AQUEL 11-M

En el año 2004 el Estado español estaba en guerra contra IRAK, en alianza con Estados Unidos y Reino Unido. El 11 de marzo la organización terrorista Al-Qaeda provocaba la mayor masacre terrorista de la historia de nuestro país. En aquel entonces yo utilizaba esa misma línea de tren para realizar mis desplazamietos habituales, especialmente mis viajes vespertinos a la Universidad de Alcalá de Henares. El siguiente artículo, «Aritmética del terror», publicado el 25 de marzo de 2004 en EL CORREO ESPAÑOL del País Vasco, refleja mis pensamientos en aquel entonces sobre las víctimas:

«Afirmar que todas las víctimas son iguales resulta una obviedad, porque no existen parámetros para distinguirlas y jerarquizarlas. Pero las víctimas no pueden hablar, están muertas, no poseen voz propia y para infundirles valor ético, que no vida, precisamos de nuestra palabra, de la voz de los que quedamos, los vivos que hablamos de ellos y que les prestamos la voz que otros les robaron».

Aritmética del terror

Afirmar que todas las víctimas son iguales resulta una obviedad, porque no existen parámetros para distinguirlas y jerarquizarlas. Pero las víctimas no pueden hablar, están muertas, no poseen voz propia y para infundirles valor ético, que no vida, precisamos de nuestra palabra, de la voz de los que quedamos, los vivos que hablamos de ellos y que les prestamos la voz que otros les robaron.

¿Qué diferencia a la víctima de cualquier otro muerto? Ambos son materia inerte. Pero debiera haber algo distintivo en algunos muertos que resulte imprescindible para convertirlos en víctimas. No sólo que hayan muerto violentamente a manos de otro, sino que posean una inocencia especial, un estar fuera de toda sospecha y culpa. Pero ¿podemos decir que alguien mereció morir o que su muerte estuvo justificada? A veces oímos decir que aquellos “se lo tenían merecido”, otras veces, que “se lo estaban buscando”, o que haciendo o diciendo tal cosa podrían haber evitado la muerte. Pero lo máximo que podemos decir de algunos asesinados, esos a los que merecidamente llamamos víctimas, es que dio la casualidad de que estaban allí y de que precisamente por estar allí fueron asesinados.

La relevancia política de algunas muertes violentas es la de haber sido asesinados por defender determinadas ideas. Pero la relevancia moral de aquellos a los que llamamos víctimas es la de haber sido asesinados por algo sobre lo que ellos ni han podido elegir, ni de lo que se han podido desprender para poder salvar la vida. El verdadero estatuto de víctima, por tanto, no lo da el asesinado, ni tampoco la sociedad, sino que lo define el asesino cuando decide dotar a un conjunto de personas de la condición de indeseables, no por la palabra pronunciada, no por una idea defendida, sino por una característica que es el propio asesino quien se la da, quien se la asigna como una diana de la que el asesinado jamás se podrá desprender.

La víctima resulta anónima porque podría haber sido cualquiera. Pero casi siempre intentamos desprendernos de las víctimas, o acusándolas de ser como son, o excluyéndonos de aquellos grupos contra los que más comúnmente se lanza la violencia. Pero masacres como las de Madrid nos enfrentan irrenunciablemente a las víctimas, a ese azar macabro al que en esencia se reduce todo acto violento que produce víctimas. Nos produce angustia pensar en la inutilidad de esas muertes, en su arbitrariedad, en que han sido privadas de la vida no por ellas, no por sus actos, ni por sus acciones o ideas, sino por nada de lo que ellas sean responsables. Por ello todas las víctimas son anónimas e iguales, porque no existen parámetros ni para compararlas ni para poder distinguirlas.

Asignamos la condición de víctimas a muchos asesinatos, también a muchos tipos de muertes violentas fortuitas, porque comparten, en mayor o menor medida, algo del carácter de las víctimas absolutas, aquellas que encontraron la muerte sin una razón de la que ellas fueran responsables. No digo responsables de morir asesinados, sino responsables de ser como son y por ello, convertidos en blanco de sus asesinos. En la mujer asesinada a manos de su marido o en el militante político asesinado por el terrorista siempre podremos encontrar alguna característica que la víctima eligió libremente y que es una de las causas o razones que el asesino encontró para matarla. En aquella, su decisión de mantener un entorno de libertad o de cambiar su vida, en estos, de poseer y declarar abiertamente sus ideas. Por ello estas muertes no nos producen tanto desasosiego como la de las víctimas absolutas, las de los trenes de la muerte, por ejemplo, asesinadas por nada que ellas hubieran decidido, sino por el azar conjugado con una decisión cuyas reglas sólo residen en la mente de sus asesinos.

Resulta más fácil, para nosotros los supervivientes, seguir viviendo cuando no debemos enfrentarnos a víctimas, cuando en los asesinados podemos encontrar ideas o aptitudes que defendieron y que en suma fueron las que sus asesinos no pudieron soportar. Nos resulta más fácil comprender, nos aportan una ética, una fortaleza especial, porque en cierto modo podemos encontrar el acto libre de la voluntad que desencadenó la respuesta violenta del asesino y su muerte injusta. Sin embargo, en el caso de las víctimas, de los judíos gaseados en la segunda guerra mundial, de todos los asesinados por motivos raciales, de los actos indiscriminados de terrorismo o de los daños colaterales de las guerras humanitarias, encontramos simplemente la nada, el vacío de sus cuencas vacías, de su palabra cercenada, de su voluntad inútil.

Ante las víctimas, esos asesinados anónimos, nos resulta muy difícil pensar y actuar, ser capaces de discernir y establecer una respuesta adecuada al acto violento. Por esta razón, nos hemos cobijado tantas veces en la masa,  hemos querido pertenecer a grupos de baja vulnerabilidad, intentando pasar desapercibidos, o hemos simplemente culpabilizado a la propia víctima, para no caer en el terror que se desataría en nosotros si al cabo nos diéramos cuenta de que ellos, los asesinados, y nosotros, somos las mismas personas, y que sólo el azar y una voluntad enfermiza y arbitraria ayer los seleccionó a ellos en un recuento al que nosotros asistíamos con la misma probabilidad. Cuando nos percatamos de este álgebra siniestro, la aritmética del terror se apodera de nosotros.

La última intención política de estos actos violentos consiste en querer construir un mundo sin nosotros, tan sólo habitado por ellos y su voluntad totalizadora, un sistema donde los únicos supervivientes no hayan muerto porque perdieron el juicio y la libertad por obra del terror. Es en este fin abyecto de los terroristas donde debemos encontrar nuestra redención como comunidad, el camino para dotar de valor político y ético a tanta muerte inútil. Porque cuanto más anónimos y arbitrarios resultan los asesinados, más universalidad adquieren los actos violentos que los transformaron en víctimas. La conversión de una comunidad política en víctima deviene así en el acto supremo de la explotación política. Ocurre esto cuando al asesino no le interesa matar a nadie en concreto, cuando pretende propagar la noticia de que el asesinado será cualquiera, anónimo y arbitrario, de que no le importa conocer a la víctima, de que no desea saber nada ni de su historia ni de su pensamiento, ni de su conducta ante la vida. Al adquirir la comunidad política forma de rebaño en la percepción del terrorista y al reconocernos como rebaño en la retina de un matarife, queda expedito el trabajo del pastor, de los guardianes del rebaño, ese otro elemento tan necesario a la espiral de la violencia. La lucha por dotar de sentido ético y político a las víctimas posee así una doble componente: porque resulta tan necesario defenderse del guardián al que nos ofrecemos para salvar la vida y soportar el miedo, como del terrorista que siembra el pánico arbitrariamente.

Varios días después de los atentados de Madrid los trenes todavía van en silencio. El mismo silencio que se desprende de cada una de sus 200 víctimas mudas. Pero el hecho de que no hayan sido asesinadas por ser personas únicas y originales, sino tan sólo en calidad de hombres y mujeres iguales en el derecho a la vida, nos obliga a considerar a cada una de estas víctimas como si fuéramos nosotros, a encontrar en esas muertes aparentemente inútiles el sentido último del vivir juntos. Su ausencia nos obliga a darles la palabra, a darles nueva vida en el imaginario colectivo, a recuperar esa idea última del convivir y de la solidaridad que se resume en la proclama: o todos o nadie, o nos salvamos todos o aquí no queda nadie. Porque si no somos capaces de hablar por las víctimas, si nos les ofrecemos nuestra voz, seremos nadie, seres anónimos inútiles para la vida en común. Pero si dejamos el mundo a sus matarifes o a nuestros guardianes, habremos convertido en nada nuestra comunidad política.

Hablemos, dialoguemos, llenemos otra vez de palabras los trenes, desterremos el silencio que convierte en inútiles a las víctimas, recuperemos su humanidad en nuestro conversar diario sobre cualquier cosa, para que la palabra no muera, para que la palabra no se apague ni sea de nuevo asesinada, porque mientras exista ese hilo de voz que todos formamos contando y relatando cosas existirá todavía una oportunidad para vivir al fin en paz. Que el silencio por el duelo de las víctimas de Madrid no lo convirtamos en silencio de corderos.

 

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