
¡Ay, mi abuela Francisca! Aquí la veis en su boda con mi abuelo Manolo. Y me acuerdo ahora porque los Viernes Santo me despertaba a las 3 de la mañana e íbamos a acompañar al Nazareno en su desfile por las calles de Linares. Desde algunos balcones cantaban saetas, mientras un señor cojitranco iba levantando con una pértiga los cables de la luz y del teléfono, para que el travesaño pudiera avanzar por un pueblo que no era nada bonito, pero cuyos tambores sonaban a lo que yo entonces entendía era gloria bendita, y también aquel olor dulzón a pises que dejaban abandonados los costaleros cada vez que detenían el paso del Nazareno. Necesidades del cuerpo y por supuesto, del alma.
Yo le pregunté una vez a mi abuela Francisca, “¿por qué, abuela, lo mataron así y le pusieron esa corona de espinas?”. Y ella me hablaba de los judíos, de lo malos que fueron, y me los definía porque escupían y señalaban con el dedo. Cuando iba por la calle y yo señalaba a alguien, siempre me daba un manotazo, porque eso era cosa propia de judíos. Jamás vio un judío de verdad. A lo sumo algún cuadro en que siempre los más feos y desagradables eran precisamente los judíos, siempre torturando, gritando y poniendo muecas odiosas y desagradables cuando le hacían perrerías a los cristianos. Pero el actor que más le gustaba a mi abuela era Kirk Douglas, cuyo verdadero nombre, Issur Danielovitch Demsky, denotaba su evidente origen judío ruso.
Luego nos comprábamos unos tallos, que así llaman a los churros en Jaén, y nos los comíamos en casa entes de volver a meternos en la cama, cuando ya el sol comenzaba a despuntar. Yo acercaba entonces mis mejillas calenturientas al vidrio de la ventana, húmedo y frío y lleno de vaho, y me alegraba de que por fin mis pies fuesen a recobrar la vida.
Al medio día nos acercábamos al inicio del Paseo de la Virgen de Linarejos, a donde el Nazareno había ya llegado después de haber atravesado casi todas las calles de este antiguo pueblo minero. Y allí ocurría algo realmente mágico, porque el brazo derecho de Cristo se empezaba a mover, y hasta en tres ocasiones desplegaba en el aire la señal de la cruz. Aquello era algo inverosímil que durante varios años me tuvo perplejo. No tanto porque no entendiera el mecanismo, o no acertara a comprender que el brazo articulado lo accionara realmente un operario del ayuntamiento, sino porque siempre el movimiento de la mano era idéntico, y de las múltiples maneras que un dedo puede trazar una cruz, precisamente siempre eligiera la misma: empezando por la cruceta ascendía por el mástil hasta la cúspide para luego bajar hasta su base, ascender otra vez hasta la cruceta y desde allí girar hacia el travesaño derecho, para luego culminar con un recorrido inverso hacia el izquierdo. ¡Cuántas veces agarré el lápiz y dibujé todas las formas posibles de trazar una cruz en el aire! Algunas realmente obscenas. Mi reto consistía, entonces, en utilizar la máxima economía de medios, y por tanto, que el movimiento del brazo fuese mínimo. Y cuando acerté el enigma, por supuesto, dejé de creer en aquel burdo santiguador. Sin saberlo, me convertí en racionalista, y más tarde, en ateo.
Mi abuela nunca supo esto. Menos mal. Me hablaba de dios como un viejo adorable que jamás dejaba de amar a ninguno de sus hijos, y que dios era capaz de querer, con tanto amor como el que ella me profesaba a mí. Y añadía, mientras me acurrucaba en su cuerpo menudo y arrugado, como si fuese la cosa más evidente del mundo, “y a ti también te quiere mucho, Juanma, aunque seas tan bicho”.
Pero aquello era algo un poco difícil de entender. Así lo veía yo, al menos en mi caso y circunstancias. Porque el tercer año, al fin, resolví el enigma de optimizar el dibujo de la cruz, y como no creyente que ya era, y por tanto malo y díscolo, quise comprobar cómo era auqello de la salvación por el sufrimiento, y arrojé unas cuantas chinchetas en el camino de aquellos pobres penitentes descalzos de la madrugada linarense. Nunca sentí placer por ello. Fue por puro afán científico, de poder experimentar eso de las causas y los efectos más allá de los libros de texto del colegio agustino de Los Olivos de Málaga, donde las hostias menudeaban tanto como las oraciones.
También aquel año reté a varios niños desconocidos a soportar el dolor de la cera hirviendo sobre la palma de la mano. Le decíamos al penitente que nos chorreara cera del cirio, que recogíamos con ambas manos, y así muy serios y concentrados, nos mirábamos a ver quién soportaba mejor el dolor, y también el placer sublime de que la cera se fuera solidificando y por tanto, aliviándonos. Me metía luego en el bolsillo los moldes de mis manos, y cuando llegaba a casa y nadie me veía, disponía mis manitas cerúleas sobre la cómoda de la habitación de mi abuela, como los despojos de mi particular guerra contra la religión y el frío impenitente de aquellas mañanas húmedas de Viernes Santo.
Para ella Franco también era como dios. Por eso entendí muy claramente después, aquello que nos explicaban en el colegio del poder absoluto de los monarcas por la gracia de dios. El Caudillo era también un ser bondadoso que había impedido que los españoles siguiéramos dándonos garrotazos sine die, y cuyos estigmas ocultaba, por humildad y pudor, tras unas gafas oscuras que sublimaban el dolor que un padre justo siente por tener que asesinar a sus hijos díscolos. Recuerdo que acerqué mi boca a su oreja, de la que pendían unos zarcillos que fisuraban y alargaban de forma casi inverosímil los lóbulos de sus orejas, y le afirmé, como si estuviera descubriendo la pólvora, que lo mismo había hecho dios con su hijo díscolo, el Nazareno, asesinarle por salvarnos, lo que la dejó tan perpleja, que al año siguiente ya no me despertó para acompañarla en tan noble y solemne procesión. Una lástima.
Ahora mi madre está sola en su casa soportando esta absurda cuarentena decretada también por la gracia de dios, y recuerdo que nunca le he dicho nada de esto, y que ella tampoco me ha contado otro montón de historias que, poco a poco a lo largo de estos años, he ido hilvanando por comentarios, alusiones, silencios. Algunas puede que sean falsas. Pero realmente otras me parecen absurdas. Por ejemplo, recuerdo que mi abuelo Manolo nunca iba a misa. No hay fotos suyas durante mi bautizo en Linares ante la Virgen de los Peligros, en la Iglesia de San Francisco, de donde salía precisamente a las 3 de la mañana el Nazareno en procesión. Pero he oído que fue concejal de la CEDA en el ayuntamiento de Linares, justo cuando Franco se alzó en armas contra los españoles. Que lo nombraron a dedo, porque nadie quería ser concejal de derechas en un pueblo rojo al borde de la revolución y que afortunadamente nunca pudo ser invadido por las tropas rebeldes del Caudillo. He creído entender que lo metieron en un tren preso hacia Madrid, uno de los dos famosos trenes de la muerte que partieron de Jaén el 11 y el 12 de agosto de 1936, y cuya mayor parte de pasajeros presos fueron asesinados en Vallecas. Que salvó la vida porque ya antes de llegar a Madrid pararon el tren para fusilar a algunos presos, entre ellos mi abuelo, pero que un miliciano, o quien fuera, les gritó que ese hombre era tan tonto que nunca le había hecho daño a nadie. Lo abandonaron en medio del campo, tardó dos meses en llegar a su casa a través de caminos desolados, y se escondió hasta que la guerra acabó y el Caudillo de todos los españoles le ofreció la resurrección entre los muertos.
Lloraba cada vez que veía al Caudillo en la televisión, pero jamás me llevó ni a misa, ni a una iglesia, ni a una procesión, a pesar de que siempre le acompañara a pasear por las calles de Linares, y de que ambos pasáramos juntos la mayor parte del tiempo que mi familia empleaba en visitar a mis abuelos. Y esto para mí ha sido siempre tan incomprensible, como que dios realmente muriera todos los años delante de la casa de mis abuelos, en una calle nada singular y mediocre que se llama del Marqués de Linares. Ni que tampoco sea capaz de recordar a mi abuelo asomado al balcón para contemplar tan sacro episodio evangélico.
Porque el Viernes Santo, después de haber madrugado, pasado frío, tirado chinchetas, quemado las manos con cera derretida y comido tallos (churros), tras haber calentado los pies en el brasero de la mesa camilla antes de irme a dormir un rato, y comprobado la tozudez del Nazareno realizando filigranas ineficaces para dibujar la cruz delante de la plaza de toros en la que murió Manolete, después de todo esto y de haber comido un potaje de Semana Santa, justo a las 3 de la tarde, a Cristo lo mataba un soldado romano clavándole una lanza en un costado, justo delante del balcón de la casa de mis abuelos.
Qué paradoja, ¿verdad? Recuerdo a Cristo crucificado allí parado y mirándome a apenas 2 metros, siempre con los ojos abiertos y una lengua roja que se apoyaba sobre su labio sediento, mientras en otro trono se acercaba la Virgen María, antecedida por dos columnas de romanos con lanzas y espadas y escudos. En tres ocasiones la madre de dios cogía carrerilla, y otras tantas veces los romanos cruzaban sus lanzas y le impedían alcanzar a su hijo. Mi madre lloraba. Mi abuela lloraba. Todo Linares sollozaba cada vez que esos guardias civiles disfrazados de romanos le impedían a la virgen abrazar al salvador del mundo. Al fin, la pobre y triste mujer desistía, y el capitán de los romanos, ufano y sabedor de su papel histórico, agarraba con prepotencia su lanza y sin atisbo de duda se ponía delante de Cristo, lo miraba y le atravesaba el costado. Aquello era el silencio. Todos los años el silencio de las trompetas y los tambores a las 3 de la tarde delante de la casa de mis abuelos.
No sé por qué he contado todo esto. Pero ahora veo que mi narración se quedaría huérfana si no recordara ahora lo que ocurría siempre dos días después, el Domingo de Resurrección a las 12 de la mañana, cuando delante de la casa de mis tíos abuelos en la calle de los Riscos, pasaban desfilando todas las cofradías de Linares en honor del Cristo resucitado. Y también los bomberos, algunos militares, las bandas de música, los curas y las señoras con sus mantillas y medias negras, y por supuesto, la misma compañía de la guardia civil que el viernes santo a las 3 de la tarde asesinó a Jesús, al Nazareno, a Cristo, delante de la casa de mis abuelos. Y allí delante de todos, presidiendo y mandando con su tricornio en lugar de yelmo con penacho, reconocía yo al mismo capitán que asesinó a dios, con una pistola al cinto y una cartuchera de cuero atravesándole la barriga diagonalmente, y sobre su corazón, prendidas las medallas de otros tantos actos heroicos contra inocentes. Pero nunca logré gritarle lo que mi corazón me exigía, porque el miedo me atragantaba la garganta. Pero ahora que recuerdo aquello, aun me sigue persiguiendo la incógnita de qué hubiese ocurrido si le hubiese gritado desde el balcón “¡asesino!”.
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