Hay quien se pregunta sobre la deriva ultraderechista o fascista que están tomando muchas sociedades en Occidente. No se comprende cómo tras haber vencido al fascismo hace 75 años, tras haber saboreado las mieles del Estado del Bienestar, haber llegado a cotas elevadas de libertad y derechos, en comparación con otras sociedades, o de haber alcanzado altísimos niveles tecnológicos, educacionales y culturales, todo parezca disolverse ante la avalancha ultra y fascista que desea arrasar con lo alcanzado, en aras de regresar a un Edén al que casi todos hemos considerado, hasta ahora, como un infierno.
Que el Gobierno socialista de España se considere radical de izquierdas o comunista da idea del nivel tan reducido de conocimiento de las ideologías y de las realidades históricas que antaño levantaron la bandera de las izquierdas. El rasero o la vara de medir, y por tanto, de situar las realidades políticas hoy vigentes, dentro del espectro entre derechas e izquierdas, se ha escorado radicalmente hacia la diestra del panorama político, de tal modo que gobiernos que antes hubiéramos considerado fascistas o ultras, hoy los clasificamos de centristas, por no hablar de las izquierdas moderadísimas que nos gobiernan, que hoy pasan por revolucionarios perroflautas.
Pero los más sorprendidos son los propios izquierdistas, o los que así gustan de llamarse, que no entienden cómo sus votantes de clase desertan en masa de sus filas, cómo personas en paro, a las que no les llega el salario a fin de mes, barrios enteros que antes fueron feudos de la izquierda, la juventud, se vayan decantando por opciones ultraderechistas, cómo aquellos sectores de la sociedad a los que afirman defender, les dan la espalda y votan a los que sociológicamente deberían ser sus enemigos de clase, las derechas.
Hoy se considera que quien defienda los derechos humanos, o simplemente posea cierto deseo de ayudar a los pobres, a los discriminados, que ya es de izquierdas, en contra de esas derechas a las que parece que nunca le han importado tales cosas. Pero esto no fue así siempre. Por ejemplo, en la aprobación de la Carta Magna de Naciones Unidas había muchos gobiernos de derechas, y muchas derechas ayudaron a crear los Estados de Bienestar europeos o en USA el New Deal de Roosevelt. Ha habido Estados livianamente izquierdistas que también los han defendido, pero que inmersos ya en esta deriva ultraderechista, se han quedado solos en el mundo, defendiendo ahora algo que fue patrimonio de la derecha, los derechos humanos. No olvidemos que Marx, por ejemplo y muchas de las ideologías de izquierdas en él inspiradas, consideraron esos derechos humanos como mera propaganda burguesa que sólo servía para camuflar la desigualdad social y económica.
Porque hoy en día definirse de izquierdas hace mención, sobre todo, a ser un defensor de los derechos humanos, a ser feminista, proabortista, antirracista y defensor de la igualdad y la no discriminación sexual y de género, a defender la cooperación internacional para el desarrollo y señalar el cambio climático como un peligro real del que debemos defendernos, entre otras cosas. Pero resulta asombroso que muchas personas que también simpatizarían con este ideario, no estén votando a los partidos que los defienden, y sí, en cambio, a otros que cada vez se manifiestan más en contra, o que ponen severas objeciones a su mera existencia como valores u objetivos. Por no hablar de la población que ya claramente deserta de ellos y que se arroja, sin más preámbulos, en manos de la ultraderecha.
Pero los pobres, los parados, en suma, los perdedores del sistema, ya no consideran a las izquierdas como sus defensores, sino como aquellos que preocupados casi exclusivamente por los derechos, el medio ambiente o las políticas de identidad, gastan el dinero público y sus esfuerzos en defenderlas contra ellos, no poniendo en práctica reales políticas económicas igualitarias. Se llega así al absurdo de que personas que en origen defenderían esos derechos y esas políticas feministas o antidiscriminatorias, estén desertando de ellas porque su viabilidad, las izquierdas existentes, sólo saben alcanzarla en contra de los colectivos que potencialmente les votarían. Son las izquierdas las que directamente están provocando la deserción de su electorado, porque no atajan de forma tan radical los problemas de la desigualdad económica como los de la libertad. Por ello, cada vez más gente cree que la desigualdad económica deviene como consecuencia de las políticas de la izquierda y en defensa de los derechos.
Cada vez más personas votan a la derecha o directamente a los fascistas, por odio o rabia contra la izquierda. Una rabia que procede de la traición, no porque la izquierda defienda a las mujeres o a otras razas o al medio ambiente, sino porque no son capaces de hacerlo en conjunción con la defensa de la igualdad económica. De tal guisa que, finalmente, cada vez mayor número de personas no alcanzan a ver la compatibilidad entre igualdad y libertad, lanzándose en manos de la ultraderecha, no tanto por convicción, sino por rabia o despecho.
El socialismo existente es el mayor causante de esta deserción, y también, de que cada vez seamos más los que acabemos votando a la izquierda como el mal menor y a veces, hasta con la nariz tapada. Porque votar con convicción, cada vez hay menos gente que lo hace. Y los pocos que van quedando y que votan a la izquierda convencidos, son sectores afortunados por esas políticas, véase culturetas, ciertos funcionarios o jubilados, sectores de la población subvencionados, etc. Porque el mileurista o el autónomo, cada vez ven a la izquierda más como el expropiador de sus ingresos a través de políticas fiscales reaccionarias, por no hablar de la corrupción.
Una persona medianamente inteligente no puede ser fascista, a no ser que sea mala gente. Pero esta izquierda bienpensante cada vez convierte a más personas en mala gente por culpa del rencor o la rabia. No es que sea incompatible defender los derechos o las políticas de identidad, con la igualdad económica, es que realmente no puede hacerse de otra manera, no se puede defender, por ejemplo, el derecho de las mujeres, sin defender la igualdad económica de todos y de todas. Pero como la izquierda no asume ya esa lucha por la igualdad, que deja en manos del mercado, su electorado potencial acaba considerando que ambas cosas, igualdad y libertad resultan incompatibles, y lo que es más, que las políticas de libertad o derechos sin igualdad atentan precisamente contra sus derechos ya consolidados, y que por tanto, que hay que votar a otras opciones políticas más consecuentes, convincentes o simplemente contrarias, según su punto de vista.
Los socialistas españoles, por ejemplo, se quieren apropiar de las luchas que no les pertenecen en exclusividad, pero que por razón propagandística o de mala conciencia, intentan monopolizar, como si ellos fueran los grandes y únicos defensores del aborto, del feminismo o contra el genocidio en Gaza, por ejemplo. Este último asunto resulta paradigmático al respecto. ¿Cómo puede un gobierno estar defendiendo una movilización popular, cómo puede pretender incluso ponerse a su cabeza y, sin embargo, apenas actuar en consecuencia en su actividad de gobierno? ¿Cómo puede defender que la gente se manifieste para impedir el desarrollo de la vuelta ciclista a España, por ejemplo, y poner policías “que dan, pero no dan palos”, y evitar hacer lo que como gobierno debería, que es haber prohibido que el equipo israelí participara en esta prueba ciclista? ¿Qué despropósito es éste de abanderar una lucha contra un genocidio que está lejos, y no hacerlo contra otro que está cerca, y sobre el que el gobierno de España tiene responsabilidad histórica, como es la opresión y la conculcación de derechos perpetrada por Marruecos contra el pueblo saharaui?
Cada vez más se ve a la izquierda como un grupo de cínicos que al igual que la derecha, sólo defienden a una minoría de la población, que no son los pobres, los migrantes o las mujeres, sino esos grupos sociales afortunados que medran a su costa y que limpian su mala conciencia a través de esos eslóganess que se lanzan desde los partidos de izquierda.
La ultraderecha lanzaría a la armada española a hundir pateras en el Mediterráneo y en las costas de Canarias. Pero qué hace la izquierda, evitarlo, sí, aunque ello cueste que cada vez los sueldos de una parte de los españoles autóctonos y de los migrantes, sean menores. Qué hace el gobierno de izquierdas para evitar estas situaciones discriminatorias que afectan a todos, a blancos y a negros, qué hacen las izquierdas para evitar que una parte de los trabajadores vean con miedo a esta población migrante y la consideren culpable de su precaria situación. Qué duda cabe que los trabajadores deberían tener más miedo del empresario que los contrata y explota, que del negro que creen que les usurpa el trabajo. Pero a esta conclusión no pueden llegar muchos españoles, porque el Gobierno no lucha por la igualdad, porque sus políticas ultraliberales sólo benefician a unos pocos, y por tanto, que con la migración se beneficien algunos, perjudicando a la mayoría. Pero la izquierda sólo desea jugar la baza propagandística de los derechos, erigirse en única defensora de ellos, pero sin poner en práctica políticas reales, que eviten la discriminación y la explotación, luchando a su vez contra la desigualdad económica.
Resulta cada vez más difícil que los trabajadores voten a la izquierda. Ni los sindicatos resultan ya representativos en la demanda real contra la explotación y por la igualdad. Los sindicatos se han convertido, en general, en una casta de trabajadores afortunados al servicio de los empresarios. Siempre habrá conflicto laboral en el capitalismo, pero el sindicalismo actual de izquierdas, y no digamos los de la ultraderecha, hacen posible la resolución de conflictos de una forma pacífica con interlocutores laborales que resuelven los problemas con “sentido común”, el cual reside en la necesidad que tienen esos mismos sindicalistas de que la maquinaria capitalista funcione para que pueda seguir habiendo asalariados.
Por ejemplo, la reducción de la jornada laboral, objetivo ineludible de toda lucha por la igualdad: si cada vez la economía es más eficaz y si cada vez las máquinas resultan más productivas realizando el trabajo humano, en lugar de acrecentar los beneficios empresariales incrementando el paro o reduciendo salarios, que ello sirviera para reducir el tiempo de explotación humana. Pero la izquierda ya no dice tal cosa, que podría ser un verdadero banderín de enganche para muchas personas, sino que habla del derecho de la gente a tener más tiempo libre, o peor aun, que en el trabajo se rendiría más y mejor si se trabajaran menos horas, porque el descanso que reportaría el tiempo no trabajado haría más eficiente el trabajado, o sea, que defienden la reducción de la jornada en aras de una mayor explotación humana.
Pero muy pocos trabajadores creen que la reducción de jornada vaya a redundar en una mayor igualdad, porque ya los salarios son muy reducidos, y porque la desigualdad económica resulta ya monstruosa y carece de lógica pensar que, en la situación actual, sea compatible reducir jornada e incrementar salario, a la vez, para reducir esa desigualdad. Cuando además el gobierno de izquierdas nos habla, al mismo tiempo, de incrementar la edad de jubilación. Es decir, que lo que nos daría por un lado, nos lo robaría incrementado, por el otro.
Resulta demoledor que el sindicalismo, en esta lucha por la reducción de la jornada laboral, se alíe con el gobierno de izquierdas y delegue su lucha en los lugares de trabajo, por la negociación en los despachos. Es verdad, el Gobierno no posee los votos suficientes para aprobarlo legalmente en el Congreso. Y los sindicatos aceptan esto sin más. En lugar de atacar al Gobierno por ello y forzarlo a aceptar la reducción de la jornada, lloran abrazados a la ministra de trabajo. El sindicalismo actual le ha usurpado a mucha gente su capacidad para forzar situaciones, para realizar conquistas reales. Cada vez más personas consideran que los sindicatos sólo defienden intereses parciales de una casta de afortunados, y eso, claro está, deslegitima a la izquierda y provoca la desafección de muchos de sus potenciales votantes.
Resulta evidente que hoy en día, tanto en España como en otros países, la única fuerza real existente para parar el fascismo son los partidos de izquierda. Pero no resulta menos evidente que, como hemos puesto de relieve, son las políticas de estos propios partidos de izquierda las que están provocando el auge del fascismo. La izquierda dice defendernos precisamente de aquello que está provocando. Estamos anclados en este círculo vicioso, y no parece que, a la vista, pueda surgir alguna opción política que pueda convertirlo en un circulo virtuoso. Creo que los derechos, o la libertad, sólo se pueden conquistar si se conquistan a la par con la igualdad. Y que si la izquierda no defiende con igual ahínco la libertad, tanto como la igualdad, los desfavorecidos acabaran desertando de la libertad para echarse en manos del fascismo.


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