Qué duda cabe de que el Arte con mayúsculas, el gran Arte, el acto de experimentar la obra clásica en un museo o en un auditorio, está definido también por estas variables que hemos ido desmenuzando en este trabajo. Pero también las nuevas formas de experimentar el arte que se han ido desplegando con el avance de las vanguardias, primero, y con la explosión de nuevas formas de expresión a través de performances, instalaciones y arte digital, después. Sobre todo, creo que esta manera simbólica de considerar el arte abre la posibilidad de ampliar el espectro de las experiencias artísticas no circunscritas a la clásica relación entre el artista y el espectador. Cualquiera puede convertirse en un productor de arte, y por tanto, participar en la creación social de sistemas simbólicos, en la construcción de otros mundos.
Los símbolos son entidades mentales y sociales, y sus creadores no los fabrican ex novo, sino que los usan, los deforman, lo reordenan y los descomponen a través de un trabajo imaginativo de carácter metafórico. El hecho de que el sistema de símbolos esté compartido y que este nexo se verifique por metáforas encarnadas, es lo que garantiza la legibilidad de las creaciones, que cerebros originales y diversos podamos entendernos no sólo al comunicarnos con lenguajes referenciales, sino también con los analógicos y densos de las experiencias artísticas.
El neurocientífico S. Zeki lo expresó de la siguiente manera, utilizando el concepto de ambigüedad, tan caro a las metáforas:
Quizás una definición del gran arte podría expresarse como el arte que más se acerca al ejemplo concreto de los conceptos sintetizados (en el sentido que da Hegel) por el mayor número posible de cerebros. Ésta es una proeza difícil de conseguir dada la enorme variabilidad entre cerebros. Un modo de lograrlo sería a través de la ambigüedad, una característica altamente apreciada. Vermeer, por ejemplo, infundía misterio y ambigüedad a muchas de sus obras, pero yo utilizo aquí el término de ambigüedad no en el sentido definido en los diccionarios sino en sentido neurológico: como lo opuesto a la incertidumbre. Mejor dicho, es la certeza de muy diversas situaciones o estados, cada uno de los cuales tiene la misma validez que los demás. ¿Por qué la ambigüedad es una cualidad tan apreciada en el arte? Yo creo que es porque la ambigüedad es un reflejo de la realidad que puede encajar con muchos y distintos ideales o conceptos elaborados por diferentes cerebros y con la variabilidad que conllevan tanto en términos neurobiológicos como en las experiencias por ellos acumuladas.
Tal y como Zeki acaba de definir el concepto de ambigüedad neurológica, las experiencias científicas y artísticas compartirían, en la medida en que ambas se construyen sobre sistemas de símbolos contingentes, la capacidad para fabricar mundos posibles, y por tanto, que podamos aceptar como propio de lo humano el pluralismo epistemológico, que podamos generar distintos mundos posibles y racionales siguiendo los procesos que, por ejemplo, Goodman nos propone en Maneras de hacer mundos, y que Kühn o Feyerabend o Cassirer recogerían en sus propuestas científicas radicales. No existe ni un ojo ni un oído inocente, y tampoco un dato o un hecho absolutos.
En la medida en que seamos proclives a la idea de que existe una pluralidad de versiones correctas, que son irreductibles a una sola y que entran en mutuo contraste, no debemos buscar su unidad en un algo, ambivalente o neutral, que subyace a tales versiones, cuanto en una organización global que las pueda abarcar a todas ellas. Cassirer asume esa tarea de búsqueda por medio de un estudio transcultural del desarrollo del mito, de la religión, del lenguaje, del arte y la ciencia. Mi manera de abordarla se inclina, más bien, a un estudio analítico de los tipos y de las funciones de los símbolos y de los sistemas simbólicos.
Aquí puede resultar de interés destacar la noción de cadena semiótica de Peirce, en contraste con la rigidez de la semiología de Sausarre en torno al significado y el significante, y a la que Peirce le añade la componente dinámica del interpretante, que a su vez se comporta como actor y como signo. Peirce considera la interpretación de los signos como algo recursivo, donde el significado no está dado de antemano, ni es comprendido del mismo modo por toda la comunidad, sino que aflora en los intersticios de la red de relaciones o malla semiótica que la comunidad que usa los signos establece en sus relaciones históricas, actuales e imaginativas, una especie de semiosis ilimitada o infinita alrededor de los signos y sus interpretaciones –similar al hipertexto en internet- y que conecta con el potencial de la experiencia artística para crear nuevos mundos y fabricar realidades múltiples.
A través de los sistemas de símbolos los seres humanos construimos los mundos en los que insertamos el arte y la ciencia, con los que interpretamos los hechos y percibimos la realidad. Existen infinidad de mundos posibles (pluralismo relativista), todos construidos a partir de los vigentes. Pero Goodman definirá una serie de criterios, de los que da cuenta la filosofía, para construirlos de forma coherente y poder desechar aquellos mundos que no resultan correctos. Y estos criterios de corrección, válidos tanto para la experimentación científica como para la artística, y ni se sustentan en ningún criterio de veracidad (la verdad absoluta de la ciencia), ni en virtudes estéticas (la belleza del arte), sino más bien en una especie de ajuste, según el cual, las nuevas versiones deben deducirse de las anteriores según ciertas normas “racionales” y formales de evolución o creación. En ambos casos, lo que interesa, sobre todo, sería la calidad o intensidad de la experiencia cognitiva, entendida esta de forma global y múltiple. Como afirma Paola Sabrina en Acerca de la reflexión de Nelson Goodman en torno al vínculo entre arte y conocimiento:
Goodman entiende que aquello que conocemos a través del arte, de la invención y la comprensión de símbolos artísticos, es sentido en nuestros huesos y músculos tanto como es comprendido por nuestras mentes. Observamos de este modo, nuevamente, que la cognición contiene todos los aspectos relacionados con el conocimiento y la comprensión, desde la inferencia lógica hasta la discriminación perceptual mediante el reconocimiento de patrones y la intuición emotiva. La sensación, la percepción, el sentimiento y la razón son facetas de la cognición, y cada una influye sobre las demás.
Ya lo hemos dicho, un símbolo no significa por sí mismo, sino que su sentido acontece en su relación con el resto de símbolos que forman el sistema al que pertenece. Lo importante son las relaciones, los vínculos, las referencias cruzadas cuya ambigüedad el arte explota a través de la ironía, por ejemplo. No podría ser de otro modo, porque las distinciones que el cerebro realiza durante la percepción no se basan en los valores absolutos de las variables percibidas (por ejemplo, textura, color, sonido, etc.) sino respecto al gradiente, tanto a nivel espacial como temporal. El cerebro compara lo que hay alrededor de lo que explora y establece distinciones perceptivas en función de los “saltos” abruptos del valor de las variables, y asigna sentido en función de esta comparativa y no de lo que realmente existe dentro de cada “átomo” o “pixel” percibido. Por ello la construcción simbólica de lo que va a ser una experiencia artística acontece como un experimento científico, probando diferentes contrastes y relaciones entre variables y comprobando la respuesta perceptiva que en cada caso se logra. Gombrich lo ilustra magníficamente en Arte e ilusión, cuando explica cómo Constable nos narra la composición de su cuadro paisajístico Wivenhoe Park:
La pintura es una ciencia y debería cultivarse como una investigación de las leyes de la naturaleza. ¿Por qué, pues, no puede considerarse a la pintura de paisaje como una rama de la filosofía natural, de la que los cuadros son sólo los experimentos?
Y añade Gombrich:
Lo que un pintor investiga no son las leyes del mundo físico, sino la naturaleza de nuestras reacciones ante el mismo. No le conciernen las causas, sino la naturaleza de ciertos efectos. El suyo es un problema psicológico: el de conjurar una imagen convincente a pesar de que ni uno solo de sus matices corresponde a lo que llamamos «realidad». Para entender este acertijo —en la medida en que puede decirse que hemos llegado a entenderlo—, la ciencia tuvo que explorar la capacidad de nuestras mentes para registrar relaciones más que elementos individuales.
He de confesar que tanto la imagen que estoy ofreciendo de la experiencia artística, como de su caracterización como proceso simbólico, resulta muy pragmática, pero creo que las aportaciones de este tipo de filosofía, cuyos estudios en relación al arte y la educación inició Dewey, nos ofrecen un terreno muy apropiado de convergencias entre lo que nos va diciendo la ciencia del cerebro y de los símbolos, lo que nos ofrecen las aportaciones de la epistemología, y la relación de todo ello con la construcción del arte como objeto o experiencia perceptiva y gnoseológica. Por ello, me parece tan interesante la crítica que el neopragmatismo de Richard Rorty acomete contra lo que él denomina las “filosofías del espejo”, que conciben que la realidad, y con ella las obras de arte, se refleja y duplica objetiva y fielmente en el espejo de nuestra mente, que nuestra mente es capaz de representar la realidad sin intermediarios simbólicos a través del conocimiento científico de corte positivista. Como nos explica Lizcano en Imaginario colectivo y análisis metafórico:
En el mejor de los casos, ese espejo refleja fielmente la realidad, la duplica; es el caso de la representación científica de la realidad, único lenguaje verdadero para positivistas y para marxistas, y ante el que comparten la misma beata fascinación. En los demás casos, el espejo deforma los hechos, bien sea para ocultar o distorsionar la realidad del dominio de unos sobre otros, invirtiéndola como se invierte la imagen en la ‘cámara oscura’, bien sea por incapacidad de los seres humanos para obtener una representación adecuada: los ídolos de la tribu, de la caverna, del mercado y del teatro interponen entre el hombre y la realidad un ‘espejo encantado’. Retoños ambos del imaginario burgués ilustrado, positivistas y marxistas quedan atrapados en la ideología de la representación.
Las Meninas de Velázquez, por ejemplo, nos ofrece un sutil juego de paradojas en relación con este mito especular de la representación.
Cabe destacar que del mismo modo a cómo en la ciencia existen diferentes modelos o sistemas de realidad, teorías que explican los fenómenos según diversas metáforas, hipótesis y lógicas, de igual forma en el arte y en las experiencias artísticas existen lo estilos, que toda persona habituada a visitar museos o catedrales le resulta fácil de distinguir, y que consisten en determinadas relaciones entre las partes de una obra, y que el cerebro ha aprendido a reconocer como entidades separadas. Por ello, cada vez que observamos un modo diferente o no codificado de realizar esta transposición de lo real a la ficción, sentimos sorpresa y desconcierto, hasta que nuestro sistema perceptivo empieza a aceptar las diferencias y a clasificar la experiencia en un nuevo canon, identidad o sistema de símbolos. Y añade Gombrich,
(…) La razón, creo, se encuentra precisamente en el papel que nuestra expectativa desempeña en el desciframiento de los criptogramas del artista. Llegamos ante las obras con nuestros receptores ya adaptados. Esperamos que se nos presente cierta notación, cierta situación del signo, y nos hemos preparado para hacerle frente. (…) La experiencia del arte no escapa a esta norma general. Un estilo, como una cultura o un estado de opinión, establece un horizonte de expectativa, una disposición mental, que registra desviaciones y modificaciones con sensibilidad exagerada. La historia del arte está llena de reacciones que sólo pueden entenderse así.
Como manifiesta R. Arnheim, el arte se origina todo él en la mente humana, que reacciona frente a lo que se le muestra de tal forma que jamás seríamos capaces de comprender y asignar un sentido sin referencia a un punto de partida conceptual, sin categorías perceptivas fabricadas en la experiencia previa de mirar y de oír. Picasso sabía esto, y cuando pintó a Gertrude Stein con un estilo diferente al habitual, utilizando esquemas formales que dejaron descolocados a los críticos, aceptó que Gertudre en aquel momento precisode su concepción no se pareciera a su retrato, “pero ya se parecerá”. Con el tiempo, la práctica y la habituación no sólo el cuadro acabó siendo percibido de otra forma, sino que a la propia modelo se la empezó a ver también con otros ojos.
Se mira y se escucha de una determinada manera, y el artista pinta o compone sólo lo que le gusta, lo que ha llamado su atención y desea compartir con nosotros, y para ello utilizará un determinado estilo, un proceso que consiste en representar con ese esquema concreto, hacer mímesis con él, en asemejar la fabricación de la obra a las categorías, estructuras y formas del estilo, y hacerlo, normalmente, de forma activa, es decir, deformar, recomponer, reponderar, etc., el estilo elegido, alterar el código simbólico a través de un proceso que igual sirve para la pintura abstracta, la música atonal, la performance o la instalación, y hasta para la ciencia.
Por ello Goodman afirmará lo siguiente:
Llegar a entender una pintura o una sinfonía realizadas en un estilo desconocido, llegar a reconocer la obra de un artista o de una escuela, llegar a ver o a oír de un modo nuevo, es una hazaña tan cognitiva como aprender a leer, a escribir o a sumar (…) Cómo se pueden comprender y crear obras de arte, y a través de ellas, nuestros mundos, debe ser parte de la educación básica de millones de los que nunca seremos artistas.
Los estilos artísticos (modelos perceptivos) resultan indispensables para experimentar el arte, del mismo modo a cómo los modelos de realidad son imprescindibles para la ciencia. Pero también cada estilo-modelo nos dificulta ver más allá, adoptar otros diferentes, aun cuando nos puedan aportar beneficios. Recuérdese las dificultades históricas que toda nueva teoría científica o estilo artístico ha tenido que padecer para imponerse. Esto conecta con lo que Bachelard denominaba “obstáculos epistémicos” que el pensador francés caracterizaba como impedimentos o limitaciones de orden subjetivo-perceptivo que impiden la enunciación de un mundo diferente. Es decir, que no sería tanto la dificultad mental para entender o percibir un nuevo hecho o una nueva obra o experiencia, sino la imposibilidad de encontrar el sistema simbólico apropiado a lo que se desea enunciar, la imposibilidad de poder imaginar al no haber podido encontrar todavía en la mente la conexiones metafóricas adecuadas a la nueva percepción. Es decir, que los individuos asumen con inconsciente premeditación una determinada condición perceptiva histórica frente a las cosas que le rodean, en función de un sistema de referencia y de un sistema de símbolos que le abren un espacio de posibilidades de realidad, y que le cierra otros que la nueva experiencia artística y científica le puede acabar abriendo a través de la imaginación y de una nueva creación simbólica:
Pues, a través de las revoluciones, el hombre se convierte en una especie mutante o, para expresarlo aún mejor, en una especie que necesita mutar, que sufre si no cambia. En este sentido, podemos decir que no es la ciencia –en abstracto– la que sufre cambios, sino el sujeto y el campo perceptual correspondiente que la avala y le permite que exista (…) el pensamiento científico tiende más a construcciones figuradas y formales que a construcciones con significado objetivo y empírico. La ciencia se ha empeñado en construir, más que discursos objetivos y físicamente reales, configuraciones formales y metafóricas.
Ni el deber de la ciencia es producir la verdad, ni el del arte fabricar belleza, sino crear interpretaciones, buscar sentidos a través de una serie de pasos recursivos –que no progresivos- en torno a las metáforas: «El conocimiento de lo real es una luz que siempre proyecta alguna sombra».
En este sentido, el historiador A. Lovejoy ya sugirió que la verdadera idea revolucionaria de la cultura renacentista no había sido el descubrimiento copernicano, sino más bien la idea, que ya estaba presente en Nicolás de Cusa y sobre todo en Giordano Bruno, de la pluralidad de los mundos. Porque la experiencia artística, como la científica, posee la capacidad de desvelar nuevos mundos, nuevas posibilidades de experimentar y trasformar la realidad, tanto a nivel perceptual como social y político, porque, en suma, sólo se puede percibir lo que se desea, y solo se puede desear lo que se puede imaginar. Como afirmaba San Gregorio Magno “El hombre es, en cierta manera, todas las cosas”.
Aquí puede resultar útil el concepto de “mundo como interfaz” que introduce en sus reflexiones el artista P. Weibel (director del Center for Art and Media Karlsruhe) en torno a cómo interpretamos, describimos y actuamos sobre la realidad. Cuando los biólogos Maturana y Varela describen el acoplamiento estructural de nuestro sistema nervioso con la realidad circundante, nos presentan la imagen del ser humano dentro de un batiscafo, como un observador que sólo percibiera lo que los sensores le dicen, y que deberá confeccionar un modelo de mundo coherente con esa información, a través de un sistema simbólico que sea capaz de vincular la percepción con el significado, entendiendo que la relación entre los datos de los sensores y la realidad que los modifica nunca podrá ser conocida y que además son dos hechos materiales de diferente entidad. Como las interpretaciones de ese mundo exterior podrán ser múltiples, el movimiento del batiscafo estará presidio por un cierto tipo de ceguera, ya que las variables descriptivas de la realidad exterior no la representan totalmente. Que los sensores y que los modelos que fabricamos con esa información resulten útiles para mover el batiscafo no se deriva de que sean ciertos en relación con un concepto absoluto de verdad, sino sólo de que la evolución biológica de ese acoplamiento ha sido viable, es decir, que hemos logrado sobrevivir a nuestra historia.
Pero la metáfora de la interfaz me parece más lúcida y representativa de lo que significa percibir y actuar, y de cómo la experiencia artística y científica se podría aunar para mejorar nuestra capacidad de supervivencia biológica en un mundo natural tecnológicamente fabricado. Tanto esas interfaces que utilizamos para comunicarnos con los ordenadores, que nos sirven para elaborar sistemas simbólicos con los que poder manejar el lenguaje maquínico y ser capaces de programar y actuar en el mundo digital, como la posibilidad que nos abre las tecnología digital de simular mundos, de inventar sistemas virtuales con los que poder interactuar mediante interfaces de usuario, e incluso de introducir en esos mundos simulados observadores virtuales a los que como dioses podríamos observar, convierte el concepto de interfaz en algo muy apropiado para comprender el acoplamiento cognitivo que históricamente cada cultura ha realizado con el mundo que fabricaba a su alrededor. Y también para entender los nuevos derroteros que el arte digital desmaterializado nos puede ofrecer para comprender y sentir en nuestra singladura por los caminos que tecnológica y vitalmente tenemos a nuestra disposición.
Lo original de la experiencia artística reside, por tanto, en su capacidad para fabricar mundos, para construir múltiples interfaces, para destacar y ofrecer sentidos diversos a las cosas que podemos experimentar de forma diferente, y con una proyección clara hacia el futuro, hacia lo por-venir como prefiguración. Por ello, el pensamiento de Ernst Bloch me resulta tan interesante en relación con esta promesa o anticipo perceptivo que nos brinda la experiencia artística, gracias a su concepto de lo que debe significar la utopía, no como una planificación, sino como una anticipación imaginativa a un deseo de futuro, a un “novum” que ni existe ni ha existido jamás, pero que la imaginación y el nuevo sistema de símbolos que la experiencia artística y científica nos desvela ayuda a hacer llegar, sobre todo, que nos ofrece las herramientas comunicativas para crear sociedades,, comunidades, movimientos imbuidos de una nueva ética, de un nuevo deseo y de toda una fundamentación emocional y material para transformar la realidad.
Quizás llegados a este punto, alguien pueda estar tentado de considerar que todos estos elementos y potencialidades perceptivas, sociales, políticas, formativas, simbólicas, etc. que posee la experiencia artística sólo lo proyecta el gran Arte, el Arte con mayúsculas, los objetos de veneración que históricamente hemos ido seleccionando para ser expuestos en los museos o interpretados en un auditorio. Quisiera recordar lo que afirmé en el primer capítulo e insistir en que me estoy refiriendo a un tipo de experiencia perceptiva que, por disposición y entorno del espectador, agente, observador, experimentador, actor, etc., añade algo especial y característico a lo que es la habitual percepción cotidiana, un plus de cognición, juego, emoción que son los elementos que hemos destacado como inherentes a la experiencia artística. Y que este especial tipo de percepción-conocimiento se puede, y de hecho, se debería encontrar diseminada por nuestras vidas, en actividades ceremoniales, rituales, festivas, conmemorativas, sociales, familiares, etc., en experiencias perceptivas y relacionales en las que se mezcle con mayor o menor intensidad el manejo de símbolos y la creación de mundos, incluso, como anunciaba Foucault recogiendo una larga tradición clásica relacionada con el arte de vivir, sobre la utilización de una serie de “tecnologías del yo” útiles para transformar la propia vida y convertirla en una obra de arte, no porque deba ser bella o perfecta, porque aspiremos a ser felices o estar satisfechos, sino porque hayamos sido capaces de ser activos constructores de un mundo social y afectivo a nivel simbólico y cognitivo. Repito, dependiendo de cómo se planten nabos, se recojan flores, se corra por el monte, se construya una estantería, se beba una copa de vino, se fabrique software, se produzca un tornillo, se diseñe un blog o se participe en una rave o una instalación, todo ello, las más pedestres actividades pueden convertirse en arte, en experiencias artísticas.
En la imagen que acompaña este post se ven unas sillas diseñadas por el arquitecto Miguel Fisac para el Centro de Estudios Hidrográficos. Las traigo aquí para ejemplificar que los objetos de consumo, las cosas útiles que utilizamos en nuestras vidas también nos pueden –y deberían- servir para experimentar artísticamente. Recuerdo al respecto el capítulo titulado “No hay arte sin función” con el que el genial psicólogo R. Arnheim (en Consideraciones sobre la educación artística) nos ayudó a entender el arte no como una actividad ajena a la vida común, sino como un tipo de experiencia que hemos de saber integrar en nuestros quehaceres, aficiones, actividades productivas y consumos. Así nos lo describe utilizando el ejemplo del diseño de cosas útiles:
En el buen diseño, el objeto no sólo cumple su función práctica sino que también expresa en su aspecto visual la forma de vida de quien lo inventó (…) La forma de la silla no es, pues, sino una interpretación de lo que se entiende por ‘sentarse’. Denota toda una forma de vida, toda una filosofía”.
Y concluye con las siguientes palabras, que conectan adecuadamente la experiencia útil de las cosas con lo que hemos ido considerando en torno a la experiencia artística:
El mundo de los objetos prácticos se revela como un mundo de símbolos vitales, que potencian una vida reflexiva.
…….continuará…
En las fronteras del arte (vii) by Rui Valdivia is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 4.0 Internacional License.
EN LAS FRONTERAS DEL ARTE (vii) https://ruivaldivia.net/2016/03/19/en-las-fronteras-del-arte-vii/
Me gustaMe gusta