Sobre la novelística un tanto cursi y romanticona de Jane Austen he leído todo tipo de justificaciones extra-literarias con objeto de hacer digerible su arte narrativo. Creo que la calidad de su escritura posee en sí misma suficiente capacidad para obviar cualquier tipo de coartada sociológica. Realmente no necesitamos ni vincularla con el feminismo, ni convertirla en una crítica social, para disfrutar de su prosa jovial, irónica, sentimental de corte psicológico, y por qué no decirlo, un tanto moralista.
Comparto la opinión de Nabokov sobre las razones para leer, para disfrutar artísticamente de la lectura de poesía o novelas. Ideas que no son nuevas, que ya encontramos en la correspondencia y en la práctica literaria de Flaubert, por ejemplo, pero que el escritor ruso-americano define muy acertadamente en su Curso de literatura europea:
“Los estudiantes se inclinaron (erróneamente) en su mayoría por la identificación emocional, la acción y el aspecto socioeconómico o histórico. Naturalmente, como habréis adivinado, el buen lector es aquél que tiene imaginación, memoria, un diccionario y cierto sentido artístico, sentido que yo trato de desarrollar en mí mismo y en los demás siempre que se me ofrece la ocasión”.
Realmente, la obra de Austen nos ofrece un fresco que nos ilustra magníficamente sobre una parte de la sociedad británica de aquel momento, de los inicios de la industrialización y el colonialismo, un zoom de la aristocracia rural en los años previos del comienzo de lo que históricamente se ha venido en llamar la época victoriana. Pero así como otros novelistas, bien es verdad que un poco posteriores, sí incluyen numerosos diálogos sobre la situación social, el cambio de las costumbres, política o luchas sociales –recordemos, por ejemplo, las largas discusiones al respecto en Ana Karenina o La educación sentimental-, Austen pasa de puntillas, incidiendo sobre todo en retratar la moralidad y las costumbres, podríamos decir, a nivel de microcosmos, de familia o casi de aldea, sustrayendo su objetivo de otros temas o procesos de más enjundia y alcance. Y puede sorprender que esto esté ocurriendo en un momento histórico sacudido por grandes conflictos que ponían en peligro la estabilidad de esa misma aristocracia rural que Austen gustaba de retratar: la Revolución Francesa, las guerras napoleónicas, el esclavismo, la independencia de las colonias, etc.
Puede llamar la atención, y ello algunos lo considerarán un demérito de su obra, que Austen nunca contemple en su universo otras clases sociales, como sí hizo Dickens al poner de relieve el contraste cultural y social de diferentes estratos de la sociedad británica. En Emma aparece la siguiente descripción del carácter de su protagonista:
“Emma era muy caritativa y socorría las necesidades de los pobres no sólo con su dinero, sino también con su dedicación personal, su afecto, sus consejos y su paciencia. Comprendía su modo de ser, no se escandalizaba de su ignorancia y de sus tentaciones, ni concebía novelescas esperanzas de extraordinarios actos de virtud en aquellas personas por cuya educación tan poco se había hecho”
Pero Austen elude incorporar en su novela la escena en la que Emma visita a esa familia pobre en su cabaña, y evita utilizar su fina ironía y punzante capacidad introspectiva para ofrecer al lector un nuevo motivo de reflexión a través de los diálogos entre la educada Emma y sus vecinos pobres y escasamente ilustrados:
“…y después de permanecer allí todo el tiempo que pudo darles ánimos y consejos, salió de la cabaña tan impresionada por la escena que acababa de presenciar, que dijo a Harriet mientras regresaban:
– Harriet, esos espectáculos son los que nos hacen mejores. Al lado de esto ¡qué trivial parece todo lo demás!
Al hilo de las ideas de Nabokov sobre ¿por qué leer?, considero que esta fotografía, no de paisajes sociales, sino de retratos familiares íntimos, a la que resulta tan asidua Jean Austen, no se corresponde con el aspecto más alabable de su narrativa. Sí quizás para el historiador, o el sociólogo, que aquí encontrará abundante material de investigación. Pero el hecho de que la saludable revaloración de la obra de Austen –se cumplen 200 años de la primera edición de Orgullo y prejuicio– haya venido precedida por la imprescindible transformación de la escritora británica en una proto-feminista que bajo la aparente insustancialidad de sus tramas y descripciones sociales escondía un espíritu rebelde que se anticipaba a su tiempo, y cuya escritura hubiera que interpretar entre líneas para encontrarle verdadero valor literario, me parece una inversión de los términos que deben usarse para valorar una obra de arte literaria.
Como decía Johnson, “No leáis para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o de disertación, sino para sopesar y reflexionar”. Ideas acerca de la lectura que resultan especialmente ciertas y recomendables cuando pretendemos tener entre nuestras manos un libro de Austen, poseer la suficiente imaginación para dejarnos subyugar por su mundo, la coherencia de las situaciones y los caracteres, a pesar de ser tan distantes y en cierto modo superados históricamente. Su fina ironía, la inteligencia emocional, la sutiliza de las tramas, los claroscuros de las personalidades, la emoción tras cada recodo aflorando como una sorpresa sin aspavientos. Leemos a Austen, como diría Bloom,
“para fortalecer nuestra personalidad y averiguar cuáles son sus auténticos intereses. Este proceso de maduración y aprendizaje nos hace sentir placer, y ello es la causa de que los moralistas sociales, de Platón a nuestros actuales puritanos de campus, siempre hayan reprobado los valores estéticos”.
Unos valores estéticos que caso de poseerlos deberíamos relativizarlos para dejarnos subyugar por la “puritana y conservadora” escritora británica.
Entendemos la evolución del género literario de la novela desde la centralidad que adquieren sus personajes, esos entes imaginarios creados para afrontar una trama que los expone a un contexto y a unas situaciones. He aquí los tres elementos singulares de la novela –personajes, situaciones y contexto- que el escritor describe, y a los que pone en juego frente a la inteligencia del lector. Por contexto me refiero al lugar, al momento, la cultura, los valores, todo aquello que podríamos quizás denominar las circunstancias sociales, políticas, ambientales que rodean a los personajes. Por situaciones, el azar, el destino, los deseos propios y ajenos a los que se enfrentan los personajes y a los que deben dar respuesta. El conjunto de estos tres elementos, la forma de amalgamarlos y ser contados definen el modelo narrativo de cada escritor.
Creo que el elemento que más suele perturbar la crítica que merecen las obras literarias se relaciona con el papel que en ellas desempeña el contexto. En el caso de Austen el contexto resulta evidente y la escritora lo describe de forma palmaria. Porque este contexto o escenografía queda constreñido a los aspectos morales y sociales relacionados con el matrimonio en el entorno rural de la aristocracia provinciana de la Inglaterra pre-capitalista, y por aparecer como una variable de contorno que en ningún momento resulta cuestionada, la obra de Austen caería dentro de lo que podríamos caracterizar como de función conservadora de la novela, y más aún, de tipo moralizante o ejemplarizante, ya que en todo momento la escritora muestra cómo debe comportarse una señorita según la clase social a la que pertenece, sin cuestionar jamás los valores imperantes, que así se muestran como elementos inmutables de la trama que todos aceptan.
Con este bagaje parecería que la obra de Austen no tendría demasiado valor a la luz del papel que el contexto ha ido asumiendo en los movimientos literarios posteriores, donde los personajes no sólo se enfrentan a las situaciones, y en donde el contexto no aparecería ya como algo fijo sino que iría adoptando las funciones de las situaciones, contra las que el personaje se enfrenta, critica, o acepta con decepción. Estaríamos frente a la novela que podríamos denominar de corte social, revolucionaria o progresista, que en el extremo asume la forma del personaje “rebelde” que intenta cambiar la realidad, su contexto.
Ciertos lectores, y sobre todo, críticos literarios, consideran que el papel inexcusable del arte consiste en criticar la realidad, por lo que el valor artístico de una obra dependería de la maestría con que el escritor sea capaz de describir el contexto y sobre todo, convertirlo en situación que el personaje debe enfrentar y criticar. Por ello, para esta concepción tan rígida de la literatura, que una escritora como Austen pueda entrar en los altares de la narrativa, deberíamos ser capaces de poder desentrañar los elementos revolucionarios o críticos de la novelista y ser capaces de explicar que tras su aparente conservadurismo se esconden ciertos elementos de crítica que tras un análisis minucioso de su vida, cartas y obra deberíamos ser capaces definir para que sus novelas puedan ser leídas, y sobre todo, valoradas, por el público actual.
No comparto este concepto del arte, y no considero que la cantidad de disfrute que una obra nos puede reportar deba depender del porcentaje de crítica social que contiene. El que el contexto no sea directamente criticado y que no asuma en la novela un papel activo, en sí mismo no debería desvirtuar la obra literaria. Tampoco creo que ese papel revolucionario o de incitación a la acción se dé con mayor fuerza en las obras que abiertamente critican la realidad política en contraste con las que consideran el contexto fijo durante el desarrollo de la trama. Eso que la filosofía marxista denomina las contradicciones del sistema y cuya develación debería preceder a la toma de conciencia en la que sustenta la acción política, pueden aprenderse y detectarse en obras literarias de muy diferente cariz, tanto en las conservadoras como en las progresistas o críticas, ya que no deberíamos pasar por alto la capacidad del lector para asumir un papel activo en la interpretación de la obra y sobre todo, cómo la nueva información se relaciona con su propio carácter, inteligencia, ideología y valores.
El elemento más atrayente de la obra de Austen descansa en su capacidad para dibujar y delinear caracteres, y en relación con sus “heroínas” casaderas, su maestría para enfrentarlas a situaciones contradictorias y sondear en sus respuestas a través de sus diálogos interiores y con personas de su confianza. Puede decirse que el “drama” surge alrededor de la respuesta que diferentes caracteres (tipos de persona) ofrecen a cada una las situaciones de la trama con el objetivo de comportarse siempre y en todo momento de forma correcta, como una señorita georgiana de su clase en relación con la moralidad puritana. Y el mérito de la escritora británica consiste en haber sido capaz de crear obras de interés, amenas e inteligentes, dotadas de intriga y perspectiva psicológica, con tan parcos y discretos materiales de índole social (contexto).
Parece ya superada la época romántica en que las obras literarias debían crear “héroes” atractivos con los que el lector pudiera identificarse como aspiración o “alter ego”. Por ello, resulta no sólo posible, sino deseable, la posibilidad de poder disfrutar de esta literatura sentimental sin necesidad de sentirnos identificados con ninguna de estas señoritas tan honestas y bien educadas.
Desearía destacar el papel que desempeña el sentimentalismo y en concreto su racionalización, un tipo de relación entre afecto y razón que precisamente se comprende cuando se lee a Austen, por lo que también su obra podría calificársela como de sensitiva o “psicologista”. Aunque Austen pertenece a una generación posterior a la de los hijos de Johan Sebastian Bach, y resulta contemporánea del clasicismo vienés de Haydn y Mozart, sin embargo, siempre el carácter sensitivo de su obra me recuerda la música “manierista” que actúa como puente entre el barroco y el clasicismo, el estilo del empfndsamkeit (de la sentimentalidad) que tan cercano tuvo Austen de las manos de Johan Christian, el Bach de Londres. Música intimista, con innumerables cambios de dinámica y acentuaciones, de melodías suaves y extensas, modulaciones serenas, exquisitez, música de salón o galante, etc.
Este espíritu sensitivo se expresa a través del empeño por ahondar en las motivaciones psicológicas y temperamentales de los actos de los protagonistas. No olvidemos que estamos en plena Ilustración, la Revolución Francesa resulta contemporánea de la obra de Austen, y en sus novelas surge la necesidad de que todo el sentimiento sea racional, comprensible, explicable y nunca desbocado. Por ello, nos enfrentamos, aunque parezca un contrasentido, a dramas psicológicos donde la intriga, la sorpresa o lo inesperado, el atractivo para continuar con la lectura, proviene de las diferentes interpretaciones racionales que los protagonistas nos ofrecen de las mismas situaciones sentimentales, de modo que un mismo personaje, a lo largo de la novela, podrá ser presentado sucesivamente investido por diferentes ropajes morales, y el lector, a su vez, alterando su concepto de los diferentes personajes al albur de las diferentes perspectivas desde las que cada uno de ellos, y el propio lector, contempla los hechos y los sentimientos que se nos ofrecen.
En este universo sensitivo que Austen aspira a desvelar por la razón, por justificaciones psicológicas coherentes con la moral y la educación puritanas, la novelista afianzará la personalidad de sus heroínas en la libertad, en el intento de adueñarse de sus propio futuro gracias al ejercicio de su propia voluntad y capacidad para modificar las situaciones y los pensamientos de los otros personajes, eso sí, renunciando a intentar modificar el contexto (cultural, moral, social) en que esas decisiones se adoptan.
Como afirma J.L. Caramés en el prólogo a la edición de Cátedra de Orgullo y prejuicio:
“En Jean Austen se va a producir una reacción en contra del sentimentalismo centrada en la idea contraria al argumento de novela que trate de entender a la heroína como aspirante a gracias especiales que le son concedidas por su humildad. Más aún, Jane Austen desea una heroína que consiga sus fines por sus propios medios”
¿Cómo hacer compatible el amor con la moral puritana y con la jerarquía social? Este el terreno de juego donde se mueve la obra de Austen. Novelas de final feliz, ejemplarizantes, que giran alrededor del matrimonio y cuyo sentido dramático nace del intento de hacer que el matrimonio no sólo funcione como instrumento económico y moral, sino también como culminación del sentimiento.
Creo que la obra de Austen se entiende y se disfruta mejor cuando se la lee en contraste –o conjunción- con la obra de dos escritores posteriores que ya contextualizan sus obras en la sociedad victoriana de la revolución industrial, Henry James y D.H. Lawrence, y en concreto sus novelas, respectivamente, Retrato de una dama y Mujeres enamoradas, porque en ambos casos se produce algo así como la sublimación del espíritu sensitivo tan característico de Austen.
En el primer caso, James nos abruma con un puzle psicológico de gran barroquismo, inteligencia, complejidad y finura, donde el juego de perspectivas y de puntos de vista adquiere ya un carácter monumental. Si comparamos el Retrato de una dama con Emma, comprobamos que en aquella la “heroína” alcanza un grado de sofisticación, inteligencia y moralidad que sublima al que pudiera poseer Emma. En James ya no se da la ejemplaridad, el lector, continuamente ofuscado por el complejo hechizo de las diferentes interpretaciones psicológicas de los acontecimientos y de sus motivaciones, avanza torpemente sin alcanzar a desentrañar, tan sólo en muy contadas ocasiones de enorme poder evocador y artístico, lo que en realidad está ocurriendo, sin atreverse a ofrecer una valoración moral cierta del comportamiento de los personajes principales. Si las heroínas de Austen al final aciertan y se casan felizmente (nunca sabremos lo que ocurrió el día después), en cambio, Isabel Archer, a pesar de su inteligencia y su larga búsqueda, equivocará su elección, de modo que una gran parte de la obra va a centrarse en la progresiva descomposición de ese matrimonio, como si esa sublimación del sentimiento en la que nos sumerge James y que caracteriza a su dama no pudiera producir nada bueno, un puro esteticismo, un vano afán de crear una vida bella donde arte, amor, inteligencia, estatus social y moral pudieran fundirse en una armonía de imposible resolución.
Esta sublimación del sentimiento que alcanza la obra de James y que animo a disfrutar en conjunción con la de Austen, contrasta con la sublimación de la que Lawrence intentó escapar. Si aquella se refería a sublimar, en el sentido de alcanzar la perfección o el engrandecimiento del sentimentalismo dieciochesco, en cambio, en Lawrence se da una negación de la sublimación en otros términos, más en consonancia con la definición que de este concepto (sublimar) nos ofrece el psicoanálisis en la acepción de sublimar los instintos, y en concreto, el sexo, como forma de transformar un instinto considerado inferior o primario por otra actividad aceptada socialmente. De hecho, la pulsión sexual no aparece en la obra de Austen. Sorprendente para un lector moderno que se pueda hablar de sentimiento, de amor, sin que aparezca la atracción física, el deseo, la líbido. En sus novelas se desatan sentimientos, pocas veces pasiones, al nivel de la amistad, los celos, la envidia, la compasión, el honor, el amor filial, pero jamás de la atracción sexual. Nunca aparecerá la menor insinuación al respecto, el matrimonio se desea al margen del sexo, como si este fuera un mero instinto animal al que los seres humanos educados no se enfrentan, ni siquiera contemplan como componente de la voluntad.
– Y ahora, ¿no puede llamarme ‘George’?
– ¡Oh, no, imposible! Yo sólo puedo llamarle ‘señor Knightley’… Pero le prometo –añadió en seguida riéndose y ruborizándose al mismo tiempo-, le prometo que le llamaré una vez por su nombre de pila. No puedo decirle cuándo, pero quizá sea capaz de adivinar dónde… en aquel lugar en el que dos personas aceptan vivir unidos en la fortuna y la adversidad.
El sentimiento de Austen resulta sublimado, porque en él se da esa transformación que Freud destacó de la pulsión sexual por otros instintos considerados más excelsos o menos primitivos y brutales, cuales son el deseo de riqueza, de amor o sentimiento, de reconocimiento social o de honor. Lawrence, en cambio, eliminará esta sublimación del sexo, y afrontará por primera vez y de forma decidida la consideración del atractivo sexual, del deseo sexual como una variable indispensable para entender el comportamiento humano. En Mujeres enamoradas, sus heroínas acometen este reto, de forma decidida, una actitud de la que la novela posterior ya no se podrá desprender. Las heroínas de Lawrence se enfrentan a un mundo feo y opresivo que a marchas forzadas está perdiendo la belleza y la naturalidad por obra de la revolución industrial, la deforestación, los humos, la contaminación de las aguas, etc., y sobre todo, la degradación humana tanto de los poderosos, como de las pobres víctimas del progreso. La figura del minero sucio, enfermo, alcoholizado y analfabeto sintetiza junto con el paisaje negro, hostil de las escombreras y los hornos, la degradación de lo humano en cuyo contexto las jóvenes “casaderas” de Mujeres enamoradas buscan, junto con los hombres con los que comparten experiencias sexuales y anímicas, esa esencia humana de dignidad destruida por la revolución industrial y que Austen definió en ese microcosmos en el que situó sus intrigas.
Austen supo crear un tipo novela original que creo puede aportar numerosas alegrías y verdades a los lectores del siglo XXI. Se apartó del sentimentalismo vacuo e irracional de la novelística de su tiempo, así como de la denominada novela gótica, basada en hechos fantásticos y misteriosos, y supo dotar a sus obras de intriga, sin recurrir a oscuros misterios, y de sensibilidad, sin buscar la lágrima fácil, y lo consiguió con dos recursos estilísticos de gran valor, cuales son la ironía y la inteligencia.
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