Leer al neurólogo Oliver Sacks siempre reporta un gran placer. Tanto sus referencias autobiográficas, como la exposición de los casos clínicos a los que se ha enfrentado en su vida profesional, denotan la complejidad del cerebro y su aparente fragilidad, su plasticidad y capacidad para recuperarse tras una lesión.
Actualmente estoy apurando su libro Musicophilia, al que me acerqué creyendo que iba a contener su relación personal con la música, de similar modo a cómo narró en El tío Tungsteno su aprendizaje juvenil en el apasionante mundo de la química. Está más cerca aquél de ese otro tan sorprendente The man who mistook his wife for a hat (El hombre que confundió a su mujer con un sombrero), del tipo de los que narra cómo la capacidad perceptiva del cerebro se puede deteriorar o alterar como consecuencia de lesiones cerebrales, en concreto, cómo la percepción musical se aminora o pervierte en personas neurológicamente enfermas, ya sea por un trauma o por un deterioro del envejecimiento. Pero también cómo la música se convierte en un procedimiento terapéutico en el tratamiento de ciertas dolencias cerebrales. Lo atractivo de estas últimas lecturas consiste, creo yo, en que enseñan a comprender el funcionamiento correcto de nuestro cerebro al compararlo con los fenómenos anómalos, que lejos de ser una excepción o una rareza constituyen casos que se dan con una frecuencia mayor de la que suele pensarse.
En Musicophilia narra varios casos relacionados con la percepción del sonido y de los tonos musicales, en concreto, habla de alucinaciones musicales, del oído perfecto, de la imaginación musical, la amusia, la epilepsia musicogénica, la disharmonía, la sinestesia y la amelodía, entre otras muchas. Una de estas alteraciones me ha parecido especialmente sugerente, porque me ha recordado un relato que leí hace tiempo cuyo desenlace ahora he llegado a comprender mejor gracias a la lectura de este libro de Sacks. Se trata de nuestra capacidad estereofónica, diríamos mejor, espacial, de situar los sonidos en el ambiente tridimensional que nos rodea, y que procede tanto de la disposición de nuestros dos oídos, como de nuestra capacidad cerebral para integrar y situar las ondas sonoras en el espacio. Cuando una persona pierde la capacidad auditiva en uno de sus oídos, el sonido se hace plano y pierde la estereofonía. Sin embargo, y de ahí lo sorprendente, el cerebro, utilizando su memoria perceptiva tridimensional se reprogramará para acabar conformando una imagen cuasi tridimensional a partir de los datos procedentes del único oído sano.
En especial, me resultó muy esclarecedor de lo que significa la audición espacial, el modo cómo un crítico musical, que quedó sordo de un oído, explica su experiencia con la música (páginas 59 y 60). Recuerda que cuando escuchaba músicacon sus dos oídos todavía sanos “solía oír ‘edificios’”, y que los sonidos poseían para él “sustancia arquitectónica y tensión”:
“Éstos (sonidos) tenían ‘suelos’, ‘paredes’, ‘tejados’, ‘ventanas’ y ‘sótanos’. Ellos expresaban volumen (…) Para mí la música siempre había sido una especie de contenedor tridimensional, una vasija, tan real en su esencia como una cabaña, o una catedral o un barco, con un fuera y un adentro y subdividida en espacios internos”.
Y es aquí donde me topé con la coincidencia, en el hecho de que al expresar su vivencia musical, el crítico aludiera a la catedral como “contenedor tridimensional” de música, y que hace unos años hubiera yo leído el relato Catedral del escritor norteamericano Raymond Carver, donde narra, con esa prosa tan especial, sencilla y cortante, cómo un ciego “aprende” a percibir lo que es una catedral. Veamos.
Sabemos de la extraordinaria capacidad de los ciegos para usar el tacto y el oído, pero sin la perspectiva que aporta el sentido de la vista, resulta enigmático cómo podría un ciego percibir un espacio tan amplio y tan perfectamente estructurado, donde la luz, difuminada a través de las vidrieras, crea un elemento indisoluble con el espacio pétreo semi-transparente que la confina y que revela, según el deseo de sus creadores, el misterio de la Encarnación, donde el vacío interno sería ese útero mariano que como Dánae en el mito griego, fue fecundado por una lluvia de oro divino que atravesó, sin tocarla, la celda donde yacía confinada.
El relato de Carver deja un poso ácido y un tanto incierto. El ciego le pide al marido incrédulo de su amiga que dibuje una catedral, que él agarrará su mano, dando a entender que por sus movimientos percibirá lo que dibuje y por tanto, el concepto de catedral. O eso creía yo hasta ahora.
– Adelante, muchacho, dibuja. Dibuja. Ya verás. Yo te seguiré. Saldrá bien. Empieza ya, como te digo. Ya verás. Dibuja.
Pero vuelvo a leer este fragmento, y en contraste con la primera lectura, me sugiere que sería más bien el ciego el que, en realidad, guiara la mano del muchacho, que nunca había dibujado antes y que desconocía lo que era una catedral: “Catedrales. Es algo que se ve en la televisión a última hora de la noche. Eso es todo”.
Y es que el ciego afirmará, premonitoriamente, y en dos ocasiones, “Ya verás”, como si gracias a este juego el muchacho pudiera ahora ver y comprender la catedral a instancias nada menos que de un ciego que le guía la mano sobre el papel y que con un dibujo, plano aunque en perspectiva, estuviera enseñándole una realidad dotada de volumen.
Hay un punto en que todo se desborda, a partir del momento en que el ciego le dice al muchacho que cierre los ojos y que siga dibujando sin abrirlos hasta que él le detenga.
– Creo que ya está. Me parece que lo has conseguido. Echa una mirada. ¿Qué te parece?
Pero el muchacho, para sorpresa del lector, se atreverá a mirar el dibujo sin abrir los ojos, porque: “Yo seguía con los ojos cerrados. Estaba en mi casa. Lo sabía. Pero yo no tenía la impresión de estar dentro de nada”.
En suma, parece que fue el ciego el que le enseñó al otro a imaginar. Porque en realidad, lo que consigue el invidente, es recrear en su mente una experiencia tridimensional a partir del tacto de una abstracción bidimensional, que es el dibujo de la catedral que representa. Esto mismo es precisamente lo que consiguen los que pierden la audición de uno de sus oídos, que enfrentan la pérdida de espacialidad del sonido con la reprogramación de su cerebro con el fin de poder recrear, imaginar, una representación volumétrica a partir de una información plana, con sólo dos dimensiones.
En el relato de Carver no se dice nada sobre la causa de su ceguera. No es lo mismo que siempre hubiese sido ciego o que ésta hubiera acaecido posteriormente a la experiencia de haber sido capaz de ver alguna vez. En este último, el proceso de imaginar el espacio, y los sonidos y rayos luminosos en él, sería similar tanto en la persona medio sorda como en la ciega. En cambio, si la memoria del ciego no atesoraba experiencia sensorial, ¿cómo reprogramar sin datos el cerebro y cómo transmitírselo a otra persona?
Pero aquí llega lo verdaderamente interesante. Más del 60% del trabajo de las neuronas del córtex cerebral está relacionado con la visión. Evidentemente, tal capacidad no permanecerá ociosa si esa zona del cerebro dejase de recibir datos visuales. Este magnífico potencial analítico lo empleará el cerebro del ciego para mejorar el procesamiento de otras informaciones provenientes del exterior, entre otras, la auditiva. Por ello ha habido tantos músicos ciegos. Por esta razón creo que los ciegos pueden “ver” la tridimensionalidad a través del sonido, por cómo suena una música, por ejemplo, en un determinado “contenedor tridimensional”, inferir su forma y volumen. Sería algo así como un murciélago, capaz de detectar la forma de las cosas, la dimensión del confinamiento, por cómo el sonido baña, bruñe los objetos que toca. Y a través de ese córtex dispensado del trabajo de analizar luces y por ende, super-capacitado para el análisis espacial del sonido, ofrecer al ciego la posibilidad de poder ver el espacio, de imaginar lo que significa una catedral y además, como en el relato de Carver, poder enseñárselo a un vidente.
Lo magnífico de haber utilizado una catedral y no una cabaña o un palacio o un castillo, consiste en que las catedrales, sobre todo las góticas, se construyeron para que sonaran, para conseguir una especial reverberación de la música en su interior. Y no de cualquier música, sino de la primera música polifónica escrita en Occidente. Me refiero a la Escuela de Notre Dame y las sutilezas contrapuntísticas de sus órgana, conductus, motetes y discantus.
Desearía sentarme en medio de la nave principal, y con los ojos cerrados escuchar en su interior cómo la música a tres voces de Maese Perotin rebota sobre las cúpulas, contra los fustes, la piedra en tensión por la acción de los arbotantes, cómo las chicas de Anonymous 4 acarician con sus voces nacaradas el cristal plomado de las vidrieras, o el Ensemble Gilles Binchois, dirigido por Dominique Vellard, hace resonar las naves como tubos de un órgano. Si yo hubiese sido el ciego de Carver habría podido conocer la catedral por su música. Creo que resulta imposible saber lo que es una catedral a menos que se haya imaginado su espacio repleto de voces, de sonidos y polifonía, si no se ha reconstruido mentalmente a través de la sonoridad la verticalidad y volumen de sus naves, la espacialidad de su luz y la transparencia de sus muros.
Visión de la catedral by Rui Valdivia is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 4.0 Internacional License.
Deja una respuesta