La guerra, siempre la guerra

Sí, es una provocación, para que haya día de después, porque las calles nunca están vacías aunque hoy parezcan desiertas, y habrá que desocuparlas de aquello que hoy nos obliga a quedarnos encerrados en casa. La cárcel está afuera.

Casi todo el vocabulario que asociamos a la gestión sanitaria y política contra el COVID-19 está relacionado con la guerra, un estado de alerta que exige, ante todo, para vencer, la pasividad ciudadana: quedarse en casa para que los expertos y los políticos puedan salir triunfantes de esta guerra planetaria contra ese dichoso virus. Una política que derrocha medios en el control social de la población, de lo que piensa y de lo que hacemos. Porque seguimos siendo carne de cañón, recluidos en casa esperando que el dedo divino nos señale y que el Estado, entonces, tenga que hacerse cargo de nuestra salud para ofrecer la imagen de buen gestor y óptimo vencedor de este singular enemigo.

Pero ¿qué significa declararse pacifista en esta guerra que a todos nos afecta y en la que nos obligan a participar como vegetales solidarios? ¿Se puede disentir del sistema de control con el que se está gestionando esta guerra? ¿Podríamos vencer al virus sin necesidad de ser controlados, adiestrados y minusvalorados, no ya como ciudadanos -¿acaso lo fuimos alguna vez?- sino como personas?

Las guerras han generado siempre mucha destrucción de los sistemas productivos, de las infraestructuras. Pero la historia del capitalismo nos demuestra que éste se desarrolló y fue capaz de transformar al Estado moderno en su aliado, gracias al mismo delirio destructor de las guerras. Sin entrar a valorar ahora la competitividad comercial como factor sustancial del incremento de la belicosidad entre naciones durante los siglos XIX y XX, fue la industria de la guerra y las finanzas de la guerra las que decidían las conflagraciones en uno u otro sentido, y por tanto, el hecho de que surgiera una producción de masas para pertrechar a los ejércitos, con industrias privadas y bancos protegidos por los Estados y a los que estos les compraban en exclusividad los suministros y los préstamos. El denominado Estado de Guerra (Warfare como eufemismo del Wellfare) norteamericano, por ejemplo, es un palpable ejemplo de esto, todo un sistema industrial que medra a la sombra de los contratos militares de la administración.

Que le hayamos declarado una guerra a un virus y que perdamos crecimiento económico y puestos de trabajo y riqueza, no va a suponer la ruina ni la desaparición ni la transformación benéfica, ni del capitalismo ni de los Estados. Porque ésta ha sido su divisa desde que existen ambos. De hecho, no podrían existir sin estas crisis recurrentes que los fortalece y los cohesiona. Schumpeter ya destacó en su día la importancia de los ciclos económicos en la estabilidad del sistema capitalista, y la necesidad de la “destrucción creativa”, es decir, de transformar/destruir cada cierto tiempo las infraestructuras tecnológicas para asegurar la competitividad. Que estas ondas y estas destrucciones las provoque una crisis de solvencia, política, financiera, una guerra o una pandemia, al sistema capitalista le resulta indiferente.  

Se acusa al Estado, en la actual pandemia destructivo/creativa, de no haber invertido lo suficiente en Sanidad, pero del mismo modo a cómo le hubiéramos reclamado al Estado que no tuviera más patrulleras para impedir la masiva llegada de inmigrantes africanos, más policía y cárceles para hacer frente al crimen o más misiles para detener la amenaza de terceros países. En síntesis, acusar siempre al Estado de no haber previsto la amenaza y de no haber dispuesto con anticipación los medios necesarios para reprimirla. Es un discurso recurrente que fortalece al Estado como garante imprescindible de la seguridad, y por tanto, al capitalismo, como suministrador masivo de bienes y servicios bajo la protección de las leyes, las ayudas, la fiscalidad, las garantías, que ese mismo Estado le ofrece con los impuestos que recauda, casi nunca de los más ricos y poderosos.

En la situación actual se le demanda también al Estado que ayude económicamente a la gente, y que incluso nacionalice la industria de la salud, que los bancos devuelvan el dinero que se les regaló para afrontar su crisis/corrupción de hace más de 10 años, y hasta exigimos que el clásico y recurrente borbón corrupto y braguetero devuelva el dinero de los sobornos históricos recibidos, para dedicarlos a comprar mascarillas y guantes de protección sanitaria. Creo que son debates inútiles, cortinas de humo con que la industria del ocio y la información nos distraen y nos hacen creer que somos realmente entes autónomos con capacidad de decisión y de soberanía sobre la política y la economía.

Por ejemplo, el debate sobre la nacionalización o la privatización de la salud resulta estéril mientras el sistema de valorización de las mercancías sea el dinero, y la ley de funcionamiento del sistema la competitividad. Porque el Estado como sujeto económico está expuesto, como suministrador de servicios y mercancías, a la misma ley de valorización capitalista que el resto del sistema económico. Las diferencias en los servicios sanitarios que recibe la población no reside en si su propiedad es privada o estatal, sino en el régimen legal y garantista que sustente y regule uno u otro tipo de propiedad de los servicios asistenciales. Y también, claro está, del mayor o menor coste, inversión y alcance, de los diferentes sistemas de salud, con independencia de la propiedad.

En el capitalismo siempre se dará prioridad a la propiedad privada de los medios de producción, o a la propiedad estatal, que es casi lo mismo, nunca a la propiedad pública de ellos, es decir, a que los ciudadanos soberanos, además de creer serlo a nivel político, podamos también serlo a nivel económico, por convertirnos directamente en los gestores de los medios de producción de los que depende nuestra subsistencia. No los burócratas expertos que gestionarían lo público y lo común, con similares roles que los utilizados por los expertos privados.

O que le estemos rogando al Estado que también ayude a los autónomos, que asegure una renta mínima, que apoye a la industria cultural, etc., en fin, que pague a todos los perdedores en esta guerra contra el COVID-19. Pero de dónde va a salir ese dinero, con qué criterios se va a repartir. Ningún Estado del Bienestar ha incrementado la renta ni los servicios de los más desfavorecidos con los impuestos de los más ricos. El carácter progresivo de los Estados del Bienestar es una falacia. Sólo Estados Unidos, asombrosamente, lo ha conseguido durante largos períodos históricos, gracias a su enorme presupuesto militar, al hecho de que posee una ingente cantidad de trabajadores asociados al ejército y a la industria armamentística. El resto de Estados, incluido España, ha redistribuido bienestar y rentas, sobre todo, dentro de cada grupo económico, pero muy poco entre ellos. ¿Cómo se va a distribuir el coste económico de la guerra contra el COVID-19? Si la poca ayuda que va a recibir la gente la va a tener que obtener de la misma gente, ¿para eso necesitamos al Estado? De esa solidaridad y apoyo mutuos imprescindibles para superar humanamente esta situación, se va a servir, como siempre, el Estado, para legitimarse como árbitro y garante de la justicia, y para impedir que afloren, en el seno de la sociedad, comportamientos de apoyo mutuo y de gestión económica al margen del capitalismo y de las leyes que ese mismo Estado impone como garante y legitimador del capitalismo.

El estado de alarma resulta exagerado, porque provoca una desproporción enorme entre la coacción a la que el Estado somete a nuestra libertad, en relación con los objetivos de salud cosechados, y por tanto, no es el método más eficaz para combatir la enfermedad. ¿Por qué esta epidemia ha provocado una respuesta de esta índole tan drástica y belicosa, a diferencia de las habituales pandemias tan cercanas, como la del año pasado con la gripe estacional? ¿Es que también nos van a prohibir utilizar el coche porque provoca cada año cerca de 1.100 muertos en nuestro país? ¿Es que van a prohibir el uso de combustibles fósiles por los millones de muertos que provocan los desastres naturales asociados al cambio climático? ¿Por qué con el COVID-19 sí nos prohíben salir de casa y se genera una psicosis de miedo colectivo superior a otras amenazas planetarias y de supervivencia de mucha mayor enjundia? ¿Se van a cerrar las industrias tabacaleras porque en España el consumo de tabaco provoca 50.000 muertes anuales?

Se busca siempre la culpabilización de la víctima, encontrar algo en su comportamiento individual que la haga merecedora de serlo: porque no te quedase en casa o no fuiste suficientemente cuidadosa te contagiaste del COVID-19, por no seguir las recomendaciones de la DGT mataste a tu familia en un accidente de tráfico, por no cambiar tus hábitos cotidianos el planeta sufre el cambio climático, un largo etcétera de acusaciones que nos convierten en chivos expiatorios de los males sociales, mientras no sigamos las recomendaciones de los expertos, las obligaciones que el Estado gestor de la seguridad y de la vida nos arroja como garantía de su legitimidad como más destacado actor de nuestra felicidad. Porque en síntesis, ser culpable significa no ser obediente, porque el actual sistema disciplinario, o de control social, pretende, y eso lo comprobamos especialmente ahora, que nos sintamos orgullosos de ser obedientes, porque la solidaridad, lejos de surgir del compromiso individual con el prójimo, debe aflorar, desgraciadamente, como obediencia a lo que dicta el Estado en nuestra defensa.

Recuérdese que la gripe estacional suele infectar al 20% de la población mundial cada año, y que provocó el año pasado 650.000 muertes, de las que 15.000 se produjeron en España. Hasta ahora el nuevo virus ha provocado unas 20.000 muertes en España, y 155.000 en el mundo. Del COVID-19 se recupera más del 95% de las personas que lo padecen. De neumonía mueren 800.000 niños al año en todo el mundo. Es decir, una enfermedad no grave (si lo comparamos con otras actuales de mayor gravedad y extensión) está provocando el colapso económico de los países europeos y el establecimiento de medidas excepcionales similares a las de una guerra. A nivel mundial 3.000 millones de personas sufrimos asilamiento en nuestros hogares y no podemos realizar nuestro trabajo por una enfermedad no grave a nivel social (en relación con su alcance y letalidad) ¿Por qué? ¿Qué tendríamos que hacer si en lugar del COVID-19 estuviéramos padeciendo una epidemia de peste negra, similar a la que asoló Europa entre 1347 y 1353, y que se llevó por delante a un tercio de su población?

Se habla de la saturación de los sistemas de salud públicos, y como excusa fundamental para decretar el estado de alarma, el hecho de que no existen recursos sanitarios suficientes para atender a los afectados más graves, y por tanto, que el estado de alarma se ha decretado fundamentalmente para regular la demanda de servicios de salud en los hospitales. Si es así, ¿Por qué no se decretó ya en diciembre de 2019, cuando el sistema de salud público ya alertaba de que la gripe estacional (no el COVID-19) estaba provocando similar colapso al que un mes después provocaría el COVID-19?

La propaganda sobre el COVID-19 posee todos los elementos de las películas de terror y apocalipsis, sobre todo, de las series televisivas en las que una parte de la humanidad sana debe enfrentar el contagio de otra parte infectada. En tiempo real se nos ha informado pormenorizadamente del foco, del lugar exacto en el que apareció el primer caso, de cómo se fue propagando a través de las vías de comunicación, de cuáles son los elementos fundamentales involucrados en su contagio, y sobre todo, sobre las muertes, sobre el hecho innegable de que existe la posibilidad de que cualquiera de nosotros muramos por ello. No estoy de acuerdo con ser fatalista, y adoptar una actitud de indiferencia hacia los padecimientos, por inevitables o incluso necesarios. Pero esta actitud fatalista es la que hemos adoptado los blancos, occidentales y desarrollados ante la pobreza o las otras pandemias que no nos afectaban, o que afectándonos, las aceptábamos como algo cotidiano. Por supuesto que en la lucha que cada año deberíamos desarrollar contra la gripe estacional se deberían hacer más cosas, pero ¿vamos a establecer el año próximo las mismas medidas de emergencia y guerra, de aislamiento, cuando en el mes de diciembre aparezcan otra vez los primeros brotes de gripe estacional?

Ya manifesté en otro artículo, que estamos asistiendo a un ensayo general psicosocial, en torno a las nuevas formas de control y adiestramiento político que ahora precisa un capitalismo y un Estado, que deben reinventarse a la luz de un panorama laboral, tecnológico, financiero y medioambiental, tan distinto al que vivió occidente durante su histórico desarrollo capitalista. El tradicional maridaje entre los ya obsoletos Estados de Derecho y capitalismos industriales, debe recomponerse, y este ensayo de psicosis, control, miedo y autoflagelación, ya lo estamos padeciendo, ahora en concreto, con el aislamiento masivo de la población.

Pero no nos confundamos, el COVID-19 es un problema sanitario importante que los ciudadanos hemos de intentar solucionar o gestionar de la manera más indolora. Pero este nuevo Estado utiliza el sentimentalismo, la emotividad, apelando al miedo y la autosugestión, para gestionar no sólo este problema, sino casi todos a los que tiene que dar respuesta y en los que fundamenta su legitimidad como planificador y gestor de la felicidad de sus súbditos al servicio del capitalismo. Se intenta construir una sociedad sentimentaloide que ya no lucha por unos derechos y necesidades universales, sino por que las políticas estatales se programen para que a mí no me toque la china de cualquier problema. Se impone la emotividad, el patetismo, el miedo, la sentimentalismo, la farisea condolencia con el prójimo televisada y compartida en redes ad nauseam, y en base a todos estos elementos, la respuesta estatal, a la que no le importa tanto solucionar el problema, cuanto erigirse en árbitro entre partes o en su único gestor legitimado, ya sea para eludir responsabilidades o para arrojárselas al contrincante político. Está ocurriendo con el COVID-19, lo que de forma similar también ocurre con la violencia de género, con el terrorismo, los robos, la inmigración, etc., el que los problemas se traduzcan en puro sentimentalismo y emoción, en que no seamos capaces de ver, más allá de nuestro narcisismo, el hecho de que la realidad no soy solamente yo. Y por tanto,  que mi respuesta política sólo dependa de cómo padezco yo el dolor o el miedo inducido socialmente. Nos convertimos así en personas cada vez más sensibleras y por ende,  que nuestra respuesta política sea cada menos racional,  y que también aceptemos casi cualquier recorte de nuestra libertad, si este viene avalado por un incremento de mi seguridad, aunque éste sea aparente.

Claro que faltan camas en nuestros hospitales, y todo tipo de material imprescindible para hacer frente a una pandemia tan pequeña como la que padecemos. ¿Pero de verdad nos vamos a creer el cuento de que el Estado y el capitalismo no están siendo capaces de fabricar, en un tiempo record, una infraestructura adecuada al alcance del problema? ¿Que nuestras sociedades tan avanzadas, no son capaces de derivar una pequeñísima parte de su capacidad productiva superflua y suntuaria a la satisfacción de estas necesidades básicas de salud? Pues aunque nos sorprenda, no lo han querido hacer, y han preferido provocar otro problema mucho mayor, de colosales proporciones económicas, sociales, psíquicas, etc., al encerrar en sus hogares a toda su población y paralizar casi toda la producción industrial y de servicios durante ya más de un mes. Conscientemente, ni el Estado ni el capitalismo han querido dedicar una parte de la producción a satisfacer las necesidades humanas básicas requeridas para superar este estado de alarma sanitario con el menor riesgo y la mayor probabilidad de éxito. Han eludido satisfacer las necesidades de la población, y han preferido experimentar para satisfacer su propia necesidad de poder y control.

Vamos a padecer mucho después de superar esta crisis. Pero no nos equivoquemos, aunque no la hubiera habido, aunque el COVID-19 no hubiera existido, íbamos a padecer la misma consolidación dramática y perversa de un capitalismo que apenas necesita dedicar una parte de su producción para satisfacer necesidades humanas. Sin embargo, para lo que sí está siendo sumamente útil esta crisis, es para averiguar hasta dónde puede llegar el control psicosocial de las personas, cuánto podemos soportar, y por tanto, aprender a cómo hacer digerible que a una parte de la humanidad nos hayan convertido en inútiles al sistema, y por tanto, que por no ser capaces de ofrecer trabajo útil, nos merezcamos desaparecer o sobrevivir ruinmente con los despojos de una renta básica de supervivencia.

Para finalizar, quisiera recordar (porque tiene relación con esta otra guerra contra el COVID-19) que internet fue un experimento del ejército norteamericano para disminuir la vulnerabilidad de las comunicaciones y de la toma de decisiones en un mundo regido por la Guerra Fría. Construir un sistema distribuido, con múltiples nudos de decisión, que pudiera hacer frente a la destrucción de una parte de la red, sin que esto pudiera afectar a la estabilidad del resto. Las redes centralizadas (fuertemente jerarquizadas) resultaban muy frágiles. Internet, como todos sabemos, se extendió al ámbito civil, y tanto los militares, como una parte del establishment, se dieron cuenta de que las decisiones que adoptaban las redes distribuidas totalmente descentralizadas (sin jefes, ni centros de poder) eran más estables, inteligentes y eficaces que las adoptadas por los antiguos sistemas jerárquicos, siempre que la información y el conocimiento fluyeran libremente. Se empezó a hablar de inteligencia colectiva (de inteligencia de enjambre), y de la posibilidad de que nos pudiéramos organizar socialmente por medio de simples relaciones entre pares, entre ciudadanos libres e iguales. Así nacieron los sistemas P2P de comunicación y cooperación social, como otras maneras alternativas de organizar la producción, el procomún (medio ambiente, conocimiento, tecnología, arte, cultura, etc.), el bienestar y las decisiones públicas.

El miedo que hoy padecemos por la globalización del virus COVID-19, por su distribución casi instantánea por las redes de comunicación, fue el mismo pavor que sintió el Estado y el capitalismo al haber engendrado a la hidra de internet y haberla dejado  libremente al servicio de la sociedad. Fue un virus de conocimiento y libertad que empezó a expandirse y que puso en peligro las bases del poder estatal y capitalista. De ahí la reacción que hoy padecemos, el hecho de que todos los servidores de internet sean máquinas privadas poseídas por enormes emporios, de que todas las redes sociales distribuidas –democráticas- se hayan recentralizado jerárquicamente en torno a google, facebook, twitter, uber, airbnb, amazon, etc. Esta crisis del COVID-19 se ha propagado tan rápidamente, ha provocado tantos contagios y está provocando tanto miedo e incertidumbre, porque las redes de decisión, control, conocimiento, experimentación, producción, etc. están centralizadas, y porque la información sólo fluye a instancias de grandes grupos de poder. Si esta pandemia hubiera sido gestionada por la promesa de una red distribuida de personas libres e iguales en un sistema de conocimiento compartido, nos hubiéramos podido enfrentar a ella, y a otras amenazas, con más sabiduría y eficiencia, sobre todo, con más libertad.

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