ENZIMAS

RUI VALDIVIA

El doctor japonés Hiromi Shinya acaba de publicar el libro La enzima prodigiosa, que se ha convertido en un auténtico éxito de ventas. La tesis fundamental de su trabajo consiste en destacar la importancia que poseen los hábitos alimenticios y sociales para mantener un buen estado de salud. Considera que la genética humana, a menos que posea algún tipo de deterioro hereditario, posee la capacidad suficiente para reportar salud al ser humano y que los procesos relacionados con la prevención de la enfermedad y la recuperación de la salud se encuentran fundamentalmente regidos por esa capacidad innata del cuerpo humano para protegerse. Y que los medicamentos y las técnicas quirúrgicas no curan por sí solos, sino que únicamente ayudan a que los procesos naturales de curación se realicen adecuadamente.

Hasta ahora, nada original. Pero claro está, escrito por un profesional de la medicina que acumula numerosos años de práctica exitosa e incluso de innovación en técnicas quirúrgicas de gran impacto, como la cirugía colonoscópica, y que casi siempre habla desde su experiencia profesional con pacientes, a partir de su respuesta personal a la propia dieta que defiende y de su experiencia familiar en relación con la enfermedad de su mujer e hijos cuando, recién llegados a Estados Unidos, tuvieron que enfrentarse a graves problemas de salud relacionados con el consumo de leche.

Sobre todo, su libro destaca, y de ahí el nombre, la importancia de las enzimas para alcanzar la salud, conclusión que sin duda se relaciona con su propia especialidad médica, la digestiva, por el papel imprescindible que dichas sustancias poseen en la adecuada descomposición e integración de los alimentos en las estructuras orgánicas de los seres vivos.

Sin embargo, el escritor japonés define con excesiva vaguedad el papel que desempeñan las enzimas en el proceso digestivo, habida cuenta de la importancia que adquieren en la argumentación de todo su trabajo. No destaca convenientemente que las enzimas son catalizadores, y que por tanto, que no participan estructuralmente en las reacciones químicas, sino que únicamente están presentes para facilitarlas y acelerarlas, y en consecuencia, un hecho esencial, que las enzimas no se consumen en las reacciones químicas en las que participan.

Tampoco precisa otra característica, que también posee gran importancia en lo que a continuación va a explicar, y que podría definirse como la especificidad enzimática, en un doble sentido, en que cada enzima sirve únicamente para un tipo de reacción, y que cada célula solamente puede crear un cierto conjunto de enzimas. En síntesis, cada especie animal posee su juego específico de enzimas adaptada a sus concretas condiciones ambientales y, en especial, en relación con el tipo de alimentos de los que se nutre. De tal forma que si un individuo ingieriera un alimento no contemplado en su programación enzimática específica, no podrá digerirlo, o lo que sería más grave, en el caso de las proteínas, que podrían atravesar la pared intestinal sin descomponer en sus aminoácidos correspondientes, como luego veremos. Esta doble especificidad que asombrosamente no destaca H. Shinya posee enorme relevancia en relación a uno de los temas sobre los que descansa gran parte de su argumentación: las alergias e intolerancias alimentarias, como a continuación analizaremos, así como las enfermedades de tipo autoinmune.

Afirma Shinya que “la medicina moderna se practica como si el cuerpo fuera una máquina hecha de partes independientes” y aboga, en consecuencia, por un tratamiento de la ciencia de la salud más interdisciplinar, donde cada médico fuera capaz de superar su especialización y analizar las enfermedades con globalidad. Sin embargo, él mismo un especialista en cirugía gastrointestinal, cuando alude a otras disciplinas para crear su corpus argumental, no cita ni integra esos otros saberes en pie de igualdad con los propios, sino con excesiva vaguedad, y en ocasiones, arrojando hipótesis con escaso aval científico y con exageradas dosis de intuición. En concreto, el fundamento central de su libro recae en una de estas conjeturas:

“Tengo una teoría que pudiera arrojar alguna luz en ese proceso. Pienso que hay una enzima madre, una enzima prototipo, sin especialización. Hasta que esta enzima madre se convierte en una enzima específica como respuesta a una necesidad particular, tiene el potencial de convertirse en cualquier enzima. Mi teoría, desarrollada durante los años de mi práctica clínica y mi observación, es la siguiente: tu salud depende de lo bien que mantengas —en lugar de agotar— las enzimas madre de tu cuerpo. Uso el término enzimas «madre» para nombrar a estos catalizadores, dado que son, pienso, enzimas no especializadas que dan origen a más de 5.000 enzimas especializadas que desempeñan diferentes actividades en el cuerpo humano. También las llamo enzimas «prodigiosas» porque desempeñan un papel fundamental en la capacidad de curación del cuerpo”.

Dice Shinya, en resumen, que cada persona posee de nacimiento una dotación de estas enzimas madres o seminales de otras más específicas, y que la sabiduría de mantenerse sanos se relaciona con la capacidad de cada ser humano para conservar este regalo, porque la curación depende fundamentalmente del correcto uso de estas enzimas. Por tanto, de evitar nutrientes, drogas, actividades, entornos ambientales que destruyan enzimas, las verdaderas medicinas de los organismos vivos.

Conviene recordar, en contra de los que acaba de afirmar el autor, que las enzimas se fabrican en cada célula, que las enzimas no dejan de ser unas proteínas especiales y que son elaboradas usando la codificación del ADN celular, a partir de los aminoácidos correspondientes. Lo destacable consiste en que cada enzima posee una secuencia de aminoácidos única y específica que adquiere propiedades originales e individuales diferentes al resto. Otra cosa es que tanto el proceso de fabricación celular de enzimas como su posible desnaturalización por factores ambientales, pueda acarrear la aminoración de sus efectos y el deterioro de sus propiedades, a veces, incluso, de forma irreversible. Pero no como afirma el autor, que de forma similar a los óvulos, por ejemplo, que haya una dotación de enzimas madre originalmente asignada.

Y otra puntualización. Que las enzimas no son las que directamente curan las enfermedades, o como los antibióticos, atacan a los organismos extraños, sino que la enfermedad se puede producir, entre otras causas, por el deterioro de la capacidad de producir enzimas, por el deterioro de las propias enzimas producidas y/o por intentar nutrirnos con alimentos no apropiados a las enzimas concretas que posee nuestra especie para sintetizar los nutrientes. Eso sí, en estos casos, la salud será recuperada por la reversión de aquellos factores. Por tanto, que las enzimas no curan, sino que es su mal funcionamiento el que nos puede enfermar.

El envejecimiento, por ejemplo, o el estrés, pueden disminuir la producción de ciertas enzimas, y algunos alimentos, sobre todo verduras crudas o casquería, poseen muchas enzimas útiles, algunas no producibles por el ser humano, pero cuyo uso ayuda a la digestión.

Creo que estas objeciones resultan pertinentes para acercarnos a un libro que a pesar de ello resulta interesante, porque contiene buenos razonamientos, sabios consejos y recomendaciones de valor, pero que resulta preciso leer con cuidado y algunas reservas.

El libro se abre con un anuncio excesivo y que reprimió mi primer acercamiento a él: “Una forma de vida sin enfermar: la dieta del futuro que evitará las enfermedades cardíacas, curará el cáncer, detendrá la diabetes tipo 2, combatirá la obesidad y prevendrá padecimientos crónico degenerativos”. Aludo a esta introducción con objeto de que no huyan de su lectura temperamentos ecuánimes y mesurados, porque los excesos del editor a veces pervierten el contenido real de algunos libros, como es el caso que nos ocupa. Aunque bien es verdad que el autor afirma en varios lugares que absolutamente ninguno de sus pacientes diagnosticados de cáncer, y que siguieron sus consejos dietéticos, volvieron a padecer esta enfermedad. Verdaderamente esta afirmación la realiza sin traer pruebas, sin citar ningún estudio científico, y sin aclarar qué sucedió con aquellos que no siguieron a rajatabla sus consejos. Simplemente desafía al lector a que confíe en él, en su palabra de médico con muchísimos años de práctica, experiencia y reconocido prestigio.

Sus opiniones sobre la calidad que debe poseer el tracto digestivo para conseguir salud, y sus reflexiones desmitificando algunos alimentos como el té verde, la leche o el yogurt, me parecen de gran interés. También sus aportaciones sobre la importancia del ph, el equilibrio calcio-magnesio, la utilidad de la fibra dietética, el peligro de las grasas trans o la importancia de los antioxidantes naturales, las vitaminas y los oligoelementos en el correcto equilibrio metabólico del ser humano. Sus alertas contra la comida frita, el consumo de alimentos industriales y preparados o el uso de aceites obtenidos químicamente resultan muy claros y acordes con similares recomendaciones realizadas por otros autores e incluso en instancias oficiales. También su apuesta por el ejercicio físico moderado, el amor, el descanso, etc., y sobre la necesidad de beber abundante agua sana, es decir, no contaminada, obtenida de fuentes seguras.

Una de sus recomendaciones fuertes sería la siguiente:

“La dieta y el estilo de vida de la enzima prodigiosa aconseja que la relación entre frutas, verduras, legumbres y granos y carne en tu dieta debe ser 85 por ciento contra 15 por ciento, respectivamente. Me preguntan con frecuencia: «si disminuyo tanto la proteína en mi dieta, ¿no voy a tener una deficiencia?». Yo le digo a la gente que me pregunta esto que no se preocupe. Aun con una dieta vegetariana, uno puede obtener suficientes proteínas.”

En este tema el autor adolece de escasa precisión, porque se refiere al 15% de porcentaje de carne, y en cambio, debería haber especificado que dicho porcentaje se refiere realmente a la cantidad total de proteínas ingeridas en la dieta. Ya que la proteína también procede de los vegetales, y que la carne posee grasa, la recomendación no resulta apropiada, ni clara. Por tanto, correcto el deber de ser moderados con el consumo de proteína en torno al 15% del total de calorías ingeridas, y no, por supuesto, que el consumo de carne deba de ser inferior al 15% (¿de peso, de calorías, de volumen?, tampoco sobre ello dice nada el autor).

Pero me asombra su afirmación en torno a la toxicidad intrínseca de la carne, sobre todo cuando la pone en relación con las excelencias del vegetarianismo (aunque él parezca no serlo), y para ello utiliza un símil erróneo que denota su desconocimiento de la genética y de lo que ha sido la evolución animal en relación con cada tipo de nutrición. Afirma que el ser humano no precisa consumir proteína animal para tener músculos sanos y poderosos, y avala este juicio en el hecho de que los herbívoros consiguen tener unos músculos incluso más resistentes que los carnívoros absteniéndose de consumir carne. Olvida que los seres humanos, y otros carnívoros, debemos incorporar de fuentes exógenas 8 aminoácidos esenciales, que si bien algunos se encuentran en alimentos vegetales, no lo hacen en las cantidades y con la disponibilidad y accesibilidad requeridas a nuestras necesidades vitales, y sobre todo, que las necesidad de aminoácidos esenciales por parte de los herbívoros es muy inferior, porque poseen aparatos digestivos mucho más desarrollados y sobre todo, y de aquí mi sorpresa, porque poseen complejos enzimáticos mejor adaptados que los carnívoros, para extraer de las plantas todo lo que necesitan para su supervivencia, objetivo que el ser humano únicamente podría lograr con gran dificultad, riesgo carencial y complementos dietéticos artificiales.

Destaca el autor la importancia de las alergias y de las intolerancias alimenticias. Pero me sorprende que no cite nunca la intolerancia al gluten, una de las más extendidas y graves. El gluten, junto con otras proteínas presentes en los cereales, posee una importante capacidad alergénica, que consiste en la dificultad que poseen los tractos digestivos de las especies no adaptadas a su consumo para romperlas en sus cadenas de aminoácidos, lo que puede provocar que en el intestino delgado las proteínas puedan integrarse en el torrente sanguíneo. Lo que podría incidir en la aparición de dos reacciones de parecido cariz, una directa defensiva y de tipo inflamatorio provocada por la activación del sistema inmunológico, y otra similar a la anterior, pero aún más grave, derivada del carácter mimético que pueden adoptar algunas de estas proteínas alóctonas respecto a las propias, lo que hace que nuestros anticuerpos no sólo ataquen a las moléculas exógenas, sino a las propias, acciones que estarían en la base de una parte de las enfermedades de tipo autoinmune, entre ellas, la celiaquía.

Destaca el autor, con razón, las intolerancias y alergias a la lactosa o las grasas artificiales con las que actualmente se fabrican muchos productos lácteos pretendidamente naturales, pero tan sólo incide en los peligros de las proteínas en los casos de la carne y los huevos, cuando resulta bien sabido que nuestras enzimas están plenamente adaptadas por evolución genética a la síntesis de la proteína animal y no así a la de los cereales. Las alergias a las proteínas de la carne resultan de todo punto insignificantes respecto a las procedentes de la leche, de los cereales y de las legumbres, por ejemplo. Recuérdese que el ser humano se alimenta de cereales sólo desde la invención de la agricultura, un hecho que tuvo lugar hace poco tiempo, sólo 10.000 años, y que en período tan corto no se ha podido producir ninguna adaptación genética que creara los complejos enzimáticos necesarios para integrar durante la digestión las proteínas del cereal de forma eficaz y del todo segura. En cambio, el autor japonés recomienda fervientemente los cereales, algo totalmente absurdo en relación con las principales líneas argumentales de su libro.

Otro elemento poco claro se refiere a la grasa, un nutriente imprescindible para la salud, indispensable para fabricar hormonas, entre otras cosas, y al que el médico japonés casi siempre se refiere peyorativamente. Tan sólo en el caso de las grasas vegetales sin tratar químicamente, el autor no digamos que las alabe, pero las consiente, un poco a regañadientes. Y el famoso omega 3, al que el científico no alude explícitamente, pero que recomienda fervientemente en forma de aceites procedentes del pescado, pero al que jamás pone en conexión con el consumo de omega 6 (procedente del aceite vegetal), y cuya relación resulta tan importante en la regulación de los procesos de inflamación o en la química cerebral, que no olvidemos, se compone fundamentalmente de grasa. Porque la importancia del ácido graso omega 3 no reside en él mismo, sino en su relación con el de tipo 6. Si en occidente se recomienda tanto el pescado azul, es porque el consumo de omega 6 resulta elevadísimo (aceites vegetales y comida basura), pero si éste fuera menor, evitando aceites vegetales, el de omega 3, para que fuera saludable, no debería ser tan elevado.

Resulta elocuente al respecto que cuando se habla de proteína, aparezcan imágenes de cuerpos esbeltos muy musculados, cuando de los hidratos de carbono, chicas jóvenes tomando cereales integrales, y que en cambio, cuando se habla de la grasa, en casi cualquier libro de dietética o divulgación científica, aparezca siempre ligado a fotografías de grandes barrigas, enormes pliegues cutáneos e inmensas celulitis, y no al de grandes cerebros saludables cuya integridad y adecuado funcionamiento sólo puede asegurarse tras un correcto abastecimiento de grasas.

Destaca muy acertadamente la importancia de los hábitos, de los modos de vida para alcanzar la salud. Al respecto alude al famoso informe de la comisión McGovern, que basándose en el estudio liderado por el bioquímico Keys en 1953, pusieron las bases, durante los años 70 del pasado siglo, de las recomendaciones alimenticias oficiales que actualmente padecemos (la pirámide alimentaria) y que desgraciadamente todavía no nos han procurado la salud, habida cuenta de que como oportunamente nos recuerda Shinya, la mayor parte de las enfermedades degenerativas, autoinmunes, cardiacas y cancerígenas que padecemos los occidentales, poseen una elevada relación con la dieta y con las rutinas sociales.

El senador norteamericano McGovern recibió el encargo de redactar unas recomendaciones dietéticas con el objeto de reducir la incidencia de enfermedades en la sociedad estadounidense, y por tanto de disminuir el presupuesto destinado a la salud, que a pesar de su magnitud, no conseguía atajar la extensión de enfermedades muy graves. Como reflejan los trabajos de Marion Nestle, “Food politics” y de Rusell Smith, “The cholesterol conspiracy”, y la magnífica conferencia reciente del doctor Noakes, “Cholesterol is not an important risk factor for heart disease and current dietary recommendations do more harm than good”, el lobby de la industria agroalimentaria ligada a las subvenciones sobre el maíz y la soja, fundamentalmente, pero también al de otros cereales, consiguió extender la idea, respaldada por el trabajo poco escrupuloso de Keys que pretendidamente ligaba colesterol, consumo de carne y enfermedades cardiacas, de que la grasa animal resultaba peligrosa, y que por tanto había que incrementar el consumo de aceites vegetales, cereales y glucosa con el objetivo de lograr un adecuada alimentación.

Las recomendaciones dietéticas de la comisión McGovern fueron confeccionadas por un vegano sin experiencia médica, y en su día ya fueron duramente criticadas por una parte importante del cuerpo médico y científico del país. Phillip Handler, entonces presidente de la US National Academy of Science, afirmó lo siguiente: “What right has the federal government to propose that the American people conduct a vast nutritional experiment, with themselves as subjects, on the strength of so very little evidence?”. O el doctor Ahrens, que publicó en la prestigiosa revista Lancet, en 1979: “(…) a trial of the low fat diet recommended by the McGovern Committee and the American Heart Association has never been carried out. It seems that the proponents of this dietary change are willing to advocate an untested diet to the nation on the basis of suggestive evidence obtained in tests of a different diet. This illogic is presumably justified by the belief than benefits will be obtained, vis-à-vis CHD prevention, by any diet that causes a reduction in plasma lipid levels”. Son algunos ejemplos, que se suman al esfuerzo del Secretario de Agricultura Earl Butz, que en 1971 alcanzó un gran acuerdo con las grandes multinacionales agrícolas del sector cerealístico con el objetivo de reducir el precio de los alimentos vía enormes subvenciones, política que se alió magistralmente con las recomendaciones dietéticas de la comisión McGovern.

Pero como las estadísticas demuestran tozudamente, la reducción de las cardiopatías a partir de los años 70, se debió fundamentalmente a la reducción del consumo de tabaco, y lo que realmente ha estado provocando la progresiva sustitución de grasas animales por vegetales y sobre todo fructosa (refrescos sobre todo), ha sido la proliferación de la arterioesclerosis, la obesidad y la diabetes de tipo 2. Al respecto, puede consultarse mi blog sobre “Salud y nutrición”.

Las figuras adjuntas demuestran estos hechos. En primer lugar, la correlación perfecta entre las muertes por enfermedades del corazón y el consumo de tabaco. Esta relación mutua parece incuestionable, sobre todo por el hecho de que durante estos primeros años de ascenso del consumo de cigarrillos el consumo de carne se mantiene constante en la sociedad norteamericana, y sin embargo, las muertes por enfermedades del corazón ascienden.  También el hecho sorprendente de que a partir de los años 50 se produzca el declinar del consumo de carne, a consecuencia de las campañas de prensa asociadas al informe Keys y que sin embargo, el descenso de las cardiopatías no sea tan elevado como cabría esperar de esta auténtica fobia a las grasas. Es decir, que el descenso de las cardiopatías asociada a la disminución del consumo de tabaco no fue tan elevada por culpa del paralelo cambio dietético que sustituyó la carne por el consumo de cereales y de elevadas cantidades de fructosa.

Sobre este particular, creo que el doctor japonés utiliza información antigua y no ha sido capaz de entrar en el debate científico tan interesante que se está produciendo al respecto y que creo que tantas cosas va a modificar sobre las recomendaciones alimentarias en el futuro.

Sin embargo, y tal como demuestra la práctica cotidiana de este doctor, sus recomendaciones provocan salud. Y no lo pongo en duda, porque sin incidir en todo, sin embargo, sí apuesta por una serie de cambios drásticos y profundos que aunque parciales, de hecho han provocado alteraciones muy positivas en la salud de sus pacientes. Destaco su consejo de evitar el consumo de lácteos, de abstenerse de fumar, de moderar el consumo de alcohol, de realizar cotidianamente actividad física moderada, de tomar alimentos sanos y no contaminados, de beber agua en buenas condiciones, de realizar una alimentación muy variada, de poner énfasis en los alimentos y las vitaminas, de evitar toda medicación, droga o exposición que ponga en peligro el equilibrio enzimático, de abstenerse de consumir alimentos pre-elaborados e industriales, de destacar la importancia de moderar el consumo de proteínas, etc.

Pero insisto y destaco como conclusión, si además el doctor H. Shinya hubiera incluido en sus recomendaciones evitar el consumo de cereales y de legumbres, limitar al máximo la ingestión de glucosa y resaltar la importancia de las grasas animales, creo que la salud de sus pacientes hubiera mejorado todavía en mayor cuantía. Si bien el doctor japonés, autor del citado libro, no va a hacer el propuesto experimento, en cambio, el lector interesado en estos temas podrá encontrar abundante bibliografía al respecto. Por ejemplo en Gary Taubes “Good calories and bad calories” o en “Salud y nutrición”.

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