Con este pomposo título desearía recordar a Elinor Ostrom, fallecida recientemente y cuyas investigaciones sobre la gestión de los bienes comunes le abrió las puertas del Premio Nobel de economía en el año 2009. Más que un homenaje, el presente trabajo contiene reflexiones y recuerdos que me asaltaron cuando leí la noticia de su deceso, sobre la materia a la que más tiempo dedicó, la gestión de los bienes comunes o del procomún, como se le designaba en castellano hace ya muchos años (procomún o provecho común).
Por bienes comunes me refiero a lo que Marx denominó los medios de producción, pero concretamente, a aquellos que son naturales y sobre los que históricamente ha sido difícil ejercer derechos de propiedad privados. Un medio de producción natural es el océano en relación a la producción de peces, o los ríos y los acuíferos, la tierra, la atmósfera, un pastizal, etc.
Muchos bienes comunes poseen las características económicas atribuibles a los bienes públicos, que consiste en su carácter no agotable o ilimitado, en concreto, que producen bienestar sin consumirse: un paisaje, la cultura, la biodiversidad, el arte, la educación, la calle, el conocimiento, la salud, la seguridad ciudadana, el medio ambiente, etc., se pueden disfrutar por cualquiera sin exclusión de terceros. La economía tradicional, al no poseer curvas de oferta, los excluyó de su campo de estudio, a menos que el ordenamiento jurídico privatizara su gestión, en cuyo caso fueron estudiados con el objetivo de extraerles la máxima rentabilidad privada. Pero para que cumplan su función social los bienes públicos deben ser protegidos de la degradación, no tanto por su uso, como por otras actividades privadas que los puedan deteriorar. Esta conjunción de privatización y degradación fue lo que dio pie a la famosa frase de que “el capitalismo privatiza el beneficio y socializa los perjuicios”.
Otros bienes comunes, en cambio, no tienen esta característica que los hace públicos, pero poseen la de su renovabilidad, es decir, que no son infinitos, pero que se producen cíclicamente en un tiempo infinito. Nos referimos a los árboles, el agua, los peces, que en función de una serie de variables ambientales reaparecen aunque se los esté consumiendo, siempre que su uso se realice de modo sostenible.
La expansión del capitalismo se realiza a la par que se privatizan bienes comunes. E. P. Thompson, en su libro The making of the English working class, analizó de forma rotunda la importancia que tuvo la desamortización de los bienes comunes, su cerramiento y traspaso a manos privadas en el auge del liberalismo, y por tanto, la creación de un inmenso ejército de desheredados que emigraron a las ciudades para acabar conformando el proletariado industrial. Manos muertas se denominó a estos bienes en España, queriendo significar con ello que sólo gracias a su transformación en privados y por el aguijón del beneficio individual, estas propiedades podrían incrementar su producción y enriquecer con ello al Estado y a sus ciudadanos. Gaspar Melchor de Jovellanos se deja influir por esta corriente liberal europea, y en su Informe sobre la Ley Agraria, afirmará al respecto:
“(…) el grande y general principio de las leyes respecto de la agricultura se debe cifrar en remover los estorbos que se oponen a la libre acción del interés de sus agentes dentro de la esfera señalada por la justicia (…) Si el interés individual es el primer instrumento de la prosperidad de la agricultura, sin duda que ningunas leyes serán más contrarias a los principios de la Sociedad que aquellas que, en vez de multiplicar, han disminuido este interés, disminuyendo la cantidad de propiedad individual y el número de propietarios particulares (…) Prohibir a un propietario que cierre sus tierras, prohibir a un colono que las defienda, es privarlos no sólo del derecho de disfrutarlas sino también del de precaverse contra la usurpación. ¿Qué se diría de una ley que prohibiese a los labradores cerrar con llave la puerta de sus graneros?”.
Refiriéndose a las tierras comunales y al derecho de los nuevos propietarios a expulsar a los free-ryders o gorrones, añade Jovellanos:
“Sólo una piedad mal entendida y una especie de superstición, que se podría llamar judaica, las han podido entregar a la voracidad de los rebaños, a la golosina de los viajeros y al ansia de los holgazanes y perezosos, que fundan en el derecho de espiga y rebusco una hipoteca de su ociosidad”.
La “remoción de estos estorbos” y la creación de un ejército de “holgazanes y perezosos” se debió no solamente a la usurpación de las propiedades comunales, sino también a la conversión en propiedad privada tanto de los señoríos jurisdiccionales como territoriales, realizado durante el período constituyente de Cádiz y sobre todo, durante el Trienio Liberal. Conviene recordar que en los señoríos jurisdiccionales el señor no era propietario, sino que a través de la tierra, vasallos y señor se ligaban a una prestación mutua donde el señor imponía prerrogativas de justicia a instancias de la monarquía. Como dice el historiador J. Fontana en La crisis del Antiguo Régimen:
“La aplicación del criterio liberal que dejaba la fijación de las condiciones de los arrendamientos al arbitrio del propietario, dio lugar a expulsiones de campesinos, desalojados de las tierras que sus familias venían cultivando desde hacía generaciones”.
La revolución industrial y el capitalismo no surgieron por generación espontánea, sino con el apoyo inestimable de la acción legislativa y gubernamental por crear un ambiente estimulante y favorecedor de la libre empresa y el interés privado, una serie de normas que fundadas en el expolio de la tierra y la conversión de las víctimas en vagos y maleantes instauró en Inglaterra, España y en todo occidente el caldo de cultivo adecuado para la aparición del proletariado industrial y urbano. No fueron las nuevas oportunidades de la ciudad, sino la necesidad de antiguos comuneros que previamente a las reformas liberales conseguían su manutención de forma “gratuita” y que fueron empujados a mendigar un salario para poder sobrevivir. Recuérdese que Humboldt, en sus viajes a Latinoamérica, consigna su experiencia al presenciar la expulsión y destrucción de los platanares indianos para desposeer a los habitantes originales de su tradicional modo de vida y obligarlos a trabajar en las tierras e industrias de los incluseros. Esto fue lo que los manuales de historia han acabado nombrando como “la creación de las condiciones básicas para ejercer la libertad”.
De esos bienes comunes considerados tan poco productivos por los liberales, vivían muchos ciudadanos, gratuitamente, y por tanto, sin que la economía nacional advirtiera riqueza en ello, por no haber transacciones económicas crematísticas. El liberalismo consideró que resultaba imprescindible privatizar estos bienes para incrementar su rentabilidad económica, pero obviando el bien público que provocaba su gestión comunal y eludiendo los impactos negativos que la gestión privada pudiera tener sobre el resto de la colectividad, en concreto, las que al poco tiempo se denominarían como las externalidades, es decir, los impactos ambientales, sociales y económicos ocultos y que nos afectaban negativamente a todos, y que el mercado no había ni podido ni querido monetarizar (o internalizar).
Proudhon se preguntó ¿Qué es la propiedad?, y en este influyente libro afirmó taxativamente que toda propiedad es un robo, y destacaba este proceso de expolio ya descrito, y por tanto, el hecho manifiesto de que gran parte de la propiedad privada capitalista naciera de un robo original, el de los bienes comunes considerados ociosos por el liberalismo. El anarquismo y el comunismo adoptaron pronto este lema, y lo hicieron extensivo al resto de los medios de producción, tanto los naturales como los producidos por la sociedad, en concreto, las máquinas, y consideraron su gestión comunitaria un objetivo crucial de su lucha política, primero en aras de la justicia, ¿pero también de la eficiencia? Al respecto, no olvidemos la acertada frase de Max Weber (Capitalismo y sociedad rural en Alemania) al comparar el viejo orden económico de la tierra (capital público) basado en su uso común, y el que impone el capitalismo. El viejo orden intentaba dar respuesta a la siguiente pregunta “¿cómo puedo darle trabajo y sustento al mayor número de hombres con esta porción de tierra? El capitalismo pregunta: ¿cómo puedo producir el mayor número posible de cosechas para el mercado usando al menor número posible de hombres?” Y claro está, la solución jamás podrá ser la misma, ni poseer el mismo grado ni de equidad ni de eficiencia.
Ostrom destacó que durante muchos años la economía únicamente había considerado la posibilidad de la gestión privada de este tipo de bienes, y en concreto, desde la publicación de La tragedia de los comunes, en 1968 por G. Hardin, se consideraba que el libre acceso a los bienes naturales provocaría su sobre-explotación, es decir, la destrucción de la posibilidad de extraerles un beneficio público. En concreto, si el bien público era fácilmente delimitable (por ejemplo, la tierra), la aspiración consistía en privatizarlo para que un capitalista le extrajera la máxima productividad, y si resultaba difícilmente apropiable, por ejemplo, la atmósfera o el océano, que un organismo estatal o supranacional, estableciera su ordenamiento en aras de la máxima rentabilidad. Otras posibilidades no se contemplaban.
Sin embargo, junto a Ostrom, una serie de investigadores relevantes en el campo de la sociología y de la economía nos advirtieron que el libre acceso, a diferencia de lo que nos dijo Hardin, supone una excepción y que históricamente existen numerosos ejemplos de gestión de bienes comunes a través de usos, normas, regulaciones sociales que controlan el tipo de actividad y los derechos de acceso sin necesidad de privatizar su gestión para conservarlos y librarlos de la sobre-explotación. Consúltese, por ejemplo, el material de la International Association for the Study of Common Property, o el libro de Ostrom, Governing the Commons. The evolution of Institutions for collective action. El propio Hardin, que tanta influencia ha tenido en las políticas privatizadoras auspiciadas por organismos internacionales, consideró también que la apropiación privada del común era un robo, pero al respecto afirmó que “la injusticia es preferible a la ruina total”.
Sin embargo, Hardin realmente pontificó sobre la tierra de nadie, y no sobre la tierra de todos. Y obvió todos los beneficios que gratuitamente nos ofrecen estos bienes, ya sean las llamadas “economías de regalo” (o de don) como su capacidad para absorber las externalidades negativas generadas por el mercado. Estos bienes comunes, por tanto, no sólo se erigen en medios naturales de producción, sino también en medios de reproducción social, en la medida en que mantienen las condiciones de vida de nuestra sociedad y conservan el patrimonio cultural e intelectual de la especie humana. Dada la escasa relevancia científica del trabajo de Hardin, en disonancia con el elevadísimo impacto mediático y político, C.M. Rose, de la Universidad de Yale, denominó su propio trabajo contundente y demoledor en favor del procomún y de la gestión social de los bienes públicos, The Comedy of the Commons.
Un ciudadano posee muchos derechos formales en una democracia, pero creo que en ningún ordenamiento jurídico se encuentra reconocido el derecho humano al usufructo, que vas más allá e incluso se podría contraponer al derecho sacrosanto de propiedad: el derecho humano al usufructo de la parte que del procomún debería tener asignado cualquier ser humano que manifestara un comportamiento responsable y respetuoso con esos bienes de todos, con los comunes.
El conflicto alrededor de cada tipo de bien común surge cuando las tecnologías pueden degradarlo o cuando éstas permiten su compartimentación, su explotación privativa haciendo posible ejercer derechos efectivos de expulsión y acceso controlado. Es entonces cuando surge la confrontación entre aquellos que disfrutaban del bien bajo la tutela de normas y usos sociales, y aquellos individuos que con el pretexto del manejo eficiente y de la gestión moderna pretenden usurpar los derechos de toda la sociedad. El conflicto actual en torno al aire limpio, el clima, el agua, los océanos, los genes o el conocimiento se producen al existir tecnologías que de hecho están degradando el medio ambiente y que están posibilitando su control por unas minorías poderosas.
Se objeta que mientras no exista un propietario el bien no será ni protegido ni mejorado, ya que tales opciones únicamente se ejercitarán cuando un individuo pueda rentabilizar, controlando el acceso, la inversión realizada, y por tanto, vender parcelas o productos del bien común para obtener un beneficio de su trabajo y gasto. Pero como veíamos con anterioridad, muchos de estos bienes comunes poseen la cualidad de ser públicos también, es decir, de no gastarse, por lo que la exclusión de individuos que podrían disfrutar con su uso sin perjudicar ni al bien ni a otros ciudadanos, no resulta eficiente desde la perspectiva de la sociedad en su conjunto. Y por otra parte, el potencial propietario del bien, no sólo obtendrá un beneficio en contrapartida de su inversión, sino también de esa parte gratuita que la naturaleza ofrece y que él se apropia en contra del resto de la sociedad.
Uno de los mayores impulsores de este concepto de propiedad liberal fue el filósofo inglés John Locke, cuyo libro Ensayo sobre el Gobierno civil se erigirá en biblia de la sociedad burguesa liberal. Locke consideró que la propiedad privada existía en el estado de naturaleza, como el derecho a la vida, a la libertad, a la salud y a la integridad, y que por tanto era anterior a la sociedad civil. Y ya que aquel estado original no podía garantizar la invulnerabilidad del derecho privado de propiedad, la sociedad civil se creó para su mejor protección:
«El gobierno no tiene más fin que la conservación de la propiedad (…) para que se prohíba a todos los hombres invadir los derechos de otros y para que sea observada la ley natural que aspira a la paz y a la defensa de todo el género humano. La ejecución de esta ley, en el estado de naturaleza, se ha dejado en manos de todos los hombres [y] todo el mundo tiene derecho a castigar a los transgresores en grado suficiente para prevenir su violación».
Todavía de forma más clara y contundente lo manifestó Rousseau en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres:
“La primera persona que descubrió la manera de decir: ‘Esto me pertenece’, y que encontró gente sencilla que le creyó, tras haber cercado un terreno, fue el verdadero fundador de la sociedad civil”.
Quizá el principal factor de ataque del liberalismo contra los bienes comunes proceda del hecho de que Locke considerara al hombre industrioso y no a la naturaleza como el principal origen del valor conferido a los productos y bienes que consumimos y nos benefician. El liberalismo consideró que del trabajo, y no de los servicios que prestan los bienes comunes, mana la fuente de la riqueza, por tanto, «El que se apropia de una tierra mediante su trabajo no disminuye sino que aumenta los recursos comunes del género humano». El trabajo, por tanto, se consolidará, también por influjo de la ética protestante, en un deber moral.
Como la propiedad privada se consideró natural e innata, y el trabajo como único factor de riqueza social, la mejor manera de fomentar el desarrollo y el bienestar social consistía en asegurar el ejercicio de este derecho y consolidar Estados policiacos que protegieran a los propietarios y a sus propiedades expropiadas del común.
Fue tan potente el influjo del liberalismo en esta materia, que incluso Marx no logró desligarse del todo de él cuando criticó a la propia sociedad burguesa y capitalista, y su teoría de la plusvalía y del valor-trabajo resulta heredera de esta concepción. El comunismo basó su crítica a la explotación capitalista en que al proletario se le enajenaba parte del producto de su trabajo, que para Marx siempre fue un factor productivo individual e inalienable, como para el liberalismo. Aunque también Marx, con gran anticipación histórica, supo resaltar esa enajenación privada de los bienes comunes, el robo original del que habló Proudhon, y vincularlo con los servicios ambientales que ofrecen, y al hecho de que históricamente la sociedad haya creado cultura y conocimientos científicos y tecnológicos que pertenecen al género humano en su conjunto y que los capitalistas, como ya hicieron con la tierra, también intentarán expropiar y por tanto, privatizar. Marx denominó, en los Manuscritos de crítica de la economía política, a estos bienes comunes del conocimiento como “general intellect” (véase “El arte de la piratería”):
“El desarrollo del capital fijo muestra el nivel al que la ciencia general propiedad de la sociedad, ‘knowledge’, se ha convertido en un factor productivo inmediato, por lo tanto, el grado al cual las condiciones evolutivas de la vida social han sido colocadas bajo el control del ‘general intellect’ y moldeadas acordes a él”.
Pensamiento que anticipa las luchas actuales por el software libre y la difusión gratuita de la cultura y el conocimiento tecnológico, por la consolidación de unos derechos de propiedad intelectual que garanticen su uso público y la cooperación social en su creación, difusión y utilización. Hemos comprobado que históricamente las tecnologías han ido ampliando el campo de intervención de lo privado sobre lo común, de tal modo que ya pocos ámbitos quedan donde por motivos tecnológicos todavía no sea posible la apropiación privada de bienes comunes. Pero también las tecnologías, como en el caso de la cultura o el conocimiento, permiten que estos bienes se puedan hacer comunes, es decir, que al desvincularse la transmisión de la cultura y el conocimiento de gravosos medios materiales y poder realizarse ahora a través de tecnologías de la información más baratas y accesibles, la sociedad puede tener la oportunidad de realizar una distribución equitativa del bien si la tecnología de acceso también se distribuye con carácter universal.
Nuestro bienestar, nuestra supervivencia, depende del acceso a bienes que sean capaces de colmar satisfactoriamente nuestras necesidades humanas. Una parte de dichos bienes los recibimos sin que medie un trabajo social, otros, gracias a que hemos sido capaces de protegerlos, y los restantes, porque a algunos bienes públicos les hemos agregado trabajo. Estos últimos son los que se denominan bienes económicos o de consumo, y se venden en el mercado. Pero incluso en este caso, las mercancías son un puzle de bienes comunes que han sido integrados gracias a un trabajo, una inversión y un conocimiento, que a su vez lo forman teselas de otros bienes comunes. Ni el trabajador ni el empresario es un Prometeo que de la nada se inventa un producto que vende, pero tampoco, claro está, esclavos de la comunidad. Creo que la inspiración que ofrecen las infinitas experiencias históricas y actuales de gestión sostenible y equitativa de bienes comunes, junto con las posibilidades que nos brinda el inmenso grado de desarrollo tecnológico, nos deberían permitir encontrar alternativas al capitalismo y su voraz ansia de destrucción de lo común, ya sea por el expolio, como por su inexorable degradación. Y es que “todo es de nadie”, o si lo prefieren “todo de todos”, pero si no lo remediamos acabaremos con “nada para todos”… o para nadie.
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