
Fragmento extraído de “¡Esto es la anarquía!”, de Rui Valdivia, publicado por Decordel.
Existe un miedo bastante extendido a confiar en la capacidad que posee la libertad individual para proporcionar bienestar, para crear estructuras sociales eficaces en la producción de bienes y servicios. ¿Resulta posible que las personas, pactando libremente entre ellas, sin policías ni justicia autoritaria, puedan construir estructuras libertarias de decisión y acción en todos los ámbitos de la vida, estructuras sociales que compatibilicen la máxima libertad individual con el bienestar? ¿Podríamos extender el ámbito actual de la anarquía a entornos como la salud, la seguridad, la economía, la técnica, el trabajo, la alimentación, etc.?
La anarquía no es la democracia. La anarquía se basa en el poder y la autonomía del individuo para ordenar su propia vida en relación con la de sus semejantes. En cambio, la democracia actual, se funda sobre el poder del pueblo, de una entelequia legal que crea discriminación y desigualdad, según la misma ley coactiva del Estado decida quiénes forman parte del pueblo, quiénes son ciudadanos y quiénes no. La democracia es la dictadura de la mayoría contra las minorías y contra los no ciudadanos. Que en esa dictadura popular algunas personas estén satisfechas, o podamos ejercer nuestra libertad de elegir y pedir, no elimina la perversión intrínseca de que el bienestar y la libertad de unos ciudadanos se cimente sobre la desigualdad o la explotación de muchos.
El voto y la ley de la mayoría nos ofrecen una oportunidad muy parcial de ejercer nuestra libertad. Porque las opciones que se postulan para el voto han sido ya previamente acordadas por un núcleo muy reducido de personas, y porque el acceso a los derechos y libertades resulta muy desigual. Así y todo, el espectro de oportunidades de elección que ofrecen las democracias modernas resulta asombroso comparado con otras sociedades pretéritas y contemporáneas. Pero esta aparente abundancia esconde un reparto muy desigual de la riqueza y de las oportunidades, sobre todo, el hecho de que el acceso a las oportunidades se tenga que verificar tras habar enajenado nuestro tiempo en trabajos que se realizan para otras personas, en virtud de la capacidad de compra de unos sueldos que se pactan en desigualdad y que esconden, en mayor o menor cuantía, injusticia y explotación. Las oportunidades existen por nuestro trabajado enajenado, razón por la que soportamos la injusticia de disfrutar tan solo de una parte muy reducida del pastel.
Esta mezcla de oportunidades y de desigual libertad lo interpretan muchas personas, incluso ciudadanos que se encuentran en lo más bajo del bienestar, como imprescindible. Consideran, por ello, que la coacción y la inequidad, que el reparto desigual de la libertad, resulta consustancial a todo sistema eficaz de creación de riqueza material. Y por tanto, que sólo la libertad constreñida por la necesidad que imponen los poderosos, podrá crear un sistema social estable y seguro capaz de repartir felicidad, de crear los desarrollos tecnológicos necesarios para crear tanta abundancia material a nivel de oportunidades de consumo e infraestructuras. A pesar de que ellos tan sólo puedan beneficiarse de una ínfima parte de lo que el sistema crea exprimiendo su trabajo y tiempo.
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