurídico, a los Estados y a la ostentación del poder. La libertad es consustancial a la vida, a la membrana a la que en esencia se resume todo ser vivo. Y se realiza en la cooperación con el entorno físico y social, de las mil y una formas que puede adoptar la tecnología, el acuerdo humano y la convivencia. Se puede y se debe elegir no hacer alguna cosa, pero no se puede renunciar a la libertad de hacerla o no hacerla. La libertad no se puede pesar, pero sí algunas de sus consecuencias, que son las que nos orientan sobre cómo se reparte la libertad, sobre las desigualdades y sobre cómo se expresan los poderes, esos vórtices que acumulan la libertad robada a su entorno a través, fundamentalmente, del trabajo y del reparto de la riqueza social. Si podemos hablar de progreso, cabría hacerlo en relación a cómo ha evolucionado la capacidad humana para ser libres, sobre cómo los acuerdos sociales, la tecnología y nuestra voluntad ha ido configurando entornos más o menos libres en función del reparto material de la riqueza y la distribución del trabajo.
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