¿Qué hacer? (y 2ª parte)

Pero ¿qué hacer?

Por supuesto, no existe una contestación única. No existen instrucciones, ni un manual sobre qué acciones deberíamos emprender los individuos para poder transformar el mundo, para convertir nuestra realidad cotidiana y la de otras personas, en entornos de mayor confort y justicia. No se trata de saber cómo votar, o cómo organizar un partido político tanto a nivel de estrategia para llegar al poder, como de programa para incumplir. Tampoco sobre cómo deberían modificarse las normas de funcionamiento del capitalismo para que adoptara una cara más amable y comprensiva hacia el sufrimiento humano o la destrucción de nuestra naturaleza. Se trata de que cada sujeto dilucide qué desea hacer con su vida, cómo organizarse con otras personas para cumplir sus deseos y cómo actuar para no provocar injusticia a su alrededor. En síntesis, cómo empujar para que el mundo se transforme en otra cosa.

El mundo continuamente se transforma. Nadie lo dirige. Aunque sí es verdad que existen determinadas estructuras que poseen mayor poder de influencia sobre los cambios de la realidad. Y también es cierto que existen, según las épocas o lugares, determinadas lógicas de evolución y transformación, presididas por unos imaginarios humanos y sistemas simbólicos que generan deseos, y acorde con ellos, unas lógicas de actuación y relación con las cosas y con las personas.

El capitalismo posee su lógica también, la ley del valor, ese fetichismo de la mercancía y del dinero del que ya hemos hablado. Pero el capitalismo, como otros sistemas simbólicos, desaparecerá de la historia, y si antes no ha destruido el mundo, dará paso a otro u otros sistemas económicos y políticos. Siempre fue así. Todo está en continua evolución. No existe el fin de la historia, a no ser que la hagamos desaparecer por inmolación.

La sucesión entre sistemas, por ejemplo, del sistema feudal al capitalista, siempre fueron bastante radicales y repentinas, como las mutaciones biológicas, representan auténticas aceleraciones, dislocaciones y saltos en la evolución más o menos pausada de los sistemas que los precedieron. Pero suscribo la idea de Huizinga, que plasmó de forma canónica en El otoño de la Edad Media, o de Sombart, en El burgués, de que las semillas del cambio y la transformación siempre se encontraban ya en la época precedente y, que algo parecido a un contagio simbólico o una epidemia anímica, consiguió que estas se expandieran y mutaran en las lógicas y leyes de evolución de los nuevos sistemas y sociedades. Que en ese largo otoño de la Edad Media ya se estaban produciendo obras artísticas, comportamientos sociales, imaginarios y culturas que luego asociaríamos con el Renacimiento, pero que en el viejo orden no pudieron prosperar o fueron metabolizadas al margen del contenido revolucionario o transformador que adquirieron cuando más tarde se dieron las condiciones sociales adecuadas.

Acorde con esta percepción, existen muchas acciones, maneras de organizar la vida, el trabajo, las relaciones sociales, la producción de bienes y los acuerdos sociales, etc. que se han dado y se siguen dando en el sistema capitalista, que se intentan desarrollar bajo lógicas no capitalistas, y que en muchas ocasiones el propio capitalismo ha adoptado como propias, pero que siguen poseyendo una lógica alternativa y el potencial de convertirse en esas semillas de transformación que podríamos utilizar para ir cambiando ya el mundo, para superar la era capitalista.

Por tanto, y tal y como afirmaba al final del artículo precedente sobre ¿qué hacer?, una de las posibles respuestas debería consistir en buscar esas semillas de transformación y experimentar con ellas adaptándolas a las especificidades de cada sujeto y comunidad, a los deseos que subyacen en cada nueva experimentación vital. Ninguna de ellas será perfecta, aun cuando hayan sido creadas con el deseo de alcanzar la emancipación, y por tanto, para poner en práctica entornos vitales con más libertad e igualdad. Todas estas propuestas se han enfrentado y siguen haciéndolo, al hecho de que el entorno económico y político en el que tienen que sobrevivir les es adverso, sobre todo, por las normas del sistema capitalista y por los apoyos públicos que el Estado ofrece a los monopolios  y grandes empresas, lo que hace que para sobrevivir deban aceptar, hasta un cierto grado, la competencia desfavorable de los mercados, y por tanto, asumir hacia dentro de su estructura una serie de componendas desfavorables o contrarias a su objetivo político y social.

Contra la viabilidad de las experiencias o semillas alternativas al sistema capitalista, a nivel de producción, se erige su lógica de creación de valor, que nos obliga a tener que mercantilizar una parte de nuestra creación material y espiritual para poder sobrevivir. Lo grave no es tanto que tengamos que ofrecer a la demanda del mercado nuestra oferta de cosas que creemos valiosas, sino las condiciones en las que se desarrolla ese intercambio de mercancías. Y con ello no me refiero únicamente al hecho manifiesto de que el capitalismo, con la connivencia del Estado y su legislación, continuamente estén apoyando a las grandes empresas y creando condiciones injustas de competencia. Sino también por el imaginario propio del sistema, por el hecho de que las personas asumimos como una ley del cielo, como Fe y fetiche, el hecho de que no puede funcionar una sociedad si no existe la continua conversión de mercancías en dinero y que el dinero, más allá de ser una unidad de cuenta de una parte de la realidad, lo hemos convertido en el principal elemento de verdad de la sociedad capitalista, cuando representa, realmente, el velo que oculta su siniestra realidad, las condiciones de explotación en la que se genera el valor social y la producción de mercancías al margen de su necesidad social o incluso contraria a ella.

La semilla de la autogestión y por tanto, su manifestación en cooperativas de producción, nos permite la posibilidad de poder experimentar en los márgenes del sistema imperante, y ofrece posibilidades reales de transformar el entono vital en el que vivimos. Pero no todas las cooperativas son iguales, y algunas de ellas precisamente no se rigen por normas, ni por objetivos sociales y políticos acordes con el fin de cambiar la realidad existente. La propiedad común de los medios de producción no garantiza que estas semillas de cambio puedan fructificar. Cierto número de cooperativas, por ejemplo, han asumido hacia el interior el mismo tipo de trato laboral que el sistema impone a las empresas privadas. Pero existen otras cooperativas y comunidades que luchan porque no sea así, que se imponen formas de funcionamiento igualitarias y que salen al mercado de forma tal que les permite competir y por tanto, sobrevivir. Aunque también es verdad que, en ocasiones, la política de proveedores y la de ventas se tiene que plegar a los dictados del mercado capitalista y no a los fines sociales que a sí mismo se dieron. Y que en muchos casos los propios trabajadores de estas cooperativas, como tantos autónomos del auto-emprendimiento, se someten a sí mismos a una explotación similar o superior a la de sus contrapartes asalariadas.

Hemos de reconocer que la tecnología  o la autogestión nada harán si dentro de nuestra comunidades, en estas semillas-herramientas, no empezamos a desterrar la ley del valor, si no vamos des-mercantilizando nuestras relaciones sociales y ampliando el campo de libertad con el objetivo de ir convirtiéndonos en actores autónomos de la reproducción social a través de la cultura, la identidad y el trabajo. No es el sustantivo autogestión el que dignifica cualquier cooperativa o comunidad que lo emplee, sino el intento de asumir realmente un compromiso alternativo a las normas de la mercantilización, de la propiedad y del reparto de los excedentes entre los partícipes de la experiencia. En síntesis, se aspira a una sociedad autogestionada en las que sean las decisiones libres e igualitarias de las personas las que establezcan su estructura y orden, y por tanto, sólo se podrá avanzar en esa dirección si se intenta experimentar ya en esa línea, a pesar de todas las contradicciones.

La autogestión, es decir, la posibilidad de elegir en comunidad, en un entorno de igualdad y libertad, los objetivos vitales y la forma de producción, al margen de la ley del valor capitalista y con el objetivo fundamental de satisfacer las propias necesidades vitales, es el tipo de organización o estructura social que debería sustituir al capitalismo. El hecho de que actualmente sea casi imposible, a través de la autogestión, superar ya en la sociedad vigente, la mercantilización o seguir siendo parte del sistema de explotación humana y destrucción ambiental, no elimina la capacidad de esta semilla (herramienta) para empezar a experimentar ya la sociedad futura, para poner de relieve las contradicciones del sistema y experimentar formas valiosas de superación y lucha. La autogestión nos ofrece la posibilidad de avanzar hacia una sociedad des-mercantilizada, en la que el trabajo abstracto no adquiera la centralidad, sino un trabajo orientado hacia las necesidades y en la que los resultados no se produzcan por un automatismo ciego de mecanismos sin control (como la lógica del valor de la sociedad capitalista, que nos margina como objetos al servicio de los sujetos-mercancías) sino por acuerdos voluntarios de los individuos convertidos en verdaderos agentes de la transformación social.

El Estado y las grandes empresas han transformado muchas de estas iniciativas o actividades en propias, pervirtiendo su capacidad original de ofrecer mayor bienestar y libertad. A partir de los años sesenta surgieron muchas iniciativas desde los movimientos más radicales contra el capitalismo, de flexibilización de la jornada laboral, de autonomía obrera, de trabajo fuera del entorno laboral tradicional, etc. También relacionadas con la necesidad de que el trabajador pudiera participar en los objetivos empresariales, e involucrarse en la empresa a través de su creatividad e ideas. Una parte importante del capitalismo cognitivo, desregulado y precario que padecemos, ha utilizado muchas de estas herramientas en su propio beneficio y contra los mismos trabajadores que confiaron en ellas como herramientas de emancipación.

Más recientemente también el capitalismo ha pervertido lo que de prometedor ofrecía la economía colaborativa, todo ese enjambre de iniciativas que aparecieron hace unos años con el objetivo de que los individuos pudiéramos realizar intercambios de bienes y servicios directamente y entre iguales, y sin necesidad de terceros e intermediarios. La mayor parte de las experiencias que se intentaron a nivel de segunda mano, alquiler de viviendas, de coches, compartir bienes, etc., han sido cooptadas por grandes plataformas digitales con fuerte financiación que han centralizado la gestión y que han marginado a los poseedores de los activos, a los que les exigen porcentajes abusivos por la intermediación.

El avance de la economía del procomún constituye otra de las semillas de la nueva sociedad. La posibilidad tecnológica que se generó con los avances en la informática y las comunicaciones digitales, de fabricar cosas útiles a coste cero. Unas tecnologías y una cultura asociada del procomún que se fraguó en multitud de laboratorios pequeños en los que una infinidad de hacker, armados con una nueva ética del trabajo colaborativo,  diseñaron y pusieron en pie herramientas tecnológicas libres que hicieron posible que se empezara a expandir una economía y una sociedad red distribuida, que permitía instaurar estructuras ad hoc de contactos y de producción material entre iguales, aprovechando la híper-conectividad y la gratuidad o coste cero de compartir información y datos.

La posibilidad tecnológica de que la información se pueda compartir sin gasto económico supone uno de los elementos más claros de crítica al modo capitalista de producción de mercancías y a la existencia de todo el aparato coercitivo de control y de poder centralizado que ha constituido la principal seña de identidad del capitalismo y de sus Estados. El hecho de que la economía en red permitiera ya estar produciendo cosas útiles a coste cero, y que ese inmaterial del conocimiento pudiera fluir sin costes y de forma libre, permitiendo que cada vez más cosas pudieran producirse a menor coste, suponía una realidad que el capitalismo y los Estados no podían permitir. La apropiación privada y centralizada que se ha producido de la red internet, la creación de grandes emporios centralizadores que controlan todas las aplicaciones de redes sociales, las legislaciones cada vez más opresivas amparadas en el carpetovetónico derecho de propiedad intelectual, cada vez rigidizan y hacen más oneroso el intercambio de datos y la colaboración libre entre ciudadanos, y ha servido para transformar esa semilla de internet y del software libre en un nuevo instrumento de dominación y de ineficiencia económica.

Esta tecnología permitiría avanzar hacia una sociedad de la abundancia, dado que posibilita la des-mercantilización de todo aquello que pudiera suministrarse a coste cero, y por tanto, gratuitamente, sin necesidad de agentes externos, intermediarios ni control. Esta posibilidad sigue abierta aun bajo la férula del sistema capitalista, a pesar de todos sus intentos por seguir creando artificialmente escasez y por tanto, de seguir imponiendo la desigualdad y la ineficiencia económica como fundamento de su ser. Lamentablemente, y como consecuencia de la legislación, la policía, la centralización y los controles, la posibilidad que existió y que empezó a ser utilizada, de poner en pie una economía directa controlada por los pequeños productores sobre la base del procumún y de la abundancia, aprovechando la oportunidad que se abría para que los pequeños productores pudieran competir ventajosamente en el propio mercado capitalista contra los grandes emporios protegidos por los Estados, ahora desgraciadamente es una posibilidad más remota o más compleja de plasmar. Pero existe.

Hemos de tener presente que el capitalismo aspira a convertir todo en mercancía, y que el saber que le es inherente, su tecnología y conocimiento, se ha configurado con el objetivo de satisfacer este objetivo de monetarizar cualquier cosa, materia, procomún, ser vivo, cuerpos, naturaleza, relaciones sociales, imaginación, cultura, arte,  deseo y  afectos. Es verdad que a través del mundo como mercancía muchas personas hemos satisfecho muchas necesidades y aspiraciones, hemos obtenido bienestar, salud, educación, etc. Pero lo distintivo del capitalismo es que todos estos valores y bienes están supeditados a su lógica de acumulación, que sólo se dan como accesorios o imprescindibles a su lógica según su estado histórico de evolución, que su obtención se realiza con menoscabo de otros valores sociales, con enorme desigualdad y sin ninguna consideración hacia valores o lógicas que estén más allá de una necesidad de explotación que ya en nuestros días muestra su lado más oscuro, degradante e insostenible, en la medida en que está destruyendo dos de los pilares imprescindibles para seguir él mismo creciendo como sistema: la naturaleza y el ser humano.

Si una parte de la humanidad hemos alcanzado condiciones de vida tan elevadas y gracias a la medicina, por ejemplo, conseguido esperanzas de vida tan altas, no se debe a que el capitalismo considerara que el bienestar y la salud fueran sus objetivos. Su lógica de funcionamiento no busca satisfacer necesidades vitales o sociales, sino acumular dinero usando las necesidades y el valor de uso de las mercancías para extraer valor de cambio. Si la producción de mercancías necesita mano de obra sana y bien alimentada, pues invertirá en ello mientras le reporte rentabilidad y sólo en aquellos lugares y estratos sociales donde sea más beneficioso (Estado de Bienestar, por ejemplo). Si una parte de las mercancías satisfacen necesidades humanas reales, no lo hace porque ése sea su objetivo, sino porque una parte de la demanda el mercado la expresa como necesidad de supervivencia y de bienestar. La competencia a la que se encuentran sometidos los capitalistas les obliga a considerar las necesidades humanas como simples variables de su objetivo de optimización. Si existen tantas personas que no tienen acceso a todas las oportunidades de bienestar que ofrece el capitalismo es por esta ley férrea de funcionamiento. Y si en la actualidad ya hemos comenzado un proceso de empeoramiento globalizado de la esperanza de vida, la salud, la educación, etc. es precisamente porque la lógica del valor no encuentra ahora apropiado dedicar recursos y mercancías a esos elementos del bienestar humano, porque aun cuando la demanda efectiva se vea reducida por la precariedad, la reducción progresiva del valor de las mercancía producida por el desarrollo de la tecnología no le permite hoy al capitalista obtener rentabilidad de otra forma más que evitando la mano de obra humana, maximizando el uso de la tecnología y virtualizando el movimiento de los capitales, es decir, obteniendo beneficios para hoy a costa de la confianza en que el futuro la rentabilidad será mejor que la presente, una falacia sobre la que se sostiene la gran burbuja del capitalismo actual en carrera vertiginosa hacia su colapso.

Por esta lógica, el capitalismo tiende a utilizar todo el conocimiento que puede servirle para mercantilizar, y por ello, tantas tecnologías y semillas de emancipación alternativas al espíritu del capitalismo, han sido utilizadas por este sistema para proseguir su marcha ascendente en contra de las personas. El lema ilustrado de que todo es cognoscible, encuentra su ejecución más clara en un sistema capitalista que aspira a convertir por medio de la tecnología todo lo existente en mercancía. Todo es cognoscible y por tanto todo es explotable, todo puede ser convertido en mercancía con un valor de cambio convertible en dinero y cuyo impulso hacia su máxima acumulación no sólo guía el sistema, sino que orienta también nuestras conciencias como un fetiche. Afirmaba Sloterdijk que realmente el mundo moderno y la globalización no surge por el descubrimiento de Colón, ni por saber que la tierra gira alrededor del sol, eso para el capitalismo es una variable que contempla en función de lo que ha sido realmente importante para él, su capacidad para hacer que el dinero pueda dar la vuelta al mundo. Esta es la realidad contra la que hay que luchar, esa lógica capitalista de unificación del mundo por medio del dinero y su lógica de la escasez.

Frente al objetivo social de conseguir abundancia, y por tanto cada vez mayor libertad, se eleva la necesidad capitalista de crear artificialmente escasez, como una de sus normas de funcionamiento y de generación de desigualdades. Se tiende a contemplar la escasez como algo exclusivo de la oferta de bienes. Se afirma que el mundo es escaso (oferta) y que debemos competir todos contra todos para gestionar eficientemente la escasez. Que de esta lucha surgirá la eficiencia y por tanto, la maximización del bienestar. Pero el capitalismo nos oculta la real escasez que él provoca, porque este sistema fabrica escasez no tanto desde la oferta, sino sobre todo, desde la demanda de bienes. El sistema siempre está dispuesto a ofrecer mercancías, porque las empresas poseen más capital tecnológico del que precisan para satisfacer la demanda existente. Pero la lógica de acumulación y explotación del sistema, en aras de la rentabilidad y la competencia, no remunera a los trabajadores íntegramente por su tiempo de trabajo, lo que provoca una endémica carencia de poder adquisitivo de los potenciales consumidores en relación con las mercancías que el sistema es capaz de ofrecer. Esta escasez artificial de la demanda es la que ha provocado las mayores crisis del capitalismo. Ahora mismo estamos inmersos en una de ellas, de auténtica sobrecapacidad productiva e incapacidad del sistema de obtener beneficios de unas mercancías que, a pesar de poseer ya un valor tan reducido, no pueden ser adquiridas por la mayor parte de los habitantes del planeta. Es verdad que tenemos la percepción de que las cosas son muy caras y que no podemos consumirlas todas, pero su valor es muy reducido. Lo que ocurre es que nuestros salarios son realmente escasos. Que este absurdo se mantenga, puede resultar inverosímil, pero otros absurdos históricos también se han mantenido gracias a que sus tótems habitaban el imaginario de las personas, tal y como el fetichismo de la mercancía hoy todavía nos tiene derretido el seso. Frente a esta lógica macabra, la economía del procomún y su lógica de la abundancia hace posible precisamente lo contrario, que cuanto más se use un bien abundante (a coste cero) más se incremente su valor.

También quisiera hablar ahora del tiempo, otra de las semillas de transformación. Parece lo más escaso. El día posee 24 horas y no podemos alargarlo. El capitalismo es una máquina enorme de robar nuestro tiempo. La forma más evidente, una parte de nuestro tiempo de trabajo. Y tantas tecnologías que deberían hacernos ganar tiempo, y que sin embargo, utilizamos para no tener tiempo para nada, para no poder perderlo. El coche, los teléfonos, los ordenadores, la luz eléctrica, etc. que podrían haber servido para liberar tiempo y para permitirnos hacer lo que nos diera la gana, al entrar en la lógica de acumulación del capitalismo se transforman en instrumentos de robar tiempo.

Nadie tiene tiempo para nada. Todo el tiempo tiene que ser productivo para algo, lo que se traduce en que todos vivimos obsesionados con no tener tiempo para nosotros. Porque el tiempo maquínico, el que utiliza la economía para contar y controlarnos, el que posee sólo 24 horas al día y está dividido en partes iguales, ese tiempo no se puede dislocar y ampliar, porque es escaso y el sistema debe aprovecharlo totalmente para acumular al máximo.

Pero existen otras formas de concebir el tiempo, de sentirlo y palparlo, de convertir ese tiempo medido y absoluto del sistema en un tiempo dilatable y valioso. A este tiempo singular y abundante los griegos lo denominaron  kairós y podemos disfrutarlo en muchas de esas actividades que el sistema considera pérdidas de tiempo. A través de la lectura, la experimentación artística, la conversación, la música, el cuidado del huerto, etc., la percepción del tiempo se puede dilatar y hacer que quepa más vida en los minutos que pasan del tiempo maquínico del sistema. Esa búsqueda de nuestro kairós, es un modo de salir del sistema, en la medida que se disfruta al margen de la mercancía o convirtiendo las mercancías y las cosas en entes que experimentamos por nosotros mismos y sin los dictados que nos marca el sistema.

Pero nuestro imaginario se nutre sólo del tiempo maquínico, porque creemos que sólo aprovechándolo a tope podremos producir mercancías para el bienestar, y porque el sistema aspira a mercantilizarlo todo  a través del empleo de nuestro tiempo útil al sistema. Pero ¿por qué no compartimos y reducimos nuestro tiempo de trabajo? Pues porque el sistema capitalista no contempla esta variable de decisión, porque considera que el tiempo necesario para producir mercancías debe ser máximo. Y si hay parados y excluidos, junto con un porcentaje de personas que trabajan casi todo su tiempo, se debe a dos cosas: a que el sistema no puede extraer rentabilidad de una parte de la población, a los que excluye del trabajo en la misma proporción en la que  estruja a los afortunados que trabajan; y porque en la situación actual del capitalismo, y por el descenso tan elevado del valor de las mercancías, en la situación de competencia en la que nos encontramos con tan reducida demanda efectiva, el sistema no puede emplear todo el tiempo socialmente útil. Por un lado, el sistema ya no puede emplear a más gente, porque descendería la rentabilidad y la cotización en bolsa de las empresas, y por tanto, su capacidad de endeudamiento y de financiarización en los mercados virtuales de dinero; y por otra parte, no se puede incrementar las transferencias de renta para que se incremente la demanda, porque las empresas no pueden tampoco asumir el descenso de beneficios por una mayor imposición fiscal. Todo ello se debe a que las empresas están al límite de la rentabilidad, dado el valor tan reducido de las mercancías que producen, y dado el nivel tan elevado de competitividad y desarrollo tecnológico. Por eso utilizan los escasos beneficios para colocarlos en los mercados financieros, que se mantienen precariamente gracias a que todavía se sigue confiando en que el futuro será mejor. En los ámbitos económicos en los que esta ficción no se ha podido mantener, ha sido en los que uno tras otro se han producido, durante estos últimos años, las sucesivas crisis de solvencia ligadas a unas burbujas financieras que no han resistido el contraste con la realidad.

¿Qué hacer? Intentar liberar tiempo maquínico, intentar organizar la vida de otro modo, aprovechar las migajas de tiempo que nos deja el sistema para expandirlo, luchar allí donde sea posible para poder liberar tiempo de trabajo y de ocio mercantilizado. Y ello para convertir el tiempo en algo abundante, y también para poder emplearlo para experimentar, ya sea intentando utilizar algunas de las semillas de transformación de las que he hablado antes, ya sea experimentando nuevas formas de socialización y vida en comunidad, o llevando a cabo experimentaciones artísticas.

Decía en el artículo anterior que era el deseo lo que nos incitaba a actuar conociendo. Que esa disfunción que advertimos en nuestra capacidad  para actuar y por tanto, parta transformar el mundo, entre el conocer y el hacer, podríamos romperla a través de la fabricación de un deseo libre o emancipado; pero que si actuar y conocer siempre iban de la mano, cómo íbamos a poder transcender la vida cotidiana que llevamos a cabo bajo el sistema imperante, cómo va a poder aflorar un deseo distinto, y por tanto, un imaginario alternativo al que poseemos y que está adaptado a las actividades de producción y ocio que ahora desarrollamos bajo el sistema que desearíamos cambiar.

Pues la experimentación artística podría ayudarnos a ello, porque a través de las experiencias artísticas podemos cambiar nuestro imaginario, ya que las experiencias artísticas que se realizan con las mediaciones adecuadas, es decir, en los entornos y con las actitudes necesarias, poseen la capacidad de que afloren deseos acordes con la necesidad de transformar el mundo. Porque la experimentación artística nos habilita para percibir otras realidades, para experimentar el mundo de otra forma, para percibirlo al margen de cómo desea el sistema que lo percibamos.

Pero el arte mercantilizado o políticamente correcto con que el sistema nos arrulla o acuna, no sirve para este fin emancipador. El arte es una institución capitalista que sacraliza determinados objetos con el objetivo de mercantilizar la creatividad humana y fabricar un patrimonio suntuario que capitalice la cultura como forma de dominio espiritual, legitimización de las desigualdades y naturalización del actual sistema de explotación. La institución arte se aprovecha de la necesidad humana de experimentación artística, y nos la usurpa en las instituciones de la política cultural. La experimentación artística debería estar al servicio de las comunidades humanas como un instrumento para fabricar en común y en igualdad nuestras identidades, para construir libremente nuestros imaginarios y así poder trascender las situaciones cotidianas de explotación e injusticia y ser capaces de poder vislumbrar alternativas, otras formas de percibir la realidad y de transformarla.

La experimentación artística nos puede ofrecer la herramienta indispensable para dotarnos de identidades autónomas y alternativas, y por tanto, de poder constituir comunidades de personas capaces de trabajar juntas poniendo en marcha esas semillas de cambio y de transformación que ya existen y que podemos empezar a utilizar para emanciparnos y hacer cambiar nuestra realidad. A través de esta manera de experimentación vital y también artística, estaremos ya actuando, pero también conociendo de otra forma el mundo y nuestra realidad. Porque el hacer alternativo ya irá conectado con el conocer apropiado al cambio. Todo ello vinculado, claro está, con los deseos emancipadores que hayamos sido capaces de despertar en este juego experiencial en el que el tiempo adquiere una dimensión nueva al margen del tiempo maquínico del sistema.

Así estaremos construyendo otra realidad, no sólo material sino también de conocimiento, nuestra verdad sobre las cosas que nos rodean y sobre la historia que las convierte en reales, aunque antes no lo fueran. Una manera novedosa de narrarnos a nosotros mismos y también las cosas que están acaeciendo, un conocimiento adaptado a estas formar nuevas de actuar y hacer en el mundo. Hemos de ser capaces de fabricar nuestras verdades, transformar en falacias y mentiras esos conocimientos que hoy cimientan la explotación y la corrupción de este mundo, y construir culturas, identidades, historias y realidades coherentes y sostenedoras de nuestras acciones emancipadoras.

El fetichismo de la mercancía provoca el ocultamiento de lo que soporta la producción de mercancías, y que consideremos imprescindible todos los elementos sobre los que descansa la producción de valor de esas mismas mercancías en el capitalismo, con independencia de su utilidad, necesidad y daños colaterales. Es una creencia que nutre nuestro imaginario y que nos convierte en siervos cognitivos del mundo tal y como se da, y que por tanto, que sólo critiquemos o intentemos eludir o dulcificar algunos de sus males o injusticias o explotaciones siempre que el sistema de acumulación y producción de riqueza pueda seguir adelante. El capitalismo ya ha provocado guerras y masacres espantosas. En la situación actual, al sistema capitalista le sobra gente. Ya no es que la gente que no trabaja pueda constituirse en ese ejército de reserva que tan útil le fue al capitalismo histórico, sino que realmente el capitalismo no necesita a una masa enorme de inútiles que suponen un coste de mantenimiento oneroso. Hemos de escribir esta narrativa despiadada de un capitalismo infame que va a eliminar a los sobrantes e instaurar un fascismo ecológico, con el beneplácito de aquellos afortunados y oportunistas que todavía alaban sus éxitos.  

No se trataría de una desconexión al sistema, ni de una autarquía, sino de lograr sobrevivir a nivel de ciertos trabajos, creaciones o actividades creando entornos de libertad e igualdad. Y de lograr que esos entornos pudieran ofrecer cada vez mayor autonomía, que pudieran convertirse en gérmenes de otras experiencias similares. En síntesis, utilizar todas las herramientas que existen en el sistema para crear entornos de libertad y por tanto, para poder experimentar tanto a nivel cultural, creativo, pero sobre todo, productivo, en aquellas actividades que sirven tanto para producir servicios y cosas útiles, como para alcanzar una verdadera emancipación a nivel de subsistencia vital.

Entiendo que este aprendizaje a través de comunidades de creación y producción resulta imprescindible para poder cambiar el mundo. Aunque no soy tan ingenuo de pensar que estas experiencias nos vayan a convertir ya en personas totalmente libres, o que gracias a ellas vayamos a hacer desaparecer nuestra responsabilidad en la explotación o la injusticia. Pero en dichas comunidades se puede desarrollar el aprendizaje vital y experimental imprescindible para poder aspirar a realizar cambios estructurales de mayor envergadura.

Estas comunidades de creación y producción están inexorablemente unidas al sistema porque en última instancia, sus productos deben ser vendidos en un mercado capitalista. Ya sean cooperativas, sindicatos, asociaciones culturales, etc. todas van a tener conexiones con un sistema que posee normas diferentes, todas van a tener que transigir, en mayor o menor medida, con un sistema de normas externo, van a tener que obedecer dictados autoritarios o jerárquicos a través del mercado capitalista, la competitividad, la negociación en desigualdad, etc. Aunque en el seno de estas comunidades se esté experimentando ya otro mundo, desgraciadamente, seguirá existiendo la servidumbre y la coacción.

La autogestión en comunidades de producción al margen de las normas de la economía capitalista, en coordinación con otras comunidades des-mercantilizadas que también aspiran a satisfacer sus necesidades a través del trabajo y del acuerdo libre, debería ser la aspiración de cualquier propuesta que desee superar el capitalismo. Por tanto, intentar utilizar todos los medios disponibles para ya poner en práctica la autogestión, a pesar de que las condiciones no sean las idóneas y a pesar de que la explotación que eso puede llevar también consigo. En suma, fabricar experiencias de autogestión que se ayudan de la experimentación artística para crear su imaginario y su identidad alternativa, y que se cuentan la realidad con narrativas contrarias a las hegemónicas, y que así se podrán convertir en semilleros de transformación, en reales escuelas de aprendizaje en lo que podría ser otra realidad diferente al capitalismo.

La supervivencia de estas comunidades de experimentación dependerá actualmente de su capacidad para conectarse al sistema, y por tanto, de su ingenio para utilizar las tecnologías existentes, las propias normas del sistema, para fabricar productos y servicios capaces de competir en un entorno en el que productos similares van a ser producidos por grandes empresas, monopolios y centros de poder apoyados por el Estado y sus normas. A pesar de ello, creo que éste es el único camino para experimentar vitalmente, cuando más allá de teorías o reflexiones privadas, las personas que deseamos otro mundo intentamos ponerlo en práctica, y formamos comunidades de aprendizaje en las que se avance en la convivencia igualitaria y se ponga de manifiesto esas servidumbres que se aceptan por pura supervivencia, pero que también hay que intentar superar.

En última instancia, lo que se pretende con el ¿qué hacer? es convertir en irrelevante el propio sistema capitalista y la existencia de los Estados que lo sustentan. La mayor parte de las izquierdas han considerado siempre que la mejor manera de conseguir más libertad consistía o, en domar a los monstruos (socialdemocracia) o, en hacerse con su control (comunismo autoritario). La oportunidad que deberíamos intentar experimentar ahora sería la de intentar superar el capitalismo, ni destruirlo, ni domarlo, ni controlarlo, sino hacerlo inservible a través de la libertad ejercida desde abajo por los propios individuos. Algo se supera cuando se convierte en irrelevante, cuando nadie es capaz de reparar en su misma existencia, cuando las normas y coacciones a las que nos intentan someter no nos afectan. Como afirmaba Foucault,  la manera más eficaz de resistencia contra cualquier forma de dominación no es la lucha contra la prohibición, sino la contra-productividad; es decir, la producción de formas de ser y de vivir alternativas frente a lo que la prohibición prohíbe.

Nadie puede responder a la pregunte sobre ¿qué va a pasar?, y por tanto, acerca de cómo se va a transformar esta sociedad. Pero lo que sí podemos esperar, y desear, es la necesidad de superar el capitalismo, porque los grandes problemas que padecemos los está provocando este mismo sistema por su propia idiosincrasia, por su propia lógica de funcionamiento: la explotación de la mayor parte de la humanidad y los desastres ecológicos. Quizás la posibilidad de superar el capitalismo esté en nuestra manos, no en nuestras compras o votos, y por ello tenemos la obligación de intentar ser actores activos de esta transformación histórica.

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