Percepción, experiencia y biología del arte

…….continúa…

Vamos a seguir hablando de la acción perceptiva que denominamos arte, de la experiencia artística, del “artear” o “artificar”, es decir, de ese especial modo de percibir diferentes situaciones del mundo y que la historia moderna ha concretado en la institución cultural de la obra de arte y toda esa parafernalia tan peculiar, atractiva y sofisticada que son los museos, los tour turísticos, auditorios y grandes espectáculos.

Habría que preguntarse, por tanto, qué añade o quita la percepción artística de un evento, cosa, obra o situación frente a la percepción habitual o cotidiana de las cosas convencionales del mundo. Porque como afirma la antropóloga E. Dissanayake, el núcleo de la experiencia artística reside en el deseo humano de convertir en “especial” algunas de las acciones que realizamos, hemos de intentar encontrar el porqué de este ¿instinto? y cómo éste se traduciría en la experiencia de percibir artísticamente (“artification”) cualquier cosa más allá de lo que modernamente se ha denominado obra de arte:

Denominar a estas actividades ejemplos de “artification” (en lugar de llamar a sus productos como arte) evita las connotaciones de valor estético, belleza, habilidad, representación, creatividad e individualidad que resulta inherente al concepto moderno de arte en Occidente. Cuando éste se aplica en contextos no occidentales, al folclore, a lo popular y lo paleoartístico, la anterior aproximación suministra nuevas maneras de pensar acerca de la motivación, la función y el significado incluso en formas no icónicas e inexpertas.

Quizás el elemento que más utilidad pueda ofrecer para entender la singularidad de este modo de percibir tan especialmente humano, nos lo ofrezca precisamente la biología de la percepción humana y cómo ésta se relaciona con el proceso de lograr conocimiento. No desearía ahora entrar en el mundo de la epistemología, sino ofrecer algunas claves que creo pueden ayudar a comprender cómo el concepto de percepción ha influido en la manera en que la sociedad ha pensado sobre el arte que ha producido y experimentado en cada situación histórica. Se trataría de ahondar en eso que se ha venido en llamar las ciencias cognitivas, en lugar de seguir especulando sin base científica, tal y como hicieron nuestros antepasados en el campo de la filosofía del conocimiento.

En el centro de esta evolución histórica en Occidente se halla el concepto tradicional de representación, algo que hemos interiorizado tanto y que sin embargo se enfrenta tan rotundamente al conocimiento neurobiológico de la percepción, que resulta imprescindible dedicarle un poco de atención. Por la educación recibida, casi nadie escapamos de considerar el modelo de la representación como absolutamente intuitivo e imposible de rebatir. Como la teoría o el modelo de la representación ha evolucionado y se ha materializado en diversos tipos de filosofías empiristas, materialistas o idealistas, puede resultar a veces difícil destacar su núcleo de consensos.  El más claro es el de considerar que el objeto y el sujeto del conocimiento-percepción son dos entes totalmente ajenos e independientes, a pesar de lo cual el sujeto posee la capacidad de captar las propiedades intrínsecas del objeto y con ellas confeccionar una imagen del mundo que puede contemplar (representar) como si estuviera proyectada en un pantalla dentro de su cerebro, y que tales representaciones, esta máquina sintáctica que es la mente, las puede integrar como conceptos o símbolos de significación precisa y manejarlos algebraicamente.

Para entendernos, casi todos consideramos, porque culturalmente este  modelo de la representación es el imperante a pesar de la ciencia cognitiva, que poseemos cuatro ojos, dos externos que captan todo el mundo, y dos internos, dentro del cerebro, que contemplan de una determinada forma lo captado, como en una pantalla o cuadro. Y que el conocimiento consiste en poner a funcionar la máquina cerebral para hacer que la imagen final que proyectamos acabe coincidiendo fidedignamente con el objeto del conocimiento, que los cuatro ojos acaben percibiendo lo mismo. Este modelo considera que primero se percibe, y que en función de la representación del mundo el ser humano actúa, un proceso lineal y secuencial de razonamiento que se basa en la lógica formal, y al que se ha denominado comportamiento racional.

Pero esto parece absurdo. Porque este modelo de la representación considera el mundo y la mente como dos instancias independientes y pre-dadas,  como si ambas estructuras –de la realidad y de la mente- se hubieran encontrado por casualidad, o como si la mente pudiera encajar o acoplarse con cualquier tipo de mundo para representarlo y entenderlo. Este modelo opera al margen de la biología evolutiva, porque al igual que nuestros pulmones se han ido adaptando a una atmósfera con un cierto porcentaje de oxígeno, del mismo modo, realidad y mente han co-evolucionado en un proceso de mutuo acoplamiento.

Ya que la experiencia artística consiste en un cierto modo “especial” de percibir, o de asumir la actividad de la percepción, resulta indispensable considerar cómo opera realmente nuestra biología perceptiva e interpretadora del mundo, con objeto de así poder destacar los elementos originales o más sutiles de la experiencia perceptiva artística. Leamos este párrafo del neurofisiólogo mexicano Enrique Soto:

En el arte contemporáneo, por ejemplo, se ha logrado algo en principio imposible en la naturaleza: disociar el color de la forma. Mark Rothko lo logra y su pintura se traduce en procesos cerebrales muy complejos que llevan a un efecto placentero sólo tras un período de quieta observación reflexiva. ¿Por qué se requiere de observación atenta para disfrutar estas obras? Justamente porque producen procesos de activación cortical peculiares que difícilmente se llegan a producir de manera natural.

Enfaticemos lo de “(…) procesos de activación cortical peculiares que difícilmente se llegan a producir de manera natural”. Resulta muy socorrido concebir la percepción como un proceso en el que un input penetra en nuestro organismo y se transforma automáticamente en un concepto que manejamos consciente y racionalmente para obtener conocimiento (output). Las computadoras fueron diseñadas inicialmente siguiendo este paradigma cognitivo, que se ha mostrado incapaz de simular las capacidades humanas más relevantes. La inteligencia artificial y el diseño de los recientes métodos computacionales, por ejemplo en el campo de la decisión, la robótica o del reconocimiento de patrones, ya no se basan en el cálculo secuencial, sino en redes de sistemas autónomos que operan en cooperación-competencia, de la misma forma en que funciona nuestro cerebro, de forma modular, en red y en paralelo, de tal modo que las propiedades que creemos del mundo emergen por las sincronías de procesos cerebrales que están operando a la vez y de forma recursiva.

Cuando se contempla en tiempo real el despliegue luminoso del cerebro mediante técnicas modernas de captación de imágenes, no se aprecia una ruta que avanza desde el receptor (el ojo, por ejemplo) hasta el lugar preciso cerebral donde nos representamos la figura y el color –ese lugar mágico no existe-, sino una red de caminos que entran y salen de diferentes módulos y donde resulta imposible abstraer un lugar central o primigenio de representación del proceso global. Y lo sorprendente es que la señal activada por el mundo externo se esté mezclando con las que el propio sistema nervioso produce continuamente, porque nuestro cerebro no representa la realidad objetivamente, sino que la construye a través de un mapa sináptico en el que agente y realidad se funden en un sistema común, acoplado, y donde la experiencia artística se destaca como un modo especial de activación cerebral.

Cada uno de nuestros cerebros es único, pero no está solo. Me refiero a que la construcción del cerebro humano a partir del material genético no está predeterminada, como pudieran estarlo los pulmones o el corazón, porque el desarrollo cerebral humano se verifica sobre todo extrauterinamente, tanto a nivel de programación como de hardware, de conexiones, de modo tal que serán los estímulos recibidos en determinadas fases de su desarrollo las que van a ir modelando cada cerebro humano. Todos los bebes son sinestésicos (viven en un magma sensorial donde los colores pueden oírlos y los sabores verlos) y no distinguen la realidad de la imaginación, ni lo que ellos hacen de lo que hace el resto del mundo. Cada cerebro, por tanto, después de su crecimiento resulta original, individual, pero al haber tenido que desarrollarse en cooperación con otros cerebros y con los estímulos del mundo, del arte y de la tecnología, se ha insertado en una red y en un entorno con el que es capaz de interactuar, aun cuando ninguno de estos agentes autónomos sepa afirmar con certeza lo que hay dentro de los otros cerebros o en qué demonios consiste la realidad. Pero lo esencial reside en que esta red funciona, nos permite actuar, construir un mundo, en suma, sobrevivir.

Esto es una especie de juego, y el arte nos ha enseñado a que juguemos a creérnoslo. Pero funciona, ¿no? Y las experiencias artísticas acompañándonos durante todo este proceso evolutivo y cultural. Pero, ¿cómo?, ¿para qué?

Mientras que los artistas intentan plasmar en un soporte ficticio algo del mundo que los rodea, en cambio, los neurocientíficos intentan hacer lo contrario, cómo se plasma en nuestro cerebro lo que percibimos. Por caminos diferentes convergen para solucionar el mismo problema.

Estas palabras de Luis Martínez Otero en El significado biológico del arte, investigador del CSIC en el Instituto de Neurociencia de Alicante, me parecen muy ilustrativas al respecto. De forma similar el neurobiólogo Daniel Levitin, en El cerebro musical destaca que la manera de procesar la música que escuchamos resulta fundamental para explicar el funcionamiento del cerebro.

La ciencia real, la que ofrece una comprensión parsimoniosa y predictiva sobre el funcionamiento del mundo, exige tomar esos hechos y extraer principios globales a partir de ellos; la abstracción es necesaria para ello, al igual que la creatividad, la racionalidad, la intuición y la sensibilidad a la forma, imprescindibles para la creación de todo arte perdurable. Puede ser evidente que la música requiere todas estas cosas, pero tal vez no lo sea tanto que no puede haber ciencia sin cerebro musical.

Creo que esta última frase “(…) que no puede haber ciencia sin cerebro musical” ofrece una vía de acceso primordial a lo que significa la experiencia artística y cómo esta, en la medida que nos ofrece una experiencia perceptiva especial nos ha moldeado el cerebro a través de la evolución biológica y del aprendizaje cultural.

El conocimiento es emoción. Algunas personas dicen que la ciencia, simplemente, es; que es una mera recopilación de hechos y medidas al margen de toda emoción y toda atención. Pero no estoy de acuerdo. Entre los millones (o tal vez infinidad) de datos posibles sobre el mundo que memorizamos, documentamos y transmitimos, seleccionamos los que nos parecen importantes, y eso constituye un juicio emocional.

Hay una componente crucial del acto de percibir, y es el hecho de que la percepción no es pasiva, sino que está orientada por nuestro deseo, por lo que en cada momento deseamos realizar. Cada ser humano construye un mundo donde poder cobijar sus acciones, por eso tanto la percepción, como el conocimiento se relacionan con las emociones, y resulta imposible disociarlas. Contra nuestros sensores corporales chocan gigabytes de información electromagnética. El cerebro no posee capacidad ni para captarla ni para procesarla en su integridad. No es que nuestros sensores se estimulen por únicamente unas determinadas longitudes de onda, sino que tan solo procesamos aquello que en cada momento y situación nos resulta útil para actuar. Y más aún, como nuestra capacidad de captar información resulta muy limitada, nuestro cerebro completa nuestra percepción mediante procesos internos que la hacen coherente con la acción que deseamos llevar a cabo. Nuestra mente-cuerpo no es un sistema optimizador, ni un sujeto de conocimiento, sino un simulador de comportamientos que busca en el medio la información necesaria para actuar. Más aún, no optimizamos comportamientos a partir de una interpretación del mundo, sino que simulamos –no la realidad-  los estados corporales, de forma virtual, una especie de cooperación y competición entre sistemas autónomos sensoriomotrices.

Puede decirse que el cerebro funciona simulando modelos de realidad, a partir de los cuales genera patrones, ideas, símbolos, etc., esos instrumentos que se generan comunitariamente para poder interactuar. Y esa interacción se realiza a través de la empatía, de esas neuronas espejo que posibilitan la mímesis, más que la imitación pasiva de comportamientos, la activación virtual de patrones corporales. Realmente son esos símbolos encarnados en nuestro sistema sensomotriz los que resultan comunes entre los humanos, y que a través de un itinerario ascendente de metáforas aflorará en los símbolos compartidos alrededor de una palabra, una fórmula matemática, una poesía, un modelo de realidad, un ritmo o un dibujo.

Poseemos un mapeado cerebral de nuestro cuerpo en función de la densidad neuronal con que cada órgano se conecta con el cerebro, un  homúnculo imprescindible para la propiocepción, ese sexto sentido olvidado, pero también para la empatía-mimesis a través de las neuronas espejo. Somos capaces de resonar con nuestros congéneres porque cada parte de nuestros respectivos homúnculos cerebrales se activa recíprocamente, porque cuando veo a mi amigo correr, yo también lo hago virtualmente utilizando las mismas neuronas que él está activando, porque los gestos de dolor, alegría o tristeza se “comprenden” universalmente gracias a esa mímesis sensorial entre homúnculos-mapas cerebrales de nuestros cuerpos. No es la palabra-símbolo “dolor” la que nos comunica directamente la emoción de dolor común al género humano, sino la mimética activación de neuronas asociadas a un determinado estado corporal. Por ello, cuanto más asciende la abstracción simbólica, es decir, cuanto más alejada se sitúa la metáfora simbólica de su correspondiente metáfora corporal, más simbología interrelacionada vamos a tener que usar al ser menor la seguridad de estar expresando lo mismo que se capta. Y la experiencia artística, esa primera actividad simbólica del ser humano, precisamente por ser una metáfora tan cercana al nivel corporal, resulta una herramienta tan potente para comunicar y actuar en común, para despertar sentimientos comunes y sentirse protegido.

Bajo el concepto de representación se suele significar dos cosas diferentes. La primera, a la que acabamos de aludir, se refiere al modelo de percepción del mundo, donde la representación no se da, sino el acoplamiento. Pero el ser humano, como hemos visto, recibe y emite interpretaciones de esa percepción con el fin de comunicarse con sus congéneres. A esta abstracción que utiliza los lenguajes para vehicularse también se la suele denominar representación, porque sería como un volver a presentar la percepción en forma de lenguajes que generan formas icónicas y símbolos que combinamos sintáctica y semánticamente. La experiencia artística se situaría en esta conexión entre la percepción y la transmisión, se trataría de un modo especial de comunicar información sobre la conexión agente-entorno.

Tanto la percepción como la interpretación trascienden el cerebro concreto de cada individuo en dos sentidos complementarios. El primero estaría en relación con todos esos símbolos, ideas y patrones que sirven para que cada cerebro genere la percepción o el acoplamiento agente-entorno. Todos esos materiales se crean en la interacción social, algunos de ellos siguiendo pautas temporales muy estrictas en relación con el desarrollo extrauterino del cerebro. Incluso los conceptos de las cosas (la idea de mesa, árbol, río, etc.) se graban en unas neuronas que se modifican para adaptarse a esas imágenes “ideales” que nos sirven para ordenar la realidad. Los patrones de los colores o de las escalas musicales, creados culturalmente durante el aprendizaje, se englobarían bajo este primer aspecto del cerebro social. Pero existe un segundo sentido más sutil y quizás más difícil de comprender, y es que nuestro cerebro opera en conexión con nuestro entorno social, tecnológico y natural. Es decir, los procesos sinápticos cerebrales están optimizados en cada cerebro individual considerando que existen unas tareas que se realizan fuera de nosotros.

Clarck y Chalmers (siguiendo la estela de Putnam) lo denominan el “cerebro expandido”. Se trataría de comprender que cada cerebro individual no puede generar él solo todo el modelo de realidad que necesita para actuar, que no puede almacenar toda la información que precisa para interpretar el mundo y para tomar decisiones. A nivel de percepción el cerebro puede decirse que “solidifica” y esquematiza determinadas parcelas de la realidad que considera que para la operación concreta que está realizando no resultan relevantes, por lo que se las agrega estáticamente a la relevante aun cuando aquella pueda estar modificándose, en la confianza de que cuando deba recurrir a ella por cualquier otra circunstancia va a seguir estando allí. También nuestro mundo tecnológico nos provee de unas “certezas” a nivel de procesos o memoria almacenada que simplifican tanto el almacenamiento interno de información como la operativa cerebral.

Muchos de nosotros, por ejemplo, conocemos numerosos itinerarios, pero realmente no almacenamos absolutamente toda la información requerida  para realizarlos, como sí tendría que hacer un robot que se orientara según las coordenadas geográficas. Nosotros poseemos un mapeado mental muy simplificado del itinerario, pero mucho más simple que un plano convencional. El secreto reside en que determinadas imágenes de ubicación, muy pocas, se relacionan con determinado hitos mentales, que cuando los reconocemos despliegan, en un proceso dinámico, las siguientes imágenes del recorrido. Lo interesante consiste en que esas imágenes no “representan” toda la realidad, sino sólo un esquema perceptivo que sirve para disparar el reconocimiento del patrón. Puede decirse, por tanto, que el cerebro sólo guarda una parte de la información del itinerario, porque confía en que el resto de los datos van a seguir allí en su lugar y se van a reconocer cuando “superponga” su correspondiente esquema. Por eso a veces nos podremos perder si nos saltamos, por despiste, algunos de estos hitos-esquemas, o si tomamos el camino desde un punto intermedio y desde otra perspectiva. Algo parecido le ocurre al artista que interpreta una obra musical de memoria. No posee el pentagrama almacenado en la memoria. Retiene tan sólo unos hitos melódicos que van desplegando rutinas sensomotoras de forma automática. El intérprete no visualiza el pentagrama cuando interpreta, sino que va siguiendo ese mapeado de movimientos que memorizó corporalmente cuando los ensayaba.

Puede decirse que la experiencia artística operaría a ese mismo nivel, como una forma de activar respuestas sensomotrices y emocionales, racionales también. La experiencia artística, que en ocasiones se solidifica en obras de arte, en artefactos culturales concretos, pero que antropológicamente se ha expandido en multitud de actividades, ritos, raves o performances, posee esa función, la de activar comunitariamente nuestros cerebros en determinadas direcciones, en procurar seguridad, en vincular emociones y conocimiento, en construir culturalmente nuestros cerebros a partir de su genética plástica de un modo concreto y coordinado con los otros cerebros con los que debemos empatizar para sobrevivir.

Las claves para entendernos y comprender nuestra vinculación con el mundo, para entender lo que significa la experiencia artística, podría situarse alrededor de los conceptos de deriva filogenética, acoplamiento estructural, emergencia, autopoiesis, enacción, neuronas espejo, marcador somático, mente expandida y cerebro encarnado, entre otros. Conceptos que nos ayudan a reflexionar y a actuar evitando las clásicas escisiones-dualismos del pensamiento tradicional: mente-cuerpo, espíritu-materia, sujeto-objeto, emoción-conocimiento, individuo-comunidad, altruismo-egoísmo, genética-cultura, arte-ciencia, etc.

En el próximo post indagaremos un poco más en estas claves interpretativas de la experiencia artística en relación con la percepción y el conocimiento humano.

…….continuará…

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En las fronteras del arte (ii) by Rui Valdivia is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 4.0 Internacional License.

3 comentarios sobre “Percepción, experiencia y biología del arte

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  1. @ruivaldivia hoy por fin pude tener un ratín para leer medio tranquilo este post. Es fantástico. Me quedo dándole vueltas a una cosa que apuntas y que explicaría buena parte de la lógica adleriana: «cada cerebro individual no puede generar él solo todo el modelo de realidad que necesita para actuar, no puede almacenar toda la información que precisa para interpretar el mundo y para tomar decisiones»

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